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3 de abril de 2007, 7.15 horas

—Escucha —dijo el doctor Jack Stapleton sin disimular su irritación—. He tenido la suerte que me pongan en la lista del doctor Anderson. Diablos, es él quien opera las rodillas de todos los grandes atletas de la ciudad. Tiene que haber una razón, y la razón es que sin duda es el mejor. Si cancelo la intervención para este jueves, quizá no vuelvan a conseguirme otra oportunidad durante meses. El hombre esta ocupadísimo.

—Pero te lesionaste hace solo una semana —replicó la doctora Laurie Montgomery con idéntica emoción—. Desde luego, no soy una cirujana ortopédica, pero es lógico que operar tu rodilla, que ha sufrido un trauma hace muy poco, sea un riesgo añadido. Por amor de Dios, tu rodilla todavía tiene el doble del tamaño normal, y los rasguños no han cicatrizado del todo.

—La hinchazón ha disminuido considerablemente —afirmó Jack.

—¿El médico propuso que te operases tan pronto?

—No del todo. Le dije que quería operarme lo antes posible, y él me pasó con su secretaria para que me diese una fecha.

—¡Ah, fantástico! —Exclamó Laurie en tono de burla—. La fecha la fijó una secretaria.

—Ella debe de saber lo que hace —señaló Jack—. Lleva años trabajando con Anderson.

—Vaya, una deducción muy inteligente —dijo Laurie en el mismo tono.

—Otra razón por la que no quiero cancelar la operación es que tuve la buena fortuna de que me asignaran la primera intervención de Anderson. Si tienen que operarme, quiero ser el primer caso. El cirujano está descansado, las enfermeras están descansadas, todos están descansados. Recuerdo que en mis intervenciones, cuando ejercía de oftalmólogo, yo habría deseado ser mi primer caso.

—¿Dónde está el Angels Orthopedic Hospital? —preguntó Laurie enfadada. No hizo caso del intento humorístico de Jack—. Nunca lo he oído mencionar.

—Está en la zona norte, no muy lejos del University Hospital en el Upper East Side. Es relativamente nuevo. No sé la fecha exacta, pero abrió hace menos de cinco años. Anderson me dijo que para los pacientes es como alojarse en el Ritz, algo que no se puede decir del University o del Manhattan General. Le gusta porque los médicos llevan la voz cantante, y no algún administrador burócrata. En la misma cantidad de tiempo pueden atender el doble de casos.

—¡Maldita sea, Jack! —protestó Laurie.

Se volvió para mirar a través de la ventanilla del taxi las calles azotadas por la lluvia. Decir que Jack era tozudo era quedarse corto, y cuando se enfadaba, creía que la palabra empecinado se aproximaba más a la verdad. Cuando comenzaron a trabajar juntos como patólogos forenses en la OCME, ella había creído que sus alocados viajes de ida y vuelta del trabajo en bicicleta y sus agotadores partidos de baloncesto con muchachos que tenían la mitad de su edad, eran algo encantador. Pero doce años más tarde y casada con él desde hacía menos de un año, creía que una conducta tan arriesgada por parte de una persona de cincuenta y dos años era algo juvenil e incluso irresponsable, ya que entonces tenía una esposa y la posibilidad de un hijo. En honor a la verdad, ella quería retrasar la intervención no solo para disminuir el riesgo quirúrgico, sino también porque creía que cuanto más tiempo estuviese alejado de la bicicleta y el baloncesto, mayores eran las posibilidades de que renunciase a ambas.

—Quiero que me operen el jueves —afirmó Jack, como si le hubiese leído el pensamiento—. Necesito volver cuanto antes a mi rutina de ejercicios.

—Pues yo quiero un marido intacto. Podrías acabar muerto si sigues como hasta ahora.

—Hay muchísimas formas de acabar muerto —contestó Jack—. Como médicos forenses, es algo que sabemos mucho mejor que la mayoría.

—Retrásala un mes —suplicó Laurie.

—Me operaré. Es mi rodilla.

—Es tu rodilla, pero se supone que ahora somos un equipo.

—Somos un equipo —asintió Jack—. Dejemos de hablar de ello. Podremos continuar esta noche si insistes.

Jack apretó la mano de Laurie y ella le devolvió el apretón. Como conocía muy bien a Jack, aceptó su intención de volver a hablarlo como una pequeña victoria.

Cuando cambió el semáforo en la esquina de la calle Treinta y la Quinta Avenida, el taxista dobló a la izquierda y aparcó delante de un edificio de ladrillos de seis pisos con ventanas de aluminio encajado entre el NYU Medical Center a un lado y el complejo Bellevue al otro. Habían llegado a la OCME, donde Laurie llevaba trabajando dieciséis años y Jack doce. Aunque Jack era mayor, la patología forense había sido una segunda carrera médica para él después de que una gran empresa de servicios sanitarios se apoderara de su consulta privada en los años en los que dichas empresas estaban en auge.

—Algo se cuece —comentó Jack. Delante de ellos había varias furgonetas de la televisión aparcadas junto al bordillo—. Las muertes interesantes atraen a los reporteros como la miel a las moscas. Me pregunto qué debe de ocurrir.

—Yo veo a los reporteros como unos buitres —dijo Laurie mientras bajaba, y luego se volvía para sacar las largas y un tanto incómodas muletas de Jack—. Se alimentan de carroña, destruyen las pruebas y son de un molesto insoportable.

Jack pagó al taxista al tiempo que le reconocía a Laurie el mérito de un símil más ajustado e inteligente. Ya en la calle, cogió las muletas, se las calzó en las axilas y fue hacia la escalera.

—Detesto los taxis —murmuró por lo bajo—. Me hacen sentir tan vulnerable…

—Esa es una afirmación sorprendente —le señaló Laurie— teniendo en cuenta que viene de una persona que cree que ir y volver del trabajo en bicicleta y arriesgarse al tráfico urbano es apropiado.

Tal como esperaban, había una media docena de reporteros en el vestíbulo, conversando animadamente mientras tomaban café y comían donuts. Había varias cámaras de televisión sobre un montón de revistas viejas en la mesa de centro. Los reporteros miraron un instante a Laurie y a Jack cuando cruzaron el vestíbulo. Jack se movía rápido con las muletas. Como podía cargar peso en la rodilla herida sin sentir mucho dolor, podría haberse apañado sin las muletas, pero no quería correr el riesgo de agravar la lesión. La recepcionista abrió la puerta para Laurie y Jack antes de que alguno de los reporteros pudiesen reconocerlo.

En la sala de identificación había dos grupos que ocupaban lados opuestos. Un grupo lo formaban seis individuos de aspecto hispánico de diversas edades. Eran lo bastante parecidos como para ser miembros de una misma familia. Dos eran niños, que parecían asustados en aquel extraño lugar. Tres eran adultos que susurraban a una mujer con aspecto de matrona que, de vez en cuando, se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de papel.

El segundo grupo era una pareja que podían ser marido y mujer y que parecían, como los niños hispanos, asustados como un ciervo cegado por unos faros.

Laurie y Jack pasaron por una tercera puerta a una habitación donde estaba instalada la cafetera de la OCME. Era allí donde el médico forense de turno aquella semana repasaba los casos que habían llegado durante la noche y decidía cuales debían ser objeto de una autopsia y cuál de los once médicos la haría. Laurie y Jack eran de los que solían llegar pronto, más que nada por la insistencia de Jack, porque Laurie era una persona nocturna y a menudo tenía problemas para levantarse por la mañana. Jack prefería llegar temprano para escoger los casos, y siempre pedía los más importantes. A los demás forenses no les importaba, porque Jack siempre hacía más de lo que le correspondía, a modo de compensación.

La doctora Riva Mehta, la compañera de despacho de Laurie, que había entrado en la OCME el mismo año que Montgomery, estaba sentada a la mesa detrás de varias pilas de grandes sobres, cada uno con un caso diferente. Saludó con una sonrisa a la pareja. Había otras dos personas en la habitación, ambas sentadas en sillas de vinilo y ocultas detrás de sendos periódicos, con humeantes tazas de café al alcance de la mano. Laurie y Jack sabían quién estaba detrás del Daily News. Tenía que ser Vinnie Amendola, el técnico forense que llegaba antes que los demás técnicos para ayudar en el cambio de turno. Con frecuencia trabajaba con Jack porque a él le gustaba ser el primero en bajar a la sala de autopsias.

Jack y Laurie no sabían quién estaba oculto detrás del New York Times. Las muletas de Jack cayeron con estrépito en el suelo de madera al intentar dejarlas contra una de las otras dos sillas de la habitación. El ruido fue muy fuerte, muy parecido al de un disparo. Se bajó el New York Times y dejó a la vista al sorprendido, tenso y siempre falto de sueño teniente de detectives Lou Soldano. En un acto reflejo, la mano derecha del detective voló hasta debajo de la solapa de su arrugada chaqueta. Con la corbata, manchada de puré, floja y el botón del cuello de la arrugada camisa desabrochado, tenía un aspecto desaseado.

—¡No dispares! —gritó Jack, y levantó la mano en un falso gesto de rendición.

—Joder —se quejó Lou mientras se relajaba. Como era habitual, mostraba la sombra de barba de quien lleva un día sin afeitarse. Era obvio que aquella noche no se había acostado.

—A la vista de los reporteros que hay en el vestíbulo, supongo que no debería sorprendernos verte aquí —comentó Jack—. ¿Cómo demonios estás, Lou?

—Todo lo bien que se podría esperar después de haber pasado casi toda la noche en la bahía. Es algo que no te recomiendo.

Lou había sido amigo de Laurie. Incluso habían salido juntos algunas veces después de resolver juntos un caso, pero su breve romance no había funcionado. Cuando Jack apareció en escena y comenzó a salir con Laurie, Lou fue un firme partidario de su relación. Incluso había asistido a la boda el junio anterior. Todos eran grandes amigos.

Laurie se acercó a Lou y rozaron las mejillas antes de dirigirse hacia la cafetera. Jack se sentó en la silla junto al policía y levantó la pierna lesionada para apoyarla en una esquina de la mesa. Laurie preguntó a Jack si quería un café. Jack levantó el pulgar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jack a Lou. Dado que Lou se había convertido en un firme partidario de la contribución de la medicina forense en los casos de homicidio, era un visitante frecuente del depósito, aunque hacía más de un mes que no aparecía por allí. Por experiencia, Jack sabía que, cuando se presentaba, era muy probable que se tratase de un caso interesante. El día anterior Jack había realizado tres autopsias de rutina, dos muertes naturales y una accidental. No habían presentado ningún desafío. La presencia de Lou auguraba que las cosas cambiarían.

—Ha sido una noche agitada —respondió Lou—. Hay tres homicidios en los que necesito ayuda. Desde mi punto de vista, el más importante es el de un tipo que pescamos en el río Hudson.

—¿Han identificado a la víctima? —preguntó Jack. Laurie se acercó y dejó la taza de café. Él le dio las gracias con un gesto.

—No, ni una sola pista, al menos hasta ahora.

—¿Estás seguro de que fue un homicidio?

—Totalmente. Le dispararon en la nuca a quemarropa con un arma de pequeño calibre.

—Desde el punto de vista forense parece algo muy claro —señaló Jack con cierta desilusión.

—Pero no desde el mío —manifestó Lou—. El cuerpo es de un hombre asiático muy bien vestido; no es un vagabundo. Lo que me asusta es que pueda tratarse de un asesinato relacionado con el crimen organizado. Sabemos que hay cierta fricción entre los sindicatos del crimen establecido y las nuevas bandas de asiáticos, rusos e hispanos, sobre todo en lo referente a las drogas de diseño. Si estalla alguna guerra entre bandas, morirán muchas personas inocentes. Confío en que tú o Laurie podáis encontrar algo, alguna pista que nos permita acabar con esto de raíz, antes de que se desaten los infiernos.

—Haré todo lo posible —prometió Jack—. ¿Qué más?

—El siguiente caso es una historia muy triste. Un sargento detective de la división de fraudes, un buen tipo, tiene una hija que ha sido arrestada por matar anoche al inútil de su novio con un bate de béisbol. Su nombre es Satan Thomas, si os lo podéis creer. Ella siempre ha sido un desastre; desde los primeros años de la adolescencia, siempre ligando con indeseables y metida en drogas y en todo lo que se os ocurra. De todas maneras, ella niega haber matado al tipo y dice que el novio estaba utilizando el bate para destrozar su apartamento. Incluso dice que él intentó atacarla, algo que ya había hecho en el pasado. Por cierto, la encantadora familia de Satan está acampada en la sala de espera.

—Te refieres a que él la agredía físicamente.

—Eso parece. Afirma que cuando escapó, él todavía seguía destrozando el apartamento.

—¿Parece como si hubiese muerto de un trauma producido por un golpe?

—¡Oh, sí! Me temo que tiene el aspecto de alguien a quien le hubiesen pegado en la frente con el bate.

Jack puso los ojos en blanco.

—Pinta mal para tu amigo detective, y todavía más para la hija. —Jack se sintió decepcionado. Dos de las tres autopsias iban a ser sencillas. Sin mucho entusiasmo, preguntó los detalles del tercer caso.

—Es similar al anterior, pero es la muchacha quien resultó muerta. Ella también estaba metida en una relación de malos tratos, según sus padres, los Barlow, otros que están en la sala de espera. Por lo que parece, Sara Barlow y su novio discutieron porque ella no limpiaba el apartamento como a él le gustaba. Él admite que le dio algunas bofetadas, pero jura que cuando se marchó para calmarse ella estaba bien, y que solo lloraba y prometía hacerlo mejor la próxima vez. Afirma que cuando regresó la encontró tumbada en la cama con el rostro y las manos rojas.

—¿Manchas rojas o todo el rostro?

—Uno de los agentes que llegó a la escena en respuesta a la llamada insistió en que el novio dijo todo el rostro, pero cuando él observó el cuerpo, solo vio lo que describió como unas manchas rojas.

—¿Qué hay de las manos?

—No dijo nada.

—¿Has visto el cadáver?

—Lo vi. Yo estaba en la zona por el caso de la hija del detective, así que me acerqué.

—¿Y? —preguntó Jack.

—A mí también me parecieron manchas. Estoy convencido de que le dio una buena paliza.

—¿Qué pasa con las manos?

—Creo que estaban un tanto moradas. ¿En qué estás pensando?

—Estoy pensando que este caso podría resultar interesante —respondió Jack, mientras cogía las muletas y se levantaba—. ¿Qué te parece si empezamos por esta?

—Me interesa más el tipo que pescamos en el agua —respondió Lou—. Quizá no pueda mantenerme despierto para las tres autopsias, así que te agradecería que hicieras primero la del flotador.

Jack se acercó a la mesa. Riva aún estaba ocupada con los casos, una indicación de que aquel sería un día muy atareado. Laurie tenía un par de sobres en el regazo. Estaba sentada en la silla junto a Vinnie, que seguía oculto detrás del periódico.

Al recordar a los reporteros en el vestíbulo, Jack preguntó al teniente cuál de los tres casos había hecho que los periodistas acudiesen a la OCME a aquellas horas y mostrasen tanto interés. Aparte del tipo muerto de un disparo, le costaba imaginar que alguno de los tres fuese digno del interés periodístico. En una ciudad como Nueva York, los episodios violentos eran algo demasiado común.

—Ninguno de los casos que he mencionado —respondió Lou—. La prensa está interesada en la muerte de un hombre llamado Concepción López que estaba bajo vigilancia policial en el Bronx. Será uno de esos escándalos de brutalidad policial. Lo que a mí me dijeron fue que el tipo se metió una sobredosis de cocaína.

Jack se limitó a asentir, y agradeció que Lou no lo animase a hacerla. Los casos de vigilancia policial siempre eran un problema político que Jack encontraba agotador. Nadie quedaba nunca satisfecho con el informe, y siempre hablaban de encubrimientos.

—Nos veremos abajo —dijo Lou, y se levantó de la silla con esfuerzo—. Quiero pasar por el cubículo del sargento Murphy y ver si han presentado una denuncia de desaparición por el desconocido.

—¿Tienes el sobre del desconocido de Lou? —preguntó Jack a Riva.

Ella puso el dedo en el sobre de, inmediato, porque estaba encima en la pila de presuntos homicidios. Se lo dio.

—¿Qué hay de los dos casos de traumatismo? —Añadió Jack—. Los nombres son Thomas y Barlow.

Riva tuvo que buscar los casos en la pila, que era inusualmente alta.

—Una fea noche en la Gran Manzana —comentó Jack—. Yo creía que las personas podían resolver sus diferencias de una manera más amigable.

Riva sonrió cortésmente ante el poco logrado intento humorístico de Jack. Era demasiado temprano para dar una respuesta. Encontró los sobres, y también se los dio.

—¿Te importa si me encargo de estos casos?

—En absoluto —contestó Riva con su voz suave y sedosa. Era una amable y menuda india americana de piel oscura y ojos más oscuros todavía.

—¿Quién se ocupa del caso de la vigilancia policial? —preguntó Jack.

—El jefe llamó para decir que se encargaría él —respondió Riva—. Dado que yo estaba de guardia, supongo que seré quien deba ayudarlo.

—Mi sincero pésame —dijo Jack.

Aunque el doctor Harold Bingham tenía un conocimiento enciclopédico de la medicina forense, ayudarlo en un caso siempre era toda una prueba de control de la frustración. No importaba lo que hicieses como ayudante, nunca estaba bien, y el caso siempre duraba horas.

Jack estaba a punto de despertar a Vinnie del trance inducido por las páginas de deportes cuando Laurie dejó a un lado su lectura. A diferencia de Jack, que se limitaba a echar una rápida ojeada al informe del caso antes de realizar la autopsia, a ella le gustaba leer hasta la última coma. Jack creía que demasiada atención a los detalles reducía su capacidad para mantener una mente abierta, mientras que Laurie consideraba que no repasar el historial aumentaba las posibilidades de pasar algo por alto. Habían discutido por ello hasta que por fin habían aceptado que estaban en desacuerdo.

—Creo que deberías leer esto —dijo Laurie en tono grave, y le ofreció el sobre de un caso—. Creo que lo encontrarás personalmente inquietante.

—¿Sí? —preguntó Jack. Leyó el nombre de la víctima, David Jeffries, que no reconoció. Frunció el entrecejo, desconcertado por el tono de Laurie, mientras sacaba el contenido del sobre—. ¿A qué te refieres con personalmente inquietante?

—Solo lee la nota del investigador forense —le indicó Laurie. Los IF eran los médicos asistentes que trabajaban como investigadores forenses. Según la política de la OCME, ellos acudían a los escenarios cuando era aconsejable en lugar de los patólogos forenses. El jefe, el doctor Harold Bingham, opinaba que no era un uso racional del tiempo de un médico, si bien admitía que en algunos casos una visita al lugar de los hechos era crucial para conocer el mecanismo y la forma de la muerte.

Bastaron unas pocas frases, para que Jack comprendiese que Davis Jeffries había muerto de una fulminante infección de estafilococos después de una intervención de ligamento cruzado anterior, debido a una cepa muy virulenta llamada estafilococo áureo resistente a la meticilina, o EARM, A la vista de las diferencias que mantenían respecto a la siguiente intervención de Jack, parecía relevante, incluso si se trataba de otro hospital.

—Sé lo que está pasando por tu mente, pero cállatelo —dijo Jack—. Ya he tomado en cuenta el riesgo de una infección pos quirúrgica. Hacer campaña con el miedo no va a funcionar.

—Pero esta coincidencia debería hacerte reflexionar —señaló Laurie. Ella sabía que desde luego sería un motivo muy a tener en cuenta si el caso fuera a la inversa y fuese ella quien iba a someterse a la intervención.

—En realidad, no tiene por qué —señaló Jack—. En primer lugar, no soy supersticioso, y segundo, le pregunté al doctor Anderson cuál era su promedio de infecciones posquirúrgicas. Me dijo que la única infección posquirúrgica que había tenido en toda su carrera había sido en una fractura compuesta, que es una situación totalmente distinta. Además, el caso que me muestras ocurrió en el University Hospital.

—Si lees un poco más, verás que esa no es toda la historia.

—¿A qué te refieres? —preguntó Jack. Comenzaba a enfadarse por tener que reanudar de nuevo la discusión sobre la operación. A veces, Laurie podía ser como un perro con un hueso, algo que en ocasiones encontraba desquiciante, aunque él sabía que muchos le acusaban de tener el mismo defecto.

—Al paciente lo intervinieron once horas antes en el Angels Orthopedic Hospital, no en el University Hospital. La razón por la que acabó allí fue para que lo tratasen del choque séptico y la fulminante neumonía producida por el estafilococo.

—¿De verdad? —Jack volvió su mirada al informe del investigador. Si bien confiaba en que Laurie nunca se inventaría algo como aquello, quería leerlo por sí mismo.

—Esto tendría que preocuparte —manifestó Laurie—. Que deban trasladar a un paciente en estado crítico, no habla muy bien del Angels Orthopedic Hospital. ¿Qué tipo de hospital se quita de encima la ropa sucia? Al parecer, el paciente murió en la ambulancia. ¡Esto es una locura!

—Los nuevos tratamientos para el choque séptico requieren personal especializado —replicó Jack. Estaba distraído con la lectura. La rapidez con la que se había desarrollado la infección del paciente era notable. Jack, como el gurú putativo de las enfermedades infecciosas de la OCME, porque había hecho varios diagnósticos (que él llamaba afortunados) en casos de enfermedades infecciosas diez años atrás, no pudo menos que sentirse impresionado. Incluso comenzó a preguntarse si el señor Jeffries no habría tenido realmente una enfermedad infecciosa como la fiebre maculada de las Montañas Rocosas—. ¿Está totalmente demostrado que el agente infeccioso fue el estafilococo áureo? —añadió Jack. Intentó recordar qué otras enfermedades causaban una infección tan fulminante.

—No se hizo mediante cultivo sino a través de un sistema automático de diagnóstico con base monoclonal. Tanto el lugar de la incisión como los pulmones dieron positivo para el estafilococo resistente a la meticilina, y, todavía más interesante, la cepa está asociada con lo que ellos llaman «un estafilococo adquirido comunitariamente», no el tipo de estafilococo resistente a los antibióticos que ha afectado a los hospitales durante los últimos diez o quince años.

—Eso significa que es probable que el paciente llevase el germen con él en lugar de contagiárselo en el hospital.

—Podría ser —admitió Laurie—. Pero no hay modo de saberlo. ¿Esto no te preocupa en absoluto? Me refiero a que la víctima tenía más o menos tu edad, el mismo tipo de lesión, y la habían operado en el mismo hospital. Desde luego, si fuese yo me lo pensaría dos veces. Eso es todo cuanto puedo decir.

—Reconozco que una infección posquirúrgica ha sido una de mis preocupaciones —dijo Jack—. Quizá incluso la mayor, por eso le pregunté al doctor Anderson por su historial y por eso he estado utilizando un jabón antiséptico desde que tuve el accidente. Quiero estar seguro de que no llevo ninguna bacteria al hospital, si puedo evitarlo.

Jack golpeó el dorso del periódico de Vinnie lo bastante fuerte para sobresaltar al lector.

—¡Eh, déjame! —protestó Vinnie cuando se recuperó de la sorpresa y vio quién era el culpable—. Por favor, Dios, no dejes que el superdetective forense insista en romper las reglas comenzando temprano —añadió Vinnie en tono sarcástico y con lo que parecía cierta falta de respeto. En realidad, precisamente el respeto mutuo entre Vinnie y Jack les permitía hacer esas bromas; además, técnicamente, estaban incumpliendo las normas. Por disposición del jefe Bingham, las autopsias debían comenzar a las siete y media en punto, aunque nunca lo hacían. Jack siempre empezaba más temprano, gracias en parte a que Vinnie acortaba su pausa para el café, mientras que los demás médicos forenses, incluida Laurie, siempre empezaban tarde porque Bingham, o el subjefe, Calvin Washington, casi nunca estaban allí para hacer cumplir la orden.

—El superdetective quiere que el supertécnico forense baje al pozo —dijo Jack dirigiéndose al periódico de Vinnie. En una actitud de desafío, Vinnie había vuelto a la lectura.

Laurie le preguntó a Riva si podía encargarse de la autopsia de David Jeffries.

—Por supuesto —contestó Riva—. Pero hoy va a ser un día atareado. Tendrás que hacer por lo menos una más. ¿Tienes alguna preferencia?

—Por supuesto —asintió Laurie distraída. Estaba releyendo el historial de David Jeffries.

—Vamos, Vinnie —llamó Jack, apoyado en sus muletas en la puerta que daba a la sala de comunicaciones. Vinnie estaba de nuevo absorto en el periódico.

—¡Estoy aquí! —Gritó una voz—. Ahora puede comenzar oficialmente el día.

Todas las miradas se volvieron hacia la puerta que daba a la parte principal de la habitación. Incluso Vinnie que, de forma pasiva agresiva, evitaba a Jack, bajó el periódico para ver quién había llegado. Era Chet McGovern, el compañero de despacho de Jack.

—¿Me habéis dejado algo mínimamente interesante? Diablos, tendré que quedarme a dormir aquí para evitar que me den vuestros descartes.

Después de arrojar el abrigo sobre una silla vacía, se colocó detrás de Riva para rebuscar entre los sobres. En son de broma, como si se tratara de una celadora, Riva le pegó en la mano con una regla de madera.

—Hoy estás de muy buen humor, chico —comentó Jack—. ¿A qué se debe? ¿Cómo es que has llegado tan temprano?

—No podía dormir. Anoche, en el gimnasio, conocí a una mujer, una empresaria impresionante. Tuve la sensación de que era directora ejecutiva o algo así. Esta mañana me he despertado temprano para pensar cómo lograr que salga conmigo.

—Pídeselo —aconsejó Laurie.

—Oh, claro, no se me ocurrió pensar eso.

—¿Ella dijo no?

—Algo así —admitió Chet.

—Bueno, pídeselo de nuevo —dijo Laurie—, y sé directo. Algunas veces los hombres sois un tanto vagos para proteger vuestros frágiles egos.

Chet saludó, como si Laurie fuese su oficial superior.

—¡Vamos, haragán! —dijo Jack después de volver donde estaba sentado Vinnie y arrebatarle el periódico de las manos. Vinnie corrió detrás de Jack, que consiguió mantenerlo en su poder hasta llegar a la oficina más allá de la sala de comunicaciones. Hubo una breve lucha por el diario entre carcajadas.

Acabada la batalla por el Daily News, Jack le dio a Vinnie el sobre con el caso del desconocido y le pidió que «subiese» el cuerpo, o sea que preparase el cadáver para la autopsia. Mientras tanto, Jack asomó la cabeza en el cubículo del sargento Murphy. El maduro y amigable policía apartó la mirada de la pantalla de su ordenador. Llevaba asignado a la oficina forense toda la vida. Jack, como todos los demás, lo apreciaba. Murphy era una de aquellas escasas personas que conseguían llevarse bien con todo el mundo. Jack admiraba ese rasgo y deseaba que se le pegase algo de él. A lo largo de los años, se había vuelto cada vez más intolerante con los burócratas con mediocres capacidades administrativas o profesionales, y era incapaz de ocultar sus sentimientos, por mucho que lo intentara. En su mente, había demasiados inútiles escondidos en la OCME.

—¿Ha visto al detective Soldano? —preguntó Jack.

—Ha estado aquí antes, pero ha bajado al depósito —respondió el sargento Murphy.

—¿Le preguntó por el muerto no identificado que llegó anoche?

—Lo hizo, y le respondí que la única denuncia por una persona desaparecida que se presentó anoche corresponde a una mujer.

Jack dio las gracias al sargento y consiguió alcanzar a Vinnie, que había llamado al ascensor. Abajo, Jack encontró a Lou en los vestuarios, ya vestido con un mono Tyvek, que había reemplazado los trajes espaciales, mucho más abultados, excepto para los casos de infecciones desconocidas.

Mientras Jack se cambiaba deprisa, Lou no pudo evitar ver la hinchazón en la rodilla herida de Jack.

—Eso no tiene buena pinta —comentó el teniente—. ¿Estás seguro de que deberías estar haciendo estas autopsias?

—La verdad es que está mejor —declaró Jack—. Solo tengo que cuidarla hasta el jueves, cuando se ocuparán de repararla. Por eso llevo las muletas. Podría pasar sin ellas, pero utilizarlas es un constante recordatorio.

—¿Vas a operarte tan pronto? —Preguntó Lou—. Mi ex cuñado se rompió el ligamento cruzado y tuvo que esperar seis meses antes de que lo intervinieran.

—Cuanto antes lo hagan, mejor, en lo que a mí respecta —manifestó Jack mientras se ponía un mono Tyvek—. Cuanto antes pueda volver a mi bicicleta y, con un poco de suerte, a mis partidos de baloncesto, mejor estaré. La competición y el ejercicio físico mantienen mis demonios a raya.

—Ahora que has vuelto a casarte, ¿todavía te atormenta lo que le pasó a tu familia?

Jack se detuvo y miró a Lou como si no pudiese creer que le hubiese formulado esa pregunta.

—Siempre me atormentará. Solo es cuestión de intensidad. —Jack había perdido a su esposa y a sus dos hijas, de diez y once años, en un accidente aéreo ocurrido quince años atrás.

—¿Qué opina Laurie de que te sometas a la operación tan pronto?

Jack dejó caer lentamente su mandíbula inferior hasta quedar boquiabierto.

—¿Qué es esto? —Preguntó con obvia irritación—. ¿Una conspiración? ¿Laurie ha estado hablando contigo de esto a mi espalda?

—¡Eh! —Exclamó Lou, que levantó las manos como si quisiera protegerse de un ataque—. ¡Cálmate! ¡No seas paranoico! Solo preguntaba; me interesaba por un amigo.

Jack volvió a ocuparse del cambio de ropa.

—Lamento el arrebato. Desde que se fijó la fecha, Laurie no ha dejado de incordiarme para que posponga la intervención. Me irrita, porque quiero que se cure cuanto antes.

—Comprendido —dijo Lou.

Con las capuchas puestas y los pequeños ventiladores a pilas que hacían circular el aire por los eficaces filtros de aire, los dos hombres entraron en la sala de autopsias sin ventanas, que no había visto ninguna mejora desde hacía casi cincuenta años. Las ocho mesas de acero inoxidable habían sido testigo de los casi quinientos mil cuerpos que se habían diseccionado laboriosamente para revelar sus secretos forenses. Encima de cada mesa colgaba una anticuada balanza y un micrófono para el dictado. A lo largo de una pared había mostradores de formica y fregaderos de loza para lavar los intestinos, y a lo largo de otra pared había vitrinas que iban desde el suelo hasta el techo; su contenido debería estar en un museo de los horrores. A un lado estaban las cajas para examinar las radiografías. Toda la sala estaba bañada por la resplandeciente luz blanca azulada que proporcionaban los tubos fluorescentes colocados en el techo. La iluminación parecía robar el color a todo lo que había en la sala, sobre todo al pálido cadáver en la mesa más cercana.

Mientras Vinnie continuaba con los preparativos de buscar los instrumentos, los frascos para muestras, los preservativos, las etiquetas, las jeringas y las bolsas de pruebas, Jack y Lou se acercaron a una de las cajas para mirar las radiografías de cuerpo entero que Vinnie había colocado allí. Una era anterior y posterior; la otra era lateral.

Después de comprobar el número de ingreso, Jack observó las radiografías. Luego comentó:

—Creo que tienes razón.

—¿Razón en qué? —preguntó Lou.

—Es una bala de pequeño calibre —contestó Jack. Señaló un objeto translúcido cilíndrico y de medio centímetro de largo en la parte inferior de la imagen del cráneo. Las balas hechas de metal absorben los rayos X, y dado que las radiografías se ven como negativos, la imagen aparece en el color de la iluminación posterior.

—Yo diría que es una bala del calibre veintidós —opinó Lou, que acercó el rostro a la radiografía.

—También creo que tienes razón en cuanto a que parece una ejecución. Desde su posición en las radiografías, no hay duda de que está alojada en el tronco del encéfalo, adónde apuntaría un asesino profesional. Echemos una mirada al orificio de entrada.

Con la ayuda de Vinnie, Jack colocó el cadáver de lado. Primero Jack tomó una foto digital. Luego, con la mano enguantada, apartó el pelo que cubría el punto donde la bala había entrado en la cabeza de la víctima. Dado que el muerto había estado flotando en el río Hudson, apenas había sangre.

—Es casi una herida de contacto —señaló Jack—. Pero desde luego no lo es, porque es circular, y no estrellada. —Sacó otra foto.

—¿A qué distancia? —preguntó Lou.

Jack se encogió de hombros.

—Por el ángulo, yo diría que unos treinta centímetros. Dada la posición de la herida de entrada en relación a la posición de la bala en la radiografía, yo diría que el asesino estaba detrás y por encima, quizá con la víctima sentada. Parecen confirmarlo las marcas un poco mayores debajo de la entrada que por encima.

—Más a favor de la ejecución.

—Estoy de acuerdo.

Jack tomó algunas medidas de la posición de la herida, y otra foto con una regla al lado. Luego, con un bisturí, quitó parte del hollín incrustado en las marcas. Guardó el material en un tubo de muestras. Por último sacó más fotos, antes de señalar a Vinnie que podía colocar el cuerpo de nuevo en posición supina.

—¿Qué opinas de los profundos cortes en el muslo? —preguntó el teniente, mientras señalaba dos profundos cortes paralelos en la cara anterior del muslo derecho.

Jack tomó una foto antes de inspeccionar las heridas y palparlas.

—Desde luego fueron hechas por un objeto afilado —dijo, con la mirada puesta en los bordes limpios—. No hay desgarros en la piel. Diría que son heridas provocadas por una hélice, y estoy dispuesto a apostar que ocurrieron post mortem. No veo derramamiento de sangre dentro de los tejidos.

—¿Crees que la víctima pudo haber sido arrollada después de que la arrojasen de un barco?

Jack asintió, pero algo más sutil llamó su atención. Se acercó a los tobillos para señalar unos rasguños de forma extraña.

—¿Qué pasa? —quiso saber Lou.

—No estoy seguro. —Jack fue hasta el mostrador y cogió un microscopio diseccionador separado de la base. Apoyó los codos en el borde de la mesa y observó los sutiles rasguños.

—¿Y bien? —dijo Lou.

—Voy a arriesgarme un poco —admitió Jack—, pero parece como si le hubiesen atado las piernas con cadenas. No solo hay rasguños, sino también unas marcas con una forma sospechosa.

—¿Ocurrió antes o después de muerto?

—Fuera lo que fuese, ocurrió después de muerto. Aquí tampoco veo rastro de sangre alguno en los tejidos.

—Quizá lo encadenaron a un peso para qué se hundiera y permaneciese hundido. Alguien pudo haber metido la pata.

—Podría ser —dijo Jack—. Sacaré una foto, aunque probablemente no se verán.

—Si esto fue un fallo, podría ser importante mantenerlo callado —señaló Lou.

—¿Por qué?

—Si es una guerra entre bandas, habrá más cadáveres. Quiero que todos salgan a la superficie.

—Nuestros labios estarán sellados —prometió Jack.

—Eh, ¿no podemos seguir? —Se quejó Vinnie—. A este paso, si no dejáis de charlar estaremos aquí todo el día.

Jack dejó caer los brazos a los lados y miró a Vinnie como si estuviese asombrado.

—¿Estamos impidiendo que el supertécnico forense no pueda ocuparse de algo más importante?

—Sí, de la hora del café.

Jack miró a Lou y le dijo:

—¿Ves las cosas que tengo que soportar aquí? Este lugar se está yendo al garete. —Luego levantó la mano, acomodó el micrófono y comenzó a dictar el examen externo.

Laurie guardó el expediente de David Jeffries en el sobre. Este incluía una hoja de trabajo del caso, el certificado de defunción a medio rellenar, el inventario de los registros médicos legales, dos hojas para las notas de la autopsia, el aviso telefónico de su muerte recibido por comunicaciones, su hoja de identificación completa, el informe de investigador IF, la hoja de laboratorio de un análisis de sida, y las hojas que indicaban que el cuerpo había sido pesado, fotografiado, radiografiado, y que se le habían tomado las huellas digitales. Ella había leído todo el material varias veces, como había hecho también con su segundó caso, Juan Rodríguez, pero era Jeffries el que más le interesaba. Se apartó de su mesa con la sensación de estar preparada y fue hacia el ascensor de atrás. Quince minutos antes había llamado al depósito y había tenido la buena suerte de conseguir a Marvin Fletcher. Reconoció su voz al instante con gran placer, porque era su técnico forense favorito. Era un hombre eficiente, experimentado, inteligente, bien dispuesto y siempre de buen humor. Laurie sentía aversión hacia los técnicos malhumorados, como era el caso de Miguel Sánchez, o aquellos que siempre parecían estar moviéndose a cámara lenta, como Sal D’Ambrosio. Tampoco le gustaban los comentarios sarcásticos y de humor negro que hacían algunos de los técnicos. Cuando le había descrito brevemente el caso de David Jeffries, no había omitido advertirle que se trataba de una infección, y al pedirle que preparase el cuerpo para la autopsia, la respuesta de Marvin había sido: «Ningún problema, deme quince minutos y estaremos preparados».

Mientras Laurie bajaba desde el quinto piso hasta el depósito, que estaba en el sótano, pensó en qué encontraría en Jeffries. Según el informe del IF el hombre había mostrado todos los síntomas de un síndrome tóxico: fiebre muy alta, una infección obvia en ambas incisiones, diarrea con dolor abdominal, vómitos, una postración grave, baja presión sanguínea, ninguna respuesta a la medicación, poca orina, pulso rápido y dificultades respiratorias con un poco de moco sanguinolento. Laurie se estremeció al pensar en lo rápido que había muerto el hombre y lo virulenta que debía de ser la bacteria. Tampoco podía evitar la inquietud de ver el caso como un augurio negativo, ya que era la misma intervención a la que debía someterse Jack, incluso la misma rodilla. Jack había descartado con total indiferencia esa coincidencia, pero ella no podía. Hacía que se sintiera aún más obligada a convencer a Jack para que, por lo menos, retrasara la intervención. Incluso veía un lado bueno a la tragedia de David Jeffries. Quizá si encontraba algo inesperado en la autopsia, podría cambiar la decisión de Jack; por eso había solicitado el caso. Por lo general, intentaba evitar los casos de infecciones fatales. Nunca lo admitiría ante nadie, pero la inquietaban. Sin embargo, mientras se acercaba al vestuario, reconoció que estaba más motivada y dispuesta a hacer aquella autopsia de lo que se había sentido ante cualquier otra.

Laurie se cambió deprisa; primero se puso las prendas quirúrgicas y luego el traje protector desechable. Aunque el nuevo equipo era menos pesado y más fácil de utilizar que los viejos trajes espaciales, de vez en cuando se quejaba del equipo, como todos los demás; pero en aquella ocasión, al tratarse de una infección fatal, agradeció tenerlo. Limpió con mucho cuidado el visor de plástico —hasta la más pequeña mancha podía molestarla— y puso en marcha el ventilador antes de colocarse el casco. Luego, ya preparada, entró en la sala.

Se detuvo apenas cruzada la puerta, para observar la escena.

Había cuatro mesas en uso. En la más cercana se hallaba el cadáver de un varón caucasiano muy pálido. Tres personas se agrupaban alrededor de la cabeza, que tenía el cuero cabelludo echado hacia delante y la tapa del cráneo quitada. El cerebro sanguinolento brillaba bajo la fuerte luz. Aunque Laurie no veía los rostros a través de los visores de plástico, adivinó que eran Jack, Lou y Vinnie, dado que habían empezado antes que ella.

En la mesa siguiente también había tres personas, y cuando Laurie las vio, se le subieron los colores. Había olvidado que el jefe, el doctor Harold Bingham, ese día estaba presente. Iba a la sala de autopsias muy de cuando en cuando, ya que dedicaba la mayor parte del tiempo a tareas administrativas o a testificar en juicios importantes. Era fácil distinguirlo, no solo por su silueta casi cuadrada, sino por su dura voz de barítono que de pronto reverberaba por la sala. Estaba dando una de sus improvisadas conferencias sobre cómo el caso del que se ocupaba le recordaba una de sus innumerables autopsias anteriores. Mientras peroraba, una figura más pequeña, de pie en un taburete frente a él, que Laurie supuso que era su compañera de despacho, Riva, estaba haciendo la autopsia. Bingham interrumpía de vez en cuando su monólogo para hacer comentarios críticos de su técnica.

En las otras dos mesas había dos personas trabajando en cada una. Laurie no tenía ni idea de quiénes eran. Sobre la quinta mesa se hallaba el cadáver de un varón afroamericano. En la cabecera de la mesa, una figura que supuso que era Marvin le hacía señas; por encima de la estruendosa voz de Bingham, le gritó:

—¡Estamos preparados en la mesa cinco, doctora Montgomery!

La cabeza de Bingham se volvió hacia Laurie, y ella deseó volverse invisible. Las luces fluorescentes se reflejaban en el visor de plástico y le impedían ver su rostro, así que no podía saber de qué humor estaba.

—¡Doctora Montgomery, llega media hora tarde!

—Estaba repasando mis casos para esta mañana, señor —se apresuró a responder Laurie con todo el respeto posible. Notó cómo se le aceleraba el pulso. Laurie había tenido que luchar contra las figuras autoritarias desde la infancia—. También necesitaba hablar con Cheryl Myers para conseguir una información adicional. —Cheryl Myers era una investigadora forense a quien Laurie había ido a ver después de salir de la sala de identificación. Aunque Cheryl había escrito un buen informe sobre la muerte en la obra en construcción, Laurie había advertido que la distancia desde el edificio hasta donde había acabado el cadáver después de la caída fatal no estaba incluida.

Tal como había supuesto correctamente Laurie, Cheryl había averiguado la distancia pero había olvidado incluirla en el informe.

—Se supone que esto tiene que estar hecho antes de la siete y media —replicó Bingham.

—Sí, señor —contestó Laurie, que no tenía ningún deseo de discutir. A diferencia de Jack, Laurie solía respetar las normas. Sin embargo, la que disponía que las autopsias debían comenzar a las siete y media en punto, por lo general se la saltaba, dado que entraba en conflicto con su convicción de que era más importante conocer el caso a fondo antes de iniciar la autopsia. En un intento por impedir que prosiguiera la conversación con Bingham, Laurie se acercó sin más a la mesa de Jack y preguntó cómo iba su caso.

—De forma estelar —se burló Jack—, excepto por el molesto detalle de que el paciente está muerto. Lo único malo es que se está alargando. Habríamos hecho muchos más progresos si tuviésemos alguna ayuda que valiese la pena.

—¡Que te follen! —Replicó Vinnie—. Si no estuvierais charlando como dos viejas cotillas, ya podríamos estar tomando café.

—Caballeros —sonó la voz de Bingham—. No tolero ninguna falta de respeto, ni palabras ofensivas, en la sala de autopsias.

Para no incitar más comentarios de Jack y las consiguientes réplicas de Bingham, Laurie se apresuró a ir hacia Marvin y dedicarse a su propio caso. Al pasar por la mesa de Bingham, se encogió por miedo a que la llamara, pero por fortuna Bingham se había distraído con lo que llamó un «error catastrófico» de Riva cuando diseccionaba el cuello.

—¿Va a necesitar algo en particular? —preguntó Marvin cuando Laurie llegó a la quinta mesa. Previsora como era Laurie, por lo general sabía por adelantado cuándo se necesitaba algo especial para un caso.

—Una buena cantidad de tubos de cultivo —respondió Laurie mientras observaba el cadáver de David Jeffries. Para un hombre de cincuenta y un años de edad, parecía haber estado en buenas condiciones físicas antes de su muerte. No había exceso de grasa. Es más, sus músculos, sobre todo los pectorales y los cuádriceps, tenían la definición de una persona mucho más joven.

Laurie hizo una mueca detrás del visor de plástico. Además de la obvia infección en las incisiones quirúrgicas a cada lado de la rodilla derecha, había pequeñas pústulas por todo el cuerpo, que de haber tenido tiempo se habrían convertido en abscesos o granos. Pero lo más sorprendente eran las zonas descamadas, en particular en la pelvis, donde la piel se desprendía en grandes trozos.

—¿Está mirando sus manos? —preguntó Marvin.

Laurie asintió.

—¿Cuál es el motivo de que la piel se desprenda de ese modo?

—El estafilococo produce una gran cantidad de toxinas. Una de ellas hace que las células epiteliales se separen de sus vecinas.

—Puaj —dijo Marvin.

Laurie volvió a asentir. Había visto otras infecciones de estafilococos, pero aquella era la peor.

—En cualquier caso, en respuesta a su pregunta sobre los tubos de cultivo —dijo Marvin—, tengo en abundancia.

—¿También ha traído una buena cantidad de jeringas?

—Sí.

—Muy bien, empecemos —dijo Laurie, al tiempo que bajaba el micro colgado.

—¿Quiere mirar las radiografías? Las tengo preparadas.

Laurie se acercó a la pantalla y observó las radiografías. Marvin la siguió para mirar por encima de su hombro.

—Estas radiografías sirven principalmente para ver si hay fracturas o cuerpos extraños —explicó Laurie—› De todos modos, se ve la neumonía y lo difusa que es. Parece como si los pulmones estuviesen llenos de líquido.

—Hum —dijo Marvin. Las radiografías eran un misterio para él. No podía entender cómo los médicos podían ver algo en esa imagen difusa.

Laurie volvió a acercarse al cadáver y completó el examen externo. Después de asegurarse de que el tubo endotraqueal estaba donde se suponía que debía estar, lo sacó. Lo habían colocado allí los médicos para darle ventilación cuando había comenzado a tener dificultades respiratorias. Sacó el moco sanguinolento adherido y lo introdujo en un tubo de ensayo. Luego se ocupó de los múltiples tubos intravenosos, se aseguró de que todos estaban correctamente colocados y, después de hacerlo, los sacó y también tomó muestras para el cultivo. Los forenses insistían en que dichos tubos debían dejarse puestos para comprobar que no tenían nada que ver con la muerte del paciente. También tomó una muestra de cultivo del pus que supuraban las incisiones quirúrgicas.

Una vez que acabó de dictar el examen externo, Laurie comenzó el interno con la habitual incisión en forma de Y. Los cortes se iniciaban en los hombros, se encontraban a la altura del esternón y después bajaban hasta el pubis. Trabajó en silencio, para evitar la habitual charla que por lo general mantenía con Marvin, que era un muy buen estudiante. Por unos momentos, también Marvin permaneció en silencio al interpretar correctamente el asombro de Laurie ante la virulencia del microbio que había provocado semejante caos en todo el cuerpo de David Jeffries. No fue hasta que Laurie sacó el corazón y los pulmones y los dejó en la bandeja que él sostenía que rompió el silencio.

—Mierda —comentó—. Pesan una tonelada.

—Ya me he dado cuenta —asintió Laurie—. Creo que encontraremos los pulmones llenos de líquido. —Después de sacar los pulmones y pesarlos cada uno por separado, hizo en ellos múltiples cortes. Como si fuesen esponjas empapadas, soltaron una mezcla de fluido de edema, sangre, tejido necrótico y pus.

—¡Caray! —Exclamó Marvin—. Esto es horrible.

—¿Alguna vez ha oído el término bacterias devoradoras de carne?

—Sí, pero creía que las personas solo tenían eso en los músculos.

—Este es un proceso similar, pero en los pulmones y mucho más letal. Su nombre oficial es neumonía necrotizante. Incluso se pueden ver los abscesos iniciales. —Laurie señaló las pequeñas cavidades con la punta del bisturí.

—Parece que sé están divirtiendo mucho —dijo Jack, que se había acercado en silencio al lado derecho de Laurie.

Laurie soltó una breve y sarcástica carcajada que fue suficiente para empañar por un momento el visor de plástico. Dirigió una rápida mirada a Jack antes de levantar la superficie cortada del pulmón para que él lo viese.

—Si tú llamas divertido ver el peor caso de neumonía necrotizante, entonces Marvin y yo nos estamos divirtiendo muchísimo.

Jack utilizó su dedo índice enguantado para probar la turgencia del trozo de pulmón.

—Debo admitir que es bastante malo. Esto demuestra lo que puede ocurrirte si fumas muchos habanos cubanos.

—Jack —dijo Laurie, sin hacer caso del chiste de su marido—, ¿por qué no te quedas con nosotros unos minutos? Creo que deberías ver todo el alcance de esta infección posquirúrgica. Este pobre individuo fue literal y rápidamente consumido de dentro hacia fuera. Este podría ser el peor o el mejor anuncio que he visto para no decidirse por una operación.

—Gracias por la invitación, pero tengo que hacer otros dos casos antes de que Lou se duerma —contestó Jack—. Además, sé cómo funciona tu mente, sobre todo con tu poco sutil recordatorio de que la víctima había sido operada, y por lo tanto sé que tienes otro motivo para tu amable invitación, a la vista de mis planes para el jueves. Por consiguiente, dejaré que vosotros dos os quedéis con toda la diversión. —Con un pequeño gesto, comenzó a alejarse.

—¿Qué hay de tu primer caso? —Preguntó Laurie, consciente del interés de Lou—. ¿Qué has encontrado?

—Poca cosa. Hemos recuperado un proyectil del calibre veintidós, que no sé para qué sirve. Lou dice que es una bala de punta hueca de alta velocidad Remington, pero creo que solo intentaba impresionarme. La bala ha quedado un poco aplastada después de atravesar el cráneo del tipo. También había algunos rasguños y marcas en las piernas, lo que parece indicar que había estado encadenado, y quizá sujeto a un lastre. Creo que esperaban que permaneciese hundido, una posible indicación de que lo arrojaron por la borda de un barco, y no lanzado al agua desde la costa. Lou cree que eso es importante. Por lo demás, el tipo estaba sano, excepto por un principio de cirrosis en el hígado.

Después de que Jack se alejara cojeando, Marvin preguntó qué había querido decir con aquello de que ella tenía un motivo oculto.

—Estamos manteniendo una discusión respecto a cuándo se hará la operación de rodilla —respondió Laurie sin más explicaciones—. Venga, volvamos al trabajo.

—¿Qué tenéis aquí? —preguntó Arnold Besserman. Trabajaba en la mesa contigua, y había escuchado la conversación de Laurie y Jack. Arnold llevaba en la OCME más que cualquier otro de los médicos forenses. Aunque Jack lo había descartado por ser anticuado, poco fiable y muy charlatán, Laurie era amable con él, como lo era con todos los demás.

—¿Os importa si interrumpo?

—Por supuesto que no —manifestó Laurie con toda sinceridad. Que se hubiese acercado a su mesa era lo que hacía que trabajar en la sala de autopsias comunitaria fuera agradable y estimulante para ella—. Es un caso sorprendente. Echa una ojeada a este pulmón; nunca había visto una neumonía necrotizante tan impresionante, y al parecer se desarrolló en menos de doce horas.

—Impresionante —corroboró Arnold mientras miraba la superficie del corte en la pierna de David Jeffries—. Déjame adivinar: es una infección de estafilococo. ¿He acertado?

—Justo en la diana. —Laurie estaba impresionada.

—He tenido otros tres casos hospitalarios similares en los últimos tres meses; el más reciente hará unas dos semanas —comentó Arnold—. Quizá no tan malos, al menos no todos, pero sí bastante. Los míos eran de una cepa resistente a la meticilina proveniente del exterior del hospital pero que, al parecer, se había cruzado con una bacteria dentro del hospital.

—Eso es lo mismo que parece haber ocurrido en mi caso —dijo Laurie, todavía más impresionada.

—La cepa se llama EARM contraída comunitariamente, o CC-EARM, para distinguirla de la habitual cepa contraída en el hospital, la CHEARM.

—Recuerdo haberlo leído —añadió Laurie—. Alguien tuvo un caso hace cinco o seis meses, de un jugador de fútbol americano que se contagió en el vestuario y tuvo una infección que le comió parte del muslo.

—Ese fue un caso de Kevin —manifestó Arnold.

Kevin Southgate era otro de los viejos forenses que había ingresado en la OCME solo un año después que Arnold. Como miembros de la vieja guardia, Arnold y Kevin formaban un equipo, aunque eran polos opuestos en sus opiniones políticas. Ambos tenían una pésima fama en el trabajo porque conspiraban constantemente para hacer el menor número de autopsias posible. Era como si trabajasen todo el tiempo a medio ritmo.

—Recuerdo cuando presentó el caso en la reunión de los jueves —dijo Laurie.

Aparte del informal pero efectivo toma y daca en la sala de autopsias, la reunión de los jueves, de asistencia obligatoria, era la única ocasión en la que los diecinueve forenses de la ciudad podían compartir sus experiencias. Laurie era una de las que lamentaba aquella situación, porque perjudicaba la capacidad de la oficina forense para identificar tendencias. Se había quejado al respecto, pero al no poder ofrecer una solución, la cuestión había sido descartada. Como la OCME hacía más de diez mil autopsias al año, no había mucho tiempo para una mayor interacción, y tampoco había fondos para contratar a más patólogos forenses; solo habían contratado a uno aquel año.

—La bacteria CC-EARM asusta, como este caso demuestra con toda claridad —manifestó Arnold—. Se podría considerar como una mini epidemia fuera del hospital, que causó la muerte del jugador de fútbol de Kevin e incluso ha tenido consecuencias trágicas para algunos niños sanos que se lastimaron en parques y patios de juegos. Ahora parece estar volviendo a los hospitales. Ese es el lado malo. El bueno es que es más sensible a los antibióticos, pero los antibióticos deben suministrarse de inmediato, porque, créase o no, ser más sensible a los antibióticos ha hecho que la cepa sea más virulenta. Al no crear la línea completa de moléculas defensivas para los antibióticos como las cepas CHEARM, estas cepas contraídas comunitariamente son capaces de dedicar más tiempo y esfuerzos a preparar un caldo de poderosas toxinas para aumentar su virulencia. Una de ellas se llama Panton-Valentine leucocidina o PVL, que estoy seguro ha tenido algo que ver en este caso. La toxina PVL se come las defensas celulares del paciente, en particular en los pulmones, e inicia una abrumadora y perversa descarga de citoquinas, que por lo general ayudan al cuerpo a luchar contra las infecciones. ¿Os dais cuenta de que casi la mitad de la destrucción que estáis viendo en las secciones de los pulmones que habéis hecho proviene del propio sistema inmunitario sobre estimulado de la víctima?

—¿Te refieres a algo así como a la tormenta de citoquinas que están encontrando en las personas que mueren de la gripe aviar H5N1? —preguntó Laurie. Por un momento pensó que tendría que aconsejar a Jack que reconsiderara la opinión que tenía de ese hombre. La estaba avergonzando al demostrar que sabía muchísimo más que ella sobre el EARM.

—Así es —afirmó Arnold.

—Mucho me temo que tendré que estudiar un poco más acerca de todo esto —reconoció Laurie—. Gracias por toda la información. ¿Cómo es que eres todo un experto?

Arnold se echó a reír.

—Me estás dando demasiado mérito. Hace cosa de un mes, Kevin y yo nos interesamos en ello porque habíamos atendido varios casos cada uno. Digamos que nos desafiamos el uno al otro para ver quién aprendía más. Es un buen ejemplo de la versatilidad genética de la bacteria y lo rápido que puede evolucionar.

Laurie intentó controlar su mente, que saltaba de un tema a otro. Miró el abultado y casi sólido trozo de pulmón que sujetaba. Sabía que las bacterias patológicas estaban reapareciendo, pero a lo que se enfrentaba en términos de patogenicidad parecía ir más allá de lo normal.

—¿Así que los casos que has mencionado antes eran de neumonía necrotizante? —preguntó—. Al igual que en este caso.

—Esa sería mi opinión, pero para estar incluso más seguro debería ver la sección microscópica. Con mucho gusto echaré una ojeada.

Laurie asintió.

—¿Los casos de Kevin eran idénticos a los tuyos?

—Muy parecidos.

—¿Los suyos también eran nosocomiales?

—Por supuesto. Eran nosocomiales, pero también estaban relacionados con la cepa contraída comunitariamente, igual que los míos.

—¿Por qué no lo planteaste en la reunión de los jueves?

—Bueno, con sinceridad, no aparecía en muchos casos, y todos somos conscientes del creciente problema del estafilococo, en particular del estafilococo resistente a los antibióticos.

—¿Los hospitales afectados estaban distribuidos por la ciudad?

—No, todos ocurrieron aquí, en Manhattan centro. Me refiero a que ha podido haber casos en Queens o en Brooklyn, pero no lo sabríamos porque ellos los enviarían a sus respectivos depósitos.

—¿Cuáles eran los hospitales de Manhattan?

—No puedo recordar exactamente las instituciones, pero los seis vinieron de tres hospitales especializados: el Angels Heart Hospital, el Angels Cosmetic Surgery and Eye Hospital, y el Angels Orthopedic Hospital.

Laurie se quedó rígida. Era como si Arnold la hubiese abofeteado.

—¿Ninguno del Manhattan General, el University o alguno de los otros grandes hospitales de la ciudad?

—No. ¿Eso te sorprende?

—En parte —respondió Laurie, intrigada por la coincidencia.

Había muchos hospitales en Nueva York. Se imponía la pregunta: ¿Por qué solo tres?

—¿Llamaste a los hospitales o te interesaste por la situación? Me refiero a por qué solo estos tres hospitales.

—A Kevin y a mí nos pareció que era una coincidencia, pero de todas maneras, sí, lo averiguamos. También le pedí ayuda a Cheryl Myers. Llamé al hospital ortopédico y hablé con una mujer muy amable cuyo nombre no recuerdo en este momento. Me facilitó el nombre del administrador del hospital. El individuo con el que hablé dirigía el comité interdepartamental de control de infecciones.

—¿Se mostró dispuesta a colaborar?

—Totalmente. Dijo que el hospital era muy consciente del problema y que habían contratado a un especialista en control de infecciones o que, por lo menos, la empresa propietaria del hospital lo había hecho, así que llamé a esa persona cuyo nombre no puedo olvidar: la doctora Cynthia Sarpoulus.

—¿Te ayudó?

—Supongo, al menos hasta cierto punto.

—¿Qué quieres decir?

—No se mostró muy entusiasta, aunque supongo que estaba sobrecargada y a la defensiva, dadas las circunstancias. Yo creo que el empleador, Angels Healthcare, que es el nombre de la empresa, había descargado en ella toda la responsabilidad. En esencia me dijo que no me entrometiese, que la situación estaba totalmente controlada, y que muchas gracias. Estoy seguro de que ya conoces esa actitud. En su favor diría que parecía estar muy encima del problema. A pesar de las objeciones de la administración, según ella, había insistido en que se cerraran todos los quirófanos de los tres hospitales, algo que, también según ella, había hecho que todos se le echasen encima. Después había ordenado que fumigaran todos los quirófanos con un agente con base de alcohol, que es el procedimiento recomendado. También había dispuesto un régimen de riguroso lavado de manos. Además de todo esto, había hecho que todo el personal se sometiera a pruebas como portadores potenciales, y se había tratado a todos los positivos. Debo decir que me quedé impresionado. Desde luego, no se habían quedado de brazos cruzados.

—Gracias por la información. Lamento haber abusado de tu tiempo —dijo Laurie.

—Ha sido un placer —respondió Arnold.

—¿Te importaría si más tarde paso por tu despacho y tomo nota de los nombres de los casos que has mencionado?

—¡En absoluto! Puede que todavía tenga los expedientes de un par de casos. También puedes consultar las notas que tomé sobre el CC-EARM si quieres. Podrías hablar con Kevin. Cuando estuvimos trabajando en esto, creo que él también llamó a uno de los hospitales involucrados, pero no recuerdo si me comentó lo que le dijeron.

Después de que Arnold regresara a su mesa, Laurie miró a Marvin, que había esperado pacientemente durante toda la conversación.

—Esto es increíble —dijo.

—¿Qué, que va detrás de usted? —preguntó Marvin.

—¡No, tonto! Lo que ha dicho. ¡No va detrás de mí!

—Eso no es lo que se comenta en el depósito. Es sabido por todos que tanto Southgate como Besserman se lanzarían a las vías del metro por usted.

—Pamplinas —exclamó Laurie, pero saber que aunque solo fuese de manera remota era motivo de cotilleos la inquietaba. Nunca le había gustado ser el centro de atención; por eso le costaba tanto hablar ante un grupo.

Cuando Laurie acabó con Jeffries, había encontrado mucha más patología de la que había esperado. Cada órgano estaba afectado por la obvia infección destructiva, o al menos por una hinchazón inflamatoria. Dentro del corazón encontró un principio de vegetaciones infecciosas en las válvulas. En el hígado había abscesos incipientes, como también en el cerebro y en los riñones, algo que indicaba que la víctima había sufrido una bacteriemia masiva. Incluso había úlceras en el intestino, prueba de la facilidad con la que se había propagado la bacteria.

—¿Cuánto falta para el próximo caso? —preguntó Laurie, mientras ella y Marvin acaban de suturar la enorme incisión del pecho y el abdomen de Jeffries.

—Todo el tiempo que quiera —respondió Marvin—. Si quiere hacer una pausa para tomar un café, me quedaré un rato.

—Si no te importa, te llamaré cuando quiera hacerlo. Entre otras cosas, me gustaría ver si Cheryl Myers está aquí y la pillo antes de que se vaya para ocuparse de un caso.

—Entonces me tomaré mi tiempo —dijo Marvin—. Llámeme cuando quiera empezar.

—Asegúrate de dejar una nota para que la persona que entregue el cadáver de Jeffries informe a la funeraria de que se trata de una infección grave y deben tomarse precauciones.

Antes de salir de la sala de autopsias, Laurie se detuvo un momento en la mesa de Jack.

—Ah, ¡la agorera! —exclamó Jack al verla—. ¡Cuidado, Vinnie! Sin duda está aquí para aterrorizarnos con los terribles horrores de su caso de infección posquirúrgica hospitalaria.

A pesar del reflejo en el visor de Vinnie, Laurie vio que ponía los ojos en blanco. Ella se sentía de la misma manera. Su humor negro ya no era gracioso. Después de llevar casada casi un año, veía que aquel comportamiento era un mecanismo de defensa y una manera de evitar decir lo que pensaba de verdad.

—Tengo que hablar contigo de mi caso —le informó Laurie—. Hay algunos hechos adicionales que deberías conocer.

—¿Cómo es que lo he adivinado? —preguntó Jack en un tono de burla.

—Pero puede esperar hasta que seas más receptivo.

—Alabado sea el Señor.

—¿Dónde está Lou?

—Se había quedado dormido apoyado en la mesa de autopsias. Me ha parecido mejor que se fuera a su casa, ante el riesgo de que algunos de los técnicos lo confundiesen con un cadáver.

—¿En qué caso estás trabajando ahora? —preguntó Laurie para cambiar de tema.

—Sara Barlow, y es muchísimo más interesante que el flotador desconocido.

—¿Por qué?

—Mira estos hematomas en el rostro y en los brazos. Está claro que la golpearon repetidamente, pero ¿dirías que alguno de ellos pudo ser fatal, como cree la policía?

—Es poco probable. ¿También tenía en el pecho anterior? —quiso saber Laurie. No podía verlo porque las paredes del pecho estaban abiertas como alas de mariposa. Por un caso que tuvo cuando comenzó en la OCME, sabía que los hematomas que no esperabas que fuesen letales podían serlo si se habían producido en el pecho—. ¿Alguna razón para sospechar de muerte súbita?

—¡No! El pecho estaba limpio. ¿Qué pasa si te dijera que había un extenso edema pulmonar rosado, ojos inyectados y escaras en el epitelio traqueal?

—¿Cuál es tu diagnóstico? —preguntó Laurie en tono resignado. En ocasiones los juegos de adivinanzas forenses de Jack le parecían tediosos, y aquella era una de ellas.

—¿Qué pasaría si te dijera que nuestra inteligente IF, Janice Jaeger, encontró unas botellas de fuertes productos de limpieza abiertas en una bañera con mampara junto con un cubo de agua y un trapo húmedo? Anteriormente, cuando vio el cuerpo, había advertido que las rodillas de los vaqueros de la mujer estaban mojadas, y que la víctima no llevaba calcetines ni zapatos.

—Necesitaría saber si los productos de limpieza contenían hipoclorito, como tienen algunos, y si los otros contenían ácido, que también es bastante frecuente, y si ella no hizo caso de la advertencia de no mezclarlos, y lo hizo.

—¡Bingo! —Exclamó Jack—. Ha sido gas clorhídrico, el primer agente de la guerra química utilizado en la Primera Guerra Mundial, lo que la mató, y no su novio. No deja de sorprenderme cómo tantas personas hacen caso omiso de las advertencias de los productos. De todas maneras, a Lou le alegrará saber que no tendrá que ocuparse de otro homicidio.

—No, a menos que el novio fuese quien insistió en que utilizase los productos letales, y que los utilizara ya mezclados.

—Esta es una opción en la que no había pensado —admitió Jack.

—Bueno, os dejo que disfrutéis, chicos —dijo Laurie mientras se dirigía hacia la salida. No sentía ningún placer por haber adivinado la respuesta correcta a la adivinanza de Jack. Se habría sentido mucho más feliz si él no hubiese estado de un humor juguetón, ya fuese real o fingido. Le sorprendía e irritaba que él no viese la relación entre su caso y su próxima operación.

En lugar de dejar las muestras de Jeffries para que el personal las llevase a los correspondientes laboratorios, como era lo habitual, Laurie las llevó en persona. Quería hablar con la jefa de microbiología, Agnes Finn, y la jefa de histología, Maureen O’Connor, para intentar acelerar las cosas. Pero primero se detuvo en el primer piso y fue al despacho de la investigadora forense. Como a menudo estaban fuera ocupados en algún caso, Laurie se alegró al ver que Cheryl Myers aún estaba sentada a su mesa.

—¿Puedo ayudarte en alguna otra cosa? —preguntó Cheryl. Era una sorprendente mujer afroamericana que llevaba el pelo peinado en apretados rizos formando hileras. Pertenecía a la vieja guardia de la OCME. Es más, llevaba trabajando allí el tiempo necesario para que sus dos hijos hubieran acabado los estudios en la universidad.

—Eso espero —respondió Laurie—. Antes estuve hablando con el doctor Besserman de unos casos infecciosos ocurridos en tres hospitales de una empresa llamada Angels Healthcare. Me dijo que te había pedido que lo averiguaras. ¿Lo recuerdas?

—¿Te refieres a los casos pulmonares de EARM?

—¡Esos! ¿Fuiste a visitar los lugares?

—¡No! Lo que me pidió específicamente fue que consiguiera las respectivas historias, así que me limité a llamar y hablé con el departamento de historias clínicas de cada hospital. Fue sencillo conseguirlas, porque los hospitales Angels las tienen informatizadas. Me las enviaron por correo electrónico. No tuve necesidad de ir a visitarlos.

—¿Los hospitales cooperaron?

—Cooperaron al máximo. Incluso recibí una llamada de una mujer muy amable llamada Loraine Newman.

—¿Quién es?

—Es la presidenta del comité de control de infecciones del hospital ortopédico.

—El doctor Besserman la mencionó —dijo Laurie—. Él también comentó lo amable que era. ¿Por qué llamó?

—Solo para dejar su nombre y el número de su teléfono directo por si yo necesitaba alguna cosa más. Me dijo que estaba muy preocupada por el problema. Añadió que, antes de la aparición del EARM, no habían tenido ningún problema hospitalario. Dijo que la situación le impedía dormir por las noches. Si quieres saber la verdad, parecía desesperada.

—¿Mencionó a una tal Cynthia Sarpoulus?

—No, que yo recuerde. ¿Quién es?

—Acabo de practicar la autopsia de otro caso de EARM que llegó del Angels Orthopedic Hospital —explicó Laurie, sin hacer caso de la pregunta de Cheryl—. Me gustaría tener el teléfono de Loraine Newman.

—Ningún problema. —Cheryl utilizó el ratón para poner el número en pantalla.

—Necesito otros números —dijo Laurie—. El CDC[3] en Atlanta desarrolla un programa EARM como parte de su National Healthcare Safety Network. Me gustaría que me dieses un nombre y un número de teléfono de alguno de sus epidemiólogos. También querría que llamases a la comisión conjunta para la acreditación de organizaciones de asistencia sanitaria y me dieses el nombre y el número de alguien que supervise los programas obligatorios de control de infecciones en los hospitales.

—Haré todo lo que pueda —prometió Cheryl.

—El nombre de mi caso es David Jeffries —continuó Laurie—. Me gustaría tener su historia clínica.

—Eso será fácil —señaló Cheryl—. Pero no acabo de comprender con quién quieres hablar de la comisión conjunta. ¿Podrías darme una idea?

—La comisión conjunta requiere que los hospitales tengan un comité de control de infecciones para la acreditación. Lo que quiero saber es si hay algún control de estos comités y si entre inspecciones rutinarias se requiere un informe de casos. Sé que esto es un tanto inusual, pero voy corta de tiempo.

—Otra vez, haré todo lo que pueda —prometió Cheryl muy bien dispuesta.

Laurie salió del despacho de la investigadora forense y fue hasta la escalera, sin acordarse del ascensor de atrás. Había comenzado el día con el egoísta deseo de convencer a Jack para que descartara la inminente intervención. Estaba preocupada por su bienestar, quizá incluso por su vida. Entre ella, Besserman, y Southgate se habían encargado de siete casos de la letal neumonía necrotizante EARM en un plazo de tres meses en los tres hospitales, en uno de los cuales iba a entrar Jack, y todos propiedad de la misma empresa. Lo peor era que esos casos se estaban produciendo a pesar de lo que Besserman había descrito como agresivas medidas de control de infecciones. Si bien Laurie era la primera en admitir que no sabía gran cosa de epidemiología, sí sabía lo bastante para preguntarse si podía haber un portador desconocido del letal EARM, algo así como una Typhoid Mary[4], en la organización Angels Healthcare, que inadvertidamente propagaba el EARM mientras iba de hospital en hospital para cumplir su trabajo. Laurie quería un montón de información y, empecinada como Jack, la necesitaba rápido si esperaba influir en su opinión.

La siguiente parada fue en microbiología, que se encontraba en la planta de laboratorios en el cuarto piso. Laurie encontró a la taciturna y nervuda microbióloga Agnes Finn en su pequeño despacho sin ventanas. De entre todos los empleados, el aspecto de Agnes era el estereotipo de alguien que trabaja en un depósito, desde el punto de vista de una agencia de actores. Su tez gris amarillento contribuía; era como si nunca hubiese visto la luz del día. Sin embargo, de entre todos los supervisores, Laurie pensaba que Agnes era siempre la más dispuesta a ayudar, con la mejor predisposición para hacer todo lo posible. Era como si no tuviese vida fuera del laboratorio.

Laurie se sentó y le explicó la situación, algo que tuvo como resultado que Agnes le diese una breve conferencia sobre el EARM, incluido todo lo que Besserman le había dicho y algo más. Le explicó en detalle que el estafilococo era un microbio pluripotente y quizá el más adaptable y exitoso de los patógenos humanos.

—Cuando piensas desde el punto de vista de la bacteria —dijo Agnes—, es un supermicrobio, capaz de matar a alguien en un plazo muy breve, mientras que la misma cepa solo es capaz de colonizar a un individuo, por lo general, solo en las fosas nasales. Este es un lugar idóneo para la bacteria, porque cada vez que el portador se mete el dedo en la nariz, sus dedos se contaminan y pueden contagiar a la siguiente persona.

—¿Hay alguna estimación de cuántas personas están colonizadas?

—Claro que sí. En cualquier momento, una tercera parte de la población mundial es portadora de estafilococos, o sea alrededor de dos mil millones de personas.

—¡Dios bendito! ¿Hay muchas cepas de EARM además de las adquiridas en los hospitales y la comunidad?

—Muchísimas —respondió Agnes—. Además evolucionan continuamente en la nariz y en cualquier superficie epidérmica húmeda, donde pueden intercambiar material genético.

—¿Cómo se diferencian las cepas en el laboratorio?

—De muchas maneras. La resistencia a los antibióticos es una de ellas.

—Pero esa no es particularmente sensible, si consideramos todo lo que has dicho.

—Es correcto. Los métodos más sensibles tienen todos una base genética: el más sencillo y utilizado es la electroforesis en gel con campo pulsante, y el más completo el genotipo. Entremedio, hay una serie de técnicas de identificación secuencial basadas en la reacción en cadena de la polimerasa.

—¿Cuál puedes hacer aquí en microbiología?

—Solo el más simple: el de resistencia a los antibióticos.

—Si es necesario, ¿dónde se pueden hacer los más complicados?

—El laboratorio de referencia estatal puede hacer la electroforesis en gel con campo pulsante. En cuanto a una tipología más específica, el CDC es el mejor. Ahora mismo están organizando una biblioteca nacional de las cepas de EARM, así que podrán darte mucha información. Animan a que se les envíen las cepas aisladas; cualquiera puede hacerlo. Por supuesto, el doctor Lynch, en nuestro laboratorio de ADN del nuevo anejo, puede hacer las diversas tipologías genéticas, pero no podremos decirte gran cosa de la cepa específica.

—¿Cuál de las pruebas genéticas es la más rápida? Me temo que no tengo mucho tiempo.

—A decir verdad, no lo sé. Sé que nuestros análisis de cultivos y antibióticos llevan entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas. Los hospitales pueden hacerlo mucho más rápido porque utilizan métodos monoclonales de anticuerpos. Las máquinas que utilizan proceden de la NASA, que las dio de baja.

Laurie sacudió la cabeza. Se sentía apabullada.

—Hasta hoy creía saber lo suficiente sobre estafilococos. Pero estaba en un profundo error —reconoció con humildad.

—Todos tenemos que seguir aprendiendo —manifestó Agnes con filosofía—. ¿Qué quieres hacer con estas muestras que has traído?

—Le llevaré una a Ted Lynch al laboratorio de ADN. Quiero que te quedes una para cultivo; el resto puede ir al laboratorio de referencia. También quiero conseguir algunas muestras congeladas de los casos de los doctores Besserman y Southgate para compararlas. Quiero saber si son de la misma cepa. Me preocupa la existencia de un portador inocente, en particular después de lo que me has dicho.

—Dime cuáles son los casos que te interesan. Intentaré acelerar el proceso. En cuanto a la muestra de Ted Lynch, tendrás que dejármela a mí para que pueda darle un cultivo puro para su análisis de ADN.

Con la mente confusa, Laurie salió a toda prisa del laboratorio y fue hacia los ascensores principales, que eran más rápidos. Mientras pulsaba el botón una y otra vez, con la vana esperanza de acelerar la llegada del ascensor, intentó organizar el resto de la mañana. La primera parada iba a ser en el laboratorio de histología, donde Laurie rogaría a Maureen O’Connor que se ocupara de preparar las platinas con las secciones de pulmón de David Jeffries; a Laurie no le importaba el resto de las platinas por el momento, solo las del pulmón, dado que tenía en mente hacer ampliaciones de algunas fotos micrográficas si la patología resultaba ser tan mala como ella esperaba. Pensó que serían unas fantásticas imágenes para la presentación en PowerPoint que pretendía hacer a Jack con el objetivo de que desistiera de su operación de ligamentos cruzados.

Laurie entró en el ascensor y pulsó el botón del quinto piso. Consultó su reloj. Eran cerca de las diez. Al salir, corrió por el pasillo hasta el laboratorio de histología, donde llegó sin aliento.

—¡Vaya, señoras! —Exclamó Maureen con su fuerte acento—, me parece percibir otra grave emergencia de la señorita Montgomery. Oh, perdón, la señora Montgomery-Stapleton. ¿Quién se ofrece voluntaria esta vez para decirle que su paciente ya está muerto?

Hubo una carcajada general por parte de las mujeres que trabajaban en histología. Gracias al buen humor de Maureen, era un lugar alegre. Incluso Laurie se sorprendió sonriendo a pesar de la ansiedad. Como en la mayoría de los comentarios humorísticos, había algo de verdad en las palabras de Maureen. Laurie y Jack eran los únicos patólogos entre el personal forense que, en ocasiones, sentían la necesidad de un rápido tratamiento de sus platinas. Todos los demás se daban por satisfechos con tenerlos a su debido tiempo.

Maureen escuchó la petición y las explicaciones de Laurie, y prometió hacerlas ella misma. En cuestión de minutos, Laurie estaba de nuevo en el pasillo. Fue a paso rápido hasta el despacho de Arnold Besserman y Kevin Southgate. Cuando llamó con los nudillos, la puerta se abrió sola, y Laurie asomó la cabeza.

El interior del despacho recordó a Laurie las enfrentadas posturas políticas de los dos hombres. Como archiconservador, Arnold tenía una mesa que era la imagen de la pulcritud, con una única bandeja de cartón con platinas a un lado del microscopio y un bloc de hojas amarillas en el otro. Ambas estaban alineadas en paralelo, junto con un lápiz afilado. El lado de la habitación correspondiente a Southgate era todo lo contrario, con bandejas de platinas, expedientes de casos sin cerrar, informes de laboratorio y toda clase de documentos apilados en la mesa y en el archivador, de tal forma que solo quedaba un pequeño arco de espacio despejado delante de su silla. Un montón de Post-it colgaban de la pantalla de la lámpara de escritorio como si fuesen musgo. Para Laurie era asombroso que aquellos dos hombres se llevaran tan bien y desde hacía tanto tiempo. Después de dejar una nota en la puerta para que cualquiera de los dos la llamara, Laurie caminó por el pasillo y llamó a las puertas de los demás forenses para hacer una rápida encuesta de sus recientes experiencias con el EARM. No había nadie en los despachos, algo comprensible, dado que la mañana era la hora de más trabajo en la sala de autopsias, pero no había visto ni a George Fontworth ni a Paul Plodget, o a su recién contratado compañero de oficina, Edward González. Edward era un dotado patólogo forense, producto del programa organizado por la oficina y la Universidad de Nueva York.

Dado que por el momento era imposible averiguar si había más casos en la OCME, Laurie volvió a su despacho. De pronto, al recordar el comentario de Arnold Besserman sobre Queens, Brooklyn y Staten Island, acerca de que todos tenían sus propias oficinas forenses, se dio cuenta de que su conclusión de que no había habido más casos fatales de EARM en ningún otro de los hospitales de la ciudad durante más o menos los últimos tres meses era prematura.

Con su agenda Rolodex abierta, Laurie llamó primero a Dick Katzenburg, el jefe de la oficina de Queens. Él la había ayudado en el pasado, a encontrar casos que coincidían con dos series de casos en las que ella había estado trabajando. Mientras pasaban la llamada, Laurie recordó que aquellas dos series habían resultado ser homicidios, algo que nadie, ni siquiera ella, había sospechado. El recuerdo le hizo pensar por un momento que quizá las muertes de la actual serie no eran accidentales, y más aún si tenía en cuenta que una tercera parte de la población mundial estaba colonizada con organismos estafilococos en cualquier momento.

Le respondieron en la oficina forense de Queens, y Laurie pidió hablar con Dick. Mientras esperaba, tamborileó con los dedos nerviosa. Rogaba para que estuviese disponible, una expectativa razonable, según ella; como jefe de la oficina satélite, las tareas administrativas lo mantenían atado a su mesa y fuera de la sala de autopsias. Mientras pasaba el rato, sacó un bloc nuevo, y con el teléfono sujeto entre el hombro y el cuello dibujó múltiples rayas verticales paralelas, para crear una matriz donde pensaba escribir los datos sobre los casos de EARM a medida que los conociera. En sus dos series anteriores, habían sido las matrices las que le habían dado la información que necesitaba. Con el deseo de obtener un resultado similar, escribió David Jeffries en la primera fila, a la izquierda de la línea.

Dick se puso al teléfono y se disculpó por haberla hecho esperar. Tras una breve charla social, Laurie le preguntó si habían tenido en la oficina de Queens alguna infección hospitalaria de EARM durante los últimos tres o cuatro meses.

—¡Claro que sí! —dijo Dick sin vacilar—. No eran casos míos; le correspondieron a Thomas Asher. Los recuerdo porque fueron muy desagradables.

—¿A qué te refieres?

—Neumonía necrotizante. Las víctimas, que eran todas personas sanas, no tuvieron la menor oportunidad. Sus historias me recordaron los casos de la epidemia de gripe de 1918.

Laurie sintió una punzada de egoísta desilusión. El hecho de que otros hospitales de la ciudad se enfrentasen al mismo problema que las instituciones de Angels Healthcare, sin duda disminuiría el impacto de los casos en Jack.

—¿Sabes si ocurrieron en un único hospital o en varios? —inquirió Laurie.

—Solo en uno. Era un hospital ortopédico. ¿Por qué lo preguntas?

Laurie se irguió en la silla.

—¿Cuál era el nombre del hospital?

—Angels algo. Creo que Angels Orthopedic Hospital. Todos eran casos ortopédicos.

Una leve sonrisa retorcida apareció en las comisuras de los labios de Laurie. En lugar de perder fuerza, el éxito potencial de sus argumentos con Jack había ganado puntos.

—También hemos tenido algunos casos aquí —manifestó Laurie—, incluido uno cuya autopsia he realizado hoy. Voy a investigarlo, aunque me han dicho que el hospital ha desplegado todos sus esfuerzos para acabar definitivamente con el problema.

—Hazme saber si puedo ayudarte.

—¿Puedes facilitarme los nombres?

Laurie oyó el sonido del teclado de Dick. Un minuto más tarde le dijo:

—Philip Moore, Jonathan Knox y Eileen Dimalanta.

Laurie los añadió de inmediato a la matriz.

—¿Los tres han sido introducidos?

—Sí, puedes buscarlos en la base de datos.

—De todas maneras me gustaría ver los expedientes; los registros del hospital, si los tienes, y también una muestra de tejidos, para poder clasificar la cepa, si no se ha hecho todavía.

—Llevaré lo que tenga a la reunión del jueves.

—Preferiría que me lo enviaras por mensajero hoy mismo. Tengo un límite de tiempo.

—¿Cómo es eso?

—Un compromiso personal —respondió Laurie, que no tenía ganas de dar más explicaciones.

Luego llamó a Jim Benrrett en Brooklyn y a Margareth Hauptman en Staten Island. Si bien Margaret no había tenido casos de EARM, Jim había tenido tres, como Dick. Dos eran de neumonía necrotizante como los demás y provenían del mismo hospital, pero otro era un síndrome tóxico de EARM secundario, derivado en una fulminante endotalmitis, una infección masiva en el interior del ojo derecho de la víctima, que se había producido de inmediato tras una rutinaria intervención de cataratas. Laurie colgó el teléfono y añadió a Carlos Suárez, Matt Collord y Kayla Westover a su matriz, que se ampliaba por momentos. Laurie estaba ahora convencida de que algo iba mal; algo iba muy mal.