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3 de abril de 2007, 19.17 horas

Angela salió a paso rápido a la Quinta Avenida por la puerta principal de la Trump Tower y se sumó a los numerosos peatones que caminaban hacia el sur. Mientras esperaba que cambiara el semáforo en la calle Cincuenta y seis miró su reloj. Ya llegaba tarde para su cena de las siete y cuarto con Chet McGovern. Tuvo la sensación de que últimamente no hacía más que correr y llegar tarde. La presión era implacable. Sabía que no podía tomarse el tiempo para una cena relajada, pero la coincidencia de haber tenido un enfrentamiento con la doctora Laurie Montgomery y la insistente invitación a cenar por parte de uno de sus colegas el mismo día era una oportunidad que no podía desaprovechar. Le preocupaba que Laurie Montgomery pudiese ser en aquel momento la mayor amenaza para el secretismo con el que Angels Healthcare había conseguido ocultar el problema con el EARM y la consiguiente falta de liquidez. Angela necesitaba saber hasta qué punto representaba un peligro para sus planes.

Cuando cambió el semáforo, la mente de Angela volvió a su otro gran problema. Paul Yang aún no había regresado; antes de salir del despacho, Angela se lo había preguntado a Bob. Sin duda la habría llamado si el contable se hubiese puesto en contacto con él, pero Angela quería estar segura. Habría sido agradable poder tachar una de sus preocupaciones. Después de preguntarle por Paul Yang, había aprovechado para averiguar si lo había arreglado todo con Michael respecto a los cincuenta mil dólares. Le había respondido que se habían hecho todos los trámites pertinentes excepto recibir el dinero, que esperaba que llegaría por la mañana.

La última cosa de la que Angela había tenido que ocuparse antes de salir del despacho fue de una discusión entre Cynthia Sarpoulus y Herman Straus, el director del Angels Orthopedic Hospital. Cynthia exigía mantener cerrado el quirófano de David Jeffries otras veinticuatro horas, mientras Herman quería tenerlo disponible. Su razonamiento era que se habían realizado cuatro intervenciones después de la de Jeffries, sin que hubiese habido ninguna infección, y el quirófano se había limpiado a fondo. Cynthia, en cambio, quería esperar otro día para comprobarlo de nuevo antes de dar luz verde. En circunstancias normales, el director jefe de gestión, Carl Palanco, se habría encargado del problema, pero la irascible Cynthia había amenazado con dimitir, lo que obligó a Angela a hacer de mediadora. No quería perder a su experta en control de infecciones cuando el EARM seguía siendo una amenaza potencial.

En la calle Cincuenta y cuatro, Angela dobló a la izquierda y aceleró el paso. A pesar de todos los problemas y las presiones, estaba decidida a disfrutar de la cena aunque, como todo lo demás, estaba relacionada con el trabajo. Después de todo, visto por el lado positivo, era uno de sus restaurantes favoritos.

Cruzó la puerta principal y después la puerta interior, se quitó el abrigo y lo entregó a la persona encargada del guardarropa. Al acercarse a la recepción, esperó ver a alguno de los dos propietarios. No lo sabía a ciencia cierta, pero sospechaba que eran hermanos. Al que esperaba ver, dado que hacía las funciones de jefe de comedor, era el elegante italiano con el omnipresente traje de corte perfecto, la impecable camisa blanca, la atrevida corbata de seda con el pañuelo de bolsillo a juego y el pelo oscuro lacio y un tanto largo. El otro era un hombre fornido que exudaba testosterona, y que podría haber interpretado el papel de gánster en una serie. Vestía de una manera mucho más informal, y sin embargo imponía un respeto que despertaba cierto temor. Por lo general estaba detrás de la barra del pequeño bar; cuando Angela entró en el comedor vio que efectivamente estaba allí. La saludó con un gesto y la llamó por su nombre. Antes del desastroso problema del EARM, Angela solía ir a ese restaurante casi todas las semanas, pero a la hora de comer, no a la hora de cenar. No tardó en darse cuenta de que los hermanos debían de turnarse por las noches, porque al mediodía era cuando el restaurante estaba más lleno.

Uno de los camareros también la reconoció. Era un joven italiano con una encantadora sonrisa que también la saludó por su nombre. Con un gesto grandilocuente le señaló la primera mesa de la esquina.

—Su invitado ya está aquí.

De pie detrás de la mesa, Chet saludó con la mano y le dedicó una sonrisa de bienvenida.

Mientras Angela se acercaba, lo evaluó. Había olvidado su encantadora y despreocupada sonrisa, además de su atractivo juvenil. Nunca habría sospechado que era médico, y menos todavía forense. Durante sus estudios, la patología no había sido su materia preferida. No pudo evitar preguntarse por qué alguien escogería hacer carrera en esa especialidad.

Cuando llegó a la mesa, Chet la sorprendió al adelantarse y darle un beso en la mejilla. Ella se lo devolvió sin mucho entusiasmo. Después de todo, era una cena de trabajo, aunque él no lo supiera.

—Gracias por venir, dado lo ocupada que está.

—Gracias por la invitación. No estoy segura de que hubiese cenado de no haber sido usted tan insistente.

—Como dije, tiene que comer.

Se sentaron.

—Lo primero es lo primero —dijo Chet—. Yo invito.

—Creo que voy a llevarme la mejor parte de este encuentro —respondió Angela. Sabía que, acorde con su calidad, el San Pietro no era barato.

Mantuvieron una conversación superficial durante un rato, después de que Angela llamara al camarero. Estaba dispuesta a que la velada fuese breve.

El joven y sonriente camarero se acercó y recitó una impresionante lista de más de una docena de aperitivos especiales y otra docena de entrantes. Luego les entregó las cartas.

—Eso ha sido increíble —susurró Chet a Angela—. ¿Cómo logra recordarlo todo?

Después de haber elegido, y pedir una botella de Brunello de 1995, reanudaron la conversación. Como la noche anterior, Angela pensó que Chet era un magnífico conversador y disfrutó con su humor y refrescante sinceridad. Era, como él mismo admitió sin tapujos, un incorregible galán. Sin embargo, al reconocerlo con tanta sinceridad, lograba evitar una vulgar superficialidad. De nuevo, como había ocurrido en el encuentro anterior y a pesar de todas las presiones a las que estaba sometida, empezó a divertirse. Por supuesto, el vino ayudaba mucho, porque era realmente delicioso, hasta el punto de hacerla sentirse un poco culpable. No dudaba que la botella costaba lo suyo.

Mientras Angela seguía la conversación intentando que no se notara su verdadero interés por acudir a aquella cena, que era descubrir todo lo posible acerca de Laurie Montgomery, se aprovechó de la sinceridad de Chet para preguntarle por qué había estudiado medicina y había elegido ser forense.

—¿Quiere la versión oficial o la verdad? —preguntó Chet con una de sus traviesas sonrisas.

—¡La verdad! —respondió Angela con una exagerada convicción. Bebió otro sorbo del delicioso vino.

—La mayoría de las personas, prácticamente el noventa y ocho por ciento, estudian medicina porque de verdad están motivadas para ayudar a las personas. Yo no. No tenía ni idea de qué quería hacer hasta que llegué a octavo.

—¿Qué pasó?

—Uno de mis amigos, a quien yo consideraba bastante empollón, me refiero a que era presidente del club de ajedrez, de pronto decidió que de verdad quería ser médico, y por la razón habitual. ¿Sabe usted qué pasó?

—Me muero por saberlo.

—Pues que de un día para otro se hizo muy popular entre las chicas. No podía creerlo. Fue como una metamorfosis. Incluso la chica con la que yo intentaba ligar, Stacey Cockburn, quería salir con Herbie Dick[5]. De verdad, ese era su nombre. No bromeo.

Angela contuvo una carcajada.

—Así que yo también quise ser médico —continuó Chet—. Funcionó. Dos semanas más tarde llevé a Stacey al baile del sábado por la noche.

—¿Pero esa fue motivación suficiente para que estudiase medicina?

—Lo fue para mí. Siempre me había gustado la biología, así que la medicina no iba en contra de mis intereses. Además, tener un objetivo claro a esa edad era tranquilizador. Mis padres y mis hermanas estaban como locos con la idea de que algún día fuera médico, porque en una pequeña ciudad del Medio Oeste, un doctor es considerado todavía como un individuo hasta cierto punto respetable.

—Vale —dijo Angela—. Pero ¿por qué forense?

—Porque me gustan los enigmas y aprender cosas nuevas. Para mí, eso es la medicina forense. Además, en la facultad me di cuenta de que no era muy bueno con los pacientes, sobre todo cuando estaban vivos.

Angela asintió con una sonrisa. Desde el punto de vista filosófico lo comprendía, pero no tanto lo de tener que hacer autopsias.

—De acuerdo, es su turno —manifestó Chet—. ¿Por qué escogió ser empresaria?

Angela titubeó un momento, mientras pensaba si le interesaba responder. Su primer impulso fue eludir la pregunta con una respuesta intrascendente, pero la sinceridad de Chet, sus recientes dudas sobre las motivaciones, y quizá incluso el vino, la inclinaron hacia la sinceridad.

—Supongo que debería hacerle la misma pregunta que me ha formulado a mí. ¿Quiere la versión oficial o la sincera?

—La sincera, por supuesto.

—En realidad nunca quise ser una empresaria, al menos hasta hace cinco años.

—¿Qué quería ser?

—Quería ser médico.

—¿No es coña? —preguntó Chet con una sonrisa insegura en el rostro.

—No es coña —dijo Angela—. Era parte de la manada. Pertenecía al noventa y ocho por ciento que ha mencionado. Quería atender y si era posible curar a la gente. Puede sonar demasiado sensiblero, pero incluso tenía la intención de llevar la medicina a los barrios más desfavorecidos, como una especie de moderno doctor Livingstone.

—¿Por qué no lo hizo?

—Sí que lo hice. Recorrí todo el camino: hice la residencia en medicina interna, cursé la especialidad y abrí una consulta en Harlem.

Chet se echó atrás en la silla y dejó el tenedor en el plato. Por un momento se quedó sin palabras. Había intuido desde el momento en que había entablado conversión con Angela en el gimnasio que había algo especial en ella, pero nunca habría adivinado que era doctora. La sorprendente noticia desafió su autoestima, dado que ser doctora y empresaria de alto nivel desde luego superaba que él solo fuese médico. Pero al mismo tiempo, la noticia aumentó su interés por Angela.

—¿Está sorprendido? —preguntó Angela. Parecía como si hubiesen disparado un cañonazo al lado de Chet.

—Estoy atónito.

—¿Por qué?

—En realidad no lo sé —tartamudeó Chet.

—Yo también estoy sorprendida —admitió Angela—. Pero quizá mis razones para estudiar medicina no fueron tan altruistas como siempre había creído.

—¿Ah, no? —Chet se inclinó hacia delante—. ¿Por qué no?

—Parte de los motivos por los que quise ir a la facultad de medicina, y supongo que cuidar de las personas, porque eso es lo que por lo general haces después de licenciarte, fue vengarme de mi padre.

—¿De verdad?

—De verdad —repitió Angela.

En realidad, sentía el mismo asombro por la afirmación respecto a su padre que el propio Chet. No era porque esa idea no hubiese pasado vagamente por su mente en algunas ocasiones a lo largo de los años, sino porque nunca había abordado de verdad la cuestión.

—Perdóneme si le parece que soy demasiado indiscreto —dijo Chet mientras se acomodaba en la silla—. ¿Por qué quería vengarse de su padre? No sé por qué, me había hecho a la idea de que había disfrutado de una infancia idílica.

—Lo fue en apariencia —respondió Angela. De nuevo se sorprendió de sí misma. Era una persona reservada, y estaba admitiendo cosas que solo había confiado a unas pocas amigas íntimas de la facultad—. Era muy importante para mi padre que lo pareciese. Pero nuestra familia perfecta tenía sus secretos. —Hizo una pausa, poco segura de si quería continuar—. Espero no aburrirlo. ¿Está seguro de que quiere escuchar esto?

—¡Oh, vamos! —se quejó Chet—. Estoy fascinado. Y no se preocupe, no saldrá de aquí.

—Se lo agradezco. —Angela bebió un sorbo de vino, pensó un momento y después añadió—: Por desgracia, mi padre abusó de mí, no en un sentido sexual sino emocional. Por supuesto, yo no lo sabía, pues era una niña. Solo fue después de alcanzar la madurez, si es que he llegado a ella. Cuando era muy joven, era la niña de los ojos de mi padre. Lo recuerdo muy bien, y yo estaba loca por él. Pero reservado como era en sus emociones y siempre pendiente de las apariencias, el coste para mí y para mi madre fue terrible; exigía una fidelidad como la de un perro. Mientras fui su pequeña muñeca, todo fue perfecto. El problema fue que mientras crecía y en el momento en que comencé a manifestar cierta autonomía como persona, se apartó de mí y dejaba caer comentarios sobre que yo lo abandonaba, algo que me hizo sentir muy culpable. Durante un tiempo intenté desesperadamente complacerlo, pero continuamente lo decepcionaba a medida que mis intereses se alejaban de mi hogar y se centraban más en mis amigos y en la escuela. Mi pobre madre, que tuvo que permanecer siempre fiel, quizá sufrió más que nadie, porque mi padre pareció aburrirse de ella y tuvo la habitual crisis de la mediana edad, con aventuras y alcohol. Por supuesto, nunca aceptó su responsabilidad. Nos culpaba a las dos y afirmaba que nadie se preocupaba por él. Por alguna razón que nunca comprenderé, mi pobre madre permaneció a su lado hasta que él se divorció para irse con una mujer más joven.

—Lo siento por usted —manifestó Chet—. Es trágico que las personas como su padre puedan ser sus peores enemigos. Es obvio que su padre debería haberse sentido orgulloso de sus logros, no amenazado por ellos. Pero ¿cómo influyó esto en su deseo de ir a la facultad de medicina?

—Mi padre era un dentista bastante reconocido y muy bueno, pero había admitido en uno de sus escasos momentos de sinceridad que hubiera querido ser médico pero que no había podido ingresar en la facultad. Para complacerlo, cuando yo tenía diez u once años le dije que estudiaría medicina, cosa que no era del todo una sorpresa, porque uno de mis juegos infantiles preferidos era jugar a enfermeras o médicos, que en aquel momento creía que eran la misma cosa.

—Estaba siendo clarividente. Año a año, los dos campos se acercan cada vez más. La mayor diferencia ahora es que las enfermeras trabajan mucho más y los médicos se forran.

Angela sonrió, pero se sentía incómoda por su propio relato. Nunca había hablado, ni siquiera a sí misma, con tanta sinceridad.

—¿Así que parte de su motivación para estudiar medicina fue el deseo de vengarse de su padre? —preguntó Chet.

—Creo que sí. Fue una manera gratificante de obtener algo así como una revancha. Que me licenciara en medicina fue para él tal ofensa que no asistió a mi graduación.

—No sé si acabo de creerme esta teoría —comentó Chet.

—¿Por qué?

—Porque después hizo una residencia como médico interno, que es una de las más duras y exige mucho compromiso.

—De todas maneras, no ejerzo.

—¿Por qué?

—La verdad es que mi consulta se fue a la quiebra. Me endeudé considerablemente debido a que los reembolsos de Medicaid tardaban demasiado en llegar o eran inexistentes, y los de Medicare eran demasiado bajos para cubrir el déficit.

—Vaya —exclamó Chet—. Comparada con la suya, mi vida ha sido una continua fiesta. En mi infancia, mis momentos de mayor sufrimiento emocional eran cuando alguno de los chicos mayores daba un puntapié a mi calabaza de Halloween. Mis padres todavía están juntos, y mi padre asistió a todos los acontecimientos deportivos y graduaciones que tuve desde el jardín de infancia en adelante.

—Con esos antecedentes de tanta estabilidad, ¿cómo es que se ha convertido en un Casanova? Espero que no le importe que se lo pregunte, porque tampoco sé si es verdad. Anoche se le veía tan desenfadado cuando me abordó, y su discurso parecía tan ensayado…

—No es más que una actuación. —Chet se rio—. Siempre estoy muy nervioso por dentro y temeroso ante la posibilidad de un rechazo. Llamarme Casanova me da más crédito del que merezco. Casanova tenía éxito; por lo general yo no, aunque cuando ya he salido con una mujer media docena de veces, necesito volver a ir de cacería. Si eso es un problema o no, no lo sé. Comenzó en la facultad, cuando tenía que trabajar además de ir a clase. No tenía tiempo para una relación seria porque una relación de ese tipo exige tiempo. —Chet se encogió de hombros—. Creo que la semilla se plantó entonces.

—Bueno, suena sincero.

—Sincero, sí; admirable, desde luego no. Me gustaría decir que no he encontrado a la mujer adecuada, pero no puedo porque por lo general no mantengo la relación el tiempo necesario para descubrir si lo es.

—¿Alguna vez ha tenido una relación duradera?

—¡Oh, sí! Casi todo el tiempo que estuve en la universidad. Mi novia y yo teníamos planes para que ella me siguiese a Chicago, donde cursaba la carrera, pero en el último minuto me dejó por alguien de aquí, de Nueva York.

—Lo siento.

—Todo vale en la guerra y el amor.

—Quizá aquel episodio lo afectó más de lo que cree.

—Quizá —admitió Chet. Luego, para cambiar, de tema y volver a ella, añadió—: Mencionó que estaba divorciada. ¿Quiere hablar de ello?

Angela titubeó. Por lo general, evitaba hablar de su divorcio, no solo porque por naturaleza era una persona reservada, sino porque aquel lamentable asunto todavía la enfurecía después de seis años. No obstante, dado que Chet había sido tan abierto y ella le había hablado de otros asuntos privados, dejó a un lado su habitual reticencia.

—Hacia el final de la facultad me enamoré como una colegiala de un hombre que creí que era la antítesis de mi padre. Por desdicha, no fue así. Se sentía amenazado por mi título de médico. También tenía aventuras y le gustaba pegarme.

—Eso es intolerable y no hay excusas que valgan —declaró Chet—. Y lo digo porque en el depósito vemos más casos de violencia doméstica de lo que la gente cree.

El camarero apareció de pronto para llevarse los platos, y después les preguntó si tomarían postre. Chet miró a Angela.

—No soy muy aficionada a los postres —confesó ella.

—Tampoco yo —dijo Chet—. Pero un capuchino sería el colofón perfecto.

—Yo me acabaré el vino —dijo Angela, señalando la botella. El camarero le sirvió el resto y se llevó la botella vacía.

—Muy bien —dijo Chet reclinándose en la silla—. Su consulta en la ciudad fue a la quiebra. ¿Cuándo fue eso?

—En 2001 —contestó Angela—. Si la suerte me acompaña, aquel año será mi nadir. Me refiero a que no pudo ser peor. Mi consultorio se fue a la ruina y me divorcié, dos desagradables experiencias que no recomiendo a nadie. Fue un año que no me gustaría volver a vivir.

—Lo supongo. ¿Cómo hizo la transición de la medicina privada a ejecutiva de una empresa? Por cierto, ¿cuál es su posición, consejera médica?

—Soy la fundadora y directora ejecutiva.

Reapareció la sonrisa irónica de Chet, y sacudió la cabeza en una muestra de incredulidad.

—¡Es usted increíble! ¡Fundadora y directora ejecutiva! Estoy asombrado. ¿Cómo ocurrió?

—La bancarrota fue un desastre humillante, pero tuvo una virtud salvadora. Hizo que me diera cuenta del enorme poder que la economía tiene en la medicina. Eso era algo que más o menos sabía antes de la quiebra, pero no en la medida en que lo supe después. En cualquier caso, tenía la idea de hacer algo al respecto, pero la facultad no me enseñó nada acerca de la economía médica. Es más, no sabía nada de economía o empresa, que es algo en lo que, por desdicha, se ha convertido la atención médica, así que volví a la universidad y me licencié en empresariales en Columbia.

Chet echó la cabeza hacia atrás y se dio una palmada en la frente.

—Ya está bien —suplicó—. No puedo seguir escuchando. Está logrando que me sienta un auténtico inútil.

—Es una broma, ¿no?

—Supongo —admitió él—. Pero señora, tiene usted un currículo asombroso.

Llegó el camarero con el capuchino de Chet.

—Tengo una pregunta para usted —dijo Angela al caer en la cuenta de que, absorta en la conversación, no había abordado el tema que la había llevado a aquella cena.

—Dispare.

—Quería preguntarle por la doctora Laurie Montgomery.

—¿Qué le gustaría saber?

—¿La considera una persona persistente y dispuesta a hacer su trabajo, o cree que es una de esas que empiezan una cosa y nunca la terminan?

—Lo primero, por supuesto. La considero como una de las personas más persistentes que conozco, tanto ella como su marido. Algunos de los demás médicos forenses los catalogan como unos trabajadores compulsivos que hacen que los demás parezcamos unos haraganes.

Angela sintió que se le tensaban los músculos del vientre. Había deseado y esperado que Chet dijera algo que mitigase sus preocupaciones, no que las avivara.

—La he conocido hoy. No ha sido en las mejores circunstancias. Durante aproximadamente un mes hemos tenido que enfrentarnos a un brote de estafilococos resistentes a la meticilina en los procesos posquirúrgicos, lo que nos ha obligado a realizar un esfuerzo extraordinario para controlarlo, incluso hasta el punto de contratar a una epidemióloga y especialista en control de infecciones.

—Laurie me mencionó el problema. También me recordó que yo me había ocupado de uno de sus casos.

—No me diga.

—Sí. Vino a mi despacho para recoger el expediente del caso, que yo había hecho unas semanas atrás, aunque todavía estaba a la espera de algunos resultados del laboratorio. Ella acababa de hacer uno similar esa mañana. Creo que ambos eran de uno de sus hospitales.

—¿Dijo algo de qué iba a hacer al respecto, si es que pensaba hacer algo? Me refiero a que ya estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos. Yo misma he dado carta blanca a nuestra especialista en control de infecciones.

—Bueno, puede estar tranquila porque Laurie dijo con toda claridad que iba a resolver su problema aunque le fuese la vida en ello.

A Angela se le secó la garganta. Bebió un sorbo de vino.

—¿Utilizó exactamente esas palabras?

—Por supuesto.

De pronto Angela deseó dar por terminada la velada. Aunque antes de empezar a hablar de Laurie Montgomery se había divertido más de lo que había imaginado, ahora tenía un problema que no podía esperar. Sin preocuparse por parecer precipitada, dejó la copa, dobló la servilleta y la dejó sobre la mesa. Luego, con una gran alharaca, consultó su reloj.

—¿Por qué tengo la sensación de que nuestra deliciosa velada está a punto de terminar? —comento Chet con un toque de melancolía—. Confiaba en que estaría dispuesta a caminar una calle hacia el norte para tomar una copa en el elegante Saint Regis King Cole Bar.

—Esta noche no. El deber me llama —respondió Angela—. Pidamos la cuenta, y ¿qué tal si vamos a medias?

—Oh, no —dijo Chet—. Esta vez invito yo. Lo he dejado claro desde el principio.

—De acuerdo, si insiste…, pero ahora, si me perdona, tengo que volver a mi despacho. Debo hacer una llamada.

Angela apartó la silla y se levantó. Chet hizo lo mismo. El súbito fin de la velada lo había dejado desconcertado.

—Volveremos a hablar muy pronto —le aseguró Angela, y extendió la mano, que Chet estrechó.

—Eso espero.

Con una última sonrisa, Angela cruzó el comedor, recogió su abrigo en el guardarropa, y después de dirigir una última mirada y un gesto a Chet, salió presurosa del restaurante.

Chet se sentó lentamente. Su mirada se cruzó con la del camarero, que se encogió de hombros en una muestra de solidaridad.