4 de abril de 2007, 11.44 horas
Laurie salió de la sala de autopsias después de realizar su último caso del día. Le preocupaba la hora, dado que las dos últimas autopsias le habían llevado más tiempo del que esperaba y estaba ansiosa por volver a ocuparse del misterio del EARM. El problema era que había puesto demasiada confianza en lo que esperaba averiguar del CDC. Aunque era importante saber que los tres casos pertenecían a la misma bacteria, había esperado que Silvia pudiese darle algunas ideas que no hubiese considerado.
Mientras se quitaba el mono de Tyvek, se detuvo un momento y se miró las manos. Le temblaban como si hubiese tomado veinte tazas de café. Preocupada por lo que haría después, entró en el vestuario para cambiarse de ropa.
—¿Acabas ahora? —preguntó Riva cuando la vio.
—Eso me temo —dijo Laurie mientras hacía girar la cerradura con combinación de su taquilla.
—Creí que te había asignado unos casos que serían rápidos. Lo siento.
—Quizá podría haberlos hecho más rápido, pero me pareció que los aspectos médicos debían estar bien documentados. Ambos pueden ser casos de estudio.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—El primero, la muerte en el consultorio odontológico, se podía haber evitado, así que sería un buen caso de estudio, sobre todo para enseñar a los médicos de atención primaria y emergencias. Un miembro de la familia informó que la paciente tenía ataques que provocaban palpitaciones, enrojecimientos y diaforesis, pero no se investigó.
—Hipertiroidismo —dijo Riva.
—Así es. No fue una reacción alérgica como sospechábamos. La glándula tiroides y el timo estaban agrandados difusamente, como también lo estaban el corazón y la vesícula. Por eso su presión sanguínea era tan alta en la sala de urgencias.
—¿Qué hay del segundo caso? —preguntó Riva—. El ciclista de la bicicleta estática.
—Ese también fue interesante. Creía que iba a encontrar una enfermedad ateromatosa coronaria, pero no fue así.
—Eso fue lo que yo también sospechaba. Me alegro de haberlo puesto en la pila de las autopsias.
—Todo era normal en el corazón y las arterias coronarias.
—¿De verdad? —preguntó Riva sorprendida.
—Excepto por una cosa. La arteria coronaria derecha tenía un ángulo de despegue muy agudo. De pronto, algo que el paciente hizo mientras montaba en la bicicleta cortó el flujo a la arteria.
—Había oído mencionarlo pero nunca lo he visto.
—Es por eso que creo que también sería un buen caso de estudio. Seccioné con mucho cuidado el área y mandé que la preservaran.
A diferencia de Riva, Laurie había continuado cambiándose de ropa mientras hablaba. Cuando acabó cerró la puerta de la taquilla, hizo girar la cerradura con combinación e hizo un gesto de despedida a su compañera de despacho.
—Te veré arriba —le gritó Riva.
Poco dispuesta a tomarse la hora de la comida, Laurie fue al ascensor de delante y subió hasta el quinto piso. Antes de entrar en su despacho, fue al laboratorio de histología para ver si los portaobjetos pulmonares de David Jeffries estaban hechos. No se hacía muchas ilusiones respecto a que pudiesen añadir algo significativo. Se sentía obligada a ir a buscarlos, pues le había pedido a Maureen O’Connor que les diera prioridad.
—¡Cuánta prisa! —comentó Maureen con su fuerte acento irlandés cuando vio a Laurie—. Cuando dije que las tendría hoy, no dije que sería esta misma mañana.
—Detesto ser un incordio. Estaré en mi despacho.
—Mandaré a alguien que las lleve esta tarde.
Laurie caminó deprisa por el pasillo. Después de sentarse a su mesa, observó el montón de expedientes de casos y registros de hospital. Cogió la matriz que tenía delante. Distaba mucho de estar completa. Al mirar la pila de casos, sintió que perdía el entusiasmo y el optimismo. Transcribir la información le llevó más tiempo de lo que esperaba, y sin embargo le pareció que la matriz era la única esperanza de comprender qué estaba pasando en los hospitales de Angels Healthcare. Se disponía a comenzar, cuando recordó que no tenía la historia clínica de Ramona y algunas otras. Cogió el teléfono y llamó a la oficina de los investigadores forenses. Atendió Bart Arnold, el jefe de los IF, y pidió hablar con Cheryl.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Cheryl.
—Te dejé un aviso a través de Janice a primera hora de esta mañana. Necesito la historia clínica de Ramona Torres.
—Recibí el mensaje e hice la llamada. Me prometieron que la enviarían con las otras. Me sorprende que no estén en tu bandeja de entrada.
—Espera. —Laurie se apresuró a abrir el correo. Tal como había dicho Cheryl, las historias clínicas estaban allí—. Lo siento. Tienes razón. Están todas aquí.
Laurie se despidió de Cheryl, puso el largo archivo en la cola de impresión y luego bajó al primer piso para recoger las hojas impresas.
Adam había pasado una mañana muy agradable. Después de su segunda taza de café en el hotel, había ido al Metropolitan Museum. Como había sido uno de los primeros en cruzar la imponente entrada, le pareció como si el museo fuese solo para él. No pretendía recorrerlo todo, sino ver aquellos objetos que había apreciado en su juventud, incluidos los vasos atenienses rojos, varias estatuas clásicas griegas y las obras de los viejos maestros.
Cerca del mediodía, Adam decidió volver al edificio de la OCME para una corta visita; aparcó en el mismo lugar de la mañana. Como se había dicho a sí mismo a primera hora, las oportunidades de ver al objetivo a la hora de comer eran pocas, pero había ido preparado. En el asiento de al lado tenía una toalla del hotel Pierre enrollada en forma de cono y sujeta con un trozo de celo transparente. En el interior del cono había una de sus armas favoritas: una Beretta del calibre 9 milímetros con un silenciador de diez centímetros. La punta del silenciador apenas se veía por el extremo puntiagudo del cono.
Podía meter la mano por el extremo abierto y empuñar la pistola. De esta manera, podía llevar el arma en público sin provocar el pánico, algo que hacía cuando no la camuflaba. Por supuesto, incluso con la toalla, el tiempo que el arma estaría fuera de debajo de su chaqueta quedaba reducido al mínimo.
Con el asiento echado hacia atrás, los codos apoyados en los reposabrazos y las manos sobre el estómago con los dedos entrelazados, Adam se puso cómodo para escuchar a Arthur Rubinstein interpretando a Chopin a un volumen moderado en el reproductor de CDs del vehículo. La ligera lluvia en el exterior se añadía a su satisfacción.
En contraste con la mañana, una calma relativa reinaba en la esquina de la Primera Avenida y la calle Treinta, excepto por el tráfico, con el incesante estruendo de los autobuses, los camiones de basura, las furgonetas, los taxis y los coches particulares que iban hacia el norte. Los manifestantes habían desaparecido, al igual que la policía, y había un reducido número de peatones, en particular los que entraban y salían del edificio.
Protegido del ruido del tráfico por el buen aislamiento de su vehículo además de por la música, Adam repasó con calma las diversas posibilidades en el caso que Laurie Montgomery lo sorprendiera y apareciese de pronto, preferiblemente sola. Por supuesto, se bajaría de inmediato llevando la toalla prestada del hotel Pierre y se acercaría a la señorita Montgomery. En aquel punto, no podía prever qué sucedería porque todo dependería de lo que hubiese pasado desde el momento de bajar del vehículo hasta llegar a la distancia aproximada de un brazo. Las variables incluían a los peatones o si alguien se fijaba demasiado en él. Si todo iba bien, sacaría la toalla y le dispararía a la nuca desde una distancia de un metro. Luego volvería sin prisas al Range Rover y se marcharía, para dirigirse hacia el túnel Lincoln. Tenía sus pertenencias en el maletero, y sus supervisores se encargarían de pagar la cuenta de hotel del señor Bramford. Al menos era así como se habían hecho las cosas en la mayoría de las anteriores operaciones.
En medio de sus reflexiones, Adam, que no había dejado en ningún momento de estar atento a su entorno, vio por el espejo retrovisor que los dos hombres de la furgoneta azul que acababa de aparcar detrás mantenían un agrio altercado. Le llamó mucho la atención que además de gritarse acompañasen las palabras con empujones intercalados con furibundos gestos de rechazo. Dado que las discusiones en público no eran algo habitual, y debido a su trabajo, Adam siempre desconfiaba de los comportamientos inesperados. Mientras miraba, el conductor hizo lo que pareció un último gesto antes de abrir su puerta. En el momento en que iba a bajarse, su compañero intentó detenerlo sujetándole un brazo. Pero no sirvió de nada. Se libró con facilidad y se apeó. La respuesta del pasajero fue bajarse él también de la furgoneta.
Adam observó aquella escena muda por el espejo retrovisor, pero de pronto se dio cuenta de que el conductor se había acercado al Range Rover. Se volvió para mirarlo. No le gustaba que se acercasen cuando estaba en una misión. Hacía que la posibilidad de un reconocimiento después del hecho fuese mucho más probable.
Advirtió dos cosas en el hombre. Una, las grandes cicatrices de quemaduras, y la otra, la elegancia y la calidad de sus prendas, que parecían fuera de lugar en relación con el estado de la furgoneta. El primer pensamiento de Adam fue que se trataba de un veterano de Irak como él mismo. Había visto a muchos con quemaduras similares durante su larga rehabilitación. Luego el conductor lo sorprendió cuando golpeó ruidosamente en la ventanilla del Range Rover.
Había dos posibilidades: abrir la ventanilla o marcharse. Esto último parecía lo más lógico, porque debía descartar terminar el trabajo, incluso si Laurie aparecía, pero impulsado por la curiosidad, sobre todo por saber si el hombre era un veterano de Irak, bajó la ventanilla.
—Aquí no se puede aparcar, maestro —le espetó Angelo con vehemencia.
El pasajero se había unido al conductor. Parecía furioso, pero no con Adam, sino con su compañero. Incluso le ordenó que volviera a su vehículo, pero el otro no le hizo caso.
—¿Me ha oído? —gritó Angelo.
Franco levantó las manos en una muestra de enfado y volvió a la furgoneta.
—¿Es un veterano de Irak? —preguntó Adam. Después de la experiencia en aquel país de pesadilla y el largo proceso de rehabilitación por la herida en la pierna, Adam sentía un especial e inmediato vínculo con cualquiera que hubiera sufrido como él.
—¿Qué clase de pregunta es esa, imbécil? —replicó Angelo.
—Las quemaduras me llevaron a creer que quizá había servido en el ejército —explicó Adam, que hizo un esfuerzo para no sentirse ofendido por la grosería del hombre.
—¿Se está burlando de mí?
—Todo lo contrario. Creí que usted y yo teníamos algo en común.
Angelo soltó una breve carcajada de desprecio.
—Escuche, pimpollo, me encanta su música, pero quiero que mueva este trasto. Aquí no se puede aparcar.
—En este momento no estoy aparcado, estoy esperando.
—Vale, listillo —gruñó Angelo—. Fuera del vehículo.
Adam miró al grotesco hombre que le ordenaba bajar del vehículo. En aquella confrontación, Adam tenía varias ventajas. Primero, no le importaba en absoluto lo que pudiese sucederle, ya que en muchas sentidos desearía haber muerto con sus camaradas, y segundo, su entrenamiento en artes marciales había sido tan completo que reaccionaba por instinto.
De nuevo, Adam debatió consigo mismo. Lo mejor para todos, incluido el presumido matón y su compañero, era que se marchara, pero se había enfadado, y esto se sumó a toda la ira reprimida.
Abrió la puerta y bajó con movimientos pausados, con todos los músculos de su cuerpo tensos, preparados para entrar en acción.
Angelo dio un paso atrás. El desconocido rubio era de constitución más fuerte, pero él creía que tenía una carta ganadora. Como siempre, llevaba su pistola Walther, y metió la mano por debajo de la solapa de la chaqueta para empuñar el arma. No iba a dispararle. Solo le pegaría con la pistola para que se marchara de una vez por todas.
En la fracción de segundo que Adam tardó en ver hacia dónde se movía la mano de Angelo, se adelantó con la velocidad del rayo y descargó una serie de golpes de karate que pillaron a Angelo totalmente desprevenido. El primero le golpeó en el brazo derecho y le provocó un entumecimiento similar al de una descarga eléctrica que lo obligó a soltar el arma, que cayó al pavimento. El segundo y el tercero fueron en la cabeza y el costado del cuello; Angelo retrocedió tambaleante pero todavía de pie. El último golpe fue un puntapié en el pecho que lo tumbó sobre la calle mojada.
Con idéntica velocidad, Adam recogió el arma y miró al ocupante de la furgoneta a través del parabrisas. Por fortuna, Franco no se movió; por un momento cruzaron sus miradas. A Adam le preocupaba que pudiese ir armado.
Adam se apartó, y se apresuró a subir al Range Rover. Puso en marcha el motor y antes de alejarse por la Primera Avenida arrojó la pistola a la calle, donde los neumáticos de los coches pasaron por encima una y otra vez.
—Mierda —exclamó Arthur MacEwan—. ¿Has visto eso?
—Nunca había visto a nadie moverse a tal velocidad —afirmó Ted Polowski—. Ha sido increíble. Mira a Angelo. Tiene problemas para levantarse.
—Allá va Franco. Ha recogido el arma.
Arthur y Ted habían seguido a los hombres de Dominick hasta Manhattan. Cuando los vieron aparcar la furgoneta detrás del Range Rover plateado, dieron la vuelta a la manzana para ir a aparcar delante de una boca de incendios de la calle Treinta. Desde allí veían con toda claridad la furgoneta azul, y se acomodaron para lo que suponían sería una larga espera. Pero resultó que no fue así. Casi de inmediato, una furgoneta blanca aparcó detrás de la azul, y Ted, que conocía a la mayoría de la gente de Lucia, reconoció a Richie Herns sentado al volante. Después, cuando solo habían pasado unos minutos, Angelo había bajado de su vehículo para enfrentarse con el tipo del Range Rover.
Todavía sacudiendo la cabeza de asombro por lo que acababa de presenciar, Arthur llamó a Carlo, que, junto con Brennan, estaba comiendo con el jefe, Louie.
—No vas a creerte lo que acabamos de presenciar. —Le describió la paliza que le había dado a Angelo un tipo en un Range Rover cuando el matón había intentado enzarzarse en una pelea—. No puedes hacerte idea de lo rápido que era ese tipo —continuó Arthur, admirado—. Angelo no tuvo la menor oportunidad. Llegó a sacar la pistola, pero el tipo se la arrancó de la mano y la arrojó a la calle. Te lo juro, algo increíble.
—¿Dónde estás?
—Estamos al otro lado del depósito, en Manhattan.
—¿En el depósito? —preguntó Carlo—. ¿Por qué demonios estáis allí?
—No tenemos ni zorra idea…
—¿Por qué Angelo ha buscando pelea?
—A mí qué me preguntas.
—¿Angelo está bien?
—Eso creo. Anda de una manera un poco rara, pero ahora mismo está subiendo a la furgoneta.
—Espera —dijo Carlo—. Deja que le cuente todo esto a Louie.
Arthur oyó cómo Carlo relataba la historia y la reacción de asombro de Louie. Carlo se puso de nuevo al teléfono.
—Louie quiere saber si reconociste al tipo.
—No. Pero el Range Rover tenía el nombre de una empresa, Biede no sé qué Heaven.
—¿Algún número de teléfono o dirección?
—No podíamos verla desde donde estábamos. Las letras eran demasiado pequeñas, pero había varias palabras más.
—¿Sabes si Franco también está allí?
—Oh, sí. Está aquí. Intentó impedir que Angelo fuese a molestar al tipo, y tras la paliza, bajó para recoger la pistola en medio de la calle. Ah, una cosa más. Hay una segunda furgoneta aparcada detrás de la de Angelo y Franco. Eh, Angelo acaba de ponerse en marcha. Tengo que cortar. ¡No! ¡Falsa alarma! Solo ha avanzado un poco para situarse en la esquina, y ahora Richie lo sigue. Hay alguien más con él, pero no sabemos quién es. ¿Quieres que uno de nosotros vaya hasta allí y lo averigüe?
—De ninguna manera. No esperan que nadie los vigile, y no queremos que sospechen. Aguarda. Deja que le cuente a Louie el resto de esta extraña historia.
De nuevo, Arthur escuchó cómo Carlo relataba los detalles, aunque no oyó las respuestas del jefe. Carlo volvió al teléfono.
—Louie dice que estáis haciendo un buen trabajo. Quiere que os quedéis con ellos. Esta tarde, Brennan y yo iremos para relevaros.
—Me parece bien.
Carlo guardó el móvil y miró a Louie. Su jefe le devolvió la mirada, con su rostro carnoso arrugado y el entrecejo fruncido. Era obvio que estaba sumido en sus pensamientos. Carlo y Brennan lo conocían lo bastante bien como para permanecer en silencio y dedicarse a comer sus espaguetis.
Por fin, Louie rompió el silencio y se quitó la servilleta del cuello.
—No entiendo nada de todo esto, pero tengo claro que debe acabar. Están actuando de una manera muy extraña, matan gente y se pelean en pleno día en una calle de Manhattan. ¿De qué va todo esto del depósito?
Carlo y Brennan sabían que no debían responder a menos que les formulase una pregunta directa. Louie siempre había tenido propensión a pensar en voz alta. Mientras Louie levantaba su corpachón de la silla y comenzaba a andar, Carlo y Brennan intercambiaron una mirada preguntándose qué pasaría.
Louie fue hasta el bar sin interrumpir su monólogo. Después de jugar distraídamente con una copa llena de palillos durante varios minutos, volvió a la mesa.
—¿Estáis seguros de que en la Trump Tower no había ninguna empresa que reconocierais cuando estuvisteis allí esta mañana?
Carlo y Brennan negaron con la cabeza.
—¡Busca una guía de teléfonos! —ordenó Louie a Brennan. Obediente, Brennan dejó su silla para ir a buscar una guía y llevarla a la mesa—. Buscad Bieder no sé qué Heaven —dijo cuando volvió.
Louie miró a Carlo.
—Si continúan con este comportamiento irresponsable, antes o después se nos echarán encima los polis. ¿Qué pensáis?
Carlo asintió. Dado que le habían formulado una pregunta específica, respondió:
—Están corriendo muchos riesgos, así que debe de ser algo importante.
—Es lo mismo que estaba pensando. Me refiero a que aquel detective vino hasta aquí para avisarnos.
—No hay nada en la guía —informó Brennan.
—No creía que lo hubiese —afirmó su jefe—. No con un tipo que puede darle una paliza a Angelo Facciolo. El nombre puede ser una tapadera.
—¿Crees posible que estuviesen esperando delante del depósito por el mismo motivo? —preguntó Brennan, que se arriesgó a poner su pequeño grano de arena—. ¿Por qué Angelo iba a buscar pelea con alguien a plena luz del día a menos que hubiese competencia o algún mal rollo de por medio?
—Buena idea —admitió Louie—. Me alegra que los estemos siguiendo. Me gustaría saber qué está pasando, pero si matan a alguien más, le haré saber a aquel detective que nosotros no tenemos nada que ver.
Después de la descarga de adrenalina provocada por Angelo, Adam tardó un rato en calmarse, pero cuando llegó al hotel, ya se había tranquilizado lo suficiente como para pensar con claridad en el desafortunado y del todo inesperado incidente. Aunque no había pasado nada grave, aún podía ocurrir si alguien había presenciado el altercado y había llamado a la policía para dar una descripción del Range Rover. Por consiguiente, estaba enfadado consigo mismo por no haberse marchado de inmediato. Desde luego no había sacado nada beneficioso con aquella inútil confrontación; más bien todo lo contrario.
—¿Necesitará su coche, señor Bramford? —preguntó el portero, al tiempo que abría la puerta del conductor.
—No, gracias —respondió Adam mientras bajaba. Quería que guardaran el coche de inmediato en el garaje.
Subió a su habitación. Necesitaba hacer una llamada y no quería utilizar el móvil, sino una línea terrestre. Una de las consecuencias de su pelea era la reticencia a regresar a la OCME por miedo a encontrarse de nuevo con el matón de la cara quemada.
Sentado a la mesa en el vestidor de su suite, hizo la llamada. Según el protocolo, debía preguntar por un individuo ficticio llamado Charles Palmer y esperar a que le diesen otro número. Entonces llamaría al nuevo número y dejaría el suyo. A partir de ese momento, otra espera. La llamada de respuesta por lo general llegaba en un minuto.
No hubo charla inútil cuando Adam habló con uno de sus supervisores.
—Necesito la dirección de una casa —dijo sin citar siquiera un nombre. No necesitaba preguntar si la información se podía conseguir o no. Con el acceso de sus jefes a las más altas esferas del gobierno, siempre se lograba.
—La tendremos en unos minutos. La recibirá en su móvil.
Eso era todo. Adam colgó y después llamó al servicio de habitaciones. Decidió comer antes de ir a su segunda atracción favorita en Nueva York: el Museo de Historia Natural.
—Cómo iba a saber que era un experto en karate —protestó Angelo.
—Esa no es la cuestión —dijo Franco—. El problema es que no pensaste, y cuando no piensas, cometes errores. Por suerte no ha ocurrido nada grave.
—Eso a ti no te cuesta nada decirlo. Me siento como si me hubiera atropellado un camión; me duele el pecho, y también el costado del cuello.
—Considera esos golpes como una advertencia para mantener la calma. Nunca te he visto de esta manera, Angelo. Estás demasiado ansioso. Como le dije a Vinnie, estás que te sales.
—Tú también lo estarías si la tía esa te hubiese quemado el rostro y parecieras un monstruo.
—Yo no he dicho eso, has sido tú.
—¿Qué has hecho con mi arma?
—Está debajo de mi asiento. —Franco sacó la pistola y se la entregó. Angelo la miró con atención. Sacó el cargador, comprobó que no hubiese ningún proyectil en la recámara y luego apretó el gatillo varias veces. El mecanismo funcionó con suavidad—. Parece en buen estado.
—Quizá sería una buena idea hacer un par de disparos para estar seguros.
Angelo asintió mientras volvía a meter el cargador por la base de la culata.
—No has respondido a la pregunta que te he hecho —dijo Franco—. ¿Vas a ser capaz de controlarte? De lo contrario, te enviaré a casa unos días. ¡Presta atención! Yo mismo me encargaré de Montgomery, ¿está claro?
—Sí —asintió Angelo irritado—. Quizá no debería haber bajado de la furgoneta, pero al menos conseguí que el todoterreno que nos impedía ver se marchara.
—Con un riesgo muy grande, debo añadir. Lo entiendes, ¿no?
—Supongo que ahora sí.
—De ahora en adelante quiero que todo se haga a mi manera hasta que la tengamos en el barco. Después no me importa lo que hagas. Al parecer, a Vinnie le gusta tu idea de los zapatos de cemento. De acuerdo. No me importa en absoluto si tú y Vinnie queréis una revancha antes de matarla. Pero no quiero más conductas temerarias. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, estamos de acuerdo.
—¡Mírame!
Angelo miró de mala gana a Franco.
—Dilo de nuevo.
—Estamos de acuerdo —repitió Angelo con voz enfadada.
—Bien. Eso está aclarado. Ahora vamos a comer. Montgomery no está dispuesta a cooperar. Tendremos que intentar pescarla cuando se marche esta noche.