3 de abril de 2007, 4.15 horas
Angela había tenido dificultades para conciliar el sueño. Había intentado leer, pero después de varias horas había renunciado. También había probado con la televisión, que por lo general la hacía dormir en menos de diez minutos, pero en aquella ocasión no fue mejor que el libro. Mientras se esforzaba por prestar atención al programa de tertulias, su mente volvía una y otra vez a sus principales preocupaciones: la falta de capital, la aparente juerga que se había corrido Paul Yang con un ocho-K preparado en su ordenador portátil a un solo clic de ser presentado a la SEC y la posibilidad de que la doctora Laurie Montgomery convirtiese el brote de EARM en un desastre de relaciones públicas, ya fuese desanimando a los médicos y a los pacientes a ir a los hospitales de la empresa o alertando a la SEC de la falta de liquidez, lo que tendría graves consecuencias financieras.
Acabó por renunciar y se tomó un somnífero. Era consciente de que en los últimos meses había estado utilizando los hipnóticos con demasiada frecuencia, pero consideró que estaba justificado. De todas las personas en Angels Healthcare, ella era la única en la que se podía confiar para salir de la actual crisis y salvar la oferta pública de acciones. Para hacerlo necesitaba tener la mente despejada, y no lo conseguiría si no dormía.
Como ocurría últimamente, la pequeña pastilla blanca ovalada obró el milagro, y Angela se sumergió en un sueño profundo, aunque drogado, lleno de inquietantes pesadillas. La peor era verse forzada a caminar por una angosta cornisa de un alto acantilado. No sabía la razón, pero debía llegar al otro lado o se produciría una catástrofe. La cornisa se había ido estrechando poco a poco, y cuando estaba cerca de la meta, su pie resbaló. En el último instante logró sujetarse al borde con las manos. Pese a sus esfuerzos, no conseguía encaramarse de nuevo a la angosta cornisa. Poco a poco, sus dedos y brazos se cansaron y cayó a las profundidades del abismo.
Angela se despertó con el corazón desbocado, pero se tranquilizó al descubrir que estaba viva. Si bien comprendía la causa de la pesadilla, se preguntó de dónde había surgido la idea de estar en un acantilado.
No le hacía ilusión pisar el frío suelo de mármol del baño, pero como no tenía alternativa, se deslizó de debajo de las mantas para mantener la cama lo más caliente posible. Procuró darse prisa, de la misma manera que intentó mantener la mente en blanco. Le preocupaba no volver a dormirse. Calculó que había dormido unas cinco horas.
Los temores de Angela se hicieron realidad. Aunque aún se sentía agotada e incluso drogada, no pudo calmar su mente, que no hizo caso de sus órdenes, y de inmediato empezó a funcionar a tope. Iba a tener un día muy atareado. En primer lugar, quería asegurarse de que los cincuenta mil dólares de Michael habían sido transferidos a la cuenta de la empresa. Luego debía hablar con Bob para saber si Paul había aparecido y, aún más importante, si había presentado o no el ocho-K.
A las cuatro y media de la madrugada, tuvo que admitir que dormir, por muy necesario que fuese, sería imposible. A regañadientes, se levantó y, camino de la cocina, se detuvo ante la puerta de su hija. Después de preguntarse por un momento si valía la pena despertarla, la abrió. Con la luz de la lámpara del pasillo, vio el cuerpo de Michelle, con su precioso pelo negro apartado de su rostro angelical. A media luz, su cutis impecable parecía desprender un resplandor sobrenatural desde el interior.
Por un momento se quedó mirando a su hija como solo puede hacerlo una madre. Sintió una oleada de amor que eclipsaba todos los sufrimientos y rencores asociados con Michael, la ignominia de la bancarrota y la ansiedad que le provocaban todos los problemas con Angels Healthcare. Era una manera de recuperar sus prioridades y saber qué era de verdad importante. Al hacerlo, pensó en la velada de la noche anterior. En aquel momento veía con mucha más claridad que durante la cena con Chet McGovern había disfrutado de un modo totalmente inesperado. Si bien había aceptado con una intención determinada —descubrir si Laurie Montgomery era una amenaza real—, había redescubierto que una conversación sincera y la interacción social con un hombre en apariencia sano podía ser enriquecedora. Nunca había tenido con nadie una discusión franca sobre sus motivaciones, incluida ella misma.
Con el mismo sigilo con que había entrado en la habitación de Michelle, se marchó y entornó la puerta, para dejarla tal como la había encontrado. Michelle siempre quería un poco de luz como un vínculo con el mundo real en la oscuridad de su dormitorio.
Entró en la cocina y preparó la cafetera en silencio. El dormitorio y el baño de Haydee estaban junto a la cocina, y Angela no quería molestarla.
Mientras esperaba a que se encendiese el piloto que indicaba que la cafetera había alcanzado la temperatura y la presión correcta, Angela volvió a pensar en la cena con Chet McGovern. Admitir que había ido a la facultad de medicina en parte como una revancha contra su padre no era muy halagador. Lo que no le había dicho era cuánto había disfrutado en la facultad, sobre todo durante los años pasados en la clínica, ni tampoco cómo había gozado con la residencia médica. La mayoría de sus compañeros habían vivido el período de residencia como un martirio, y en cambio ella creía con toda sinceridad que había sido la mejor experiencia de su vida: la perfecta combinación de servicio y aprendizaje.
El piloto de la cafetera indicó que estaba preparada. Colocó una de las cápsulas selladas en el recipiente, la puso en marcha y el café comenzó a caer en la taza. Hizo una mueca ante el sonido que rompía el silencio del apartamento.
Angela recordó algunos episodios con los pacientes y los familiares durante su residencia y el año que había tenido su consulta privada. Iban de una gran alegría a una enorme tristeza, pero siempre eran humanos. Luego comparó cómo se sentía después de un día de ejercer la medicina con lo que sentía al acabar la jornada en Angels Healthcare, y reconoció qué distintas eran las recompensas. Con la medicina, todo era profundamente personal; al final del día casi siempre podía disfrutar con la realidad de que había ayudado al menos a unas cuantas personas de la forma más directa posible. En la empresa, era algo más vago y tenía que ver con conseguir algún objetivo que, aunque fuera difícil definirlo con claridad, siempre tenía que ver con el dinero.
Se llevó el café al despacho. Era su habitación preferida, con toda una pared llena de estanterías desde el suelo hasta el techo, y una escalera sujeta a un riel a lo largo de la biblioteca. A Angela le encantaban los libros desde la niñez y se sentía orgullosa de no haberse desprendido nunca de ninguno.
Sentada a la mesa, sacó un bloc y comenzó a escribir los problemas a los que se enfrentaba en aquellos momentos y qué intentaría hacer respecto a ellos durante el día. Al escribir el nombre de Paul, pensó en un hombre que tenía dificultades con el alcohol, del que ella no había sabido nada. Desde el punto de vista de directora ejecutiva, la enfurecía que no se lo hubieran comunicado, y le sorprendió que Bob fuese el responsable. Pero después, gracias a sus recientes reflexiones sobre sus estudios, enfocó el problema desde el punto de vista médico y recordó lo difíciles que eran todas las adicciones. Se preguntó si la empresa debía pagar la rehabilitación, algo que podía ser importante si en realidad había recaído. Anotó la idea. Era una cuestión que trataría después de la OPA.
Cuando Angela escribió el nombre de la doctora Laurie Montgomery, hizo una pausa. Había poco que pudiese hacer respecto a ese problema. Estaba en manos de Michael, si es que se podía confiar en su ex marido. La noche anterior, cuando lo llamó para comunicarle las inquietantes noticias referentes a la personalidad de la mujer y que había manifestado la voluntad de resolver el problema de Angels Healthcare con el EARM aunque le fuese la vida en ello, prometió hacer algo al respecto de inmediato. Conociéndolo como lo conocía, no tenía ni idea de si le había dicho la verdad o solo buscaba tranquilizarla. Su intuición le advertía alto y claro que Laurie Montgomery era la mayor amenaza para mantener el problema de las infecciones fuera de los medios, y que no había tiempo que perder. Con todas las dificultades y esfuerzos que estaban pasando con la falta de liquidez, sería trágico si la OPA fracasaba por culpa de una forense demasiado entusiasta.
La mirada de Angela se posó en el teléfono y luego se fijó en su reloj de mesa Tiffany. Eran las cuatro y treinta cinco de la madrugada, una hora poco adecuada para una llamada. No obstante, estaba hasta tal punto segura de la amenaza que representaba Laurie que pensó que debía llamar. Por propia y triste experiencia, sabía que a veces Michael estaba de juerga hasta esa hora, y en numerosas ocasiones incluso hasta las cinco. Mientras se debatía entre hacer o no esa llamada, se justificó pensando en la importancia de iniciar una ofensiva contra Laurie y en que Michael se lo merecía. Siempre que había vuelto a aquellas horas, borracho como una cuba, no solo la había despertado a ella, sino también a Michelle.
Marcó el número con cierto placer vengativo. Mientras sonaba el teléfono, esperó oír el contestador automático, porque él tenía un identificador de llamadas, y ella una línea particular.
Para su sorpresa, él respondió con una voz un tanto ebria.
—Más vale que sea importante —farfulló Michael.
—Michael, soy Angela.
Hubo una pausa. De fondo, oyó una voz de mujer con un fuerte acento de New Jersey que se quejaba y quería saber quién llamaba en plena noche.
—¿Me escuchas? —preguntó Angela. Ahora que lo había despertado, se sentía un poco culpable, pero estaba decidida a no mostrarlo.
—Por amor de Dios. Son las cuatro y media de la madrugada.
—Las cuatro y treinta y cinco, para ser exactos. Me preocupa el problema con la doctora Laurie Montgomery por el cual te llamé anoche.
—Te dije que me ocuparía.
—¿Lo has hecho?
—Te dije que me ocuparía y lo hice. Está solucionado, así que vete a dormir.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? Tiene fama de ser muy insistente.
—No es cuestión de lo insistente que sea. Mi cliente la conoce personalmente. Dijo que estaría muy contento de hablar con ella, y está seguro de que ella comprenderá su posición. Por lo que tengo entendido, la doctora le debe mucho a mi cliente.
La explicación de Michael no tenía mucho sentido, pero su seguridad sí. Angela le dio las gracias y le dijo que se fuera a dormir.