3 de abril de 2007, 16.45 horas
Laurie volvió a su despacho con el otro caso de Chet, todavía asombrada de que se estuviesen produciendo una serie de infecciones pese a ser del todo imposible que sucediesen; en ese momento deseó haber estudiado más epidemiología durante su formación. En silencio, se reiteró a sí misma la principal razón por la que no podía ocurrir. En primer lugar, los pacientes parecían todos sanos, y las personas sanas, por lo general, podían enfrentarse a un pequeño número de estafilococos introducidos en su nariz o en su boca. Por lo tanto, para que se produjese la neumonía primaria tendría que haber una gran cantidad de estafilococos en un plazo relativamente corto de tiempo, para superar las defensas naturales de los pacientes. Pero como Laurie se había enterado aquel mismo día, los sistemas HVAC de los hospitales de Angels Healthcare estaban diseñados para que no se produjesen tales circunstancias. Aparte de que los estafilococos no se podían transmitir por el aire, y por lo tanto era imposible que hubiese una súbita introducción de bacterias transportadas por el aire en una habitación donde este llegaba a través de un filtro HEPA y se cambiaba cada seis minutos, los ocupantes no tenían el EARMl> y todos llevaban mascarillas quirúrgicas.
Desde la perspectiva epidemiológica y científica, Laurie estaba cada vez más preocupada, porque el problema en los hospitales Angels no podía producirse naturalmente, lo que la llevaba a la inquietante conclusión de que los episodios debían de ser intencionados. De pronto, Laurie tuvo una idea. Había una persona en la sala de operaciones que podía provocar las neumonías, y esa persona era el anestesista. Por el control de la entrada de aire y sin que los demás lo vieran, el anestesista podía de algún modo diabólico introducir en secreto la suficiente cantidad de estafilococos en la profundidad del árbol respiratorio como para provocar la neumonía fatal.
Con una sensación de urgencia, Laurie abrió su matriz y se tranquilizó de inmediato. La matriz estaba en sus primeras etapas, pero incluso con el pequeño número de entradas que tenía, vio que había diferentes anestesias y anestesistas. Pero entonces tuvo otra idea. ¿Qué pasaba si no era una única persona sino todo un grupo de anestesistas los que estaban enzarzados en alguna disputa laboral con Angels Healthcare? Sin embargo, un segundo después de concebir esa teoría de la conspiración, la descartó como una muestra más de lo desesperada que estaba por encontrar una explicación. Incluso se burló de sí misma por habérsele ocurrido una hipótesis tan ridícula y paranoica; de inmediato juró no decirle a nadie, y menos a Jack, que había pensado algo semejante. Después de recuperar la racionalidad, comprendió que los hipotéticos malos no podían ser los anestesistas, porque en algunos casos no se trataba de una neumonía necrotizante primaria sino de una fulminante infección en el quirófano como resultado de un síndrome de choque tóxico.
Cuando se le acabaron las ideas, Laurie volvió a ocuparse de ampliar la matriz y rellenar los espacios en blanco. Cuando entró en su despacho, había visto una nota de Cheryl pegada en la pantalla del ordenador donde decía que la mayoría de las historias clínicas que Laurie había solicitado a los diversos hospitales Angels estaban en su correo electrónico y que el resto las recibiría al día siguiente. Laurie también había encontrado los paquetes enviados desde las oficinas del forense en Brooklyn y Queens que contenían los expedientes de los seis casos; y en otro sobre aparte estaban los dos casos restantes de Besserman y Southgate, que no estaban en su oficina cuando Laurie había recibido los otros cuatro.
Laurie abrió el correo y leyó todas las historias clínicas que Cheryl había reunido para ella. Una a una, las envió a la impresora de la administración. Para leerlas mejor quería tener copias impresas. Luego organizó los casos por hospitales. Con las historias clínicas y los registros hospitalarios tenía una considerable cantidad de información, lo que hizo que se preguntara si debía introducir la matriz en el ordenador. Aunque la idea era interesante, decidió seguir con el papel por el momento.
Cuando consideró que había pasado el tiempo necesario, bajó a la sala de ordenadores y recogió la pila de historias clínicas impresas.
Mientras subía en el ascensor, advirtió que eran casi las cinco; se preguntó si Jack volvería y cuándo. Al salir en el cuarto piso se detuvo un momento, y al ver a Agnes en el laboratorio de microbiología, sacó el móvil del bolsillo para asegurarse de que estuviese encendido por si acaso llamaba Jack. Era posible que estuviera más cerca de casa que del despacho tras su salida al campo, como la había llamado Chet, y que hubiera decidido marcharse a casa en lugar de volver a la OCME.
—Estamos haciendo progresos —la informó Agnes.
Laurie la había sorprendido en el momento en que se ponía el abrigo para marcharse a casa. Había terminado otra de sus jornadas de diez horas. Agnes le comentó todo lo que había hecho, y le confirmó que todos los casos de la serie de Laurie eran de estafilococos áureos resistentes a la meticilina. Luego le explicó dónde había enviado las muestras de David Jeffries para que se determinara un subtipo definitivo: al laboratorio de referencia del estado, al CDC y a Ted Lynch en el laboratorio de ADN de la OCME. Le dijo que el CDC sería más eficiente que el laboratorio de referencia estatal y que podía esperar tener noticias de ellos en dos o tres días; cuatro como máximo.
El comentario de Agnes sobre el CDC recordó a Laurie que había querido llamar al doctor Ralph Percy por el caso de Chet, pero una mirada a su reloj le dijo que quizá era demasiado tarde. Después de dar apresuradamente las gracias a Agnes por todo lo que había hecho, Laurie subió un piso por la escalera para ahorrar tiempo. Dado que Chet no le había dado el número de teléfono, tuvo que llamar a información telefónica para conseguir el número de la centralita del CDC. Cuando el telefonista la comunicó con el teléfono del doctor, Laurie escuchó la voz del contestador automático.
«¡Maldita sea!», murmuró antes de que el mensaje del doctor Percy terminara. Se había marchado para el resto del día. Laurie se enfadó consigo misma por no haber llamado en el momento en el que había vuelto del despacho de Chet. Después de la señal, Laurie dejó su nombre, el número de su teléfono directo, el nombre del paciente, y le dijo que estaba interesada en la clasificación de EARM que había hecho para el doctor Chet McGovern. También mencionó que era médico forense y colega del doctor McGovern.
—¿Qué está pasando? —preguntó Riva.
Había vuelto al despacho mientras Laurie había ido a recoger las páginas impresas, y había oído cómo dejaba el mensaje.
—Ha sido un día muy atareado —se quejó Laurie—. Quería hablar con alguien en el CDC, pero ya se ha marchado.
—Siempre hay un mañana —sentenció Riva.
—Espero que no estés intentando sacarme de quicio —dijo Laurie. Este tipo de comentarios le recordaban a su madre.
—Oh, no, al contrario, intentaba calmarte. Se te ve muy agitada. Sé que has estado muy preocupada la mayor parte del día.
—Eso es quedarse corto —replicó Laurie.
Luego le contó a Riva qué había hecho todo el día y por qué quería hablar con el doctor del CDC.
—¿Qué pasa con la mujer del CDC con la que hablé? —preguntó Riva—. ¿La has llamado?
—Lo hice. Fue muy amable y dijo que me llamaría.
—¿Por qué no lo intentas? Estoy segura de que ella tendrá acceso al caso de Chet.
—Buena idea —asintió Laurie.
Tenía el número de Silvia Salerno en un Postit pegado en el borde de la pantalla. Mientras sonaba la llamada directa consultó su reloj; ya eran pasadas las cinco. De nuevo saltó un contestador automático. En esta ocasión no dejó un mensaje, porque la mujer ya había dicho que la llamaría. Laurie colgó el teléfono y sacudió la cabeza.
—¡Dos de dos! —dijo Riva divertida—. ¡Debe de haber toque de queda en el CDC!
Laurie se rio. El comentario de Riva sobre el CDC, que gozaba de fama mundial, la divirtió, por muy inverosímil que fuese, pero al reírse por primera vez ese día se dio cuenta de lo tensa que estaba.
Riva se levantó y cogió el abrigo de detrás de la puerta.
—Creo que seguiré el ejemplo de los de CDC y me iré a casa. Trabajar con Bingham esta mañana en el caso de la vigilancia policial me ha dejado agotada.
—Ah, sí —dijo Laurie—. He estado tan ocupada que se me ha olvidado preguntarte cuál fue el resultado.
—Nada bueno para la policía o para la ciudad —contestó Riva—, aunque podría resultar ser bueno para la familia. El hueso hioides tenía varias fracturas, así que es obvio que se usó una fuerza excesiva.
—La única parte buena es que Bingham tendrá que soportar el inevitable chaparrón político y legal.
—Eso es verdad —admitió Riva—. Nosotros los patólogos solo podemos decir que fue un crimen. Si ha sido justificado o no, lo dirá el jurado.
Con el abrigo puesto, Riva se despidió, pero antes de marcharse Laurie le preguntó:
—¿Si hay más casos de EARM durante la semana que viene mientras tu estés asignando las autopsias, me los pasarás?
—Desde luego —contestó Riva, y se marchó.
Laurie volvió a su mesa con las tres pilas de casos de los tres hospitales de Angels Healthcare y la pila de historias clínicas impresas. Durante los tres minutos siguientes clasificó los expedientes con sus registros hospitalarios. Aún faltaban algunos registros, tal como Cheryl le había indicado.
Colocó la matriz delante de ella, y recogió el registro hospitalario de David Jeffries y comenzó a leer. Mientras leía, fue llenando las casillas que no había podido rellenar sin el registro. Dado que aún consideraba que la sala quirúrgica debía de ser donde se había infectado, leyó el informe de la anestesia prestando atención a cualquier detalle. De este modo consiguió otras categorías adicionales en las que no había pensado antes, en particular: el número de quirófano, cuánto había durado la intervención, el tiempo pasado en la PACU y las drogas que se le habían suministrado allí. Mientras leía las notas de las enfermeras, encontró los nombres de la enfermera instrumentista y de la enfermera preoperatoria. Provista con una regla, trazó unas rayas verticales para crear las casillas donde incluiría esa información suplementaria.
Cuando acabó con el registro hospitalario de David Jeffries, cogió otro. Resultó ser uno de los pacientes de Paul Plodget: un hombre de cuarenta y ocho años de edad llamado Gordon Stanek. Como Jeffries, había sido paciente del Angels Orthopedic Hospital. Y al igual que había hecho con Jeffries, utilizó el registro hospitalario para rellenar las casillas de su matriz. Como había advertido antes en los dos casos de Riva, los anestesistas eran distintos. Anotó que otras personas que habían tenido relación con el paciente, incluidos el cirujano y las enfermeras, también eran distintos, lo mismo que ocurría con el quirófano. Hasta la anestesia era distinta. Aunque a ambos pacientes se les había administrado anestesia general, los agentes empleados eran otros, y había un cambio en la manera de administrarla. Para Jeffries habían utilizado un tubo endotraqueal, mientras que a Stanek le habían colocado una máscara laríngea.
Laurie se echó hacia atrás en la silla y miró primero la matriz y luego todas la historias clínicas y los registros hospitalarios. Sería un largo proceso. Al final, esperaba encontrar un factor común.
Laurie iba a coger otro de los registros hospitalarios cuando unos golpes rítmicos que llegaban desde el pasillo captaron su atención. Era un sonido bajo y distante, y de no haber estado el edificio en absoluto silencio, porque eran más de las cinco, no lo habría oído. Siguió en la silla, e inclinó la cabeza en un intento por escuchar mejor. Aunque el ritmo seguía siendo el mismo, cada vez sonaba más fuerte. Era como si alguien estuviese golpeando el suelo con un martillo de goma y se acercase cada vez más.
Un terror irracional sacudió a Laurie como una descarga eléctrica. La idea de levantarse de un salto y cerrar la puerta con llave pasó por su mente, aunque estaba paralizada en la silla.
—Hola, encanto —dijo Jack mientras aparecía en el umbral y entraba en el despacho de Laurie ayudándose con las muletas. Se inclinó para darle un beso en la frente—. Nunca adivinarías qué he estado haciendo. —Jack apoyó las muletas contra el archivador de Riva y se sentó en su silla—. Me lo he pasado de miedo. —Comenzó a contárselo, pero entonces se detuvo a media frase, cuando miró de cerca a Laurie. Se inclinó hacia delante y agitó una mano junto al rostro de su esposa—. ¡Eh! ¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
Laurie le apartó la mano.
—Con lo silencioso que está todo por aquí, tú y tus muletas me habéis asustado —respondió, sin estar muy segura de si se sentía aliviada o enfadada.
—¿Cómo es eso? —preguntó Jack desconcertado.
—Porque… —comenzó Laurie, pero después se dio cuenta de lo ridículo que era haberse asustado por el sonido que hacían las muletas de Jack sobre el suelo de vinilo del pasillo. También comprendió que era otro síntoma de la gran tensión que soportaba.
—Lo siento —dijo Jack.
Laurie le dio una palmada en la rodilla.
—No tienes que disculparte. Si alguien debe hacerlo soy yo. He tenido un día infernal.
—No importa —manifestó Jack, que recuperó el entusiasmo con el que había llegado—. Quería decirte lo que he estado haciendo durante el último par de horas.
—Me gustaría escucharlo. Pero ¿ves todos estos expedientes y estas hojas impresas de registros de hospital en mi mesa?
—Por supuesto que los veo —interrumpió Jack—. Casi no se ve la mesa con tanto papel. Pero primero déjame que te hable del caso que rechazaste.
—Creo que deberíamos hablar de los casos que tengo sobre mi mesa —replicó Laurie.
—¡Dame un minuto! —dijo Jack en tono vivaz. Luego, con la voz más normal, añadió—: Dios, tienes una mente de dirección única.
«Mira quién habla de una mente de dirección única», pensó Laurie, pero no lo dijo. Algunas veces Jack era capaz de hacer perder la paciencia a un santo.
—Soy el recién llegado. Yo he venido aquí, así que mi historia va primero. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —aceptó Laurie a regañadientes.
—En cualquier caso, gracias por pasarme el caso Rodríguez.
—No se merecen —mintió Laurie.
—La causa de la muerte era clara, como estoy seguro que tú ya sabías. La víctima, un obrero de la construcción, cayó desde el décimo piso de un edificio en construcción.
—¿Podrías ir al grano? —le pidió Laurie.
Jack la miró por un instante.
—Estás de un humor de perros.
—No, solo estoy un tanto impaciente por hablar de algo que, con el debido respeto, creo que es más importante.
—Vale, vale. Por no tener que seguir oyéndote protestar durante una semana, prefiero que cuentes tu historia.
—No, acepté que tú hablaras primero, así que acaba. Solo te pido que seas breve.
Jack sonrió antes de continuar.
—El examen interno mostró toda clase de heridas traumáticas, incluido el corazón, el hígado destrozado y fracturas compuestas bilaterales de los hombros. Pero sabía que eso no iba a ayudar con las circunstancias de la muerte, así que visité la escena.
—Espero que no hayas montado tu propia escena, Jack —señaló Laurie—. Porque yo he visitado una hoy mismo y sin darme cuenta he provocado un revuelo que ha hecho que Bingham escupiese sapos y culebras.
—¡Soy un diplomático! —afirmó Jack—. La verdad es que todos se divirtieron. Lo que hice fue llenar una bolsa para cadáveres con la arena que me ha proporcionado el constructor para que tuviese el mismo peso que la víctima. Luego subí al décimo piso…
—Espero que no hayas subido diez pisos con tu rodilla lesionada —dijo Laurie.
—¡No! —respondió Jack como si ese comentario estuviese totalmente fuera de lugar—. Me llevaron en el montacargas. Allá arriba miré el lugar donde el tipo estaba trabajando cuando cayó. Por una de esas ironías, estaba colocando las redes de protección. Con un tipo abajo con un cronómetro en mano, primero hicimos rodar la bolsa hasta hacerla caer por el borde como le habría sucedido al señor Rodríguez de haber caído accidentalmente. ¿Sabes a qué distancia del edificio acabó la bolsa?
—Ni idea.
—Un metro ochenta, y tardó dos segundos y medio. Cuando arrojamos la bolsa como si lo hubiesen empujado o hubiera saltado por propia voluntad, adivina dónde acabó en dos segundos y seis décimas.
—Por favor, solo cuéntame tu historia.
—A siete metros. No está mal, ¿eh? No fue un accidente.
—¿Qué pasa si se acercó al borde, cerró los ojos y dio un pasito?
—No puede ser. No querría herirse golpeándose contra el edificio en la caída.
—¿Estás seguro de eso?
—Lo estoy. Yo mismo pensé en hacerlo una vez; fue unos meses después del accidente de avión.
—Oh —dijo Laurie. Era un tema que no quería volver a tocar por el momento. Jack aún luchaba contra la depresión.
—Voy a cerrar el caso como un suicidio. ¿Sabes por qué?
—No lo sé. —Pese a su enfado inicial, estaba interesada—. ¿Por qué no un homicidio? Pudieron haberlo empujado o arrojado.
—Porque en el examen externo vi que tenía cicatrices en ambas muñecas. Ya había intentado suicidarse una vez. En esta ocasión utilizó un método mucho más eficaz y garantizado.
—Muy interesante —manifestó Laurie con dudosa sinceridad—. ¿Ahora podemos hablar?
—Por supuesto —respondió Jack—. Pero creo saber lo que vas a decir.
—¿Lo sabes? —preguntó Laurie con cierta irritación.
—Vas a decirme que, a la vista de todas las historias clínicas que has reunido, sabes que ha habido una epidemia de infecciones posquirúrgicas de EARM en el Angels Orthopedic Hospital y que debo cancelar mi intervención o al menos aplazarla hasta una fecha indeterminada. ¿Caliente, caliente?
—Te estás quemando, pero creo que deberías escuchar los detalles.
—¿No podemos hacerlo mientras comemos algo en Columbus Avenue?
—Quiero decírtelo ahora —confesó Laurie—. Estos casos de EARM son todo un misterio. En mi opinión, lo que está ocurriendo es en realidad imposible, ya sea natural o intencionadamente.
Jack enarcó las cejas cuando Laurie mencionó la idea de que el EARM se estaba propagando de forma intencionada. Le preguntó si de verdad creía que era posible. Cuando ella le dijo que sí, él no descartó la idea sin más. Laurie tenía un extenso historial de encontrar soluciones curiosas que todos los demás habían descartado.
—De acuerdo, vamos a escuchar la versión completa; te prometo no interrumpir.
Primero Laurie le dio su matriz inacabada y luego le contó todo lo que había hecho durante el día, lo que había averiguado y lo que aún estaba pendiente. Acabó diciendo:
—No hay ni siquiera que discutir si debes o no seguir con tu intervención. No debes hacerlo, así de claro y sencillo.
—Lamento que Bingham te hiciera pasar tan mal rato. Creo que tu visita al hospital ortopédico debería ser motivo de una felicitación, y no de una regañina. Yo mismo estoy intrigado por todo lo que me has dicho, excepto la conclusión final. ¡No discutas conmigo!
Laurie había intentado interrumpirlo.
—He dejado que hablaras sin interrupciones, así que concédeme a mí la misma oportunidad. Hoy he estado muy activo anticipándome a tu intento de hacerme cambiar de idea, y me he enterado de algunas cosas. En primer lugar, las infecciones de tus series no son técnicamente hospitalarias, dado que no están dentro del período de cuarenta y ocho horas.
—Es verdad —admitió Laurie—, pero esa definición es más que nada con fines estadísticos.
—El límite de cuarenta y ocho horas es porque las infecciones dentro de ese plazo a menudo se deben a organismos que ya llevaba consigo el paciente. Este sin duda es el caso de tus series, y mi razón para creerlo es doble. Por lo que has averiguado, la contaminación no puede ocurrir ni naturalmente ni intencionadamente, por lo tanto la llevan los pacientes; en segundo lugar, todos los casos parecen ser de EARM contraído comunitariamente, que por definición proviene de la comunidad, en otras palabras, de fuera del hospital.
—¿Puedo decir algo ahora?
—Si crees que debes…
—El CC-EARM, o comunitariamente contraído, ha resultado ser un auténtico problema en los hospitales donde ha ido en continuo aumento desde hace años.
—Quizá sea así, pero creo que el hecho de que el bicho sea solo CC-EARM da más validez a mi teoría. De todos modos, y sea lo que sea, también llamé al despacho del doctor Anderson y hablé con su enfermera. Pensando en ti, le pregunté si era posible posponer la intervención y que me pusieran de nuevo en el horario de las siete y media. Me respondió que eso debía decidirlo el doctor porque él siempre comienza a las ocho y media o nueve y me estaba haciendo un favor al venir tan temprano un jueves.
—En ese caso vamos a retrasarla.
—No quiero retrasarla. Esa es la cuestión. Solo quería preguntar por si cambiaba de parecer, pero no lo he hecho.
—¿Por qué no? —preguntó Laurie con obvia irritación ante la intransigencia de Jack.
—Porque cuanto antes se haga —replicó su marido—, antes estaré montado en mi bicicleta y jugando en la cancha de baloncesto.
—¡Dios! —exclamó Laurie, que levantó las manos en un gesto de frustración.
—¡Escúchame! Luego le pedí a la secretaria si podía decirle al doctor que me llamara, cosa que hizo al cabo de una hora. Le formulé mis preguntas sin rodeos. Primero, si conocía los casos de EARM en los hospitales Angels. Dijo que sí, y admitió que era todo un misterio, porque me explicó todos los mecanismos de control de infecciones que el hospital había instalado con un gran coste. Las infecciones habían disminuido pero aún había algunas, aunque con una frecuencia mucho menor. Añadió que él mismo había introducido algunas medidas de control además de las que aplicaba el hospital.
—¿Cuáles son?
—En sus intervenciones, insiste en que el anestesista suministre más oxígeno, mantenga la temperatura del paciente e incluso controle los niveles de glucosa.
—¿Ha tenido alguna infección posquirúrgica reciente? —preguntó Laurie en tono incisivo.
—Me alegra que me hagas esa pregunta —dijo Jack complacido—. Aunque sé que es una cuestión delicada para los cirujanos, le pregunté si había tenido alguna. Sorprendentemente, me dijo que solo había tenido tres infecciones posquirúrgicas en toda su carrera, y que todas habían sido de fracturas compuestas abiertas, lo que significaba que los casos estaban contaminados desde el principio. Además, los tres habían sido en el University Hospital, no en el Angels Orthopedic.
—Así que no ha tenido ningún caso de EARM.
—No sé cuál era la bacteria en los casos del University, pero el hecho es que no ha tenido ningún problema de infección en el Angels.
Laurie miró a lo lejos. Estaba claro que estaba perdiendo la discusión.
—Incluso fui más lejos —añadió Jack—. Le pregunté de médico a médico si él seguiría adelante y haría la intervención tal como estaba programada dado el poco tiempo transcurrido desde la lesión y puesto que el Angels se enfrenta a un problema de EARM.
Jack hizo una pausa efectista.
—¿Y? —se vio obligada a preguntar Laurie. Quería saberlo.
—Dijo que lo haría sin vacilar. Además, no operaría en el Angels si no tuviese total confianza. Dijo que la única cosa que él haría sería utilizar un jabón antibiótico varios días antes de la intervención. Cuando le señalé que ya lo hacía, afirmó que todo iría bien. También comentó que cuando fuese mañana a hacer las pruebas del preoperatorio, dispondría que me hiciesen un análisis de EARM, y si resultaba ser portador, insistiría en que me trataran y aplazaríamos la operación. Se despidió de mí hasta el jueves a las siete y media de la mañana, y aseguró que estaría de nuevo en mi bici en tres meses y jugando al baloncesto en seis.
Laurie miró la pila de casos y registros de hospital. Sentía una mezcla de frustración, ira y desconsuelo. Jack desde luego había conseguido ganar algunos puntos importantes, sobre todo al hablar con su cirujano, que gozaba de una excelente reputación y era famoso por operar a atletas de alto nivel. Sin embargo, opinaba que era una decisión errónea seguir con la intervención dadas las circunstancias. Estaría bien si se hubiera tratado de una emergencia, pero al ser una intervención voluntaria, le parecía una locura.
—¡Hola! —dijo Jack, que se levantó y le tocó el hombro.
Laurie se levantó como si estuviese metida en un baño de melaza.
Jack le entregó la matriz.
—Todavía creo que debes continuar investigando estas series. Tiene que haber una explicación, y yo desde luego quiero escucharla.
Laurie asintió, cogió la matriz y la arrojó sobre los demás papeles sobre la mesa.
Jack la rodeó con sus brazos y la estrechó contra él.
—Gracias por preocuparte.
Laurie le devolvió el abrazo.
—Te quiero —dijo Jack.
—Yo también te quiero —respondió Laurie.