3 de abril de 2007, 4.45 horas
Laurie llevaba despierta un rato; no sabía cuánto, y finalmente se decidió a mirar el reloj. Eran las cinco menos cuarto; faltaba una hora para que Jack se levantara y una hora y quince minutos para que fuera a sacarla de la cama. Esta era la rutina habitual, el hecho de que ya estuviera despierta decía mucho de su estado anímico. Laurie era una persona nocturna. Alrededor de las diez de la noche, cuando Jack apenas podía ya mantener los ojos abiertos, ella solía animarse. Le encantaba leer de noche y se quedaba hasta después de medianoche absorta en alguna novela; lo hacía mucho más a menudo de lo que le gustaba admitir, aunque a la mañana siguiente se arrepentía y se juraba no hacerlo de nuevo.
En aquel momento, mientras yacía allí, despierta y con la mirada fija en el techo oscuro, sabía con exactitud cuál era el problema: estaba deprimida. No era una depresión grave que la incapacitase, algo que nunca había tenido aunque podía imaginar cómo era, sino una molesta melancolía porque suponía que se llevaría una gran desilusión.
Siempre había querido tener un hijo, y se había visto a sí misma como una madre a la espera durante su larga formación médica, a la que culpaba de no haber tenido tiempo para encontrar a un esposo. Luego se había enamorado de Jack, y había tenido que enfrentarse con su culpa por la pérdida de su familia y con sus dudas sobre si debía o no comprometerse con otra. Pero aquello formaba parte del pasado; ahora estaban intentando tener una familia, aunque durante el último año no había ocurrido nada, a pesar de las gráficas de temperatura y el cuidadoso seguimiento de sus períodos. El problema, tal como lo veía, era su edad, pues ya estaba en la cuarentena. Cada mes que pasaba, veía con ansiedad cómo disminuían las oportunidades para una concepción natural, y ahora Jack no solo insistía en someterse a una intervención que lo dejaría fuera de servicio durante Dios sabía cuánto tiempo, sino que había escogido un momento en el que correría un serio riesgo.
Laurie se volvió de cara a Jack y se incorporó apoyada en un codo. Miró su perfil, la viva imagen de la tranquilidad, tumbado boca arriba con un brazo sobre la almohada detrás de su cabeza. Ella lo amaba, pero a veces su obstinación podía volverla loca, como ocurría entonces. Aunque le fuese la vida en ello, no conseguía entender cómo él podía hacer caso omiso de la realidad y creer que era prudente someterse a la intervención.
Laurie se levantó tras admitir que no conseguiría volver a dormir. En albornoz y zapatillas, fue al estudio que se habían hecho y que daba a la calle Ciento seis. Amanecía. Miró a través de la ventana la querida cancha de baloncesto de Jack, con el deseo de que desapareciera por arte de magia. Luego se volvió hacia la mesa. Su lado estaba lleno de expedientes de casos de EARM y de registros de hospital de los veinticinco pacientes fallecidos, junto con la matriz incompleta. Se lo había llevado todo a casa con la intención de trabajar unas horas antes de irse a la cama, pero no lo había hecho. Ya que se había despertado temprano, pensó que podía aprovechar el tiempo, pero incluso antes de sentarse, se dio cuenta de que se sentía como la noche anterior. Su desconsuelo le seguía diciendo que todos sus esfuerzos eran en vano. Jack haría lo que quisiera.
En la cocina, Laurie preparó el café. Se sentó a la mesa y comenzó a pensar en una fertilización in vitro y en cómo Jack respondería a esa idea. Aunque era el paso siguiente lógico, no lo habían discutido. En realidad, Laurie tenía miedo. Sabía que Jack había aceptado tener hijos para complacerla a ella, y no porque los deseara.
Para sorpresa de Laurie y a pesar de haber sido incapaz de dormirse en la cama, se quedó dormida en la silla, lo que probaba su agotamiento. La despertó la voz de Jack, que estaba en el umbral, desnudo, con las manos en los muslos y una exagerada expresión de desconcierto en el rostro.
—¿Qué demonios haces durmiendo en la cocina?
—No podía dormir —respondió Laurie, consciente del contrasentido.
Jack entró en la cocina y apoyó una mano en su hombro.
—Si todavía estás preocupada por la intervención, te prometo que estaré bien.
—Oh, sí, claro —replicó Laurie en tono sarcástico—. ¿Por qué tienes que ser tan empecinado?
—¡Mira quién habla!
—Bueno, si la situación fuese a la inversa, te aseguro que de ningún modo correría el riesgo que tú estás dispuesto a correr.
—¡Eh! —exclamó Jack—. Ya hemos hablado de esto antes, ¿recuerdas? Acordamos que estábamos en desacuerdo. Tengo que ir al hospital esta mañana camino del trabajo para un análisis de sangre y de orina para el preoperatorio, me tomarán la muestra para la prueba de EARM que te mencioné, y tendré una charla con el anestesista. Por eso me he levantado temprano. ¿Por qué no vienes? Participar en todos estos preparativos quizá te haga sentir mejor.
Laurie consideró por un momento la propuesta. Primero se dijo que, a modo de protesta, prefería no saber nada más de los planes de Jack, pero al replanteárselo comprendió que sería como tirar piedras a su propio tejado. En esa visita, sería la esposa de un paciente, y nadie podría acusarla de presentarse como forense. La intuición le decía que si el brote no era intencionado, entonces tenía que haber algún tipo de error en el sistema que compartían los tres hospitales, y para tener alguna posibilidad de adivinar cuál era, debía aprovechar aquella oportunidad que Jack le ofrecía.
—De acuerdo, te acompañaré —dijo Laurie con tanta decisión que Jack se sorprendió un tanto.
—Fantástico —dijo—. Vamos a la ducha y nos pondremos en marcha.
Franco se despertó pero abrió un solo ojo. Sonaba el móvil, pero antes de responder miró el despertador para saber la hora. Eran las cinco y cuarenta y cinco. Renegando, sacó una mano de debajo de las mantas y cogió el teléfono.
—¿Sí? —atendió en un tono que haría saber al interlocutor que no le hacía la menor gracia que lo despertaran a esas horas. La única razón por la que respondía era por si lo llamaba Vinnie.
—Vamos a ponernos en marcha —dijo Angelo—. Pero no llevaremos tu tartana. Iremos en una furgoneta.
Franco le recordó con algunos insultos escogidos la hora que era.
—Sé que es temprano —admitió Angelo—. Pero anoche, cuando volví a mi apartamento, llamé a la oficina del forense. Pregunté por la doctora Laurie Montgomery y me dijeron que todavía trabaja allí. También pregunté a qué hora entraba, para saber si podíamos secuestrarla. Sé que esas personas trabajan muchas horas.
—Estás demasiado ansioso —protestó Franco.
—Vinnie quería hacerlo ayer, ¿no lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo —dijo Franco de mala gana.
—Vale, nos encontraremos en el Neapolitan. Yo me encargaré de la furgoneta.
—El Neapolitan no estará abierto.
—Vaya, tienes razón.
—Angelo, estás obsesionado con esto. ¡Cálmate! Cuando se está demasiado ansioso se cometen errores, como olvidar que no hay nadie en el maldito restaurante hasta después de las diez.
—Tienes razón. Estoy demasiado ansioso, pero tú también lo estarías si estuvieses en mi lugar. ¡Ya está! Pasaré a recogerte por tu apartamento a las seis y media. ¿Vale?
—Puedes recogerme en el restaurante —dijo Franco. No quería encontrarse sin coche más tarde—. Siempre hay sitio para aparcar delante a esa hora. —Cerró el teléfono y sacó los pies de debajo de las mantas. Intuía que iba a ser un día muy largo intentando calmar el entusiasmo de Angelo, sobre todo porque cargarse a un funcionario público que trabajaba en un entorno razonablemente seguro no iba a ser tan sencillo.
Adam Williamson respondió al teléfono al primer timbrazo. Si estaba en una misión, dormía como un gato nervioso, siempre preparado para saltar a la menor provocación.
—Señor Bramford, le avisamos de que son las seis, tal como usted pidió. Hoy se espera que el día esté nublado con la posibilidad de algún chubasco y una temperatura máxima de diecisiete grados.
Adam dio las gracias al conserje y de inmediato llamó al servicio de habitaciones para pedir un desayuno completo con zumo, huevos, beicon, patatas fritas y café. En misiones como aquella, nunca sabía cuándo tendría la oportunidad de volver a comer, ya que estaría vigilando la casa o el lugar de trabajo del objetivo. Para ayudarlo, sus supervisores siempre le daban matrículas del estado donde la operación tendría lugar, junto con carteles publicitarios para las puertas del Ranger Rover. En aquella ocasión, eran una tienda de antigüedades y diseños de interiores en la calle Diez llamada Biedermeier Heaven.
Satisfecho porque todo estaba en orden, Adam se fue a la ducha. Desde que había regresado de Irak, solo en momentos como aquel se sentía completo: estaba en una misión, y todo iba de acuerdo con los planes. La única manera de que fuera mejor sería hacerlo con sus camaradas de la Fuerza Delta que lo habían acompañado en su última y desgraciada misión militar. Por supuesto, el momento álgido aún estaba por llegar. Sería cuando cometiese el asesinato.
Laurie se quedó unos pasos detrás de Jack cuando entraron en el Angels Orthopedic Hospital. Había mucha más actividad a las seis y cuarto de la mañana de la que había a las dos y media de la tarde del día anterior. Mientras Jack iba al mostrador de información, Laurie se mantuvo cerca. Si bien tenía una razón legítima para estar allí, no le interesaba tener otra confrontación, como podía ocurrir si tenía la desdicha de encontrarse con Angela Dawson o Cynthia Sarpoulus. Con Loraine Newman quizá sería otra historia, pero incluso así se vería obligada a llamar a los demás si veía a Laurie. Después de todo, eran sus jefes.
A Jack le dijeron que fuese al segundo piso. Mientras esperaban el ascensor, Jack advirtió la conducta vigilante de Laurie.
—¿Qué demonios te pasa? —le preguntó—. Pareces una ardilla que espera encontrarse con un perro.
—Ya te conté que ayer no me trataron con mucha hospitalidad. Preferiría evitar encontrarme con la directora ejecutiva o su especialista en control de infecciones.
—No seas paranoica. Tienes todo el derecho de estar aquí.
—Quizá sí, pero no quiero tener ninguna pelea al respecto.
En el segundo piso, encontraron con facilidad el camino hasta la sala de espera preoperatoria. La decoración era más parecida a la de una sala de estar de una mansión privada que a la de un hospital. Incluso el nombre era engañoso, porque apenas tuvieron que esperar. Había otros pacientes para las intervenciones del día siguiente, pero había suficiente personal disponible. Jack y Laurie ni siquiera llegaron a sentarse antes de que se llevaran a Jack a uno de los cubículos para extraerle sangre.
—¿Llevas el móvil? —le preguntó Laurie a Jack.
—Por supuesto. ¿Por qué?
—Yo también llevo el mío. Voy a ir hasta el cuarto piso para visitar el laboratorio de patología clínica. Llámame si no estoy de vuelta cuando hayas acabado.
Jack le guiñó un ojo.
—¿Vas a hacer un uso constructivo de tu tiempo?
—Algo así —admitió Laurie.
Aunque en un primer momento Laurie había deseado que no la reconocieran, en ese momento cambió de opinión. Pensó que podría aprovechar la ocasión para ver si Walter Osgood estaba allí. Al recordar que llamaría al CDC en algún momento del día, quería averiguar si a Osgood le interesaría saber si el EARM que había infectado al menos a tres pacientes era del mismo tipo, ya que eso podría indicar que el estafilococo provenía de una misma fuente. Le había molestado que la tarde anterior hubiese intentado justificar no haber buscado el subtipo de la bacteria en todos los casos. Desde el punto de vista epidemiológico era obligatorio, sobre todo en una situación en la que la fuente y el método de contagio eran desconocidos.
En el cuarto piso, Laurie entró en el laboratorio y preguntó al primer técnico que encontró si el doctor Osgood estaba allí.
—No lo sé —admitió el técnico—. Tendrá que preguntarle al doctor Friedlander, el supervisor del laboratorio clínico. Su despacho está en la pared del fondo. No puede equivocarse. —Le señaló el lugar a través de la habitación.
«Esto ya lo he oído antes», murmuró Laurie mientras caminaba en la dirección indicada. A pesar de su desconfianza, encontró el despacho donde le había dicho el técnico. Se acercó a la puerta abierta y vio a un hombre delgado con barba y una impecable bata blanca almidonada, que se ocupaba de los papeles amontonados sobre su mesa.
—Perdón —dijo Laurie.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Busco al doctor Osgood. ¿Puede decirme si está aquí esta mañana?
—No, hoy no. Hoy está… —El hombre dio media vuelta en la silla para mirar el tablero a su espalda—. Está en el hospital cardiológico. Aquí solo viene los lunes y los jueves.
—Gracias.
—¿Hay algo en que pueda ayudarla? Soy el supervisor del laboratorio de patología clínica.
—Necesito hablar personalmente con el doctor Osgood —respondió Laurie, aunque por un momento pensó en pedirle al doctor Friedlander que le transmitiera el mensaje.
—¿Es urgente? Podríamos llamarlo. Por lo general, está disponible en su móvil.
—Tiene que ver con el brote de EARM.
—Yo diría que es importante. ¿Quién es usted?
Laurie se identificó, y el doctor Friedlander hizo la llamada. Osgood atendió, y el supervisor le informó de que la doctora Laurie Montgomery estaba en su despacho y que deseaba hablar con él. Laurie se dispuso a coger el teléfono, pero Friedlander levantó una mano para pedirle que esperara. Laurie no podía escuchar lo que decía Osgood, por lo que se limitó a sostener la mirada de Friedlander, que no le quitaba ojo mientras decía intermitentemente «Sí» y acababa con un «Comprendo». El supervisor colgó antes de dirigirse a Laurie.
—Lo siento, me temo que el doctor Osgood está muy ocupado. Dice que lo llame en otro momento del día a su despacho. Puedo darle el número.
Cogió una de sus propias tarjetas, marcó con un círculo el número de Angels Healthcare y se inclinó sobre la mesa para dársela a Laurie.
Un tanto enfadada al verse rechazada de forma tan impersonal cuando creía que iba a hacerle un favor a un colega, Laurie salió de la oficina sin ventanas.
«Esto sí que es una emergencia», pensó Walter Osgood. La primera vez solo había sido una vaga intuición, basada sobre todo en la renuencia de la doctora Laurie Montgomery a aceptar su explicación por no haberse tomado el trabajo de identificar el subtipo de EARM. Pero aquello era distinto. Estaba de nuevo en el hospital ortopédico, a pesar de que la directora ejecutiva de la empresa le había dicho con toda claridad que no volviera, y en esta ocasión había pedido nada menos que hablar con él.
Walter sacó de nuevo el número del teléfono de emergencia y llamó a Washington.
El teléfono sonó más veces de lo que había hecho el día anterior, aunque al final acabaron por responder. La voz profunda y desconfiada parecía somnolienta.
—¿Cuál es el problema esta vez?
—El mismo.
—¿Está en una línea terrestre?
—Sí.
—Llame a este número.
El hombre dio el número a Walter y colgó.
Walter esperó varios minutos antes de marcar. Lo atendió la misma persona, aunque esta vez la leve ronquera había desaparecido.
—¿Habla de la forense?
—Sí, ha vuelto esta mañana, al parecer para investigar, pese a que se le dijo que no lo hiciese. Me preocupa. No estoy seguro de querer continuar si no se hace algo al respecto.
—Sin duda algo se está haciendo. Tendrá que ser paciente.
—¿Qué es lo que se está haciendo? —preguntó Walter. Detestaba aquel secretismo, máxime cuando era él quien estaba al descubierto.
—En este momento tenemos a un individuo en la ciudad cuya especialidad es resolver este tipo de problemas.
—Tendrá que ser más específico.
—Creo que cuanto menos sepa, mejor para usted.
—¿Me está diciendo que hay alguien aquí en Nueva York ahora mismo?
—Eso es lo que estoy diciendo.
—¿Qué hay de su nombre o de su número de teléfono?
—Lo siento. No puedo dárselos.
—No sé si quiero seguir con esto.
—Me temo que ahora mismo ya no tiene alternativa. Fue su opción comenzar, pero no lo es abandonar. La presión debe mantenerse al menos durante unos días más.
Walter sintió una mezcla de furia y miedo, pero ganó el miedo. No respondió.
—Confío en que su silencio signifique que comprende la realidad de su situación.
—¿Si vuelve a aparecer los próximos días, puedo llamarle para que le diga a la persona enviada que no ha conseguido evitar sus curioseos?
—Sí, puede hacerlo, pero tranquilo, hemos enviado a nuestro mejor negociador.
—Una última pregunta. No sé su nombre.
—No necesita saberlo.
Como el día anterior, la llamada se interrumpió sin más y Walter se encontró escuchando el tono. Colgó el teléfono. Pese a las garantías que le había dado su interlocutor, Walter tuvo miedo y se preguntó hasta qué punto resultaría errónea su decisión de comprometerse cuando todo estaba dicho y hecho. Su único consuelo era que, al parecer, su hijo estaba estabilizado, y los médicos a cargo del supuesto tratamiento experimental mostraban un moderado optimismo.
Laurie solo había leído un par de artículos en el Times, cuando Jack apareció acompañado por un joven médico vestido con prendas quirúrgicas pero cubiertas con una larga e inmaculada bata blanca almidonada como la del doctor Friedlander. Al parecer, la pulcritud en el vestuario era una política del hospital. Laurie tuvo que admitir que estaba mucho más presentable que algunos de los residentes del University Hospital, que parecían competir por ver quién llevaba la bata más sucia, como si fuera una prueba de lo duro que trabajaban.
Jack lo presentó como el doctor Jeff Albright. Laurie pensó que tenía los ojos más azules que jamás había visto.
—Soy afortunado —continuó Jack—. El doctor Albright ha aceptado ser mi anestesista. Le comenté que te preocupaba el EARM y que me operase, así que se ofreció amablemente a salir y hablar contigo, y con un poco de suerte conseguir que te tranquilices.
Laurie estrechó la mano del anestesista; ver lo joven que parecía hizo que se sintiera vieja. También se sintió un tanto avergonzada por la presentación de Jack, como si ella fuese una madre superprotectora. Jeff le dio las garantías habituales y añadió que Jack estaba sano como un toro, lo que hizo que Laurie se preguntara hasta qué punto estaban sanos los toros, porque creía que la expresión era «fuerte como un toro». Cuando Jeff acabó con la palabrería de rigor, Laurie le preguntó cuántos casos había atendido en los que el paciente hubiera sufrido una infección de EARM.
Albright, de pronto nervioso, miró a Laurie y después a Jack. Al parecer, Jack no le había formulado esa pregunta específica.
—Uno —acabó por admitir—. Fue varios meses atrás, después de operar una fractura de hombro. Como los demás, fue algo totalmente inesperado, y por desgracia fatal.
—¿Cómo se llamaba el paciente? —preguntó Laurie.
—No estoy muy seguro de poder divulgarlo —respondió Jeff.
Laurie sabía que tenía derecho a preguntar, por ser un caso que requería la intervención del forense, pero no insistió. El nombre no importaba, solo que debía asegurarse de no pasar por alto ningún caso. En aquel momento le interesaba mucho más la intervención de Jack.
—¿Recuerda si hubo algo en el caso que fuese extraño?
Jeff sacudió la cabeza.
—Todo fue como la seda. Bueno, hubo una cosa. Nos sometemos a pruebas de EARM todas las semanas. Aquella semana en la que ocurrió la muerte yo di positivo. Si me contagié de aquel paciente, no lo sé. Pero puedo decir con toda seguridad que ahora estoy limpio. Ayer nos hicieron las pruebas.
—Me alegra informarle de que yo también estoy limpio de esas bacterias —dijo Jack.
—¿Fue usted el anestesista de David Jeffries el lunes?
—No. La anestesista fue Dolores Suárez.
—Gracias por hablar conmigo —dijo Laurie esbozando una débil sonrisa.
Los esfuerzos de Jeff no habían aumentado su confianza.
—Cuidaremos bien de su marido —prometió Jeff. Se despidió y desapareció en la zona médica.
—¿Qué? —preguntó Jack—. Debes admitir que está bien montado. Solo el hecho de que no te hagan esperar ya lo hace único.
—Es limpio, pulcro, agradable —reconoció Laurie—. Pero es obvio que aquí hay un problema, a pesar de la aparente limpieza.
—No me digas que no estás más tranquila.
—Está claro que el EARM no respeta todo este lujo.
—Eres imposible —manifestó Jack con un suspiro—. Todos los hospitales tienen problemas con el EARM.
—Pero no todos los hospitales tienen múltiples casos de neumonía necrotizante provocada por el EARM que mata a las personas como si fuese una epidemia de fiebre hemorrágica parecida al Ébola.
—¡Venga! —dijo Jack—. Vamos a trabajar.
—Esto es un maldito follón —se quejó Franco—. ¿Para esto me has sacado de la cama?
Señaló a través del parabrisas. Delante del edificio de la OCME había un bullicioso grupo de cincuenta o sesenta personas que participaban en una manifestación no autorizada para quejarse por el informe inicial del jefe médico forense referente a la muerte de Concepción López. La mayoría eran hispanos. Llevaban carteles clavados o pegados en mangos de escoba para protestar por un supuesto encubrimiento y para condenar la brutalidad policial contra la comunidad hispana.
—Lo que no puedo entender es qué hacen aquí a esta hora —dijo Angelo.
—Supongo que quieren aparecer en las noticias de la mañana —replicó Franco—. Además, logran más protagonismo si interrumpen el tráfico en hora punta, algo que están consiguiendo.
Muchos de los manifestantes iban hacia la Primera Avenida. Un pelotón de la policía antidisturbios esperaba a que los llamasen para entrar en acción en su autobús aparcado en la calle Treinta. Por el momento, los agentes intentaban mantener a la multitud fuera de la calzada y confinada en una zona delante del edificio, pero con poco éxito.
Franco y Angelo estaban sentados en una furgoneta de la organización Lucia, que solían utilizar para los atracos y los robos en el aeropuerto Kennedy. Habían aparcado entre las calles Veintinueve y Treinta, en una zona donde no se podía aparcar ni esperar, delante de uno de los edificios del Bellevue Hospital. Tenían una buena visión de la entrada de la OCME, excepto por un Range Rover aparcado delante de la furgoneta.
—¿Qué pasa con ese todoterreno? —se quejó Angelo—. ¡Vaya jeta! En esta zona está prohibido aparcar. Es una vergüenza cómo la gente hace caso omiso de la ley.
—¡Tranquilízate! —dijo Franco.
Angelo golpeó el volante varias veces para dar rienda suelta a su furia.
—Con tantos días como hay, ¿por qué han tenido que venir justo hoy a manifestarse?
—Te estás poniendo cada vez más furioso —le advirtió Franco—. ¿Por qué no nos vamos? Con todos estos polis por aquí, por no mencionar a esos locos que protestan, es imposible intentar secuestrarla.
—Al menos quiero verla —dijo Angelo—. Después iremos al Home Depot.
—¿Al Home Depot? —Franco lo miró asombrado—. ¿Qué demonios quieres ir a buscar a una ferretería?
Angelo le devolvió la mirada y enarcó las cejas.
—¡Espera un segundo! —exclamó Franco al recordarlo—. ¡Dime que no vas a ir a comprar un cubo y cemento rápido!
—Vinnie dijo con toda claridad que podía hacerlo a mi manera, y es así como lo haré. Desde que lo vi en aquella película he querido hacérselo a alguien que se lo mereciese, y nadie se lo merece más que Laurie Montgomery. Vinnie estará de acuerdo conmigo.
—Oh, por el amor de Dios —gimió Franco, poniendo los ojos en blanco.
—¡Allí está! —Angelo señaló a través de la ventanilla. Buscó el tirador y consiguió abrir la puerta antes de que Franco tuviese tiempo de sujetarlo por un brazo.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —gritó Franco mientras Angelo intentaba soltarse—. Este lugar está lleno de polis. Es un suicidio ir allí.
Angelo dejó de debatirse, volvió a meter el pie en el interior y cerró la puerta. Sabía que Franco tenía razón. No había forma de poder acercarse a Laurie en aquellas circunstancias. Llevaba toda la mañana tan tenso que había reaccionado por reflejo cuando la había visto bajar de un taxi al otro lado de la calle, dispuesta a evitar a los manifestantes que estaban delante del edificio. Dominado por una aguda y frustrante impotencia, tuvo que limitarse a mirar a Laurie desde quince metros de distancia; vio que se inclinaba de nuevo en el interior del taxi y sacaba un par de muletas. Luego apareció Jack.
—Ese es su amigo —gruñó—. No me importaría cargármelo a él también.
—¡Cálmate! —repitió Franco—. Tengo la sensación de estar sentado al lado de un perro rabioso.
Durante casi un minuto, Laurie y Jack permanecieron a plena vista, algo que puso a prueba la capacidad de dominarse de Angelo, mientras esperaban que cambiase el semáforo. Luego, como un gato obligado a ver pasar a un tentador ratón por delante de su hocico, tuvo que hacer otro esfuerzo para observar su lento avance por la Primera Avenida. Cuando iban a cruzar la calle Treinta, solo los separaba el largo del Ranger Rover aparcado delante.
—Habría sido perfecto, de no ser por la manifestación.
—Quizá sí, quizá no —dijo Franco, con filosofía—. Ahora que la has visto, larguémonos de aquí.
Angelo puso en marcha la furgoneta.
—Estoy pensando que ella me reconocerá con la misma facilidad con la que yo la he reconocido.
—Quizá más —señaló Franco.
—Eso significa que necesitaremos más gente. —Angelo puso la marcha, miró atrás hacia la Primera Avenida y se apartó del bordillo—. Cuando volvamos esta tarde, creo que deberíamos traer a Freddy y a Richie con nosotros.
—Creo que es una buena idea —asintió Franco.
Adam había recorrido la zona alrededor del edificio de la OCME la noche anterior y había ideado un plan para conseguir una identificación positiva del objetivo. Esa mañana había llegado antes de las siete y había aparcado su Range Rover en la zona de aparcamiento prohibido donde tenía la seguridad de que la publicidad comercial del todoterreno obraría su magia habitual. No le había hecho ninguna gracia encontrarse con la manifestación que entonces comenzaba a formarse, no por la multitud y la confusión, sino por la presencia de las furgonetas y los reporteros de la televisión enviados para cubrir el evento. Adam quería a todo coste evitar aparecer en las filmaciones.
Tal como había esperado, habían abierto la puerta principal de la OCME, que había estado cerrada durante la noche. Estaba seguro de que la abrirían por la mañana, porque la noche anterior espió el interior del vestíbulo y vio un mostrador de recepción y otra puerta de cristal más allá.
Una vez dentro, Adam se sentó en un sofá con un ejemplar del New York Times. La recepcionista le preguntó si podía ayudarlo y él le respondió que esperaba a uno de los forenses.
Durante quince minutos, Adam estuvo sentado en el vestíbulo. En ese tiempo entraron varias personas, entre ellas una forense a quien la recepcionista saludó como doctora Mehta. A las otras las llamó por el nombre de pila. También averiguó que el nombre de la recepcionista era Marlene Wilson.
A las siete y cuarto en punto, se abrió la puerta principal y entraron dos personas, una de ellas con muletas. Adam bajó un poco el periódico para espiar por encima de él. La otra parecía ser la que le interesaba. Era de mediana estatura, con los rasgos muy marcados, pelo oscuro con toques dorados y una llamativa tez pálida. Coincidía con los datos de la descripción, aunque fuesen escasos, pero necesitaba estar seguro.
—Buenos días a los dos —saludó la recepcionista para enfado de Adam, porque eso significaba que se vería forzado a seguir el plan B.
No le había costado conocer el modus operandi de la entrada. La recepcionista miraba antes de pulsar el botón para permitir la entrada de los empleados. Una vez en el edificio, el personal utilizaba unas puertas dobles opuestas a las que daban a la calle. En cambio, la única forense que había entrado hasta entonces había salido del vestíbulo por una puerta situada más allá de la mesa de la recepcionista, y para hacerlo había tenido que cruzar la sala y pasar por delante de Adam. La persona que creía que era el objetivo, acompañada por el hombre con las muletas, siguió la ruta de la otra doctora.
—Perdón —dijo Adam—. ¿Es usted la doctora Laurie Montgomery?
Laurie se detuvo un paso más allá de Adam, como hizo Jack, que estaba casi delante de Williamson.
Adam se levantó y miró a Laurie un instante. A juego con la tez pálida, los ojos eran de un color claro azul verdoso. Le preguntó de nuevo si era Laurie Montgomery.
—¿Por qué lo pregunta? —replicó Laurie.
—Soy de la agencia de cobros ABC. ¿Podría decirme si alguna vez ha vivido en la zona del SoHo de Greenwich Village?
Laurie intercambió una mirada de interrogación con Jack.
—No, no soy yo.
—¿Pero su nombre es Laurie Montgomery?
—Sí, pero nunca he vivido en el SoHo.
—Entonces lamento haberla molestado —dijo Adam, y se dirigió hacia la puerta.
—Si me permite la pregunta, ¿por qué busca a esa tal Laurie Montgomery?
—Por una factura telefónica que dejó impagada cuando se marchó.
—Lo siento —dijo Laurie mientras caminaba hacia la puerta de la sala de identificación.
Adam salió a la calle. En aquel momento la protesta estaba en su momento álgido, con los manifestantes caminando formando un círculo delante del edificio, mientras repetían una y otra vez al unísono «¡La brutalidad policial debe cesar! ¡Encubrimiento!».
Con mucho cuidado para evitar cualquier posibilidad de que lo pillara alguna de las cámaras, Adam volvió a su vehículo, lo puso en marcha y pasó bordeando a los manifestantes para ir en dirección norte por la Primera Avenida. Pensó en regresar al hotel para tomarse una segunda taza de café, trazar sus planes y después ir al Metropolitan Museum. Era su visita preferida en su juventud. Estaba totalmente seguro de que no volvería a ver a Laurie Montgomery hasta última hora de la tarde. Dado que aún necesitaba conseguir la dirección de su domicilio, debía confiar en la oficina del forense para obtenerla.