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5 de abril de 2007, 3.15 horas

Laurie se dio la vuelta con mucho cuidado para no despertar a Jack y miró el reloj. Llevaba despierta casi una hora, y estaba segura de que no volvería a conciliar el sueño. No acababa de saber si se trataba de depresión, frustración o miedo, o una mezcla de las tres, pero no podía quedarse en la cama ni un momento más. Su mente no dejaba de dar vueltas a los mismos temas, con idénticos resultados.

Con todo el silencio de que fue capaz, se deslizó de debajo de las mantas, recogió a tientas las prendas que había dejado preparadas, porque la única luz provenía del dial del reloj, y caminó poco a poco hacia la puerta abierta del baño. Una vez dentro, asomó la cabeza al dormitorio para escuchar la respiración de Jack. No había cambiado, algo que la complació.

Al despertarse tan temprano y con la necesidad de ocupar su mente en otra cosa, a Laurie se le ocurrió de pronto ir al trabajo. Pensó que al menos podría acabar la matriz, independientemente de si aquello tenía algún efecto en la decisión de Jack. Tal como había demostrado la discusión de la noche anterior, no estaba dispuesto a ceder, y además ya era muy tarde. La intervención estaba fijada para dentro de cuatro horas y quince minutos.

Laurie se duchó deprisa y apenas utilizó maquillaje, como de costumbre. Mientras lo hacía, pensó en la noche anterior. Había comenzado mal, porque ambos estaban enfadados. Pero eso no tardó en cambiar, y de nuevo estuvieron de acuerdo en disentir. Aunque Laurie dijo que no quería tener nada que ver con la operación, como acompañarlo al hospital, había prometido que iría por la tarde para darle todo su apoyo en la rehabilitación. El doctor Anderson le había advertido que la movilidad después de la intervención sería limitada porque le colocaría un aparato que le estaría flexionando y extendiendo la rodilla continuamente, por lo menos durante veinticuatro horas.

Laurie se vistió rápidamente. Mientras comía un bocado en la cocina, escribió una nota a Jack donde le explicaba que había ido al trabajo y la razón, y le pedía que le dijera al doctor Anderson que la llamara a la oficina al finalizar la operación. Firmó la nota diciéndole que lo quería y prometiéndole que iría a verlo alrededor del mediodía.

Sin saber muy bien dónde dejarla para estar segura de que la viera, Laurie cogió un rollo de celo y entró en el baño por la puerta del pasillo. Habían diseñado el baño con dos puertas, una daba al dormitorio, y otra al pasillo, para los casos en los que uno se levantaba antes que el otro. Pegó la nota en el centro del espejo para que no pudiese decir que no la había visto.

Laurie recogió el abrigo, las llaves, la caja de portaobjetos y el bolso, abrió la puerta del pasillo, y ya estaba a punto de cerrarla cuando recordó que su teléfono móvil se estaba cargando en la mesilla de noche. Por un momento, dudó de si correr el riesgo de despertar a Jack. Convencida de que su marido debía dormir todo lo posible y que ella no necesitaría el móvil, pues pasaría la mitad del día en la OCME y la otra mitad con Jack en el hospital, decidió prescindir de él.

En el exterior estaba oscuro, excepto por un ligero tono rosado hacia el este, y la calle desierta en ambas direcciones. Pensando que habría sido mejor llamar a un taxi por teléfono, vaciló en el umbral. Pero no quiso perder más tiempo ahora que ya había bajado y echó a andar decididamente hacia Columbus Avenue. Sabía por experiencia que era mucho más fácil conseguir allí un taxi que en Central Park West, y acertó, porque en cuanto levantó la mano se acercó uno al bordillo.

Mientras el taxi circulaba hacia el centro por las calles casi desiertas, Laurie admitió para sí misma que el 5 de abril de 2007 no sería un día que querría volver a vivir. El grado de ansiedad, que alcanzaba límites desconocidos, se había evidenciado por las molestias abdominales que notó después de comer su magro desayuno y que ahora empeoraban por las sacudidas y saltos del taxi. Por un momento creyó que iba a vomitar, pero se le pasó. Fue un claro alivio cuando el taxi por fin llegó a la OCME. Laurie indicó al conductor que fuese por el lateral y bajase por la rampa hasta la zona de descarga. Todavía inquieta por el malestar, se apresuró a pagar el trayecto y bajó.

Esperó medio minuto o poco más hasta que desapareció la leve sensación de mareo, y subió la escalera hasta la entrada. Al pasar por el vestíbulo, saludó al guardia nocturno que estaba en su cubículo. Sorprendido al verla, el señor Novak se levantó de un salto, asomó la cabeza por la ventanilla y gritó a Laurie, que ya había llegado al ascensor.

—Buenos días, doctora Montgomery. ¿Qué la trae por aquí tan temprano?

—Solo un poco de trabajo atrasado —mintió Laurie. Se despidió con un gesto y entró en el ascensor.

Laurie se detuvo de nuevo en el segundo piso, como había hecho el día anterior, y compró un café en la máquina. Era curioso, pero el café parecía calmar su estómago. Al menos solía hacerlo.

Laurie encendió la luz de su despacho y, después de colgar el abrigo, observó su mesa abarrotada. El microscopio ocupaba el lugar central. Las pilas de expedientes de historias clínicas parecían temibles. La matriz se balanceaba en lo alto de una de ellas.

Apartó el microscopio junto con las otras bandejas de portaobjetos y se sentó. Colocó la matriz delante de ella. Antes de comenzar, quitó la tapa al vaso de café y bebió un sorbo. Hizo un gesto de desagrado. No porque estuviese demasiado caliente como se temía, sino porque tenía un sabor horrible.

De no haber sabido que lo era, habría sospechado si aquello era café o no. Volvió a taparlo y lo dejó a un lado, con la intención de bajar a la sala de identificación cuando Vinnie ya hubiera preparado el café para todos.

Cogió un expediente y la historia clínica y se puso a trabajar. No había pasado ni una hora, cuando sonó el teléfono. Como estaba tan concentrada y reinaba un absoluto silencio en toda la planta, el súbito y fuerte sonido de la campanilla la sobresaltó. Atendió asustada antes de tener la oportunidad de adivinar quién podía ser. Era Jack.

—¿A qué hora te has marchado?

—No estoy segura. Eran las tres y cuarto cuando me levanté.

—¿Por qué no me despertaste? Te he echado de menos cuando me he despertado hace unos minutos.

—Quería que durmieras todo lo posible.

—¿Estás agotada?

—Llevo días agotada. Por fortuna no tengo problemas para dormir.

—Me alegro de que habláramos de nuevo anoche, aunque al principio no me apetecía.

—Yo también me alegro.

—Bueno, tengo que meterme en la ducha con mi jabón antibiótico. Se supone que debo estar allí a las seis y cuarto, y ya son las cinco y veinte.

—Olvidé preguntártelo. ¿Cuánto se tarda en hacer el injerto del tendón de la rótula?

—El doctor Anderson dijo que poco más de una hora.

—Estoy impresionada. ¡Qué rápido!

—Los hace tan a menudo que se ha convertido en una rutina.

—Te veré al mediodía —prometió Laurie.

—Te quiero.

—Yo también te quiero.

Laurie escuchó el clic. Sonó como un punto final. Colgó sin prisas. ¿Qué le traería el día?, se preguntó inquieta. Deseó haber colgado primero, porque continuaba escuchando aquel inquietante clic una y otra vez en las profundidades de su cerebro.

Se libró de cualquier pensamiento pesimista provocado por la llamada y volvió a su matriz. Cogió de la pila que disminuía poco a poco un nuevo expediente y la historia clínica. Para mantenerse concentrada en la rutinaria tarea de entrar datos, trabajó de manera compulsiva, como si fuese cuestión de vida o muerte. Alrededor de las siete, cuando apareció Riva, solo le quedaban dos.

—¿Qué demonios haces aquí a estas horas?

—No podía dormir. Se me ocurrió que podía aprovechar el tiempo trabajando.

Riva miró por encima de su hombro la matriz casi completa.

—¡Impresionante! ¿Has descubierto algo espectacular?

—No —dijo Laurie. Pensó un momento en hablar a Riva del agente desconocido y con toda probabilidad infeccioso que había encontrado en los portaobjetos, pero cambió de opinión. Riva sin duda querría verlo, y ella estaba dispuesta a acabar su matriz.

—¿Todavía quieres tomarte hoy tu día de papeleo? —preguntó Riva.

—Por supuesto. Quiero acabar lo que estoy haciendo y después ir a ver a Jack. Lo operan hoy.

—Oh, es verdad —dijo Riva—. Me había olvidado. Así que tampoco puedo contar con Jack… Será mejor que baje y vea qué llegó anoche.

Para las siete y veinticinco, Laurie había acabado con la última entrada. Sostuvo la matriz en alto. Era muy extensa porque había anotado todas las variables conocidas para comparar los casos.

Comenzó a leer las casillas, atenta a cualquier inesperado factor común en los veinticinco casos que pudiese darle una pista del por qué y el cómo de las infecciones mortales. Pero nada pareció destacar, hasta que miró la columna de las fechas. Gracias a su facilidad para las matemáticas y para los números en general, le pareció ver un patrón. Aunque podía tratarse de una mera coincidencia, Laurie buscó su calendario y traspasó las fechas a los días de la semana. Para su sorpresa, había un patrón. Todos los casos oftalmológicos y de cirugía estética ocurrían los martes, los cardiovasculares los miércoles o viernes, y los ortopédicos los lunes o jueves. Gracias a sus conocimientos de estadística, comprendió de inmediato que veinticinco casos no era un número suficiente para dar ninguna credibilidad a su hallazgo, pero de todos modos le pareció curioso.

Volvió a la matriz y sin prisa fue leyendo cada entrada de las diversas categorías, como la edad, la duración de la intervención, el tipo de anestesia, etcétera, pero sin dar con nada significativo que llamase su atención. Acabó la lectura y miró el reloj de la pared. Eran las siete y media en punto, la hora para la intervención de Jack. Vio en su mente cómo el bisturí cortaba la piel, e hizo una mueca. Al mirar de nuevo la matriz, sintió pena por haberla acabado. Había conseguido mantener su mente apartada de todo aquello en lo que prefería no pensar.

De pronto, se le ocurrió otra cosa para no obsesionarse con la intervención. Pensó en el doctor Collin Wylie, que se encontraba en Nueva Zelanda, y en la posibilidad de que hubiese recibido las fotos del portaobjetos y las hubiese visto; y si lo había hecho, tal vez habría identificado qué era y habría enviado la respuesta. Eran muchos «si», pero, sin desalentarse, Laurie abrió su correo. No había pensado en hacerlo antes porque envió el mensaje durante la noche, sin recordar que Nueva Zelanda estaba en el lado opuesto del mundo, y por tanto en Auckland era por la mañana.

Un segundo después de haber pinchado en el icono, se abrió la bandeja de entrada y apareció una dirección C_WYLIE @NYU. EDU. Ansiosa, Laurie se apresuró a abrirlo.

Doctora Montgomery:

Saludos desde las Antípodas.

Recibí las fotos micrográficas de Peter, y ya le he reprochado no haber reconocido un quiste de acanthamoeba polyphaga, aunque no fui muy duro, debido a la ubicación. Nunca había visto uno en el pulmón. Si quiere verlo mejor, utilice un reactivo de yodo. En cuanto a la nodularidad evanescente que Peter mencionó, solo puedo suponer qué representa el encapsulamiento del mismo EARM que se ve en el campo microscópico. Se ha demostrado hace poco en Bath, Inglaterra, que el EARM puede invadir y multiplicarse dentro de la acanthamoeba, de la misma manera que la legionella, causante de la enfermedad del legionario.

Dado que la acanthamoeba normalmente come bacterias, es interesante preguntarse cómo el EARM y la legionella han desarrollado una resistencia antiamébica, y cómo es molecularmente similar el proceso en la resistencia al antibiótico. Volveré a la ciudad el lunes. Si puedo serle de más ayuda, por favor, no vacile en llamarme.

Con mis más cordiales saludos,

COLLIN WYLIE

Tal había sido el asombro de Laurie mientras leía el mensaje, que se había olvidado de parpadear y tuvo que compensarlo cerrando los ojos con fuerza y después parpadear varias veces seguidas. No sabía casi nada de las amebas en general o de las acanthamoebas en particular. Cogió del estante, su Principies of Internal Medicine de Harrison y buscó acanthamoebas. La referencia era breve, y formaba parte de un artículo de infecciones por amebas independientes. Mencionaba el organismo como causante de la encefalitis, pero nada sobre la neumonía. También citaba que el CDC tenía un antisuero de fluoresceína disponible para un diagnóstico definitivo, que Laurie pensó que podía ser útil para confirmar la impresión del doctor Wylie.

Laurie dejó el texto y miró el estante en busca de una posible segunda fuente. Al no ver ninguna, se sentó otra vez al ordenador y escribió «acanthamoeba» en el buscador. Un gran número de resultados apareció en cuestión de segundos. Escogió uno general.

Con una sensación de urgencia cada vez mayor, Laurie leyó la primera parte del artículo, que citaba al protozoario como uno de los más comunes en la tierra y el agua potable. Describía algunas de sus características, entre ellas que era un bacteriófago, pero que en raras ocasiones causaba infecciones en los humanos. El siguiente párrafo analizaba esta cuestión en profundidad, y solo le dedicó un rápido vistazo.

Fue en ese momento cuando la mirada de Laurie vio el subtítulo del siguiente párrafo: «Acanthamoeba y EARM». Con una descarga de adrenalina corriendo por sus venas, Laurie leyó una ampliación de lo que el doctor Wylie había mencionado, en particular cómo el EARM podía infectar a la acanthamoeba. Pero además de lo que él había dicho, el artículo afirmaba que el EARM emergente de la ameba por lo general era más virulento. Luego, sacudida por una reacción similar a la de una descarga eléctrica, leyó que la acanthamoeba infectada con EARM podía actuar como un medio de propagación aérea para el estafilococo.

Se echó hacia atrás en la silla y miró la pantalla con la mente en blanco. Se había quedado atónita. Había creído que el EARM no podía propagarse por el aire, pero ahora sabía que sí, y por tanto todos los escenarios potenciales respecto a la propagación recuperaban su validez, en particular la idea de que los sistemas de ventilación de los hospitales Angels podían estar relacionados con ella.

Laurie hizo un esfuerzo para recuperar la calma. Tenía que pensar, y con el pulso acelerado y las ideas saturando su cerebro era difícil. Respiró hondo unas cuantas veces, y después de hacerlo recordó otra razón por la que había descartado la transmisión aérea como una posibilidad. Los pacientes nunca respiraban el aire del quirófano. Siempre era aire embotellado o filtrado. Analizó esta circunstancia. ¿Había dado con la solución definitiva o no? Con el creciente temor de que sus preocupaciones fuesen legítimas, cogió el teléfono. Las ocho menos cuarto podía ser la peor hora para llamar a un anestesista, porque ya habían comenzado las intervenciones de las siete y media, pero de todos modos Laurie llamó al Manhattan General Hospital. Había trabajado en un caso con el jefe de anestesiología del Manhattan, el doctor Ronald Havermeyer, y había sido muy amable. Laurie estaba segura de que él, mejor que nadie, podía garantizarle que los pacientes nunca respiraban el aire del quirófano, y estaría dispuesto a hacerlo. Además, dado que era el jefe, sin duda actuaba más como un supervisor y lo más probable era que estuviese disponible.

Nerviosa, golpeó con los dedos la superficie de la mesa al tiempo que rezaba para que contestasen cuanto antes.

—Doctor Havermeyer —dijo por fin una voz.

Laurie le explicó en pocas palabras quién era, y sin decirle la razón, le formuló su pregunta.

—Es verdad —manifestó el doctor Havermeyer—. El enfermo nunca respira el aire ambiente después de la inducción hasta que lo llevan a la PACU, e incluso entonces, a menudo lo mantienen con fuentes embotelladas.

—Gracias —dijo Laurie.

—No se merecen. Me alegra haber podido ayudarla.

Laurie ya iba a colgar cuando el doctor Havermeyer le preguntó por qué había querido saberlo.

Le explicó a grandes rasgos su preocupación: que una bacteria en el sistema de renovación de aire pudiese ser responsable de una neumonía posquirúrgica hospitalaria.

—¿Habla usted de respirar prolongadamente aire ambiental, o solo tres o cuatro bocanadas durante quince o veinte segundos?

Laurie notó que se le secaba la garganta al intuir que estaba a punto de escuchar algo que no deseaba.

—Porque si es esto último, por lo general sí que ocurre —explicó el doctor Havermeyer—. Cuando el cirujano da la orden y es el momento de despertar al paciente, o al menos de terminar la anestesia, el anestesista a menudo inyecta oxígeno puro en el sistema para acortar el tiempo para la reutilización del quirófano. Durante la inyección, el paciente puede respirar dos, tres e incluso cuatro veces. Por lo tanto, es posible.

Laurie le dio las gracias y colgó.

De pronto, sus temores se confirmaron. El EARM se podía propagar por el aire si estaba encapsulado en la acanthamoeba, y los pacientes que recibían anestesia general respiraban, aunque solo fuese unos segundos, el aire ambiente del quirófano. Laurie recogió el papel donde había escrito los días de la semana en que habían ocurrido sus casos. Su memoria le decía que los ortopédicos eran los lunes y los jueves, y por desgracia era cierto. También era muy cierto que ese día era jueves, y que Jack iba a ser intervenido.

Con creciente desesperación, Laurie cogió una de las historias clínicas. Buscó la información de la anestesia para comprobar en qué momento había comenzado. La hora de inicio era una variable que no había incluido en la matriz. Para su horror, era a las 7.35. Arrojó la historia a un lado y cogió otra: las 7.31. Al tiempo que juraba por lo bajo, cogió una tercera: 7.34.

—¡Maldita sea! —gritó.

Otra más a las 7.30.

Cuatro casos de veinticinco fueron suficientes para que Laurie temiese lo peor con relación a Jack. Salió corriendo del despacho y pulsó enérgicamente el botón del ascensor con el deseo de apresurar su llegada. Consultó su reloj mientras esperaba. Eran poco más de las ocho. La intervención tardaría aproximadamente poco más de una hora, así que quizá lo conseguiría si tomaba un taxi de inmediato. Por fortuna, la Primera Avenida era un buen lugar para conseguir uno, debido a que había varios hospitales otros servicios en la zona. Laurie había decidido que quería llegar a la sala de los equipos de ventilación del Angels Orthopedic Hospital tan pronto como fuera posible para asegurarse de que nadie más lo hiciese.

Por mucho que la noche anterior Angelo creyese que estaba deprimido, en aquel momento se sentía peor. Llevaban casi dos horas esperando después de haber llegado a las seis cuarto, y seguían sin tener señales de Laurie Montgomery. Dado que ella y su amigo habían llegado la mañana anterior por la calle Treinta, habían aparcado la furgoneta de forma que pudieran ver el máximo posible de la calle. Cada vez que veía acercarse un taxi se le disparaba el corazón, pero se llevaba una desilusión tras otra.

—Creo que no vendrá a trabajar —se quejó Angelo.

—Eso parece —dijo Franco mientras se mojaba el dedo para pasar la página del periódico.

—¡Como si a ti te importase una mierda!

Franco bajó el periódico miró ceñudo a Angelo, que de nuevo miraba hacia la calle Treinta. Sintió deseos de decirle algo, pero no lo hizo. No valía la pena el esfuerzo. Se disponía a reanudar la lectura cuando vio una figura que salía del edificio y bajaba la escalinata de la entrada como si la persiguiese un fantasma.

—¡Es ella! —gritó Franco.

Angelo volvió la cabeza. Iba a preguntar dónde, cuando vio a Laurie. Estaba en el bordillo, y mantenía abierta la puerta de un taxi para que el pasajero bajase.

—Mierda —vociferó Angelo. Metió la mano detrás del asiento para buscar el anestésico, pero Franco le sujetó el brazo.

—No hay tiempo —lo advirtió Franco—. Tenemos que seguirla.

Vieron cómo Laurie hacía gestos para que la gorda pasajera se diese prisa, y a continuación la ayudaba a bajar, como si se hubiera quedado atascada. En cuanto la mujer se apartó de la puerta, Laurie se arrojó al interior y cerró de un portazo. Un momento más tarde, el taxi arrancó con un chirrido de los neumáticos.

—¡Caray! —exclamó Angelo—. El tipo ese debe de ser un fanático de las carreras.

—No los pierdas —gritó Franco mientras buscaba algo donde sujetarse.

Angelo, que no necesitaba que le recordase que no debía perder a Laurie, pisó el acelerador a fondo. La vieja furgoneta respondió de forma admirable, y arrancó con su propio rechinar de neumáticos.

Por un momento, Angelo miró por el espejo retrovisor para ver si Richie estaba atento. Así era, y lo seguía de cerca.

—¿Crees que habrá pasado la noche en el depósito? —preguntó Angelo moviéndose entre los carriles.

Franco no respondió. Estaba demasiado ocupado sujetándose y atento a que no hubiera coches de la policía. Por fortuna, no vio ninguno. Muy pronto el taxi y la furgoneta tuvieron que detenerse en un semáforo, y Franco aprovechó para ponerse el cinturón de seguridad.

Cuando Laurie consiguió subir al taxi le dijo al conductor el nombre del hospital, la dirección, y que era médico. Como una súplica final para conseguir que se diera prisa, añadió que se trataba de una emergencia de vida o muerte. El joven taxista se había tomado la petición al pie de la letra, y Laurie vio complacida que circulaban a toda velocidad por la Primera Avenida. No se había saltado ningún semáforo en rojo, aunque habían estado a punto, pero ella le había obligado a acelerar en ámbar.

Por desgracia, cruzar la ciudad era otra historia, y los pies de Laurie comenzaron un repiqueteo nervioso mientras esperaban que un taxi descargase en la esquina de Park Avenue. La parada no solo aumentó la ansiedad de llegar demasiado tarde, sino que le dio la oportunidad de aumentar sus temores. Si era verdad que todos los casos ocurrían dentro del margen que comenzaba a las siete y media, entonces era comprensible que Wendell Anderson nunca hubiese tenido un caso de EARM; él nunca comenzaba sus operaciones hasta mucho más tarde, hasta aquel día, para hacerle un favor a Jack.

Laurie apretó los dientes. Solo su ansiedad le impidió enojarse de nuevo con Jack por su empecinada insistencia en operarse aquel día.

A medida que se acercaban a su destino, después de girar por la Quinta Avenida, Laurie sacó dinero más que de sobra y lo pasó por la abertura de plexiglás. Abrió la puerta antes de que el vehículo se detuviera del todo, saltó a la acera y cerró la puerta del taxi tras ella para correr hacia la entrada; pero aminoró el paso al acercarse al portero por miedo a llamar demasiado la atención. Sin asombrarse por sus prisas, el hombre se llevó la mano al ala de su sombrero mientras empujaba la puerta giratoria.

Una vez dentro, Laurie se obligó a caminar a un paso casi normal. Recordaba la recepción del martes y no quería llamar la atención, sobre todo porque había un guardia de seguridad a un lado del vestíbulo. Llegó a los ascensores y pulsó el botón. Al mirar el indicador, vio que bajaba uno.

Su inquietud aumentó al advertir con el rabillo del ojo que el guardia se apartaba de la pared y caminaba hacia ella. Consciente de ello, miró en otra dirección. Notaba la presencia del hombre a su lado, un poco más atrás.

Llegó el ascensor y, más tranquila, Laurie entró y pulsó el botón de la cuarta planta. En los segundos que el hombre había estado detrás de ella, había temido que le dijera algo, pero no lo hizo. Sin embargo, el hombre entró en el momento en que ella se volvía, y sus miradas se cruzaron un instante. Eran los únicos ocupantes de la cabina.

Laurie se apresuró a desviar la mirada hacia el indicador de encima de la puerta y contuvo el aliento, convencida de que la interrogaría en cualquier momento. El ascensor se puso en marcha, pero se detuvo casi de inmediato.

Para su sorpresa, el guardia bajó en la segunda planta; al parecer había pulsado el botón mientras Laurie mantenía la mirada fija en el indicador. Soltó un suspiro de alivio.

Laurie subió hasta el cuarto piso y echó a correr por el aséptico pasillo blanco. Al llegar a la puerta de la sala de los equipos de ventilación titubeó, al tiempo que rezaba para estar en un error y que sus sospechas y temores fuesen el producto de una imaginación hiperactiva. Al consultar su reloj, vio que eran las ocho y cuarenta; la hora era la correcta.

Giró el pomo y con algo de esfuerzo abrió la puerta. De inmediato se vio envuelta por el profundo zumbido de las máquinas en la gran sala de techo alto y aislada.

La pesada puerta se cerró con un fuerte chasquido metálico que captó la atención de una figura con una máscara quirúrgica y vestida con una bata que se irguió detrás de unas tuberías. En una mano sujetaba una llave inglesa, que no podía considerarse un instrumento de cirugía, y en la otra un matraz tapado.

Laurie solo tardó un segundo en ver confirmados sus peores temores. «¡No!», gritó a voz en cuello, y corrió hacia el hombre, que dio unos pasos atrás como si fuese a escapar, pero entonces cambió de idea y defendió su terreno. Laurie avanzó a toda velocidad y de un manotazo le arrancó la máscara. Al instante, reconoció quién era: Walter Osgood.

El inesperado contacto hizo que Walter se tambalease. En su desesperación por buscar dónde sujetarse, dejó caer la llave inglesa y el matraz. La herramienta golpeó contra el suelo sin sufrir daños, pero el frasco se hizo añicos. El polvo blanco que contenía se desparramó por el suelo.

Laurie gritaba como un demonio al tiempo que golpeaba a Walter, que se protegía levantando los brazos cruzados; durante unos segundos dejó que los golpease. Laurie consiguió atravesar sus defensas y darle un puñetazo en el rostro con todas sus fuerzas, lo que le hizo reaccionar. En un arranque de furia defensiva, apretó el puño y descargó un golpe que le dio encima de la oreja. Laurie cayó como un saco. Sin darse por vencida, intentó levantarse, pero sintió que le inclinaban la cabeza hacia un lado. Walter la había cogido por el pelo y la arrastraba. Como la doblaba en tamaño y peso, a Laurie le costaba resistirse, pero de todos modos le golpeó y luego le arañó los brazos. La reacción del hombre fue golpearla de nuevo, casi con la misma fuerza de antes, con la mano izquierda.

Forcejeó para librarse de la mano que le sujetaba el pelo mientras Osgood la llevaba hacia una puerta. La abrió con la mano libre y la arrastró al interior. Laurie intentó darle un puntapié en las piernas, pero recibió otro puñetazo a un lado de la cabeza que la hizo caer en posición supina. Walter aprovechó la ocasión para escapar. Laurie se levantó tambaleante y se lanzó hacia el pomo, pero apenas llegó a tocarlo cuando se oyó un fuerte chasquido. Estaba encerrada.

Walter se tocó con cuidado la mejilla. Al apartar los dedos, vio una pequeña mancha de sangre. Se apresuró a recoger su máscara N95 y se la puso, aunque una de las ligaduras se había roto cuando Laurie se la había arrancado. A continuación corrió hasta un fregadero grande y hondo, donde encontró una toalla. La mojó, volvió a donde estaban los fragmentos del matraz roto y, con mucho cuidado de no provocar la menor corriente de aire, apoyó la toalla mojada sobre el polvo blanco.

Sin hacer caso de los gritos ahogados de Laurie que aporreaba la puerta del almacén, Walter sacó el móvil. Le alegró ver que tenía cobertura. Se apresuró a marcar el número de emergencia en Washington. De nuevo sonó varias veces. Mientras esperaba, hizo una mueca al escuchar los sonidos que llegaban desde el almacén.

Al parecer, Laurie estaba arrojando grandes recipientes de metal contra la puerta, algo que resultaba mucho más preocupante que los gritos y que golpeara la puerta con los puños. Le inquietaba que alguien pudiera oírla pese al aislamiento de la sala. Walter tenía muy claro que la doctora Montgomery debía ser eliminada, y cuanto antes mejor.

Por fin atendieron la llamada. Walter no tuvo paciencia para pasar por la habitual rutina; en el momento en que el hombre comenzó a preguntarle si llamaba desde un móvil, le gritó que no tenía tiempo para intrigas.

—Tengo a la doctora Laurie Montgomery encerrada en un almacén en la sala de los equipos de ventilación de los quirófanos. ¿Quiere oír cómo grita y aporrea la puerta? Todo este maldito asunto se irá al traste si no se acaba con ella ahora mismo. ¿Entiende lo que le digo? Sea quien sea su mejor negociador, como usted lo llama, está haciendo una chapuza. La doctora entró aquí y estropeó mi muestra, así que lo de hoy no se hará. Se lo advertí hace dos días.

—¿Dice que tiene a la señorita Montgomery encerrada en un armario?

—He dicho en un almacén de mantenimiento —vociferó Walter.

—¿En qué planta?

—En la cuarta. Está en el pasillo a la izquierda del ascensor En la placa de la puerta pone MANTENIMIENTO.

—¡No deje que nadie entre!

Walter se rio con sarcasmo.

—No lo entiende. Si uno de los técnicos viene aquí por alguna razón, no puedo impedirle el paso. No sé con qué frecuencia vienen.

—Tendré a alguien allí en un momento.

Esta vez fue Walter quien colgó primero. Por un momento se quedó allí, furioso por haberse metido en aquello y por lo que estaba ocurriendo, todo porque la empresa de seguros sanitarios no quería pagar el tratamiento del linfoma de su hijo.

Otro estruendo devolvió a Walter al presente. Fue hasta la puerta del almacén, golpeó y dijo a Laurie que se callara; le prometió que la dejaría salir cuando se calmara.

—¡Déjeme salir ahora! —replicó Laurie.

—He llamado a seguridad. Vienen para aquí —vociferó Walter, pero su amenaza solo sirvió para que sonara otro terrible estrépito en el almacén. Renunció a cualquier charla y se dedicó a limpiar el polvo letal.

Adam había aparcado al lado del parque, delante mismo de la casa de Laurie Montgomery. Había llegado un poco antes de lo planeado para darse un margen, pero era obvio que algo iba mal. Algunas personas habían salido del edificio, pero ni rastro de Laurie o de su compañero.

Estaba a punto de admitir que debería volver más tarde, cuando notó el zumbido del móvil en la pierna. Era uno de sus supervisores de Washington.

—¿Dónde está? —preguntó el hombre.

—En la Ciento seis, en el Upper West Side.

—Vaya al Angels Orthopedic Hospital. El objetivo está encerrado en un almacén de la sala de mantenimiento. Uno de los nuestros está allí. Se llama Walter Osgood. La señorita Montgomery debe ser sacada de allí cuanto antes; luego haga lo acordado. Será un desafío, pero confiamos en que esté a la altura.

Adam se apresuró a cortar y puso en marcha el vehículo. Encendió el CD, y cuando sonó Beethoven lo puso a todo volumen.

En la oscuridad, Laurie comenzaba a desesperarse. Siempre había sido un poco claustrofóbica, y estar encerrada de aquella manera despertaba en ella temores infantiles. La única iluminación entraba por debajo de la gruesa puerta, y había sido incapaz de encontrar el interruptor de la luz. Después de los cinco primeros minutos de aporrear la puerta y gritar con la esperanza de que la oyera alguien aparte de Walter Osgood, comenzó a tantear en la oscuridad. El almacén medía unos tres metros por seis, con estanterías a ambos lados. Fue en el fondo donde encontró unos bidones de metal con las tapas cerradas como potes de pintura. No tenía ni idea del contenido pero pensó que quizá era pintura. Cogió uno, lo hizo rodar hasta la entrada y lo utilizó a modo de ariete contra la puerta, pero no consiguió ningún resultado visible a pesar de su peso. Tuvo que tener cuidado en la oscuridad para que al rebotar contra la puerta el bidón no le hiciese daño.

Por un momento, no hizo otra cosa que estar con el oído atento. Había pasado un rato desde que había oído a Walter moviéndose por la sala. Dado el silencio que había al otro lado y como estar en la oscuridad sin hacer nada le resultaba mucho más angustioso que esquivar el bidón, volvió a lanzarlo contra la puerta. En el segundo intento oyó un sonido más profundo cuando golpeó contra la puerta y otro más suave cuando cayó al suelo. Laurie se dijo que probablemente había saltado la tapa y el contenido se había derramado.

Agachada, Laurie fue palpando el suelo a medida que avanzaba. No percibió olor de pintura, por tanto, debía de ser alguna otra cosa. Al cabo de un momento tocó un fino polvo blanco. Se llevó los dedos al rostro y olisqueó con desconfianza. No fue hasta que lo tuvo muy cerca que olió algo, aunque siguió sin saber qué era. Lo más probable era que fuese algún producto de limpieza.

Laurie puso el bidón en posición vertical. Aún tenía más o menos la mitad del contenido. Lo apartó para no tropezar con él. Mientras iba a buscar otro oyó algo en la sala. Sonó como si hubiesen cerrado una puerta.

Con la ilusión de que pudiese ser otra persona aparte de Walter, Laurie comenzó a mover el pomo con una mano y a golpear la puerta con la otra, al tiempo que gritaba «Socorro», una y otra vez. En el pequeño almacén, sus gritos casi le provocaban dolor, pero supuso que apenas se oían en la otra habitación. Todo estaba perfectamente aislado.

Laurie dejó de gritar. Nadie había acudido en su rescate. Escuchó el murmullo de voces. Era obvio que alguien se había reunido con Walter y no había corrido en su ayuda. No le costó mucho suponer que esa persona debía de estar compinchada con Walter, sin duda para sacarla del hospital. Aterrada, pensó en qué podía hacer. No había sido capaz de defenderse de un solo hombre, y mucho menos podría hacerlo de dos. De pronto pensó en el fino polvo blanco. Desde luego no los retendría mucho tiempo, pero quizá lo suficiente para sacarles ventaja. Tal vez podría llegar al pasillo, donde los gritos atraerían la atención de alguien… de cualquiera.

Se acercó a la puerta y tanteó en busca del bidón destapado. Metió las dos manos y cogió todo el polvo que pudo. Luego avanzó de nuevo y se apretó contra la pared por el lado donde se abría la puerta. No pudo ser más a tiempo, porque la puerta se abrió de pronto y la hoja se estrelló contra la pared. Por un segundo no pasó nada; luego asomaron una cabeza y una mano que empuñaba algo que parecía ser un arma. Laurie le arrojó el polvo a la cara y después cruzó el umbral tras empujar al hombre hacia atrás.

Sin esperar ni un momento, Laurie echó a correr. Vio que Walter sujetaba al hombre, que se llevaba la mano libre a los ojos. El ardid los había pillado a ambos por sorpresa, y había sido más efectivo de lo que había esperado. El problema era que no había podido correr hacia la puerta que daba al pasillo sino hacia la puerta más alejada que, como le habían dicho, comunicaba con otra sala de acondicionadores de aire. Pero lo más importante era que había una segunda puerta que comunicaba con una escalera trasera.

Si bien el polvo le había dado la oportunidad de escapar, no era lo bastante cáustico para retrasar demasiado a Adam. Laurie apenas había pasado la puerta cuando Adam ya había recuperado más o menos la visión y estaba en condiciones de perseguirla, aunque todavía tosía un poco.

Adam entró en la segunda sala pero tuvo que detenerse. Durante un segundo no vio a su presa. Echó una rápida ojeada a la sala de techo alto y al laberinto de tuberías sin ver a Laurie. En cambio, vio en el último instante cómo la segunda puerta encajaba en el marco.

Había una serie de ascensores de servicio, pero Laurie los descartó. Pasó por otra puerta, que intuyó que estaría cerrada en el otro lado, y se lanzó por la escalera, que tenía dos tramos por piso. La primera intención había sido entrar de nuevo en el hospital en la planta de los quirófanos y montar un escándalo, pero la descartó por temor de que no se pudiese abrir por el lado de la escalera de emergencia. Continuó bajando. Detrás, oyó que Adam salía por la puerta de la cuarta planta.

Al llegar a la planta baja, Laurie salió a la desierta plataforma de descarga. A la derecha estaba el garaje, a la izquierda la rampa que llevaba a la Quinta Avenida. Sin vacilar ni un momento, Laurie corrió hacia la izquierda. Al menos podía confiar en que en la avenida habría muchos coches.

En medio de la rampa y a pesar de su agitada respiración, oyó cómo la puerta de salida se abría y chocaba contra la pared del edificio. Mientras corría a todo trapo, notaba cómo sus músculos se quejaban y cada respiración le quemaba los pulmones.

Laurie llegó a la calle. A su izquierda, a casi media manzana de distancia, estaba el portero de uniforme. En aquel momento no había nadie en la acera; la calle en cambio era otra historia. Tal como esperaba, el tráfico era intenso pero se movía a buen paso. A falta de una alternativa mejor, Laurie se lanzó a cruzar la avenida de varios carriles, algo que obligó a algunos coches a frenar en seco antes de continuar su marcha. Con los brazos en alto, Laurie intentó detener un coche, un taxi, un autobús, lo que fuese. Cuando vio que Adam salía por la rampa, comenzó a correr hacia el norte en el sentido contrario al del tráfico, mientras continuaba agitando los brazos y suplicando que alguien parase.

—¡Joder, allí está! —gritó Angelo cuando vio aparecer a Laurie corriendo por la rampa del aparcamiento del hospital. Se apeó del coche en un instante. Él y Richie habían aparcado sus respectivas furgonetas un poco al sur de la rampa de entrada, en el lado norte del hospital. Dado que el tráfico circulaba de norte a sur, habían decidido que era la mejor posición para pillar a Laurie en cuanto saliera por la entrada principal, pero se habían equivocado.

Franco saltó de la furgoneta azul mientras Richie y Freddie lo hacían de la blanca. Los cuatro hombres echaron a correr por la acera en el lado del parque de la Quinta Avenida, con Angelo un poco adelantado. De pronto, Angelo se detuvo y los demás lo imitaron. Todos vieron que Adam salía a la calle y corría en persecución de Laurie, gritándole a voz en cuello que se detuviese; también vieron que llevaba algo envuelto en una toalla.

Como Laurie, además de correr, daba palmadas en los capos de los coches con la intención de que alguno se detuviera, Adam recortó la ventaja rápidamente.

Laurie se volvió para mirarlo. En la sala de los acondicionadores de aire no lo había visto bien, pero ahora se dio cuenta de que era el mismo hombre que se había presentado como un cobrador en la OCME. Sin darle tiempo a que ella pudiese interrogarlo y sin decir palabra, Adam levantó sin prisas la toalla con forma de cono y dejó a la vista un cilindro negro apenas disimulado en la punta. Se oyó un sonido ahogado; Laurie cerró los ojos y se encogió en un movimiento instintivo. Pero no pasó nada. Abrió los ojos. A sus pies yacía Adam, todavía con la pistola en la mano, que asomaba en parte por debajo de la toalla. Laurie se quedó un momento inmóvil por la sorpresa, con la mirada puesta en su atacante, que apenas se movía, echado de bruces. El trance de Laurie no duró mucho. Un momento más tarde se vio rodeada por cuatro hombres, uno de los cuales gritaba «Policía» y mostraba una placa a los conductores, que finalmente se habían detenido. Otros dos coches habían llegado incluso a aparcar a un lado de la avenida, y los conductores se habían apeado.

Laurie se tranquilizó mientras dejaba que la llevasen hasta la acera del lado del parque. Fue allí cuando su calma se convirtió en otro ataque de terror. Uno de ellos era Angelo Facciolo, un viejo enemigo suyo de quince años atrás. Intentó aminorar el rápido avance hacia las furgonetas.

—¡Perdón! —dijo, todavía con el deseo de creer que eran sus salvadores—. ¡Paremos un momento! Estoy bien.

No le hicieron caso. Nadie habló. De pronto ella intentó separarse del cerco y se detuvo, pero no sirvió de nada. La levantaron en vilo de modo que sus pies apenas tocaban el pavimento. Como último recurso, aunque demasiado tarde, intentó la protesta verbal, pero ni siquiera eso le sirvió, porque una mano se le acercó por detrás y le tapó la boca.

Al llegar a los vehículos, abrieron la puerta corredera de la furgoneta blanca y arrastraron a Laurie al interior. Intentó resistirse, pero los cuatro hombres la aplastaban con sus cuerpos, haciéndole difícil poder respirar. Sintió que le ataban las piernas con cinta adhesiva, y luego los brazos. Aun así continuó resistiéndose y gritó cuando apartaron la mano que le tapaba la boca. Pero sus gritos no duraron mucho. La amordazaron con un trapo aceitoso sujeto con varias vueltas de cinta adhesiva.