3 de abril de 2007, 17.25 horas
—¿Cómo vamos a hacer este trabajo? —le preguntó Angelo a Franco.
Estaban en el coche de Franco, después de haber aparcado en el lado izquierdo de la Quinta Avenida entre las calles Cincuenta y seis y Cincuenta y siete. Había una hilera de enormes pilones de cemento en la acera, al parecer para proteger la Trump Tower de los vehículos. La entrada principal del edificio estaba detrás de ellos, y los obligaba a mirar por encima del hombro para mantener vigilada la zona.
—Buena pregunta —respondió Franco—. Esta no es la misión más fácil que me hayan encomendado. ¿Cuál era la descripción?
Angelo le entregó la hoja de papel.
—Te toca a ti vigilar la entrada —añadió Franco. Se volvió para leer deprisa la descripción—. Supongo que dependemos del pelo. Pero soy incapaz de imaginar cuál puede ser el aspecto de una rubia con reflejos verde lima. Casi asusta.
—Creo que la estatura nos dará una pista, al menos al principio —señaló Angelo. Le resultaba más fácil mirar hacia atrás desde el asiento del copiloto—. Es difícil ver el color del pelo con este ángulo del sol, y hay mucha gente que sale. Supongo que es la hora en que cierran las oficinas.
—Si no la vemos pronto, comenzaré a creer que la hemos perdido.
—Eso no me preocupa —dijo Angelo—. Tengo un mal presentimiento respecto a este encargo.
—Oh, vamos, no seas pesimista —le reprochó Franco—. Disfruta del desafío. Por cierto, ¿dónde tienes el Rohypnol y el gas anestésico que te dio el doctor Trevino?
—Las píldoras están en mi bolsillo, y el gas debajo del asiento trasero junto con las bolsas de plástico. Es increíble lo deprisa que hace efecto. Dos segundos, y la persona está dormida.
—Desde luego no podremos utilizar el gas aquí a plena luz del día. Bueno, quizá ya no es tan a pleno día.
—Por supuesto que no, pero puede ser útil si monta un escándalo una vez que la tengamos en el coche. No quiero verme obligado a dispararle aquí dentro.
—Diablos, no —exclamó Franco—. Me estropearía el tapizado. Déjame ver las píldoras.
Angelo metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un sobre tamaño carta y se lo dio a Franco, que apretó los bordes del sobre y miró el contenido. Había diez pequeñas píldoras blancas en el fondo.
—¿Cuántas tienes que usar? —preguntó Franco.
—El doctor dijo que solo una. Todo lo que tienes que hacer es echar una en un cóctel, y veinte minutos después podrás dispararle.
—¿Por qué te ha dado tantas?
—No lo sé. Quizá creyó que podríamos divertirnos con las restantes.
Franco dio la vuelta al sobre y echó la mitad de las pastillas en su mano. Se las guardó en el bolsillo de la chaqueta y devolvió el sobre a Angelo.
—Si usamos una esta noche y funciona, puede que lo intente.
—Promete ser una gran velada —comentó Angelo. Viagra para ti y Rohypnol para tu querida.
—Creo que uno de nosotros debería ir hasta allí y echar una ojeada a todos los que salen —dijo Franco sin hacer caso del comentario—. Así será menos probable que la perdamos.
—No es mala idea —opinó Angelo—. ¿Qué vamos a hacer cuando la veamos? No podemos llevárnosla por la fuerza con toda esa gente cerca.
—¿Qué me dices de tu placa de policía de Ozone Park? Siempre has dicho que funcionaba de maravilla.
—Así es, pero no es lo mismo en medio de una multitud. La gente se envalentona cuando hay otros cerca. Podría comenzar a gritar, y hay montones de polis en la zona.
—Lo he visto. Me sorprende que todavía no nos hayan echado.
—Esto pasa por hablar. Ahí viene uno.
Franco miró por encima del hombro. Un policía fornido con una gran barriga iba hacia ellos con el talonario de multas en la mano.
Franco miró a Angelo y de nuevo al policía. En diez segundos estaría junto a la puerta.
—Me bajo. Da una vuelta a la manzana.
—¿Por qué no me bajo yo?
—Porque yo soy quien manda. Asegúrate de tener encendido el móvil, y sobre todo no me estropees el coche.
Franco se bajó del vehículo.
—Buenas noches, agente —saludó. El agente llegó en el momento en que Franco se erguía en toda su estatura.
—Aquí no se puede aparcar ni esperar —le informó el poli mientras miraba a Franco y después se inclinaba para mirar a Angelo.
—Solo me estaba dejando aquí —le explicó Franco mientras se inclinaba a su vez para hacerle un gesto de despedida a Angelo.
Su compañero se movió en el asiento para ponerse al volante. Franco cerró la puerta con cuidado.
—Eh —gritó el poli de pronto cuando Angelo puso el coche en marcha. Angelo se detuvo con el corazón en la boca—. ¡El cinturón de seguridad!
—Gracias, agente —respondió Angelo con voz tensa después de bajar la ventanilla hasta la mitad.
También a Franco se le había acelerado el corazón. Con un claro alivio, sonrió al policía y luego caminó hacia el norte para dirigirse a la entrada principal de la Trump Tower.
Amy Lucas miró el reloj colgado en la pared frente a su mesa. Con gran alivio vio que por fin marcaba las cinco y media, la hora de irse. Había pasado el día con una mezcla de ansiedad y tedio. La ansiedad se la había provocado que la llamaran al despacho de la presidenta ejecutiva y la interrogaran sobre el paradero de Paul. Hasta entonces, nunca había visto a la presidenta ejecutiva, y mucho menos la había llamado a su despacho. Aunque había sospechado que sería por algo relacionado con Paul, no estaba del todo segura. Siempre le preocupaba que la despidieran, no porque hubiese hecho algo para merecerlo, sino porque no podía permitirse que la dejasen sin empleo. La necesidad económica la volvía un poco paranoica, y sus finanzas ya estaban bastante comprometidas debido a las contribuciones para mantener a su madre en una residencia. Luchaba mes tras mes para no estar en números rojos.
La ausencia de Paul también había sido motivo de ansiedad. Llevaba trabajando para él desde hacía unos diez años; incluso lo siguió cuando él renunció a su anterior trabajo para ir a Angels Healthcare, unos cinco años atrás. Cuando no se presentó ese día a las diez de la mañana, Amy pensó que algo no iba bien, porque Paul Yang, como la mayoría de los contables, era muy preciso y metódico, a menos que hubiese estado bebiendo. Esa era la preocupación. A medida que pasaba el día y él no se presentaba ni llamaba, empezó a creer que estaba en una de sus juergas, como solía hacer antes de entrar a trabajar en Angels Healthcare, y eso la entristecía. En el empleo anterior había vivido situaciones difíciles, porque tenía que inventarse excusas con mucha frecuencia para justificar sus ausencias; incluso en una ocasión lo rescató de un motel inmundo.
Después del incidente del motel, él vio la luz, y de la noche a la mañana se sintió motivado para dejar el alcohol. Solo Amy sabía que había asistido a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y había permanecido sobrio desde entonces. Había esperado que se mantuviese apartado del alcohol, pero en aquel momento, a las cinco y media de la tarde, estaba segura de que había recaído.
Si, tal como creía, era verdad que él había vuelto a beber, lo atribuía a la tensión a la que había estado sometido debido a aquel estúpido formulario ocho-K y todo ese lío respecto a si lo presentaban o no. Sabía que Paul estaba alterado porque se lo había dicho con toda claridad, pero no le había explicado los motivos. Amy no era contable, ni tampoco había ido a la escuela de secretariado. Había aprendido mucho por su cuenta, aunque había cursado los estudios adecuados en el instituto y era muy buena con el ordenador.
Algún tiempo después, escribió el ocho-K en el portátil de Paul, este la llamó a su despacho y, como si hubiese una gran conspiración en marcha, le dio un lápiz USB donde estaba archivada una copia del ocho-K.
—Quiero que tengas esto —le susurró—. Guárdalo en algún lugar seguro. En un archivo adjunto está la página web de la Securities and Exchange Commission.
—Pero ¿por qué? —le preguntó ella.
—¡No preguntes! Solo guárdalo por si me ocurre algo.
Amy recordaba haberle mirado a los ojos. Su jefe estaba siendo tan melodramático que creyó que bromeaba; siempre había tenido sentido del humor. Pero al parecer no bromeaba, porque ella salió del despacho y nunca más se volvió a mencionar el lápiz USB.
Ahora, mientras se disponía a marcharse a su casa, abrió el bolso, sacó el lápiz USB y lo miró como si esperara que fuese a decirle algo. No pudo menos que preguntarse si la ausencia de Paul era motivo suficiente para presentar el ocho-K. Nunca le explicó qué había querido decir con aquello de «por si me ocurre algo». Desde luego, irse de copas entraba en la categoría de que algo le estaba ocurriendo, pero Amy no lo tenía claro. Guardó el lápiz USB de nuevo en el bolsillo lateral del bolso y lo cerró. Antes de salir se preguntó si debía llamar a casa de Paul. Lo había estado pensando durante todo el día, pero no estaba segura de si debía. Incluso se había planteado llamar a una de sus ex novias cuyo número aún tenía, pero decidió no hacerlo porque, hasta donde sabía, no estaba en contacto con esa mujer desde hacía cinco años. Lanzando un suspiro, se dijo que con tantas dudas lo mejor era no hacer nada en lugar de hacer algo que pudiese empeorar el problema. Con ese pensamiento, apagó la lámpara del escritorio y salió del despacho.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Carlo sacudiendo la cabeza. Estaba desconcertado.
—No tengo ni la más remota idea —contestó Brennan.
Carlo y Brennan estaban en el todoterreno Denali negro de Carlo, aparcado en el lado derecho de la Quinta Avenida en Grand Army Plaza. A su derecha tenían la fuente Pulitzer con la estatua de la Abundancia en toda su gloriosa desnudez.
Habían empezado a seguir a Franco y a Angelo en el mismo momento en que salieron del restaurante Neapolitan. Desde una distancia prudencial en el aparcamiento de Johnny’s, bromearon sobre los dos matones de Lucia, mientras intentaban decidir cuál de los dos tenía el aspecto más raro. Para ellos, Franco parecía un halcón con su rostro afilado y los ojos saltones, mientras Angelo parecía sacado de una película de terror con sus grandes cicatrices faciales.
—Vaya pareja —comentó Carlo mientras dejaba el sándwich en la bandeja del salpicadero y ponía el coche en marcha.
Seguir a la pareja fue sencillo, dado que el coche de Franco destacaba por sus grandes alerones y las ruedas con bandas blancas. El único momento problemático sucedió en el puente de Queensboro, donde se detuvieron en un semáforo y perdieron de vista el coche de Franco. Después de unos instantes de ansiedad, consiguieron encontrar a su presa gracias al semáforo en el lado de Manhattan del puente. Desde allí siguieron hasta la Quinta Avenida sin ningún problema, hasta que Franco aparcó de pronto un poco más allá de la entrada a la Trump Tower.
Franco aparcó tan precipitadamente que Carlo tuvo que continuar y girar a la derecha en la calle Cincuenta y cinco, y dar la vuelta a la manzana. La maniobra también les preocupó un poco ante la posibilidad de perderlo, pero al regresar a la Quinta Avenida vieron que el coche de Franco seguía aparcado en el mismo lugar.
Durante los siguientes treinta y cinco minutos, Carlo y Brennan permanecieron junto a la Abundancia desnuda y vigilaron el coche de Franco con unos prismáticos que Brennan había tenido la precaución de traer. No podían ver gran cosa, solo dos siluetas que conversaban animadamente moviendo las manos. Mientras esperaban, se acabaron los sándwiches que habían comprado en Johnny’s. Sin saber adónde irían o cuánto tiempo les llevaría, habían aprovechado la ocasión para comer algo.
La vigilancia se estaba haciendo aburrida, hasta que ambos hombres se irguieron un poco cuando el agente de policía se acercó al coche.
—¿Qué está pasando? —preguntó Carlo. Brennan tenía los prismáticos en ese momento.
—No lo sé. Solo están hablando.
—¡Déjame ver! —dijo Carlo mientras cogía los prismáticos de su colega, que estaba más abajo en la jerarquía de la organización. Carlo y Brennan se conocían desde hacía muchos años porque habían vivido en el mismo barrio y habían ido juntos al instituto.
—Franco viene hacia nosotros —anunció Carlo mientras continuaba mirando a través de los prismáticos.
—¡Eh, atención! —exclamó Brennan—. ¡Angelo se marcha! ¿Qué debemos hacer?
—Vamos a quedarnos con Franco —respondió Carlo—. Se ha detenido en la entrada principal de la Trump Tower. Creo que está esperando a que alguien salga del edificio.
—¿Qué pasa con Angelo? Podría bajar y vigilar a Franco mientras tú sigues a Angelo.
Carlo negó con la cabeza.
—Yo creo que Angelo solo ha ido a dar una vuelta a la manzana. Vamos a quedarnos donde estamos. Empiezo a pensar que están planeando secuestrar a alguien.
—Es una locura con tanta gente por aquí, por no hablar de los polis.
—No te lo discuto —manifestó Carlo, y luego se apresuró a añadir—: Creo que ha visto a la persona que busca. Acaba de arrojar el cigarrillo a la alcantarilla.
—¿Quién es, hombre o mujer? —preguntó Brennan.
Miró los prismáticos y tuvo que contener el impulso de arrebatárselos a Carlo. Después de todo, él había sido quien había tenido la idea de llevarlos.
—Creo que debe de ser aquella muchacha con el abrigo verde. Está tomando un taxi, y él también. Estoy seguro de que está cabreado porque Angelo no está a la vista.
Carlo arrojó los prismáticos al regazo de Brennan y puso el Denali en marcha.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Brennan mientras buscaba a Franco y a la muchacha—. Dios, esa chica parece tener doce años. ¿Por qué Franco y Angelo van a por ella?
—No tiene mucho sentido.
—¡Vaya! La muchacha ha cogido un taxi y está a punto de dejar colgado a Franco. ¿Debemos seguirla a ella o quedarnos con Franco?
—Nos quedaremos con Franco, idiota.
Brennan apartó los ojos de los prismáticos y miró furioso a Carlo. No le gustaba que lo llamaran idiota.
—Franco es un tipo afortunado. Él también ha conseguido un taxi. Sujétate. Empezamos la carrera.
—Debe de estar bromeando —dijo el taxista, que se volvió para mirar a Franco, sentado en el asiento trasero—. «Siga a ese taxi». Es la primera vez que lo oigo fuera de las películas. ¿Lo dice de verdad o es una broma?
—No es ninguna broma —respondió Franco—. No pierda de vista aquel taxi y ganará una propina de veinte dólares.
El taxista se encogió de hombros y se dedicó a conducir. Una propina de veinte dólares bien valía un poco de esfuerzo.
Franco, que botaba en el asiento trasero, tenía problemas para manejar el móvil. Renunció por un momento y forcejeó con el cinturón de seguridad. Una vez que lo enganchó, ya no salía arrojado de un lado a otro con violencia, sobre todo porque los saltos habían disminuido un poco después de coger velocidad. Aun así, costaba marcar los números, pues el conductor cambiaba constantemente de carril.
—¿Dónde estás? —preguntó Franco en el momento que Angelo atendió la llamada.
—Estoy atascado en la Sexta Avenida en dirección norte. ¿Dónde estás tú?
—En un taxi que va hacia el sur por la Quinta. El pájaro ha volado.
—De acuerdo. Tan pronto como pueda, iré hacia el sur.
Franco cerró el teléfono. Estaba enfadado consigo mismo por dos razones: tendría que haber tenido un plan cuando la chica o mujer, o lo que fuese, apareció. Más importante aún, tendría que haber insistido en que llevaran el vulgar Lincoln Town Car de Angelo en vez de su querido Cadillac. La idea de que Angelo le estropease el coche o incluso le hiciese una rascada en el tráfico de la hora punta de Nueva York lo angustiaba.
—Lo estamos alcanzando —lo avisó el taxista, orgulloso—. ¿Quiere que me ponga a la par?
—¡No! —se apresuró a decir Franco—. Permanezca detrás.
Los dos taxis avanzaron deprisa por la Quinta Avenida, gracias a que pillaban todos los semáforos en verde. Franco comenzó a preguntarse si Paul Yang le había dicho la verdad sobre que ella vivía en New Jersey, y si era cierto, si tenía la intención de salir por la noche, cosa que complicaría la situación.
Los temores de Franco se disiparon cerca de la Biblioteca Pública de Nueva York, cuando el taxi de Amy redujo la marcha para girar a la derecha. Franco se relajó un poco al intuir que se dirigían hacia la terminal de autobuses de la autoridad portuaria.
Abrió de nuevo el teléfono y llamó a Angelo.
—¿Dónde estás? —preguntó, como había hecho antes.
—Acabo de doblar hacia el sur por la Séptima Avenida —respondió Angelo—. ¿Dónde estás tú?
—Ahora vamos hacia el oeste. Estoy casi seguro de que vamos hacia la terminal de autobuses, pero lo sabré mejor cuando lleguemos a la Octava Avenida.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé, dado que no estoy seguro de si tú estarás en la zona. Supongo que tendré que seguirla hasta la terminal y tomar el autobús con ella.
—Sí, bueno, eres afortunado.
—Que te follen —dijo Franco. Lamentaba no haber pensado más deprisa cuando el poli se acercó al coche. Tendría que haber hecho que Angelo se bajase—. Si no tengo noticias tuyas antes, te llamaré cuando esté en la terminal de autobuses.
—De acuerdo. Espero que esto valga la pena.
—Lo vale —afirmó Franco—. Hay millones en juego.
Franco cerró el teléfono cuando llegaban al semáforo de la Octava Avenida. Tal como esperaba, doblaron a la derecha. Tras apenas un minuto, arrojó el importe del viaje sin preocuparse del cambio y los veinte dólares prometidos por la abertura del tabique de plexiglás, y salió del coche antes de que frenase del todo. Amy ya entraba en la terminal.
Tal como era de esperar dado que era hora punta, la terminal estaba abarrotada. Seguir a Amy era fácil en un aspecto y difícil en otro. La parte fácil era el extraño color del pelo, que era como una luz de neón. La difícil era su estatura. Si Franco no lograba permanecer detrás de ella, desaparecería de su vista en cuestión de segundos.
De pronto apareció otro problema, uno que Franco no había previsto. Amy se puso en una cola para comprar el billete, pero Franco no tenía ni idea de adónde iba. A medida que la cola avanzaba, a Franco le iba entrando el pánico. Pensó en abrirse paso y colocarse a un lado cuando ella comprase el billete, para así oír cuál era el destino. Pero lo descartó de inmediato. No quería llamar la atención, para evitar que alguien lo reconociese más tarde. Un rostro más entre la multitud no era ningún problema, pero hacer algo fuera de lo común junto a la muchacha era otra historia.
Franco era la cuarta persona detrás de Amy, y cuando le llegó su turno en la ventanilla, se inclinó hacia delante en un intento por oírla, pero fue inútil. En el momento en que se apartó de la ventanilla, tenía el billete en la mano; pasó a un par de metros de distancia.
Fue entonces cuando Franco se dio cuenta de que aún había otro problema. Amy se alejaba, y él tenía otras tres personas delante. Otra vez inquieto, intentó no perder de vista a Amy al tiempo que avanzaba diciendo:
—Perdón, voy a perder el autobús, ¿no le importa?
Dos de las personas aceptaron dejarlo pasar. La tercera, sin embargo, se negó a moverse.
—Yo tampoco quiero perder el autobús, compañero —dijo el hombre. Tenía el rostro sucio con un fino polvo blanco, lo que parecía indicar que era yesero o pintor.
Poco acostumbrado a que no hicieran su voluntad y preocupado por perder a Amy, sintió que la furia crecía en su pecho. Consiguió controlarse con cierta dificultad y dijo:
—No puedo perder el autobús. Mi esposa está dando a luz.
Sin decir palabra y con obvia irritación, el pintor se apartó e hizo un gesto a Franco para que pasara.
—¿Adónde va, papá? —preguntó la taquillera, que había oído las palabras de Franco.
Por un segundo, Franco se quedó de piedra. Con todo lo que estaba pasando, no había pensado en que necesitaba un destino. Su mente intentó a toda prisa recordar algún lugar en New Jersey, cualquiera; por suerte, Hackensack apareció en su mente. No sabía por qué Hackensack, pero dio las gracias interiormente. Le dijo al taquillera el nombre de la ciudad, y mientras sacaba un billete de veinte dólares, miró por encima del hombro. Amy estaba lejos, entre una multitud al pie de la escalera mecánica. Desapareció en el acto.
Franco pagó y corrió inmediatamente hacia la escalera. Cuando llegó allí, se abrió paso con la misma excusa que tan bien le había funcionado en la ventanilla. Al llegar arriba, miró a un lado y al otro, y se tranquilizó de inmediato al ver a Amy esperando en la cola del autobús 166 con su bonito rostro oculto detrás del New York Daily News. Con una sensación de alivio por un lado y una nueva preocupación por el otro, Franco se puso al final de la cola. El nuevo problema era que su billete no era para el autobús 166.
Pese a estar sin aliento, Franco llamó a Angelo y se enteró de que estaba en la puerta de la terminal.
—Iré en el autobús 166 —dijo Franco, que intentaba tapar el teléfono con la mano—. Averigua cuál es la ruta del autobús cuando sale del túnel de Lincoln, porque yo no tengo ni idea. Luego ve hasta Jersey. Te mantendré informado de dónde estamos Amy y yo, y desde luego te diré, cuándo nos bajamos. Intenta mantenerte lo más cerca posible de la parada, a ver si acabamos de una vez con este circo.
—Haré todo lo que pueda. Mientras tanto, ¿tienes más fotos de María Provolone en este coche para que me haga compañía?
—Que te den por el culo —dijo Franco, y cerró el teléfono. No le gustaba que Angelo le tomase el pelo con María, su único y verdadero amor, que había sido asesinada durante su último año en el instituto por una banda rival.
Por fin, la cola comenzó a moverse. A Franco no le preocupaba la discrepancia en el billete; peor habría sido no tener ninguno, y no se equivocó. El aburrido conductor que hacía su enésima carrera aceptó el billete sin mirarlo, como había hecho con todos los demás pasajeros. Franco caminó por el pasillo central, y vio a Amy casi de inmediato. Se había sentado junto a la ventanilla en la parte central del autobús y de nuevo leía el periódico. Por coincidencia, el asiento a su lado estaba vacío. Por un segundo, pensó en sentarse junto a ella y entablar conversación, pero descartó la idea en el acto. En ese tipo de trabajo, el factor sorpresa era fundamental. Por ello, se sentó en un asiento de pasillo varias hileras más atrás.
El autobús esperó a salir otros quince minutos. Franco deseó haber tenido la oportunidad de comprar un periódico o lo que fuese. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que permanecer sentado allí. Al menos tenía la oportunidad para planear el resto de la noche. No era fácil, porque lo que ocurriría dependía de lo que Amy Lucas hiciese al final del trayecto. Sabía que lo peor sería si alguna persona la recogía. En ese caso, Angelo y él tendrían que matar a dos personas, cosa que duplicaría el riesgo de encontrarse con algún problema.
Cuando el autobús finalmente cerró la puerta y salió del andén, tuvo que buscar el camino por la terminal hasta salir por la rampa de múltiples pisos que daba al túnel Lincoln. Lo bueno de la rampa era que evitaba el atasco de las calles; lo malo era que estaría muy por delante de Angelo.
Gracias al suave balanceo, el monótono ruido del motor y la calefacción del vehículo, Franco estaba casi dormido cuando el autobús salió al espectacular crepúsculo de New Jersey. Se despertó y preguntó a su compañero de asiento adónde iba el autobús. El hombre lo miró sorprendido antes de preguntar:
—¿Se refiere al final del recorrido?
—Sí —respondió Franco.
—Sé que va hasta Tenafly porque mi hermana vive allí. Adónde va luego no lo sé.
—¿Cuánto se tarda en llegar a Tenafly?
—Calculo que poco menos de una hora.
Franco le dio las gracias. Rogó que Amy no fuese a Tenafly o más allá. La idea de pasar tanto tiempo en aquel autobús con cincuenta o más personas con aspecto deprimido y que olían a prendas mojadas era espantosa. Para mantenerse ocupado, volvió a pensar en qué pasaría cuando Amy bajara del autobús. De alguna manera, tendría que abordarla y entablar conversación, por ejemplo con la excusa de que se trataba de algo referente a su jefe. Dado que no se había publicado nada en los periódicos, era lógico suponer que nadie se había preocupado en denunciar su ausencia y que la desaparición había pasado inadvertida para todos, excepto, por supuesto, para los peces. Aunque no tenía la placa de policía de Angelo, podía hacerse pasar por una autoridad, quizá incluso alguien de la SEC. No sabía si la comisión tenía investigadores como la policía, pero supuso que debían de tenerlos. Al menos era un plan. Ayudaba que Angelo y él iban vestidos de veintiún botones. Ambos apreciaban las prendas elegantes hasta casi convertirlo en una competición. Ambos preferían a Brioni, y aquella noche, como siempre, vestían con todo el esplendor del modisto; Franco creía que tanta atención a su apariencia les daba un aval de credibilidad.
Mientras reflexionaba sobre cómo abordaría a Amy, pensó en llamar a Angelo, pero decidió esperar. No tenía nada de qué informar, y Angelo sin duda estaba a punto de entrar o ya estaba en el interior del túnel.
De nuevo pensó en Amy, y se dijo que lo mejor que podía hacer era convencerla para que entrase en un lugar público donde podrían hablar con más tranquilidad y, una vez allí, esperar a Angelo. Un bar sería lo más indicado, con el beneficio añadido de que él podría tomar una copa. Franco deslizó la mano en el bolsillo para asegurarse de que las píldoras estaban donde las había puesto. Entonces surgió la pregunta de si debía echar una en la copa de Amy antes o después de que llegase su compañero. No había ninguna duda de que acertar con el momento preciso era fundamental.
Al mirar a través de la ventanilla, vio que habían dejado la autopista principal que salía del túnel Lincoln e iban hacia el norte por las calles de la ciudad. Franco sacó el móvil.
—¿Dónde estás?
—En el Club Veintiuno, disfrutando de una magnífica cena —respondió Angelo en tono sarcástico—. Estoy en medio de un atasco. Ni siquiera he llegado al túnel.
—¡Buen trabajo! —dijo Franco con el mismo sarcasmo—. ¿Has averiguado adónde va el autobús 166?
—No con precisión. A algún lugar en Bergen County. Eso cae más o menos pasado el puente George Washington.
—¡Llámame cuando salgas del túnel!
Franco guardó el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta y luego intentó ponerse cómodo. Apenas había acabado de hacerlo cuando el autobús efectuó su primera parada. Varias personas bajaron, pero no Amy.
Franco se sentó más erguido, preocupado porque si se dormía, podría perderse el momento en que Amy bajase del autobús, y todos sus esfuerzos habrían sido en balde. Si eso ocurría, Franco podía imaginar la reacción de Vinnie.
Veinte minutos más tarde, el zumbido del móvil contra su pecho lo despertó del todo. Era Angelo, que por fin había conseguido atravesar el túnel.
—¿Debo tomar la primera salida? —preguntó Angelo frenético, lo que indicaba que estaba muy cerca de ella.
—¿Has mirado el maldito mapa?
—Por supuesto.
—Entonces toma la primera salida y ve hacia el norte. ¡Espera! —Franco se inclinó de nuevo hacia su compañero de asiento y le preguntó si sabía en qué ciudad estaban—. El caballero que está sentado a mi lado cree que acabamos de entrar en Cliffside Park, así que mueve el culo y ven a este lugar dejado de la mano de Dios.
El pasajero le sonrió cordialmente cuando Franco lo miró de reojo, y eso lo puso nervioso. Siempre intentaba que su interacción con las personas fuera mínima cuando estaba metido en un trabajo. Cuando el hombre intentó iniciar una charla amistosa, se mostró vago y la acabó con la mayor gracia posible en cuanto pudo.
Diez minutos más tarde, el hombre lo sobresaltó al tocarlo en el hombro.
—La siguiente parada es la mía —dijo, y se levantó.
Franco también se levantó para dejarlo pasar. El hombre llegó al pasillo, y Franco le preguntó dónde estaban.
—Ridgefield —respondió el otro, indiferente.
Franco se sentó de nuevo y llamó a Angelo para darle una rápida actualización de su marcha.
—Eso significa que estoy entre quince y veinte minutos atrás.
Transcurridos otros diez minutos, Amy se levantó y el autobús comenzó a aminorar la marcha. Franco sacó de inmediato el móvil y se inclinó a través del pasillo para preguntarle a la mujer del otro lado si sabía cuál era aquella parada. No lo sabía, pero el hombre sentado a su lado dijo que era Palisades Park.
Franco se apresuró a llamar a Angelo.
—Palisades Park. —Se inclinó cuando el autobús llegaba a la parada, y vio el cartel con el nombre de la calle—. Broad Avenue, Palisades Park.
—Lo tengo —dijo Angelo.
Franco fue hacia la parte delantera del autobús. Los otros pasajeros que iban a descender le cerraron el paso. Cuando logró bajar, se llevó un susto porque no vio a Amy. Desconcertado, corrió hasta el final del autobús. Por fortuna, la vio en la otra acera, caminando hacia el sur. Era una zona comercial con numerosos escaparates iluminados y personas que iban y venían. Franco cruzó la calle y se dirigió rápidamente hacia Amy. Después del húmedo calor del autobús, le pareció que hacía mucho frío, por lo que se levantó las solapas de la chaqueta.
—Señorita Amy Lucas —llamó Franco cuando estaba unos pasos detrás de la mujer. Según el cálculo de Franco había el número suficiente de transeúntes para que la muchacha no se asustara.
Amy se detuvo y miró a Franco a la cara. Dio un paso atrás en un gesto de desconfianza cuando Franco se detuvo a menos de un metro.
—Siento mucho molestarla, señorita —dijo Franco, imitando una vieja serie de televisión que le gustaba—. Pero necesito hacerle unas preguntas.
—¿Sobre qué? —preguntó Amy, que miró a un lado y a otro nerviosa.
—Su jefe, Paul Yang.
La actitud de Amy pasó de desconfiada a atenta en un santiamén.
—¿Está bien? ¿Dónde está?
—Está bajo custodia federal, señorita. Nos pidió que nos pusiéramos en contacto con usted.
La expresión de Amy cambió entonces de atenta a preocupada.
—¿Por qué está bajo custodia, y por qué le pidió que se pusiera en contacto conmigo? No sé nada.
—Perdón, señorita —manifestó Franco con voz baja y autoritaria—. La creo. Pero tenemos un problema muy grave con el ocho-K y me han dicho que tiene una copia en su poder, ya sea en su casa, en su mesa en el trabajo o sobre usted.
El rostro de Amy mostró una expresión parecida a la de un conejo asustado, pero cometió el fallo de no escapar.
—Soy un investigador de la SEC, y por tanto creo que comprende por qué debemos hablar.
—Supongo —admitió ella sin mucho entusiasmo.
—Hace un poco de fresco. Quizá haya algún lugar público donde podamos conversar, y donde usted se sienta más cómoda hablando con un extraño.
Amy miró a su alrededor.
—¿Qué tal un bar? —añadió Franco—. Es un lugar donde las personas pueden hablar con más intimidad que en la mayoría de los locales. Le recuerdo que es nuestro deseo no comprometerla en un desgraciado y grave problema legal.
—Está Pete’s al otro lado de la calle —dijo Amy señalándolo.
—¿Va usted allí a menudo? —preguntó Franco. Desde donde estaban, parecía un bar cualquiera, lo que necesitaba, pero no si era ella una clienta habitual.
—Nunca he entrado allí. Se considera un bar de mala reputación.
—Creo que nos valdrá. Permítame que llame a mi compañero, el investigador Facciolo. —Franco sacó el móvil y llamó a Angelo—. Agente Facciolo —dijo, mientras intentaba contener una sonrisa—. Tengo a la testigo conmigo. Está dispuesta a cooperar. Vamos a ir a un bar para conversar tranquilamente. El nombre del bar es Pete’s, en Broad Avenue, Palisades Park. La calle transversal más cercana es… —Franco apartó el teléfono del oído y le preguntó cuál era la siguiente transversal.
Amy señaló una manzana más allá.
—¿Ve aquellas balaustradas de cemento a los lados de la calle? Aquello es la carretera Cuarenta y seis.
Franco le dio la información a Angelo y después cortó. Señaló el bar y cruzaron la calle.
Desde el punto de vista de Franco el bar era perfecto, a pesar del hedor a cerveza rancia. La luz era escasa y la música rap sonaba bastante fuerte. El local no estaba lleno, solo había cinco personas sentadas en los taburetes de la barra y una docena más o menos en las mesas de billar en la parte de atrás. A la derecha había unos reservados vacíos. Franco guio a Amy hacia uno de los reservados con mucho cuidado de no tocarla. Estaba complacido y asombrado de que ella se mostrara tan dispuesta. Se dijo que había sido un golpe de genio valerse de la excusa de la desaparición del jefe para abordar a la joven.
Una vez sentados frente a frente, Franco se acomodó las solapas. Luego se frotó las manos con energía.
—Parece que hace mucho frío para esta época del año.
Amy se limitó a asentir. Le aterrorizaba pensar que estaba a punto de ser detenida, y estaba furiosa con Paul por haberla puesto en semejante situación.
—Estoy seguro de que no nos dejarán sentarnos aquí sin tomar algo. ¿Qué le apetece? No se lo diré a nadie si usted no quiere. Se supone que no puedo beber mientras estoy de servicio, pero me encantaría tomar un cóctel.
Amy no era una gran bebedora, pero de vez en cuando se tomaba un vodka. La tranquilizaba, y si había alguna ocasión en la que necesitara calmarse, esa era una de ellas.
—Creo que tomaré un vodka con martini —respondió con timidez.
—Me parece estupendo —afirmó Franco, que aún seguía frotándose las manos para entrar en calor—. Creo que debemos pedirlos en la barra. No parece que haya una camarera, así que ahora mismo vuelvo.
En la barra, Franco pidió el martini, y un bourbon para él. El fornido camarero con bigotes y tatuajes miró a Franco con atención.
—Bonito traje —comentó, antes de preparar la copa de Amy y después coger la botella de bourbon para servir a Franco.
Mientras el barman estaba ocupado, Franco aprovechó para echar una de las píldoras en la bebida de la muchacha. Lo hizo escondiendo la pequeña píldora blanca en la palma de la mano y después soltándola cuando cogió la copa por el borde. Después de que el camarero le llenara el vaso, le preguntó si quería la cuenta. Franco le respondió dejando encima de la barra un billete de veinte dólares.
—Quédese con el cambio.
De nuevo en la mesa, deslizó la copa hasta Amy y consultó su reloj. Quería ver cuánto tiempo tardaría la píldora en hacer efecto. A pesar de la música, pudieron hablar sin alzar mucho la voz, porque los costados del reservado les llegaban a la altura de los hombros y los protegían en parte del ruido. La dificultad a la que se enfrentaba Franco en ese momento era pensar qué decir para mantener la charla, y al mismo tiempo reafirmar su historia acerca del arresto de Paul Yang y de que estaba incomunicado.
Al cabo de unos diez minutos, Franco se estaba quedando sin preguntas inocentes. En el lado positivo, comenzaba a notar que a Amy le costaba cada vez más articular las palabras y que sus movimientos cuando cogía la copa eran vacilantes. Luego vio que a la muchacha parecían pesarle los párpados, y que se obligaba a hacer un esfuerzo para mantenerlos abiertos.
—¿Qué pasa con el ocho-K? —preguntó Franco. En realidad él no tenía ni la más remota idea de qué era un ocho-K, a pesar de haber escuchado la charla de Vinnie con Paul la noche anterior.
—Sí. ¿Qué fafa con é? —farfulló Amy, antes de beber otro sorbo del cóctel, del que estaba dando buena cuenta.
Después de dejar la copa, Franco advirtió que su torso comenzaba a bambolearse un tanto, incluso cuando no movía las piernas. A todos los efectos comenzaba a actuar como si ya se hubiese tomado dos o tres copas.
—¿Dónde está? —insistió Franco.
—Lo tengo aquí mismo, en mi viejo y fiel bolso —respondió Amy, y palmeó varias veces el bolso.
—¿Por qué no me lo da?
—Claro, por qué no. —La mano de Amy se movió en el aire antes de poder sujetar el bolso. Con alguna dificultad, abrió la cremallera del bolsillo interior y le dio el USB.
Franco le dio un par de vueltas y después lo destapó. Nunca había visto uno.
Con el rabillo del ojo vio que Angelo entraba en el local. Algunos de los parroquianos se volvieron y lo miraron boquiabiertos. Su compañero les devolvió la mirada con lo que Franco adivinó era una creciente ira. Angelo había aprendido a tratar con su deformidad facial y con la reacción que provocaba, pero no a personas a las que consideraba la escoria de la sociedad, como un puñado de borrachos en una sucia taberna.
Franco se levantó al tiempo que se guardaba el lápiz USB en el bolsillo.
—Agente Facciolo, estamos aquí. —Por un segundo, temió tener que acercarse y arrastrarlo hasta la mesa, pero Angelo finalmente cedió y se acercó al reservado.
—Cretinos borrachos —dijo Angelo, que miró hacia la barra por encima del hombro.
—Sí, bueno, tienen celos de tu chaqueta Brioni.
—¡Sí, claro! —gruñó Angelo.
—Esta es Amy Lucas —dijo Franco señalando a Amy. Luego apoyó el brazo en los hombros de Angelo—. Él es el agente Facciolo, del que le hablaba.
—Oh —dijo Amy haciendo una mueca cuando miró a Angelo—. Siento mucho que se haya quemado la cara.
—¿Le has dado una de las especiales del doctor Trevino?
—Solo una, y hace poco más de diez minutos.
—Fantástico —dijo Angelo—. Vamos a darle otra. Al parecer se ha acabado la copa.
—Si le damos otra es capaz de perder el conocimiento.
—Eh. ¿No recuerdas que esa era la idea? ¿Qué toma? Iré a buscarle otra y podremos marcharnos de este antro. Quiero acabar este trabajo. Me está cabreando.
—¡Espera! —le pidió Franco, y contuvo a Angelo—. Deja que vaya yo. No quiero que empieces a disparar porque haya unos borrachos en la barra.
—Me parece justo —aceptó Angelo—. Me quedaré aquí con esta hermosa joven.
Franco apartó a Angelo de la mesa y ahuecando una mano alrededor de la boca, susurró:
—Somos agentes de la SEC, así que actúa en consecuencia.
—Sí, seguro. —Se sentó junto a Amy y ella se movió para dejarle sitio.
Apenas quince minutos más tarde, fue obvio para Franco que Amy ya había bebido bastante y se estaba divirtiendo, quizá incluso demasiado. Había visto cómo el camarero se volvía en varias ocasiones para mirarlos cuando ella se reía. Su risa era como un chillido agudo.
Franco miró a Angelo e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta. Su compañero asintió.
—¿Dónde está la belleza negra? —preguntó Franco.
—A la vuelta de la esquina —respondió Angelo. Luego le dijo a Amy—: Volveré en un momento, encanto.
Franco observó cómo Amy tomaba otro sorbo del cóctel.
—¿Por qué se ha hecho eso en el pelo?
Amy se encogió de hombros y luego se rio.
—Es divertido. Antes de hacerlo, nadie se fijaba en mí.
Franco advirtió que a Amy le costaba cada vez más mantenerse erguida.
Unos minutos más tarde, Angelo entró en el bar.
—El coche está aparcado aquí mismo.
—Vamos, Amy —dijo Franco, y le tiró del brazo.
—No he acabado mi copa —protestó Amy con una exagerada expresión de tristeza. Se rio.
—Creo que ya ha bebido bastante —respondió Franco.
Le hizo un gesto a Angelo y entre ambos la levantaron sobre sus pies tambaleantes. Con la ayuda de los dos hombres, salió del bar. Con cierta dificultad, la sentaron en el asiento trasero.
—Siéntate con ella —dijo Franco—. Si crees que va a vomitar, sácale la cabeza por la ventanilla.
Mientras colocaban a Amy en el asiento trasero con la cabeza en el rincón más apartado y con la ventanilla bajada, no se dieron cuenta de que un hombre salía del bar. Vestía a la moda hip hop, con una sudadera muy larga que no era de su talla y una gorra de béisbol de los Yankees con la visera hacia atrás. Sin detenerse para mirar qué hacían Franco y Angelo, caminó hacia el norte por Broad Avenue.
—¿Estás preparado? —preguntó Franco mirando por el espejo retrovisor.
—Todo listo.
Amy tenía puesto el cinturón de seguridad y su rostro estaba casi fuera de la ventanilla. Angelo le aguantaba la cabeza con la mano. La muchacha estaba inconsciente.
Después de buscar en el mapa la ruta más corta para volver a Hoboken, Franco hizo un cambio de sentido en medio de Broad Avenue y aceleró hacia el sur.
Durante un rato condujo en silencio. Fue Angelo quien habló primero.
—Desde luego espero que Vinnie aprecie todos estos esfuerzos. Conducir por la ciudad a la hora punta ya ha sido bastante malo, pero ni punto de comparación con meterse en el túnel y después salir a New Jersey. Ha sido horroroso.
—Me habría cambiado por ti sin pensarlo —dijo Franco—. Tener que viajar un día sí y otro también en un autobús como aquel debe de ser una pesadilla.
No volvieron a hablar hasta que llegaron al club náutico. Franco llevó el coche hasta el mismo lugar adónde había ido la noche anterior y aparcó junto al muelle principal. Apagó los faros. La oscuridad era total. Los dos hombres salieron del coche y se dirigieron hacia la puerta trasera del lado del conductor. Cuando la abrieron, la cabeza de Amy cayó hacia la izquierda.
—¡Vamos, nena! —dijo Angelo—, hora de levantarse.
Apoyó la cabeza en el vehículo y desabrochó el cinturón de seguridad. Después sacaron a Amy del coche.
—No pesa mucho, ¿verdad? —comentó Franco.
—Cuando su jefe dijo anoche que era pequeña no mentía.
Con relativa facilidad, llevaron a Amy por el muelle. El aire frío del río la hizo reaccionar hasta cierto punto, y ella los ayudó, así que no tuvieron que soportar todo su peso. La única parte algo difícil fue que cruzara la angosta pasarela para llegar a la popa del barco.
—¿Qué liaremos con ella mientras nos ponemos en marcha? —preguntó Angelo.
—No ha vomitado, así que la dejaremos en uno de los camarotes de proa. No quiero que se levante y caiga por la borda. Espera aquí y cuídala mientras enciendo las luces de la cabina principal y las de abajo.
Fue un poco más complicado mover a Amy en el barco de lo que había sido en el muelle, pero consiguieron llevarla a un camarote y dejarla sobre una cama con los pies todavía apoyados en el suelo. Ante la posibilidad de que vomitara, le colocaron toallas debajo de la cabeza. Cuando acabaron, se irguieron y miraron a la mujer.
De pronto, Franco se inclinó, sujetó las solapas del abrigo de Amy y tiró con fuerza. Los botones volaron en todas las direcciones y cayeron al suelo.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Si no te fijas en el pelo y en los granos, no está mal. ¿Tú qué dices?
—Le dimos una píldora —respondió Angelo, y sus labios quemados se deformaron en una media sonrisa—. No está bien desperdiciar nada.
—Sí, sería como la lucha del embrión congelado y la célula madre. Me refiero a que si vas a tirarlos por el inodoro, ¿por qué no utilizarlos?
Franco y Angelo se miraron el uno al otro. Sus respectivas sonrisas se ampliaron hasta que se echaron a reír.
—Vale —dijo Franco—. Una vez en marcha, tiraremos una moneda para ver a quién le toca primero.
—¡Trato hecho, compañero!
Con más entusiasmo del que habían mostrado durante toda la noche, subieron a cubierta. Franco continuó hasta el puente mientras Angelo desembarcaba para soltar las amarras. En el momento en que Angelo soltó la amarra de proa y la arrojó a cubierta, Franco ya tenía al motor diesel ronroneando como un gato satisfecho. Angelo corrió a popa y soltó la amarra del enorme barco. Cuando se disponía a arrojar el cabo a la cubierta, vio un destello en el muelle donde estaba el surtidor de gasolina. Por un segundo, Angelo escrutó la oscuridad, pero al ver que no se repetía se dijo que debía de ser un breve reflejo de la luz que salía del yate sobre el cristal del surtidor.
Angelo arrojó el cabo, subió la pasarela y la recogió a bordo.
—Todo listo —gritó hacia el puente.
Mientras el yate se apartaba del amarre, Angelo recogió las gruesas defensas blancas. Las luces de navegación que Franco acababa de encender lo iluminaron durante unos segundos.
Brennan permaneció detrás del surtidor más tiempo del que consideraba necesario. No quería correr riesgos. Le preocupaba haber llamado la atención de Angelo mientras intentaba ver el nombre del yate. El problema había sido que con el rabillo del ojo había visto cómo Angelo se erguía bruscamente para mirar por un momento en su dirección. Brennan pensó que era posible que las luces de la embarcación se hubiesen reflejado en las lentes de los prismáticos.
Esperó a que el sonido de los motores le indicara que el barco se había alejado lo suficiente para no ser visto, y entonces asomó la cabeza por un lado del surtidor; vio las luces del Full Speed Ahead a unos doscientos metros más allá del final del muelle. Seguro de que no lo verían desde esa distancia, corrió por el muelle, pasó junto al coche de Franco y luego continuó hasta el fondo del aparcamiento del club náutico. No vio el Denali negro hasta que casi lo tuvo encima. Se apresuró a sentarse en el asiento del pasajero. Estaba sin aliento.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Carlo.
Brennan levantó una mano para darse un momento para recuperar la respiración.
—Se la han llevado en un yate —respondió con voz entrecortada.
—Dado que estamos en un club náutico, eso no es muy esclarecedor, sobre todo cuando has creído que la han drogado en el bar.
—¡Estoy seguro que la han drogado! —replicó Brennan. No le gustaba que Carlo le diese órdenes—. Casi la han sacado en volandas del bar.
—¡Vale, vale! No te ofendas.
—Tú también tendrías que corretear un poco por ahí si no confías en mí.
—He dicho que vale, la han drogado —manifestó Carlo—. ¿Crees que todas estas ridículas maniobras solo son para follársela? Quiero decir que ha sido mucho esfuerzo. Desde luego hay muchas tías en Queens para que necesiten venir hasta aquí.
—No puede ser que eso sea solo para tirarse a una tía —afirmó Brennan—. ¿Qué pasa contigo, eres estúpido?
Por un momento los dos permanecieron en silencio. La tensión de la actividad de la tarde empezaba a surtir sus efectos. Carlo fue el primero en hablar:
—No tendríamos que estar tocándonos los cojones. Esto no ha sido una fiesta como creí que sería. Dicho esto, tenemos que encontrar algo que decirle al jefe.
—Se han tomado el trabajo de salir con el yate. No creo que se hubiesen molestado en hacerlo si solo tuvieran la intención de echar un polvo, ni tampoco por una muchacha que desde luego no es nada especial. Nos estamos perdiendo una información importante.
—¿De verdad no oíste nada de lo que dijeron en el bar?
Furioso, Brennan miró a Carlo.
—Vale, vale, ya has dicho que no lo habías oído. De todas maneras, ha sido mala suerte. Era la oportunidad perfecta.
—La música estaba demasiado fuerte. Solo se oía un continuo bum, bum, bum —dijo Brennan, que golpeó varias veces el puño contra la palma de la otra mano—. No podía siquiera escuchar mis propios pensamientos, y mucho menos la conversación de otros.
—Quizá se la han llevado en el yate para arrojarla sin más al agua cuando acaben con ella.
—Me parece una mala explicación —dijo Brennan, que controló su deseo de manifestar un juicio de valor más sólido. Sabía que uno de los efectos del Rohypnol, que probablemente sería lo que le habían dado, era que la víctima no recordaba nada.
—Bueno, por esta noche ya no podremos seguirlos, a menos que regresen.
«Dame un respiro», pensó Brennan, pero se lo calló. En cambio, dijo:
—Gracias a los prismáticos creo saber el nombre del barco. No podía verlo demasiado bien, y no hacía más que bambolearse, pero me ha parecido que era Full Speed Ahead.
Carlo se volvió hacia Brennan.
—Eh, eso podría ser algo que a Barbera le gustaría saber.
«¿De verdad?», pensó Brennan con sarcasmo. Algunas veces se preguntaba cómo Carlo había llegado al puesto que ocupaba en la organización.
Carlo cogió el móvil y llamó a Louie Barbera.
Cuando Barbera atendió la llamada, Carlo le hizo una rápida descripción de lo ocurrido hasta el momento. Louie pareció sorprendido. Su primera pregunta fue para saber el nombre de la empresa donde trabajaba la muchacha, pero por desgracia Carlo y Brennan no tenían ni la más remota idea. Louie entonces les preguntó si por casualidad sabían el nombre del yate.
—Creemos que es Full Speed Ahead. Estaba oscuro y resultaba difícil ver, pero Brennan llevaba unos prismáticos, y parecía que era ese nombre.
Brennan hizo un gesto para agradecer que Carlo le otorgase el mérito.
—Tíos, estáis haciendo un buen trabajo —los felicitó Louie—. Esta puede ser una información muy interesante. Por lo que sé, nadie está enterado de que Vinnie Dominick esconde un yate en New Jersey. Podría ser la respuesta a cómo consigue la droga.
—¿Qué quieres que hagamos?
—Quedaos por allí y esperad a que regresen, a ver si la chica está con ellos o no. Si no es muy tarde, volved a la Trump Tower. Quiero una lista de las empresas que tienen oficinas allí. Algo está pasando con una de esas empresas, y me gustaría saber qué es.
Carlo se despidió de Louie y se volvió hacia Brennan.
—¿Lo has oído? Tenemos que quedarnos aquí.
—Gracias por atribuirme el mérito de descubrir el nombre del barco.
—Eh, lo merecías. ¿Qué te parece si vamos a buscar un café? Quién sabe cuánto tiempo estarán esos gilipollas en su romántico crucero.
—Es la mejor idea que has tenido hoy —dijo Brennan.
—¿Y bien? —preguntó Franco cuando Angelo volvió al puente.
Franco hacía navegar el gran yate a una velocidad de crucero de forma que apenas planeaba. Podría haber ido mucho más rápido, pero no había ninguna necesidad, y los motores hacían un ruido terrible cuando aceleraba.
—Ha dicho que yo le he gustado mucho más porque tu polla es muy pequeña.
Franco lanzó un puñetazo en broma a Angelo, que el otro esquivó con facilidad. Franco había ganado cuando lanzaron la moneda, y mientras Angelo conducía la embarcación, había ido abajo para tener su momento con la inconsciente Amy. Después había sido el turno de Angelo.
—¿Hasta dónde tenemos que ir? —preguntó Angelo. Miró el perfil urbano de Nueva York a la izquierda y la costa de Jersey a la derecha. A menos distancia, delante de ellos, estaba la Estatua de la Libertad iluminada.
—Más o menos como anoche. ¿Tienes preparada la cadena?
—Todavía no.
Navegaron en silencio durante un rato hasta que Angelo preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Por qué lo preguntas? Haremos lo mismo que hicimos anoche. Le disparamos y la arrojamos por la borda.
—¿Por qué molestarnos en dispararle?
Franco desvió la mirada de proa y observó a Angelo bajo la escasa luz del puente.
—Estará viva cuando la arrojemos al agua.
—¿Y qué?
Franco se encogió de hombros.
—No me parece correcto lanzarla viva al agua. No es humano.
—¿Así que crees que eres humano? ¿Es eso, Franco?
Franco miró de nuevo a proa. Vio las luces de un barco a estribor que seguía un rumbo que interceptaba el suyo. Movió hacia atrás las palancas del acelerador y el barco redujo la velocidad de inmediato.
—¿Qué demonios pretendes insinuar? —preguntó Franco furioso—. ¿Estás intentando quedarte conmigo?
—¡Diablos, no! —exclamó Angelo—. ¡Tranquilo, tío! Solo lo preguntaba porque yo también me siento así. No está bien arrojarla sin matarla primero. Pero eso hace que me pregunte si no nos estamos volviendo unos blandos.
—Eh, habla por ti.
—Franco, esto es una discusión, no un debate. Comparados con los tipos de antaño, sobre todo los matones como nosotros, somos unos gatitos.
—¿De qué demonios hablas?
—Una vez vi una película donde los verdaderos jefes estaban al mando. Cuando uno de los matones se llevaba a alguien para matarlo como estamos haciendo nosotros, ataban a la persona a una silla y le hundían los pies en cemento, y mientras el cemento se secaba, la persona que iba a morir podía pensar en lo que iba a suceder. Esos tipos sí eran malos de verdad, no como nosotros.
—Tú estás chalado.
—Quizá, pero puede que algún día tenga la oportunidad de hacerlo. Además, ahora sería más rápido y fácil, con esa cosa que se seca de inmediato que venden en las ferreterías.
—Te garantizo algo. Esta noche no volveremos para ir a una ferretería porque tú quieras divertirte un poco.