4 de abril de 2007, 15.05 horas
—¡Hola, perdone! —llamó una voz.
Laurie apartó la mirada de su trabajo. Una de las técnicas de histología estaba en el umbral con una bandeja de cartón con los portaobjetos.
—Maureen me ha pedido que se los traiga, y se disculpa por no haberlos terminado antes. Es que hoy no han venido dos a trabajar por enfermedad.
—Ningún problema —dijo Laurie. Cogió la bandeja—. Gracias por traerlos y gracias a Maureen por hacerlos con tanta rapidez.
—Se lo diré —respondió la mujer en tono amable.
Con la bandeja en las manos, Laurie echó una mirada a su mesa abarrotada. Pese a trabajar sin descanso, solo había llenado alrededor de dos terceras partes de la matriz, aunque el proceso, por pesado que fuese, se había acelerado desde el momento en que supo dónde buscar en los registros hospitalarios la información específica que necesitaba. También había ido añadiendo más categorías a medida que avanzaba, y eso la había obligado a volver a los casos que creía haber terminado. Una cosa era segura: con tantas categorías, hacer la matriz era muchísimo más trabajoso de lo que había pensado al principio.
Aunque Laurie sentía una satisfacción compulsiva con sus progresos, se enfrentaba a una creciente desilusión, a la vista de que era poco probable que sus esfuerzos la ayudaran a solucionar el misterio. Había esperado encontrar algún factor común inesperado, pero no era así. Si en algunos casos aparecía el mismo quirófano, en el siguiente había otro; si varios pacientes estaban en la misma planta, el siguiente se encontraba en otra; y así sucesivamente. Sin embargo, había persistido y continuaría haciéndolo, dado que era todo lo que tenía.
Con la intención de disfrutar de una pausa en lo que era en esencia una aburrida copia de datos, Laurie despejó un espacio en su mesa para el microscopio. Encendió la lámpara, colocó el primer portaobjetos de una sección de pulmón de David Jeffries, escogió el objetivo de menor potencia y lo acercó pero sin llegar a tocar. Apoyó los ojos en los oculares y utilizó el tornillo de ajuste macrométrico para alejar el objetivo hasta obtener una imagen. Después giró el tornillo micrométrico y la imagen se vio con toda claridad.
Volvió a quedarse impresionada por el daño producido por las bacterias, que aparecían como racimos con forma de disco en el campo bidimensional del microscopio. La estructura alveolar normal del pulmón había quedado disuelta por las toxinas de la bacteria devoradora de carne y habían creado abscesos de diversos tamaños. Mientras buscaba con la ayuda de la platina, vio las distintas etapas de la infección en las paredes capilares, que provocaban hemorragias en el caldo séptico que llenaba los pulmones. La destrucción de la arquitectura normal de los pulmones le sugirió imágenes de una ciudad después de ser arrasada por un bombardeo o de un camping de caravanas tras el paso de un huracán de fuerza cinco.
Durante más de una hora, Laurie miró los portaobjetos uno por uno. Al utilizar una lente de mayor potencia impresionaba todavía más la patogenicidad de la bacteria. Tras enfocar el tejido fibroso responsable del mantenimiento de la arquitectura normal del pulmón, vio que éste se despegaba como la piel de una cebolla. Los vínculos covalentes se rompían y el propio colágeno se estaba disolviendo en las moléculas constitutivas.
—Hola, encanto —saludó Jack, que entró sin hacer ruido. Cada vez se movía con mayor facilidad con las muletas—. ¿Qué tal va el día?
Laurie lo miró, con el rostro más pálido que de costumbre.
—¿Qué pasa? —preguntó Jack. Su sonrisa desapareció—. Tienes un aspecto horrible.
Laurie respiró hondo, contuvo el aire un momento y después lo soltó. La destrucción del tejido que había visto había tenido un efecto visceral en ella. Que esto le hubiese ocurrido en cuestión de horas a una persona sana subrayaba lo frágiles que eran los seres humanos. Disfrutar de buena salud parecía un milagro.
Jack apoyó una mano en su hombro.
—¿De verdad estás bien?
Laurie asintió y de nuevo respiró hondo. Tocó el cañón del microscopio.
—Creo que deberías echar una mirada a esto. Ten presente que se trataba de una persona sana solo unas horas antes.
Laurie se apartó de la mesa para dejar espacio a Jack.
Jack puso las muletas a un lado y se inclinó hacia los oculares, pero a medio camino titubeó y volvió a erguirse.
—Espera un segundo —dijo en tono de sospecha—. ¿Esto es un montaje? ¿Me estás seduciendo astutamente para que mire un portaobjetos de tu caso de EARM de ayer?
—Recuérdame que nunca intente colarte nada —replicó Laurie con una débil sonrisa. Su presión sanguínea había vuelto a la normalidad, con lo que había recuperado el color en la cara y había desaparecido el malestar. Admitió que era una sección del pulmón de David Jeffries.
Miró en el microscopio, y, moviendo la platina, hizo un rápido recorrido de la sección.
—Caray, está destruido totalmente. Apenas se ve algo de la arquitectura normal.
—¿Cambia esto tu decisión sobre la intervención, cuando podrías encontrarte con semejante patógeno?
—¡Laurie! —exclamó Jack en tono de reproche.
—Vale —dijo Laurie con fingida despreocupación—. Solo preguntaba.
—¿Qué tal tus casos de hoy? Parecías estar más ocupada de lo habitual.
—Estaban bien, sobre todo desde la perspectiva de la enseñanza, por eso tardé más de lo esperado. Quería volver aquí cuanto antes para trabajar en mi matriz. —Palmeó las hojas—. Es la única cosa que me queda para mantener una remota posibilidad de convencerte de que estás corriendo el riesgo de exponerte al EARM durante la intervención.
—¿Y? —Jack la miró de reojo.
—Todavía no he encontrado nada —admitió ella antes de consultar su reloj—. Pero todavía me quedan unas quince horas.
—¡Por Dios! Y tú eres quien me llama empecinado…
—Eres empecinado. Yo solo soy persistente, y, por supuesto, tengo la ventaja añadida de estar en lo cierto.
Jack le hizo un gesto de rechazo a Laurie y cogió las muletas.
—Me voy a mi despacho para poner las cosas en orden ya que estaré ausente unos días. —Recalcó «unos días».
—¿Qué tal tus casos de hoy?
—No preguntes. Riva me prometió que serían interesantes, y en cambio me dio dos muertes naturales y una accidental, ninguna de las cuales tenía el menor interés. El caso de Lou era más interesante. El calibre de la bala y las marcas de una aparente cadena para mantenerla hundida indican que es el mismo asesino. La diferencia es que la violaron.
—Trágico.
—Otra prueba de la inherente maldad del hombre.
—Me alegra que digas hombre. Ahora sal de aquí. Solo me quedan quince horas.
—¿A qué hora quieres marcharte esta noche?
—Tendríamos que tomar taxis separados, a menos que quieras quedarte hasta tarde. Deseo acabar la matriz.
—Volveré cuando acabe por si acaso cambias de opinión. No me quedaré por aquí porque tengo la intención de ir a ver cómo mis amigos juegan al baloncesto para recordarme por qué estoy dispuesto a someterme a la cuchilla.
En esta ocasión, Laurie tuvo que morderse la lengua. En cambio, preguntó:
—¿Chet está en tu despacho o ya se ha marchado?
—No lo sé. He pasado primero por aquí.
—Pues si está, deberías intentar apagar su entusiasmo por su nueva amiga.
—¿Cómo es eso?
—Se da la coincidencia de que es la presidenta ejecutiva de la empresa que ha construido los tres hospitales especializados Angels.
—¿De verdad? —preguntó Jack arqueando las cejas—. Esa sí que es una coincidencia. ¿Por qué tengo que apagar su entusiasmo?
—Ella es quien prácticamente me echó ayer del hospital ortopédico. No sé a largo plazo, pero ahora mismo pongo en duda sus motivos.
—No te preocupes —dijo Jack—. Estoy seguro de que esta noche Chet ya estará mirando a alguna otra. Dentro de una semana ni siquiera recordará su nombre.
—Eso espero, por su bien.
Con Jack fuera de su despacho, Laurie volvió al microscopio. Aunque había hecho un esfuerzo para mostrarse animada, de nuevo se sentía deprimida. Había bromeado sobre las quince horas, pero en realidad era demasiado poco tiempo para resolver un misterio que había confundido a personas especializadas en epidemiología.
De pronto, la mano de Laurie dejó de girar el tornillo de movimiento horizontal de la platina. Había visto que algo inusual pasaba por el campo del microscopio. Dado que estaba mirando en alta resolución, los objetos pasaban muy rápido por el campo con muy poco giro del tornillo. Invirtió poco a poco la dirección, y el objeto extraño apareció de nuevo.
Laurie se quedó boquiabierta. Parecía estar en medio de lo que había sido un bronquiolo, con toda probabilidad cerca de un alveolo, o la bolsa terminal del árbol bronquial donde el oxígeno entraba en la sangre y salía el dióxido de carbono. De inmediato se preguntó si había estado allí desde el principio o si se trataba de algo artificial, introducido inadvertidamente o formado durante la preparación del portaobjetos. Era del tamaño de las células blancas que Laurie había visto, las células defensivas del cuerpo, pero no había núcleo. No había absorbido casi nada del marcador habitual utilizado en histología.
Más notable aún, era un disco casi redondo, simétrico con el borde dentado, que le daba la apariencia de una estrella. Esa simetría era importante, porque la mayoría de las que había visto no tenían tal simetría. Miró el objeto detenidamente. El borde dentado ocupaba casi una quinta parte del diámetro. El centro era opaco, con solo una pequeña indicación de nodularidad o moteado. Un minuto lo veía, y al siguiente no. Deseó que el objeto hubiese absorbido el colorante, porque de esa manera sabría que estaba viendo algo real, no un producto de su imaginación. Al tiempo que intentaba controlar sus nervios, Laurie cogió un rotulador para marcar el portaobjetos de forma tal que si se movía podría encontrarlo de nuevo; marcó cuatro puntos en las direcciones cardinales. Satisfecha, Laurie pasó a baja resolución. Cuando miró de nuevo, el objeto era mucho más pequeño, y como carecía de colorante, tendía a confundirse con el caótico entorno.
Volvió de nuevo a la alta resolución, y se aseguró de que el disco, fuera lo que fuese, todavía estaba en el campo. Una vez comprobado, bajó a toda prisa a buscar a Jack.
Cuando Jack miró el objeto, comentó:
—¿Cómo es que una de las rosquillas de mi abuela se metió en el pulmón de David Jeffries?
—Por favor, no bromees. ¿Qué crees que es?
—No bromeo. Parece salido del molde de rosquillas de mi abuela. Lo llamábamos una estrella, pero es obvio que tiene muchas más puntas redondeadas.
—¿Crees que es artificial?
—Eso parece, pero me desconcierta la simetría. Supongo que se debe a la tensión dinámica entre las fuerzas hidrofílicas e hidrofóbicas del interfaz del menisco.
—¿Qué demonios es eso?
—¿Cómo voy a saberlo? —replicó Jack, que continuaba mirando el objeto microscópico—. Solo estoy soltando un rollo seudocientífico.
Laurie le dio un golpe en el hombro en son de broma.
—Y yo que creía que sabías de qué hablabas.
Jack se apartó de los oculares.
—Lo siento, no tengo idea de qué es. Ni siquiera sé si es real.
—Yo tampoco —admitió Laurie.
—¿Has encontrado alguno más, o solo este?
—Solo este. Ahora que lo he encontrado, estoy ansiosa por ver si hay más.
—¿Tienes alguna idea de qué puede ser?
—Sé lo que parece, pero no puede ser.
—¡Vamos! ¡Dímelo!
—Parece una diatomea. ¿Las recuerdas de biología?
—No puedo decir que sí.
—Deberías. Son un tipo de alga o fitoplancton con las paredes celulares de sílice.
—Venga ya —dijo Jack—. ¿Cómo puedes recordar eso?
—Eran tan hermosos…, parecían copos de nieve. Hice bocetos de ellos en la clase de biología en la OCME.
—Felicidades por tu descubrimiento. Pero si te interesa mi voto, yo me inclinaría por algo artificial más que por una diatomea pelágica, a menos que en el University le dieran un vaso de agua del mar Antártico como parte de su tratamiento terminal.
—Muy gracioso —replicó Laurie con sarcasmo—. Artificial o no, voy a seguir buscando a ver si hay más.
—¡Buena suerte! Yo me marcho. ¿Quieres cambiar de opinión y venir conmigo?
—Gracias, pero no. Voy a mirar estos portaobjetos un rato más y luego acabaré mi matriz. No me esperes levantado. Sé que te irás a la cama temprano.
—Dios bendito, Laurie. Estás buscando una quimera.
—Quizá sí. De cualquier modo, no estoy muy segura de que vaya a dormir mucho esta noche.
Jack se agachó para darle un beso en la mejilla, pero ella se levantó y le dio un beso en toda regla.
—Te veré más tarde —dijo Jack, y en un gesto afectuoso le tocó la punta de la nariz con el índice.
—¿Eso por qué ha sido? —preguntó Laurie, que se apartó instintivamente.
Jack se encogió de hombros.
—No lo sé. Solo quería tocarte porque creo… —Jack hizo una pausa, como si de pronto tuviese vergüenza—. Creo que eres fantástica.
—Sal de aquí, tontorrón —dijo Laurie, y lo empujó.
El torpe romanticismo de Jack amenazó con romper sus bien construidas defensas. En realidad, sus propias emociones estaban a flor de piel. Por un lado quería darle su apoyo durante todo el proceso, porque creía que le iría muy bien, como a cualquier persona, pero por el otro lado no quería perderlo y se sentía furiosa porque la estaba poniendo en una situación conflictiva.
Jack recogió las muletas y con una última sonrisa se marchó. Laurie permaneció de pie un momento, mirando las pilas que formaban sus veinticinco casos de EARM. Se asomó a la puerta y gritó a Jack:
—¡Recuerda usar esta noche el jabón antibiótico!
—Lo tengo en mi lista —respondió Jack sin volverse.
Laurie entró de nuevo en su despacho. Se detuvo un momento, consciente de que una de sus mayores dificultades para tener una verdadera relación era permitir que la otra persona fuese ella misma y que tomase algunas decisiones de forma independiente, con un egoísmo bien fundamentado. Desde su punto de vista eso era lo fundamental, y la decisión de operarse o no era un buen ejemplo de que un verdadero amante debía reconocer la existencia de dos centros en el universo.
Apartó de su mente lo que parecía una filosofía barata, y se sentó de nuevo a la mesa. Su mirada iba del microscopio a la matriz. Ambos la llamaban. Aunque creía que la matriz sería a la larga lo más prometedor, la supuesta diatomea era más atractiva. Laurie se inclinó para apoyarse en los oculares. Lo que quería hacer era buscar en todos los portaobjetos para saber si había más.
Angelo se detuvo en el mismo lugar donde habían dejado la vigilancia, en el cruce de la Primera Avenida y la calle Treinta. El edificio de la OCME estaba a la derecha. El tráfico era el habitual en hora punta. Aparcó y puso el freno de mano.
—Ningún Range Rover a la vista —comentó, y agitó una mano como si quisiera justificar su comportamiento del mediodía.
—Ni siquiera se te ocurra ir allí —dijo Franco, que se puso cómodo, dispuesto a comerse uno de los bocadillos y a tomarse el café que habían comprado en Johnny’s.
—Aquí vienen Richie y Freddie —avisó Angelo, que miraba por el espejo retrovisor.
La furgoneta blanca aparcó casi pegada a ellos.
Franco no respondió. Estaba ocupado observando la zona para asegurarse de que no había ningún problema a la vista, como podía ser un vehículo de la policía aparcado o agentes de ronda.
Angelo bebió un sorbo de café y luego quitó el envoltorio del bocadillo. Cuando acabó se le ocurrió mirar a través del parabrisas, y dio un bote.
—¡El amigo!
El grito de Angelo fue tan inesperado que Franco dio un respingo y parte del café se derramó sobre su entrepierna. Angelo buscó a tientas el frasco de anestésico y una bolsa de plástico.
—¡Mierda! —Franco arqueó la espalda para levantar el culo del asiento.
Angelo dejó caer el frasco para sacar de debajo del asiento un rollo de papel de cocina, sin apartar la mirada de la puerta principal de la OCME.
Franco utilizó varios trozos para limpiar el café del asiento y algunos más para limpiarse los pantalones. Solo entonces miró a través del parabrisas.
—¿Dónde está Montgomery?
—No lo sé —dijo Angelo desilusionado—. Joder, esta mujer es peor que un grano en el culo.
Vieron cómo Jack levantaba un brazo con las muletas sujetas debajo de las axilas. Había bajado de la acera y se había metido en plena calle con los coches casi rozándolo.
—Esto pinta mucho mejor —opinó Franco—. Sin el novio, nos será mucho más fácil secuestrarla.
—Es probable que estés en lo cierto. Solo espero que no se haya marchado temprano.
—Relájate. No seas aguafiestas.
—¿Quiere un poco más de té? —preguntó el camarero.
Adam sacudió la cabeza. Estaba sentado en el salón de té oval junto al pasillo que llevaba a la entrada del hotel Pierre por la Quinta Avenida. Cuando era un crío era su salón favorito, por la variedad de galletas y pasteles que servían por las tardes. Mientras pasaba una página de la sección de arte del Times, notó la vibración de su BlackBerry. Sacó el móvil y vio que tenía un mensaje. Utilizó los botones apropiados para abrirlo. Era breve y simple: 63 Oeste 106.
Cargó la nota a su habitación y subió a recoger sus cosas. Se sentía animado. El momento no podía ser más preciso. Diez minutos más tarde, estaba en el Range Rover. Con la sensación de que el trabajo se acabaría muy pronto, cambió el disco en el reproductor de CDs: de Bach pasó a Beethoven.
Laurie se echó hacia atrás en la silla, que protestó rechinando. Con las puntas de los dedos se frotó los ojos. Había estado tan concentrada mirando por las lentes del microscopio que se había olvidado de parpadear todo lo a menudo que debía. Notaba en los ojos una sensación arenosa, pero después de solo cinco segundos de masajes, seguidos de rápidos parpadeos, se sintió bien.
Aunque todavía no tenía ni idea de qué era aquel objeto con forma de plato y bordes serrados, encontró otros dos en el portaobjetos. Dado que las tres imágenes eran idénticas, dedujo que no podían haber sido introducidas cuando habían hecho los portaobjetos. Era obvio que habían estado en los pulmones de David Jeffries en el momento de su muerte.
El entusiasmo de Laurie se disparó. Se permitió fantasear que había descubierto un nuevo agente infeccioso que en conjunción con el estafilococo formaba una combinación letal. Bajó a toda prisa a histología y se encontró con Maureen, que estaba a punto de marcharse. Después de explicarle su caso, Laurie la convenció para que buscara los portaobjetos pulmonares archivados de otros casos de EARM. Se lo agradeció efusivamente y volvió corriendo a su despacho.
Para su satisfacción, encontró más discos con aspecto de diatomeas y advirtió que las cantidades diferían de un caso a otro, y que algunos no los tenían. Eran muy raros y no estaban manchados con el colorante, lo que excusaba a sus colegas por no haberlos visto. Fue en ese momento cuando la matriz le dio su primer resultado. Pese a no estar completa, le brindó una aparente corroboración de la patogenia de los discos. Cuanto más breve era el período entre los síntomas del paciente y el momento de la muerte, mayor era el número de diatomeas. Aunque aquel descubrimiento no cumplía con los postulados de Koch para confirmar a un microorganismo como fuente de una enfermedad particular, Laurie se sintió animada. Muy animada.
Desaparecido el malestar en los ojos, Laurie buscó la agenda. Era obvio que debía intentar identificar los discos serrados. Unos años atrás, Jack había vivido una situación similar con un caso de un quiste en el hígado, y había llevado el portaobjetos al NYU Medical Center para que lo mirase un gigante en el campo de la patología, el doctor Peter Malovar. Pese a tener noventa años y ser profesor emérito, mantenía un despacho y la lucidez de una mente enciclopédica. Su vida era su trabajo, pues su esposa había muerto veinte años atrás.
Con mano temblorosa, Laurie marcó el número de la extensión de Malovar, con la ilusión ele que los rumores sobre las largas horas de trabajo que el anciano patólogo mantenía fuesen ciertos. Mantuvo los dedos cruzados mientras el teléfono sonaba una, dos veces, y luego, para su alegría, lo descolgaron cuando comenzaba el tercer timbrazo.
La voz de Malovar tenía un leve pero agradable acento británico, la tranquilidad de un abuelo y una sorprendente claridad para un nonagenario. Laurie le relató la historia en un rápido monólogo, aunque a veces, por la prisa, se tropezaba con las palabras. Cuando acabó, hubo una pausa. Por un segundo temió que hubiese colgado.
—Bueno, esto es una invitación inesperada —manifestó el doctor Malovar en tono alegre—. Me encantaría ver esos objetos que parecen diatomeas. Parece muy intrigante.
—¿Habría alguna posibilidad de que pueda llevárselas ahora?
—Estaría encantado —insistió el doctor Malovar.
—¿No es muy tarde? Me refiero a que no quiero retenerlo.
—Tonterías, doctora Montgomery. Estoy aquí todas las noches hasta las diez o las once. Estoy a su entera disposición.
—Gracias. Llegaré en unos minutos. ¿Es difícil dar con su despacho?
Escuchó las claras instrucciones antes de colgar. Cogió el abrigo y fue a paso rápido hacia el ascensor. Al entrar, su estómago gruñó para recordarle que se había saltado la comida. Como el doctor Malovar le había asegurado que todavía no iba a marcharse, pulsó el botón del segundo piso. No había mucho donde elegir en las máquinas, pero confió en que encontraría algo aunque solo fuese de valor calórico.
El comedor era el lugar preferido del personal subalterno, sobre todo durante las horas de la comida, y aquella noche no era una excepción. Eran poco más de las siete, y la mitad del turno de tres a once estaba allí. Con sus desnudas paredes de cemento, el volumen del ruido le resultó casi doloroso comparado con el silencio de su despacho. Mientras estaba delante de una de las máquinas intentando decidir qué sería menos malo, escuchó su nombre por encima del estrépito. Al volverse, vio los rostros sonrientes de Jeff Cooper y Pete Molimo. Eran los conductores del furgón de la Health and Hospital Corporation encargado de ir a recoger los cadáveres. Como con casi todo el resto del personal, Laurie había hecho amistad con ellos a lo largo de los años. Laurie y Jack, a diferencia de sus colegas, eran más dados a visitar las escenas a última hora de la tarde y de la noche, porque ambos consideraban que dichas visitas eran muy útiles.
Los conductores disfrutaban de una pausa en su trabajo. Habían acabado de comer, como daban fe los restos sobre la mesa. Excepto por los avisos de accidentes de tráfico mortales, se recibían pocas llamadas a la hora de la cena, y la actividad no aumentaba hasta las nueve. Ambos tenían los pies apoyados en las otras dos sillas desocupadas de su mesa.
—Hacía tiempo que no la veíamos, doctora Montgomery —comentó Jeff.
—Sí, ¿dónde se ha estado escondiendo? —añadió Pete.
Laurie sonrió.
—En mi despacho o en la sala de autopsias.
—Es un poco tarde para irse a casa, ¿no? —preguntó Pete—. La mayoría de los médicos ya se han marchado.
—He estado trabajando en un proyecto especial. Es más, ni siquiera me voy todavía a casa. Voy al NYU Medical Center.
—¿Cómo piensa ir hasta allí? No sé cómo está ahora, pero hace menos de una hora llovía.
—Iré a pie. Está demasiado cerca para ir en taxi.
—Yo la llevaré —ofreció Pete—. Llevamos rato sentados aquí, y estoy aburrido de hablar con este recalcitrante fanático de los Boston Red Sox.
—¿Qué pasa si recibe una llamada? —preguntó Laurie.
—¿Cuál es la diferencia? Tengo una radio.
Laurie tardó dos segundos en decidirse.
—¿Está listo para ir ahora?
—Claro que sí —dijo Pete, y recogió la bandeja con los restos de comida.
En muchos sentidos era una tontería ir en coche, porque la entrada del centro médico estaba en la misma manzana que la OCME, y cuando salieron del depósito a la calle Treinta, no llovía.
Es más, se veía un trozo de cielo azul verdoso por el lado oeste.
—Esto es un tanto ridículo —comentó Laurie, mientras Pete giraba casi de inmediato para entrar en el camino de acceso al centro médico, unos centenares de metros más allá en la Primera Avenida. Había conseguido alcanzar una velocidad de treinta kilómetros por hora—. Lamento haberle molestado.
—No es ninguna molestia —le aseguró Pete—. Quería alejarme de Jeff un rato. Está tan seguro de que los Sox ganarán a los Yankees que no calla.
Laurie se bajó del furgón, dio las gracias a Pete y agitó en el aire la caja de portaobjetos para hacer un gesto de despedida, mientras se apresuraba a pasar por la puerta giratoria. El vestíbulo estaba lleno de visitantes, pero Laurie los dejó atrás cuando fue hacia el sector académico de la institución. Tomó el ascensor para subir al sexto piso. Al salir, advirtió que reinaba el mismo silencio que en la plana donde estaba su despacho. La mayoría de las puertas estaban cerradas, y no se cruzó con nadie.
Encontró al famoso doctor en un cuarto pequeño y sin ventanas que bien podría haber sido un almacén, pero que el anciano había decorado con sus diplomas, premios y distinciones, todos en sencillos marcos negros.
Una gran librería con sus libros de patología, algunos encuadernados en cuero, abarcaba toda una pared. Gran parte del resto de la habitación la ocupaba una gran mesa de caoba cubierta con fotocopias y hojas escritas con una letra cursiva irregular.
Se puso de pie y extendió la mano cuando entró Laurie. Le sorprendió lo mucho que se parecía a Einstein, con su nube de pelo blanco. Tenía la espalda encorvada, como si su anatomía estuviese hecha para mirar por el microscopio.
—Veo que ha traído los portaobjetos —manifestó, al tiempo que miraba con entusiasmo la caja.
A la espera de su llegada, había preparado el impresionante microscopio instalado en una plataforma corredera en el extremo de la mesa. Era un microscopio de profesor con oculares a ambos lados. El aparato estaba equipado con una cámara digital de última generación.
—¿Comenzamos? —añadió, al tiempo que señalaba a Laurie una silla colocada en su lado del microscopio.
Laurie se sentó. Con el rabillo del ojo vio con cuánta atención la observaba mientras abría la caja de los portaobjetos y con mucho cuidado sacaba uno de los marcados con rotulador. Como el microscopio era suyo, se lo dio. Malovar se apresuró a colocarlo en la platina y alinear las marcas de rotulador. Después de bajar el objetivo de baja potencia, le dijo que utilizase el control de la platina para buscar el objeto de interés. Como había adquirido una gran práctica para localizar los discos a pesar de la falta del teñido, Laurie no tardó mucho en localizar uno.
—No sé si alcanzará a verlo, pero ahora está debajo del puntero.
—Creo que lo veo —dijo el doctor Malovar. Movió el objetivo para pasar a otro de alta resolución, y luego lo enfocó—. ¡Ah, sí! —exclamó como si sintiera un gran placer—. ¡Muy interesante! ¿Son todos similares?
—Lo son —respondió Laurie—. Mucho.
—Tanta simetría, unos bordes tan elegantes… ¿Los ha observado de perfil?
—No, no lo he hecho —admitió Laurie—. Por lo tanto, no sé si tienen forma de disco o son esféricos.
—Yo diría que tienen forma de disco. ¿Ha advertido la leve nodularidad?
—Sí, pero no sé si es real.
—Es real, desde luego. Fascinante también el grado de necrosis del tejido pulmonar.
Laurie se moría de impaciencia a la espera de que le dijese qué era, y se preguntaba por qué la martirizaba reteniendo la información.
—Está claro que están en los bronquiolos y no dentro de las paredes alveolares.
—Así es.
—Puedo ver por qué dijo que parecían diatomeas, pero a mí no se me hubiese ocurrido.
Laurie comenzaba a impacientarse. Por fin, preguntó:
—¿Qué son?
—No tengo ni la menor idea —contestó el doctor Malovar.
Laurie se quedó de piedra. Por la forma en que había descrito el objeto, había creído que lo había sabido desde el primer instante. La sorpresa dio paso al desconsuelo al saber que no podría convencer a Jack con aquella nueva y decisiva información. También le hacía pensar que quizá algunos de sus colegas las habían visto, y las habían descartado por poco importantes.
—¿Cree que tienen algo que ver con la fulminante infección que sufrieron estas personas?
—No tengo ni la más remota idea.
—¿Se le ocurre cómo podríamos identificarlas?
—Para eso sí que tengo una idea. Me gustaría observarlas en el microscopio electrónico, sobre todo después de abrir una.
—¿Es un proceso largo? ¿Podemos hacerlo esta noche?
El doctor Malovar se echó hacia atrás y soltó una carcajada.
—Su entusiasmo es digno de alabanza. No, no podemos hacerlo esta noche. Hace falta una técnica especial. Tenemos a una persona con mucho talento, pero por supuesto ya se ha marchado. Veré si por lo menos puede empezar mañana.
—¿Qué me dice de un microbiólogo? —propuso Laurie—. ¿Debo mostrárselas a un microbiólogo?
—Podría, pero no soy optimista. Yo también sé algo de microbiología. —Señaló el diploma de licenciado en microbiología.
Laurie se sintió desanimada.
—Pero creo conocer a alguien que será capaz de identificarlas con una mirada.
Los ojos de Laurie brillaron. La montaña rusa de sus emociones volvió a subir.
—¿Quién? —preguntó con ansia.
—Nuestro doctor Collin Wiley. Creo que lo que estamos viendo es un parásito, y el doctor Wiley es el director del departamento de parasitología.
—¿Podemos conseguir que lo vea esta noche? ¿Cree que todavía está aquí?
—No está. El doctor Wiley se encuentra en Nueva Zelanda en un congreso de parasitología.
—Dios bendito —murmuró Laurie. Volvía a estar en la pendiente de la montaña rusa. Se hundió en la silla.
—No se desespere, querida —dijo el doctor Malovar, que se inclinó a un lado para mirar a Laurie con sus ojos azul hielo—. Vivimos en la era de la información. Haré algunas fotos digitales de alta resolución y las enviaré por correo electrónico al doctor Wiley. Sé que lleva su ordenador portátil, porque allí tiene los PowerPoint de las conferencias. ¿Puede darme su dirección de correo? —Laurie buscó en su bolso una de las tarjetas profesionales. Se la entregó—. Perfecto. —Dejó la tarjeta en una esquina de la mesa.
—¿Cuándo cree que tendré una respuesta?
—Eso depende del doctor Wiley. Recuerde que está al otro lado del mundo.
Después de prometerle que le conseguiría una muestra del tejido pulmonar de David Jeffries, quizá incluso el bloque de parafina utilizado en la histología, Laurie dejó el despacho del patólogo. Mientras bajaba en el ascensor vacío, tomó una decisión. Aunque estaba ansiosa por terminar la matriz, decidió dejarla por el momento e irse a casa. Pensó que aún tenía una oportunidad, no muy grande pero al menos posible, de que el descubrimiento de aquellos objetos desconocidos bastase por sí mismo para hacerle comprender a Jack el riesgo que corría.
En la entrada del hospital pudo coger un taxi con relativa facilidad.
Adam giró en la calle Ciento seis, y tuvo la sensación de haber hablado demasiado pronto del inminente fin de la misión. En lugar de ser una tranquila calle lateral, había mucha gente y niños que disfrutaban del buen tiempo. Al pasar por delante de la casa de Laurie Montgomery la sensación aumentó, porque al otro lado de la calle había un gran parque con una impresionante cantidad de farolas con lámparas de gas de mercurio capaces de iluminar toda la zona con luz de día. Pero lo que acabó de convencerlo fue que, cuando se detuvo unos momentos para observar el lugar, vio al esposo o compañero lesionado de Montgomery en un lado de una cancha de baloncesto donde había más de cincuenta personas jugando o mirando. Al verlo apoyado en las muletas, Adam pensó que lo más probable era que Laurie ya estuviese en casa.
Pero no se desanimó. Todo lo contrario. Aún pensaba que ese era un lugar mucho más adecuado que delante de la OCME. Solo significaba que debería esperar hasta verla salir por la mañana camino del trabajo, y fuera caminando hacia el este para tomar un taxi en Central Park West, o hacia el oeste para tomar uno en Columbus Avenue. En cualquier caso, tendría la oportunidad de sorprenderla. Como Laurie había llegado al trabajo aquella mañana a la siete y cuarto, calculó que saldría de su casa alrededor de las siete menos cuarto. Decidido el plan, Adam se juró que estaría aparcado delante de la casa de Montgomery a las seis y cuarto como muy tarde.
—Buenas noches, señor Bramford —lo saludó el portero cuando se bajó del Range Rover en la puerta del Pierre—. ¿Volverá a necesitar su coche más tarde?
—No, pero lo quiero disponible a las seis de la mañana. ¿Será eso un problema?
—Ningún problema, señor Bramford. Aquí estará esperándolo.
Después de recoger sus cosas, en particular su bolsa de tenis, Adam entró en el hotel. Quería preguntar en la recepción si era demasiado tarde para que le comprasen una entrada para lo que fuese que ofrecieran esa noche en el Lincoln Center.
Para conseguir la atención de Angelo, Franco consultó su reloj con grandes aspavientos. Estiró el brazo izquierdo en toda su longitud, se levantó la manga de la chaqueta, dobló el codo y giró la muñeca. A su lado, Angelo miraba a través del parabrisas la calle en penumbra. De no haber tenido los ojos abiertos y ver que parpadeaba de vez en cuando, Franco habría dicho que estaba durmiendo. El tráfico en la Primera Avenida se había reducido a unos pocos coches. Solo las farolas evitaban que la oscuridad fuese total. El sol se había puesto hacía horas y la luna no lo había reemplazado.
—No va a suceder —acabó por decir Franco—. Al menos no ahora. No podemos quedarnos aquí toda la noche.
—¡La muy perra! —murmuró Angelo.
—Sé que es frustrante. Es como si nos estuviese provocando. Supongo que se marchó a su casa temprano, antes de que llegáramos, o quizá está trabajando hasta tarde. En cualquier caso, creo que deberíamos irnos. Las tropas de detrás de nosotros comienzan a ponerse nerviosas.
—Quiero quedarme otros quince minutos.
—¡Angelo! Es lo mismo que dijiste hace media hora. Es hora de marcharnos. Volveremos mañana por la mañana. No tardarás en tener tu venganza.
—Diez minutos.
—¡No! ¡Nos vamos ahora! Quería marcharme hace media hora. Ya he alargado nuestra estancia aquí más de lo que deseaba. No quiero que nadie se fije en nosotros y comience a sospechar. ¡Avisa a los tíos de atrás!
Angelo puso el motor en marcha y encendió y apagó los faros varias veces.
—Muy bien, larguémonos de aquí.
A regañadientes, Angelo se apartó del bordillo. Condujo sin prisa, de forma que cuando pasaron por delante del edificio pudo mirar a través de la puerta principal el interior del vestíbulo.
—El lugar parece muerto —comentó Franco—. Muy apropiado.
Angelo rompió el silencio cuando circulaban por la Primera Avenida.
—Quizá deberíamos ir a comprobar el apartamento del amigo, si no podemos pillarla aquí.
—Es la última opción —le soltó Franco sacudiendo la cabeza. Angelo y él habían visitado el apartamento de Jack diez años atrás, con desastrosos resultados—. Esa pandilla de amigos suyos son una amenaza para la sociedad, y siempre están alerta a la presencia de otras bandas. Vamos a quedarnos con lo que tenemos. Quiero decir que no llevamos sentados aquí una semana, tú ya me entiendes.
Angelo asintió, pero no estaba feliz. Se sentía como un niño al que le han prometido un juguete y se ve obligado a esperar.
Laurie bajó del taxi delante de su casa y miró hacia la cancha de baloncesto iluminada. Esa noche parecía haber más público de lo habitual, lo que hacía que el partido fuese mucho más disputado. Como prueba, los gritos de triunfo y de desprecio eran más estridentes. De puntillas, buscó a Jack entre los espectadores. Como disfrutaba tanto del juego, no le habría extrañado verlo, pero no fue así.
Unos minutos más tarde, lo encontró en la bañera.
—Llegas temprano. Con tanto trabajo como parecías tener con tu matriz, no esperaba verte hasta después de las diez como muy pronto. ¿Ya has acabado?
—No, no he acabado —admitió Laurie.
Se quitó el abrigo y lo arrojó al pasillo. Cerró la puerta del baño para que no se fuera el vapor. Bajó la tapa del inodoro para sentarse y miró a Jack.
—Me estoy remojando en jabón antibiótico —comentó Jack sin mirarla. La expresión grave de Laurie y que estuviese dispuesta a sentarse en el baño lleno de vapor le hizo temer que ella tuviera ganas de hablar, y dadas las circunstancias, solo podía haber un tema—. Creí que te gustaría saber lo responsable que soy.
—No acabé mi matriz porque encontré más de aquellas cosas con aspecto de diatomeas.
—¿De verdad? —dijo Jack sin demasiado entusiasmo.
—De verdad —repitió Laurie. Le describió cómo había encontrado más en los portaobjetos de David Jeffries, y también en la mayoría de los portaobjetos que había podido conseguir de los otros casos.
—¿Estaban en todos los portaobjetos? —preguntó Jack. Pese a saber dónde acabarían, estaba interesado. Se había convencido a sí mismo de que aquellos discos tenían un origen artificial.
—No en todos, pero sí en la mayoría. Lo más interesante es que, con la ayuda de mi matriz inacabada, descubrí que cuanto más breve es el intervalo entre la aparición de los síntomas y la muerte, mayor es el número de estos discos.
—¿Qué has hecho? ¿Contar al azar el número en cada portaobjeto?
—Así es.
—Bueno, eso es muy poco científico.
—Lo sé —admitió Laurie—. Solo es una indicación, pero era consistente, y por lo tanto de gran apoyo.
Jack se pasó una mano enjabonada por el pelo.
—Todo esto es muy interesante, pero no sé muy bien cómo interpretarlo. Ninguno de los dos sabe qué es.
—No me conformé con eso. Llamé al doctor Malovar, a quien tú alabaste tanto cuando tu caso de hígado.
—¿Cómo está? Es un encanto, ¿verdad? Admiro a ese tipo. Ojalá pudiese llegar yo a su edad, y no hablo ya de poder seguir trabajando.
—Está bien, pero ¿no quieres saber qué dijo?
—Por supuesto. ¿Cuál fue su diagnóstico?
—Dijo que no lo sabía.
Jack soltó una risa incrédula.
—¿No lo sabía? Estoy asombrado.
—En su opinión podría tratarse de un parásito.
—Eso es más coherente. ¿Le has pedido al doctor Wiley que le echase una ojeada?
—El doctor Wiley, desafortunadamente, está en Nueva Zelanda en un congreso de parasitología.
—En ese caso tendremos que esperar, porque Wiley es en su campo lo que Malovar es en el suyo.
—El doctor Malovar le envió unas fotografías digitales, así que estoy segura de que nos enteraremos cuando el doctor Wiley las reciba.
—Por supuesto, pero no hay ninguna garantía de cuándo será.
—Me temo que no.
—Muy bien, Laurie. —Jack se sentó en la bañera—. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Es otro intento para que cancele mi intervención? Si es eso, dilo de una vez.
—Por supuesto que lo es —replicó Laurie con pasión—. Cómo puede no serlo si he encontrado un parásito desconocido asociado con un curso postoperatorio fatal. Lo que parece estar pasando es un sinergismo con el EARM, que acepto que está en todos los hospitales. Pero este parásito desconocido solo parece estar en tres hospitales, a uno de los cuales vas a ir para convertirte en una víctima potencial.
—Laurie, permíteme recordarte que va a operarme un cirujano que nunca ha tenido un caso de lo que sea esto, y que continúa operando sin interrupciones en el Angels Orthopedic Hospital. Bueno, no es del todo cierto. Tuvo que dejarlo cuando cerraron los quirófanos para fumigarlos. Pero desde entonces sigue trabajando todos los días sin ningún problema. En segundo lugar, no tengo ninguna enfermedad parasitaria. Quizá esa es la base de este brote. Puede que esas personas hayan visitado rincones ignotos del Amazonas y hayan pillado ese parásito desconocido para todos. Te felicito por tu trabajo, y desde luego continúa. Si resulta ser que ese parásito desconocido es infeccioso y tú has descubierto una nueva enfermedad, todos los honores serán para ti. Diablos, incluso podrías ganar el premio Nobel.
Laurie se levantó bruscamente.
—¡No seas paternalista conmigo!
—No estoy siendo paternalista. Solo intento combatir tu negatividad y prepararme para la operación de mañana. Ya sabes qué pienso. Lo que apreciaria de verdad sería un poco de apoyo de tu parte, y no todos estos miedos.
Laurie sintió una emoción que superó, por el momento, gracias a su furia y frustración. Salió del baño dando un portazo y fue por el pasillo hasta la sala a oscuras, donde se echó en el sofá a refunfuñar. Jack había tocado la llaga de su ambivalencia.
Carlo metió el Denali en una de las pocas plazas libres delante del centro comercial. Que escasearan los aparcamientos a las nueve y media de un miércoles significaba que el Venetian estaba a rebosar. Carlo y Brennan se aperaron. El cielo estaba despejado. A pesar de la luz siniestra que llegaba del rótulo de neón del techo, se veían un par de estrellas. Brennan se desperezó con ruidosos gruñidos y gemidos mientras caminaban por la acera hacia la entrada del restaurante y pasaban por delante de una tienda de alquiler de DVDs. Brennan notaba el cuerpo rígido después de haber estado sentado en el todoterreno desde las cinco.
En el interior, tuvieron que buscar a Louie entre la concurrencia. Carlo lo vio cerca del bar. «¡Espera aquí!», le dijo a Brennan, y se alejó para abrirse camino entre las mesas. Carlo pensó que era una ironía que el restaurante funcionase de maravilla cuando en realidad era una tapadera para las verdaderas actividades de la familia Vaccarro. Lo atribuía a la influencia de Louie, que disfrutaba de la buena comida y el vino tinto, como atestiguaba el perfil de su cuerpo.
En cuanto Louie vio que se acercaba, se disculpó ante sus compañeros de mesa, se levantó y se lo llevó a un aparte. Pese al bullicio, era fácil mantener una conversación gracias a los paneles de terciopelo negro que cubrían todas las paredes y a las tejas acústicas del techo.
—¿Qué pasa? —preguntó Louie—. Llegas temprano.
—Lo han dejado por hoy —explicó Carlo—. Los cuatro volvieron al Neapolitan, aparcaron las furgonetas y entraron en el restaurante. Esperamos una hora y media, y en vista de que no volvieron a aparecer, vinimos para informarte de lo que ha pasado.
—Te escucho.
—Bueno, en realidad poca cosa. Desde el momento en que Arthur y Ted se reunieron con Angelo y Franco a media mañana, han estado apostados delante de la OCME. Excepto por aquella reyerta entre Angelo y el tipo desconocido, no ha pasado nada más. Ellos sentados en sus furgonetas y nosotros en mi Denali.
—¿Alguna idea de por qué estaban en dos furgonetas?
—Ni la más remota.
—Nada de esto tiene sentido —se quejó Louie—. Es mucho esfuerzo por su parte, pero ¿por qué?
Carlo se encogió de hombros. Él tampoco lo sabía, pese a que habían pasado gran parte de la tarde intercambiando ideas con Brennan.
—Pero precisamente porque no tiene lógica, la intuición me dice que es algo importante —señaló Louie, y después hizo una pausa. Quiero que mantengáis la vigilancia, eso seguro. Quiero saber dónde están Angelo y Franco y qué hacen. Que Arthur y Ted comiencen temprano, a las seis. No pudieron pegarse a ellos hasta media mañana porque salieron demasiado tarde.
—Se lo diré. ¿Alguna cosa más?
—¿Qué hay del localizador?
—Lo tenemos, y lo instalamos en el barco. Si quieres saber cómo funciona, tendrás que preguntárselo a Brennan.
—No me importa cómo funciona. Solo quiero saber cuándo sale el barco y adónde va. Dile a Brennan que no lo pierda de vista.