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3 de abril de 2007, 21.45 horas

Adam Williamson conducía su Range Rover tan a gusto como llevaría un ajustado guante de cuero forrado de cachemira. La fabulosa Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven había estado sonando durante los últimos ciento sesenta kilómetros, y el asombroso coro final estaba a punto de comenzar. Llevaba el volumen casi al máximo, así que era como si estuviese sentado en el centro de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Cuando se inició el coro, cantó en alemán al unísono con los cantantes profesionales. Era tan conmovedor que sintió cómo se le ponía la carne de gallina en la espalda y las extremidades. Era casi orgásmico.

Con una asombrosa precisión, las notas de la sinfonía se apagaron cuando Adam realizó un amplio giro de trescientos sesenta grados a la derecha que lo llevó a las cabinas de peaje de la entrada al túnel Lincoln, la comunicación entre New Jersey y Nueva York. Después de pagar el peaje entró en el túnel.

La siguiente selección fue un CD de Bach; los sonidos de los instrumentos de cuerda y del clavicordio eran el excelente final a la majestuosa obra de Beethoven, y los dedos de Adam comenzaron a golpear suavemente el volante al compás de la música.

Había sido un viaje agradable desde Washington hasta Nueva York, pero Adam estaba ansioso por llegar y llevar a cabo su misión. Sabía muy poco de su objetivo, tal como prefería, algo que la gente para la que trabajaba apreciaba. En su actual estrategia de trabajo, demasiado conocimiento solo servía para complicar las cosas. Lo único que necesitaba era un nombre, una dirección, ya fuese del trabajo o del domicilio, y algunas fotos. Si no había ninguna foto disponible, le bastaba con una descripción. En aquellas misiones en las que no había fotos y solo una descripción, siempre se tomaba un poco más de tiempo. No era el tipo de persona que toleraba errores, así que la preparación le llevaba más tiempo. La actual misión resultaba ser una de aquellas sin fotos, y por tanto se reservó tres días por si surgía alguna dificultad con la identificación.

El Range Rover salió del túnel en el corazón de Manhattan. Adam no había estado en Nueva York desde que había vuelto de Irak. Mientras circulaba en dirección norte por la Octava Avenida, observó la ciudad con absoluta indiferencia, algo que no era extraño, dado que era así como lo observaba todo entonces. En su juventud, incluso cuando estaba en la universidad, había ido a la ciudad en numerosas ocasiones con entusiasmo; primero con su familia y después solo, y en una ocasión con su prometida. Pero en aquel momento le pareció como si la avenida, con sus tiendas vulgares, perteneciese a una vida anterior; y en cierto modo, así era. En sus años de juventud era una persona totalmente distinta. Es más, dividía su vida entre AI y DI, iniciales que correspondían a «antes de Irak» y «después de Irak». El Adam Williamson AI era un joven caballero discreto, educado, de una inteligencia brillante y muy apuesto; encajaba perfectamente como miembro de una familia de clase alta de Nueva Inglaterra. Había ido a un famoso internado, le habían enseñado buenas maneras y a respetarlas, y después había ingresado en Harvard, como habían hecho su padre, su abuelo y todos sus antepasados hasta el momento en el que el Mayflower llegó a la costa en Plymouth, Massachusetts.

El principio del paso de AI a DI no fue una revelación sino el horrible atentado del 11S, que sacudió el cómodo y previsible mundo de Adam como si un planeta se hubiese salido de su órbita. En el instante en que el primer avión se estrelló contra la torre norte del World Trade Center, Adam estaba cepillándose los dientes en el dormitorio de la Harvard Business School, donde estudiaba todos los intríngulis de la economía, un paso obligado en su formación para cuando llegase el momento de asumir el control de la entidad financiera propiedad de su familia.

Contra los deseos de sus padres y de su prometida, que estudiaba derecho, Adam, impulsado por un súbito celo mesiánico de salvar a Estados Unidos y a la democracia, insistió en presentarse voluntario al ejército. Su carácter, que lo llevaba a hacerlo todo con la máxima entrega, junto con su condición de atleta —había sido miembro de uno de los mejores equipos de lacrosse de ámbito nacional además de un buen jugador de polo—, hizo que una vez en el ejército, que para él era un mundo desconocido, se pusiera como meta convertirse en miembro de las fuerzas especiales. Siempre espoleado por su perfeccionismo, no tuvo suficiente, y no se dio por satisfecho hasta convertirse en miembro de la Fuerza Delta.

Adam disfrutó con el entrenamiento y las dificultades, como si la instrucción, de por sí, fuese a ayudar a la causa de la democracia. Pero cuando lo enviaron al frente, entrar en combate le provocó una terrible conmoción, porque Adam era más cerebral que físico. En su segunda misión nocturna en Irak, se vio obligado a matar a puñaladas a otro ser humano, y su reacción le asombró y le sorprendió. La experiencia desencadenó un trascendental sentimiento de culpa y tristeza, que ocultó a sus camaradas. Para superar lo que él consideraba una debilidad y un fallo, hizo todo lo posible en las siguientes misiones por dar muerte a sus enemigos. Con el tiempo, y entre el horror y el alivio, llegó a aceptar lo que estaba haciendo y también que se había convertido en una auténtica máquina de matar con poca o ninguna respuesta emocional. No era algo que lo hiciera feliz ni sentirse orgulloso. Solo se trataba de lo que creía que esperaban de él.

Adam giró a la derecha en Columbus Circle; los Conciertos de Brandeburgo de Bach parecieron muy apropiados con la súbita aparición de Central Park, con sus árboles en flor que daban un bienvenido alivio a la ciudad dura, angular y casi toda de cemento. La ruta de Adam lo llevaría a lo largo de Central Park sur hasta Madison Avenue, donde giraría al norte. Una vez allí, no tenía más que dar la vuelta a la manzana para llegar a su destino, el hotel Pierre, un hito de la época dorada de Nueva York.

El Pierre era el hotel donde Adam se había alojado siempre desde su primera visita a la ciudad en la infancia, e incluso cuando estudiaba en la universidad. En este viaje, había insistido en alojarse allí, para enfado de sus jefes. Su supervisor había insistido en que se alojara en un lugar menos vigilado y donde pudiese tener el Range Rover a su disposición inmediatamente. Pero Adam se había mantenido firme. Tenía curiosidad por saber si sentiría alguna nostalgia. No lo creía. Era como si sus experiencias en Irak, sobre todo las misiones encubiertas, hubiesen acabado con todas las emociones después de presenciar y participar en unas atrocidades que antes de Irak ni siquiera hubiese podido imaginar. Lo más preocupante era que había llegado a disfrutar con lo que estaba haciendo, incluso con los asesinatos.

Su experiencia en Irak tuvo un desastroso final. Ocurrió durante una desafortunada acción encubierta que salió mal. Él y el resto de su equipo fueron atacados por el fuego amigo del grupo que ellos mismos habían pedido como apoyo. Él no murió, como los demás, pero se fracturó una pierna y perdió el conocimiento. Totalmente indefenso, lo capturaron las mismas personas que el comando debía matar o capturar.

A pesar del supuesto entrenamiento como prisionero de guerra, Adam no estaba preparado para el sufrimiento de su cautiverio. Su pierna nunca recibió la atención adecuada y era una fuente de constante dolor. Pero lo peor fue que lo torturaron repetidamente, y en cada ocasión estaba seguro de que le dispararían o lo decapitarían.

Aunque le habían explicado que el síndrome de Estocolmo era una respuesta psicológica habitual, se sorprendió cuando le ocurrió a él. Después de varios meses, comenzó a identificarse con sus captores y su retorcida ideología. Incluso participó en un vídeo que se transmitió por la cadena de televisión Al Jazeera donde defendía la causa de los insurgentes y criticaba los motivos de Estados Unidos para intervenir en Irak. Su mente había sido manipulada hasta tal extremo que cuando, en secreto, lo intercambiaron por detenidos insurgentes tras una negociación con un agente del FBI, no sabía si alegrarse o lamentar su liberación y el regreso a su patria. De forma intuitiva, supo que nunca podría volver a su vida anterior; eso quedaba descartado.

Adam giró a la izquierda en la calle Sesenta y uno, y a media manzana se detuvo delante de la marquesina de entrada del Pierre. El portero se llevó la mano al sombrero y abrió la puerta del Ranger Rover.

—¿Se alojará aquí, señor?

Adam se limitó a asentir mientras se apeaba del coche. Siguió al portero hasta la parte de atrás del vehículo e insistió en llevar él mismo la bolsa de tenis que contenía sus herramientas de trabajo. En cambio le dejó llevar la pequeña maleta con sus efectos personales.

—¿Necesitará el vehículo esta noche? —preguntó el portero mientras le abría la puerta del hotel.

Adam asintió de nuevo.

—Muy bien, lo tendré aquí junto a la puerta —dijo el portero mientras le señalaba la recepción.

Adam no necesitaba ninguna indicación, porque el vestíbulo apenas había cambiado a lo largo de los veinte años que habían transcurrido desde que él se alojaba en el hotel intermitentemente; Se detuvo un momento ante la mesa de centro con arreglos florales que había en medio de la alfombra, y miró aquel entorno conocido, incluido el salón elevado a la derecha y el mobiliario de estilo inglés del siglo XIX.

Tal como había esperado, no sintió nada. La escena no le provocó la menor emoción. Era como si sus recuerdos perteneciesen a la vida de alguna otra persona.

Después de registrarse, el recepcionista llamó a un botones y le dijo:

—Héctor, este es el señor Bramford de Connecticut. Por favor acompáñalo a su habitación. Por cierto, señor Bramford, le hemos preparado una habitación con una bonita vista del parque.

Bramford era una de las varias identidades que Adam llevaba para aquella misión, junto con la documentación pertinente. Sus supervisores en Washington tenían una discreta empresa de seguridad con sucursales en las principales ciudades del mundo, y Adam trabajaba para ellos en misiones especiales como contratista independiente. Los clientes para aquel trabajo, todos antiguos abogados y políticos, tenían contactos en las más altas esferas del gobierno, así que obtener las falsas identidades había sido algo bastante sencillo.

—Por aquí, señor Bramford —dijo Héctor, señalando hacia los ascensores.

El interior del ascensor era de un exclusivo estilo francés; Adam lo recordó inmediatamente al entrar en la cabina. Su frivolidad junto con su limpieza eran algo tan lejano de su experiencia bélica que se maravilló al pensar que estaban en el mismo planeta que Irak. Mientras subía en el lujoso ascensor, pensó en el enorme contraste de aquella situación con el momento de ser liberado. Entonces lo recogieron en pleno desierto vestido solo con unos calzoncillos sucios y cojeando sobre la pierna deformada.

En cuestión de horas, lo llevaron en avión hasta Alemania, donde volvieron a romperle y a recomponerle la pierna, y comenzó el tratamiento por lo que llamaron una variante de desorden de estrés postraumático. Con ayuda de los psiquiatras, hizo grandes progresos que le permitieron enfrentarse a la ansiedad, a la incapacidad para concentrarse, a la falta de alegría y a las dificultades para dormir. Tuvo menos éxito en volver a interesarse por cualquier cosa relacionada con su vida anterior, que incluía recuperar los vínculos con la familia, con la empresa, con su prometida, o con sus estudios en Harvard. Tampoco asimiló la pérdida de la camaradería con sus compañeros de la Fuerza Delta y el exclusivo y adictivo riesgo de cometer un asesinato.

Su psiquiatra se sentía frustrada por lo que consideraba una falta de progreso del paciente, hasta que le propuso una nueva estrategia: que aceptase aquello en lo que se había convertido a través de su experiencia militar en lugar de intentar reprimirlo o eliminarlo. Fue ella, que residía en Alexandria, Virginia, quien presentó a Adam al fundador y director ejecutivo de Risk Control and Security Solutions, que se mostró muy interesado en su entrenamiento en las fuerzas especiales y en su experiencia como prisionero de guerra. Para proteger su identidad, establecieron una relación de empleo que no se reflejaba en sus libros. A cambio, ellos le pagaban muy bien.

El ascensor del Pierre se detuvo. Héctor dejó que Adam saliera primero y se adelantó para abrirle la puerta de la habitación. Se la mostró brevemente, le explicó cómo usar los sencillos servicios de entretenimiento y le señaló la ubicación del mini bar. Luego salió de la habitación, después de agradecer obsequiosamente la propina de Adam.

Durante unos minutos, Adam permaneció frente a la ventana que daba a Central Park. La parte más visible era la pista de patinaje, brillantemente iluminada en el centro de la zona más oscura del parque. Se apartó de la ventana, dejó la bolsa de tenis que llevaba al hombro y la abrió. En el interior había una selección de sus armas de fuego preferidas, muy bien envueltas en toallas y sujetas con cinta adhesiva. Las desenvolvió una a una y comprobó que todas estuvieran en el mismo estado de funcionamiento que cuando las envolvió. Satisfecho de que su arsenal no hubiera sufrido ningún daño durante el viaje, sacó una hoja de papel de un bolsillo interior. En ella aparecía el nombre del objetivo, una breve y sin duda inútil descripción y una dirección un tanto extraña: la de la oficina del jefe médico forense de la ciudad de Nueva York.