3 de abril de 2007, 21.05 horas
En el lavabo del entresuelo del Cipriani en el SoHo, Michael cerró el móvil y rechinó los dientes. Había ido con un par de amigos y tres chicas de New Jersey al discreto club privado que funcionaba en el segundo piso. Cuando sonó el móvil y vio que era Angela atendió la llamada, pero incapaz de escuchar nada por el estruendo de la machacona música disco, había escapado al lavabo. En ese momento lamentaba haberlo hecho.
Con gran esfuerzo, Michael resistió la tentación de golpear la pared cubierta de grafitos, afortunadamente, dado que la pared era de ladrillo y cemento, y no contrachapado.
—¡Mierda! —gritó Michael tan fuerte como pudo.
Dentro de aquel reducido espacio, el sonido rebotó en las paredes en una explosión de energía acústica, e hizo que los oídos de Michael pitaran en señal de protesta. Se sujetó a los lados del único lavabo y tensó los músculos como si fuese a arrancarlo de la pared. Poco a poco, dejó que su mirada se alzase y se miró en el espejo. Tenía un aspecto terrible. Su cabello engominado se levantaba en un extremo como si una descarga de diez mil voltios le hubiese sacudido el cuerpo, y sus ojos parecían los de Drácula.
Luego resolló. Estaba furioso pero se controlaba. La muy zorra de su ex le había endosado otro problema, como si fuese un maldito lacayo. De no haber estado metido en aquello hasta las cejas, le habría dicho con placer que se fuera a tomar por el culo, pero no podía. Tenía que resolverlo, y la única manera era ir a Queens y suplicar a los pies de Vinnie, calzados con sus zapatos bien lustrados.
De pronto, cedió a su impulso y dio un golpe contra la pared, aunque fue lo bastante astuto como para usar la palma, y no el puño, de forma que la fuerza del golpe se repartió sobre un zona mayor. De todos modos, le ardía la mano cuando la apartó.
Más calmado después del golpe, abrió el teléfono. Con dedos temblorosos, marcó el número privado del móvil de Vinnie. Era el que Vinnie llevaba día y noche.
—Dime que por una vez me llamas para darme una buena noticia —dijo Vinnie con aquella voz absolutamente tranquila que Michael tanto temía.
Michael recordó la vez que había utilizado aquella misma voz cuando despidió a un hombre. Luego, en cuanto el tipo se perdió de vista, Vinnie le hizo un gesto a Franco, que también se marchó. Aquel fue el final del hombre, al que nunca más nadie volvió a ver.
—Tengo que hablar contigo —dijo Michael con toda la tranquilidad de que fue capaz.
—¿Esta noche? —preguntó Vinnie sin perder la calma.
De fondo, Michael podía oír las alegres conversaciones y la voz de Frank Sinatra cantando, una clara indicación de que aún estaba en el Neapolitan.
—Cuanto antes mejor —respondió Michael—. Lamento molestarte, y no lo habría hecho de no ser importante.
—Bueno, tú mismo, Mickey, pero no tardes. Cuanto más tarde se hace, menos tolerante soy con los fallos, si es eso lo que vas a venir a decirme.
Michael se puso a tope. Volvió al club, que estaba vacío salvo por sus dos amigos y las tres muchachas de Jersey, porque el local no se animaba hasta después de las once, y les dijo que tenía una reunión importante pero que volvería. Luego bajó de dos en dos peldaños la escalera de incendios que se utilizaba como entrada al club, subió a su Mercedes aparcado al otro lado de la calle, y arrancó. Como estaba en el centro, tomó por el puente Williamsburg y siguió por la autovía hasta la calle Ciento ocho en Corona. En poco más de veinte minutos, tenía al Neapolitan a la vista.
Se había calmado mucho durante el breve trayecto. Incluso había estado pensando en un plan B por si Vinnie se negaba sin más a ayudarlo como había hecho por la mañana. No había encontrado ninguna alternativa aceptable, y eso significaba que debía convencer a Vinnie como fuese. El razonamiento había sido válido mientras Michael conducía, pero ahora que cruzaba la calle y se disponía a enfrentarse a Vinnie, sus miedos se multiplicaron.
Se detuvo delante de la puerta e intentó pensar en una introducción apropiada. Pensó que podía intentar apelar a la vanidad de Vinnie, que al menos era un blanco seguro. Con esta idea, Michael entró y se deslizó entre la cortina.
El restaurante estaba lleno de invitados a la fiesta de cumpleaños. El techo aparecía cubierto con globos y había serpentinas por todas partes. La pequeña pista de baile era un mar de confeti, y había un gran cartel detrás del bar con las palabras «Feliz cumpleaños Victorio». Vinnie ocupaba la misma mesa a la que había estado sentado por la tarde, con Carol a su lado. Michael no reconoció a sus otros amigos. Frank Sinatra continuaba cantando.
Cuando Michael miró a Vinnie, casi dio un salto; de repente se sintió animado. Se reía con tantas ganas que las lágrimas caían por sus mejillas. Michael permaneció donde estaba con la esperanza de cruzar una mirada con el agasajado, pero transcurridos cinco minutos fue evidente que no iba a suceder. Con desgana, caminó en dirección a la mesa. Reconoció a unas cuantas personas, pero la mayoría eran desconocidas. Michael advirtió que Franco y Angelo no estaban presentes, aunque vio a Freddie y a Richie en el bar. Cuando ya estaba cerca, consiguió por fin llamar la atención de Vinnie, y se sintió complacido al ver que la sonrisa se mantenía. Vinnie lo presentó, y Michael, obediente, estrechó las manos de todos. Luego Vinnie se disculpó, hizo un gesto a Michael para que lo siguiera y fue hacia el fondo del restaurante, mientras saludaba a algunos de los invitados con un gesto y estrechaba las manos de otros. Pasaron por la cocina, donde en medio de una actividad frenética el personal estaba terminando de preparar los entrantes. Al fondo había una puerta que daba a un despacho. Vinnie entró sin llamar. Paolo Salvato, el propietario, lo miró desde su silla al otro lado de la mesa, sorprendido.
—Paolo, amigo mío —dijo Vinnie—. ¿Podríamos utilizar tu despacho un momento?
Paolo se levantó en el acto.
—Por supuesto. —Salió de detrás de la mesa y desapareció en la cocina, sin olvidar cerrar la puerta.
—Bien, Mickey —dijo Vinnie—. ¿Cuál es ese nuevo problema que no puede esperar hasta mañana?
Con la intención de halagar el ego del mafioso, Michael comenzó diciendo que era algo que solo Vinnie podía resolver. Luego resumió lo que Angela le había dicho: que había una doctora —una médico forense, para ser precisos— que de pronto había asumido la responsabilidad de resolver el problema de las bacterias en los hospitales Angels. Señaló que aquello era una complicación grave, ya que si esa doctora acudía a los medios, la oferta pública de acciones sería un fracaso. Acabó manifestando que alguien muy persuasivo debía hablar con ella y convencerla para que, por su interés, desistiera.
Para alivio de Michael, Vinnie no lo había interrumpido ni había cambiado de expresión mientras escuchaba aquel rápido resumen. Pero cuando Michael acabó, de la forma más inesperada, Vinnie ladeó la cabeza y con una impenetrable sonrisa irónica preguntó:
—¿Por casualidad el nombre de la doctora es Laurie Montgomery?
—Así es —respondió Michael con asombro y no poco desconcierto.
—Oh, qué tragedia —exclamó Vinnie, que aplaudió la mar de contento.
—¿Conoces a esta persona?
—Oh, sí —contestó Vinnie con toda tranquilidad—. La señorita Montgomery y yo tenemos un viejo asunto pendiente. Me causó un gran problema con mi esposa a causa de la funeraria de su hermano, y, por si eso fuera poco, consiguió que me llevaran a juicio y me condenaran a dos años de cárcel. Para mí eso significa que nos conocemos el uno al otro. Pero ¿sabes quién tuvo más problemas que yo con esa zorra?
—No tengo ni idea —dijo Michael. Estaba atónito y agradecido por aquella inesperada pero favorable situación.
—¡Angelo! Hace quince años, ella fue la responsable de que su rostro se quemara hasta tal punto que estuvo a punto de morir.
Vinnie metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar el móvil. En su impaciencia, el teléfono parecía resistirse. Cuando consiguió liberarlo, se apresuró a marcar. Franco respondió. Vinnie puso en marcha el altavoz.
—¿Qué estáis haciendo vosotros dos? Disfrutando del viaje, ¿no?
—Nos hemos divertido —dijo Franco—. La primera parte de la noche fue un tocacojones, pero la segunda parte lo compensó. Los peces ya tienen alimento.
—Fantástico. ¿Angelo está ahí?
—Lo tengo a mi lado.
—Pásamelo.
La voz característica de Angelo sonó en el teléfono. Dado que apenas podía mover los labios, las pes, las des, las emes y las tes tenían un claro sonido apagado.
—Angelo —dijo Vinnie—. Qué pensarías si te dijera que la doctora Laurie Montgomery… La recuerdas, ¿verdad?
En lugar de responder, Angelo se limitó a reír de forma despectiva y mordaz.
—¿Qué pasaría si te dijera que está poniendo en peligro un importante trato, y que tú y Franco deberíais hablar con ella para hacerla entrar en razón como hicisteis ayer con el señor Yang?
Angelo volvió a reírse, pero esta vez con evidente alegría.
—Te diría que ni siquiera tienes que pagarme. Lo haré gratis, siempre y cuando pueda hacerlo a mi manera.
—¿Sabes qué? Frankie estaba cantando esa canción hace unos minutos aquí en el Neapolitan. Parece que se te han otorgado tus deseos.
Vinnie cortó la llamada. Puso un brazo sobre los hombros de Michael y lo guio de nuevo a través de la cocina.
—Por lo visto, este también es tu día de suerte. El problema del ocho-K está resuelto, y puedes dejar de preocuparte por Laurie Montgomery. No está mal para una noche de trabajo.
Michael se limitó a asentir para indicar que lo había entendido. Se había quedado mudo. Veinte minutos más tarde, después de haber tomado una copa de vino en la mesa de Vinnie, estaba sentado al volante de su coche, todavía asombrado por lo impredecible que era la vida.