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3 de abril de 2007, 23.05 horas

—¡Eh, imbécil! —exclamó Carlo mientras sacudía con fuerza el hombro de Brennan.

Brennan, que se había quedado dormido y poco a poco se había deslizado sobre el asiento hasta quedar con las rodillas apoyadas en el salpicadero, se sobresaltó al ser despertado con tanta brusquedad y se sentó como empujado por un resorte. Ansioso, buscó más allá del parabrisas la presencia de alguna bestia o algún enemigo. Cuando oyó que Carlo se reía en la penumbra del interior del coche, recordó dónde y con quién estaba. Se dispuso a decirle a Carlo que ya estaba harto de él por esa noche, pero su compañero le señaló algo más allá del parabrisas.

—Creo que nuestros pájaros regresan a puerto —añadió Carlo—. ¡Adelante y al centro! —Había pasado un año y medio en el ejército antes de que lo expulsaran y, aunque detestaba la vida militar, todavía utilizaba de vez en cuando expresiones militares.

Brennan tuvo que forzar la vista para ver más allá del muelle. Un trozo de luna había aparecido sobre el perfil urbano de Nueva York y proyectaba una clara línea de reflejos a través del Hudson. Brennan y Carlo todavía estaban en el Denali aparcado en un desnivel al fondo del aparcamiento del club náutico, a la espera de que Franco y Angelo regresaran.

—No los veo —dijo Brennan. Apenas pronunció esas palabras, un yate de considerable tamaño se deslizó en silencio a través del reflejo de la luna—. Bien, veo un barco. ¿Cómo sabes que son ellos?

—¿Cuántos barcos hemos visto entrar y salir esta noche?

—Sigues sin saber si son ellos —replicó Brennan, mientras alzaba los prismáticos. Con los aumentos, el yate parecía un fantasma cruzando la bruma suspendida sobre la superficie del agua—. ¿No tendrían que llevar unas luces encendidas?

—¿Cómo voy a saberlo?

—¿Qué vamos a hacer?

—Nos quedaremos sentados aquí, miraremos cómo se marchan y veremos si todavía los acompaña la muchacha. Luego iremos a echar una ojeada al barco.

Les pareció que tardaban una eternidad en realizar la maniobra de atraque y en colocar las amarras. Cuando acabaron, Franco y Angelo echaron a andar por el muelle.

Carlo bajó la ventanilla. Incluso a aquella distancia, oyeron que Franco y Angelo conversaban como si hubiesen estado en una fiesta. Todavía reían cuando subieron al Cadillac con alerones de Franco, cerraron las puertas y se marcharon.

—Ha tenido que ser toda una travesía.

—A costa de la muchacha —comentó Carlo mientras ponía en marcha el coche—. ¡Qué par de cerdos!

—No tiene mucho sentido. Me pregunto quién era ella. ¿Por qué tanto esfuerzo? No era nada especial.

—No tiene sentido para nosotros, pero quizá lo tenga para Louie —manifestó Carlo—. ¿Llevas tus herramientas de cerrajero? —le preguntó a Brennan.

—Siempre las llevo conmigo.

—Echemos una rápida ojeada al interior del yate, si puedes abrir la puerta y desconectar el sistema de alarma.

—Lo haré —respondió Brennan con confianza.

Dos de sus principales habilidades eran forzar cerraduras y saber cómo funcionaban los equipos electrónicos, incluidas las alarmas y los ordenadores. Había ido a una escuela técnica de electrónica después de que lo expulsaran del instituto.

Carlo aparcó más o menos en el mismo lugar donde lo había hecho Franco. Sacó una linterna de la guantera antes de salir del coche. Avanzaron en silencio, disfrutando del chapoteo de las olas contra los pilotes. Cuando llegaron a la pasarela del Full Speed Ahead, Carlo titubeó. Miró atrás a lo largo del muelle.

—Espero que no hayan olvidado nada y deban regresar.

—¿Quieres que vuelva y mueva el coche?

Carlo sacudió la cabeza.

—Estaremos atentos, así tendremos tiempo de sobra para reaccionar. Este no es el único barco del muelle.

Subieron al yate.

—Comienza por la puerta —dijo Carlo—. Yo vigilaré.

—Bonito barco —comentó Brennan. Luego se detuvo—. ¿Para qué crees que sirve esa pila de bloques de cemento?

—Tres intentos y los dos primeros no cuentan, tonto.

Brennan miró los bloques y sintió un escalofrío al pensarlo.

Se acercó a las puertas de cristal doble que daban al interior del barco y sacó el estuche con las pequeñas herramientas de cerrajero. No había mucha luz, pero tampoco la necesitaba. Forzar cerraduras era algo que se hacía casi solo con el tacto.

—¿Cómo lo ves? —preguntó Carlo.

Estaba sentado en la borda en popa desde donde tenía una buena visión de la entrada del club náutico y de todo el aparcamiento.

—Está chupado —respondió Brennan.

Dos minutos más tarde había forzado la cerradura, pero aún tenía que ocuparse del primitivo sistema de alarma. Resuelto el problema, llamó a su compañero.

Carlo utilizó su linterna para echar una rápida ojeada al interior de la cabina principal. Señaló las copas en el bar.

—Estuvieron bebiendo. Eso explica el buen humor.

—¿Qué pasará si encontramos a la muchacha? ¿Qué vamos a hacer?

—Tendremos que improvisar. —La luz de la linterna alumbró los escalones y el pasillo hacia proa. Después de mirar de nuevo hacia la entrada, que apenas podía verse porque el barco contiguo era casi tan grande como el yate donde estaban, Carlo bajó la escalerilla y entró en la cocina y la zona de comedor. A paso rápido para no perder de vista el muelle, cruzaron la cocina y siguieron por el pasillo que iba a proa. Carlo abrió todas las puertas, pero los camarotes estaban vacíos y en orden hasta llegar al último. Allí, las sábanas de la cama de matrimonio estaban desordenadas, y había una toalla abandonada sobre el lecho.

—Yo diría que esta es la escena del crimen —opinó Carlo. Alumbró con la linterna el resto del camarote, que por lo demás estaba en perfecto orden—. La muchacha no está. Es lo que habíamos venido a averiguar, así que ahora vámonos.

Retrocedieron deprisa. Carlo no se sintió tranquilo hasta que vio de nuevo el muelle y el aparcamiento a popa del barco. Todo estaba tranquilo. Se volvió hacia Brennan.

—Se me acaba de ocurrir una idea. ¿Es muy difícil esconder un aparato rastreador en este yate?

—Es fácil —respondió Brennan—. ¿Qué tipo de dispositivo rastreador te interesa: uno que registre exactamente dónde ha estado el barco o uno que lo rastree en tiempo real y te permita ver adónde va?

—El segundo —dijo Carlo, entusiasmado con la idea.

—Eso está hecho. Podemos instalar un dispositivo del tamaño de una baraja en algún lugar del barco, y después fijar la señal para que podamos seguirla por internet.

—Muy bien. Llamemos primero a Louie.

—Oh, vamos —suplicó Angelo—. Tampoco está tan lejos.

—Falta poco para la medianoche y estoy agotado —dijo Franco.

Estaban en el túnel Lincoln y regresaban a Nueva York; Franco tenía la intención de cruzar Manhattan para ir al túnel de Queens.

—Quiero pasar por el Neapolitan —continuó Franco—. La fiesta no tardará mucho en acabar, y quiero asegurarme de que Vinnie sepa que la secretaria ya es historia.

—Solo tenemos que desviarnos veinte manzanas. Quiero ver si ella vive en el mismo lugar, porque si es así, será muy sencillo.

No puedes imaginar cuánto he esperado para poder vengarme. Cumplí dos condenas en la cárcel por esa perra, me encerraron por culpa de su maldito novio y es la responsable de que mi rostro tenga este aspecto.

Franco miró a Angelo en la penumbra del coche. Se había acostumbrado a sus horribles cicatrices. Se preguntó si de haberle ocurrido a él habría logrado acostumbrarse.

—¿Cuánto tardaríamos? —insistió Angelo—. Diez minutos, quince como máximo.

—Bueno, de acuerdo —aceptó Franco a regañadientes.

Veinte minutos más tarde, el gran coche negro de Franco circulaba a paso de tortuga por la calle Diecinueve; Angelo iba inclinado para ver las fachadas. La última vez que había estado allí fue diez años atrás, pero la experiencia se le quedó grabada a fuego en la memoria. Estaba seguro de que recordaría el edificio, pero no conseguía verlo.

—¿Cuál es, por el amor de Dios? —preguntó Franco.

Había tomado la decisión de sacrificar ese tiempo porque, por un momento, se había apiadado de Angelo, pero se le estaba acabando la paciencia a la vista de que su compañero estaba tardando una eternidad en algo tan sencillo como encontrar el edificio correcto. Antes, Angelo le había asegurado que no sería un problema.

—¡Allí está! —exclamó Angelo de pronto. Señaló.

—¿Estás seguro? —Franco miró el edificio que Angelo le señalaba. Era de ladrillo, y estaba en un estado de conservación lamentable, al igual que las casas vecinas—. ¿Cómo lo sabes?

—¡Confía en mí! Lo sé.

Mientras Angelo se apeaba del coche, Franco aprovechó para recordarle que la visita solo era un rápido reconocimiento. Angelo hizo un gesto por encima del hombro para indicar que lo había oído.

Angelo miró hacia lo alto del edificio. Las luces del apartamento del quinto piso estaban encendidas. La doctora Laurie Montgomery vivía en el apartamento de atrás: el 5 B. Angelo abrió la puerta y entró en el vestíbulo. En cuanto lo hizo, recordó cómo su loco compañero, Tony Ruggerio, disparaba en aquel vestíbulo a una mujer que ambos habían creído que era la doctora Laurie Montgomery pero que resultó ser otra persona. Tony fue una pesada carga como compañero, pero no había tenido elección; finalmente, la temeridad del tipo hizo que lo matasen.

Con la ilusión de encontrar su recompensa, Angelo miró los nombres junto a los timbres. Para su gran decepción, el nombre para el timbre del 5 B era Martin Soloway.

Después de haberse ilusionado tanto, Angelo sintió una momentánea parálisis. Pero después recordó que sabía dónde trabajaba la mujer, y su estado de ánimo cambió de inmediato, aunque un segundo después el entusiasmo se enfrió de nuevo ante la posibilidad de que después de doce años ella hubiera cambiado de trabajo y se hubiese trasladado a otra ciudad de la misma manera que había dejado su antiguo apartamento. Con un humor que fluctuaba entre el entusiasmo sin límites y un estado cercano a la depresión, Angelo volvió al coche.

Las cicatrices limitaban la variedad de expresiones faciales de Angelo, pero Franco había aprendido a interpretar los cambios sutiles. Supo de inmediato que Angelo estaba desilusionado.

—¿Ya no está allí? —preguntó Franco.

—Ya no está allí —confirmó Angelo.

Luego le comentó su preocupación ante la posibilidad de que hubiese dejado la ciudad.

—¡Vamos, anímate! Tiene que estar aquí. De lo contrario no estaría causando problemas.

Aunque no lo reflejaban sus movimientos faciales, Franco supo que el humor de Angelo había cambiado a mejor.