2 de abril de 2007, 19.20 horas
A la edad de treinta y siete años, Angela Dawson sabía qué eran la adversidad y la angustia, pese a haberse criado en una familia de clase media alta en las ricas afueras de Englewood, New Jersey, donde había disfrutado de todas las ventajas materiales, además de una educación selecta. Dotada de una licenciatura en medicina y otra en económicas, y una excelente salud, su vida en aquellas primeras horas de esa noche de abril en plena ciudad de Nueva York podría haber sido relativamente despreocupada, sobre todo teniendo en cuenta que gozaba de todas las ventajas de un estilo de vida adinerado, incluido un fabuloso apartamento en la ciudad, y una maravillosa casa en la playa en Marthas Vineyard. Pero no era este el caso. Por el contrario, Angela se enfrentaba al mayor desafío personal de su vida y en aquel momento padecía una creciente ansiedad y angustia. El Angels Healthcare SRL, que ella había fundado y levantado durante los cinco años anteriores, se balanceaba en el borde de lo que podía ser un éxito extraordinario o un completo fracaso, y el resultado debía decidirse en las próximas semanas. El resultado recaía totalmente sobre sus hombros.
Como si aquel enorme desafío no fuese suficiente, la hija de diez años de Angela, Michelle Calabrese, estaba pasando por una crisis. En consecuencia, mientras el director financiero, el director de gestión, los presidentes de los tres hospitales de Angels Healthcare, y la recién contratada especialista en control de infecciones la esperaban impacientes en la sala de juntas, Angela tenía que ocuparse de Michelle, con la que llevaba hablando por teléfono más de quince minutos.
—Lo siento, Cariño —dijo Angela, con un esfuerzo para mantener la voz calmada pero firme—. ¡La respuesta es no! Lo hemos discutido, lo he pensado, y la respuesta es no. Para que quede claro: ene, o.
—Pero mamá —sollozó Michelle—. Todas las chicas lo tienen.
—Eso es difícil de creer. Tú y tus amigas solo tenéis diez años y estáis en quinto grado. Estoy segura de que muchos padres opinan lo mismo que yo.
—Papá dijo que podía. Eres muy mala. Quizá tendría que irme a vivir con él.
Angela rechinó los dientes y venció la tentación de replicar al cruel comentario de su hija. En cambio, se volvió en su sillón para mirar a través de la ventana de su despacho que daba a dos calles. Angels Healthcare tenía su sede en el piso veintidós de la Trump Tower en la Quinta Avenida. Su despacho privado daba al sur y al oeste, con la mesa orientada al norte. En aquel momento miraba hacia el sur, a la avenida, donde los coches estaban atascados. Las luces rojas de los pilotos traseros parecían miles de rubíes resplandecientes. Sabía que su hija estaba respondiendo a su propia ira contra la vida por tener unos padres divorciados e intentaba utilizarla para salirse con la suya. Por desgracia, esos comentarios hirientes respecto a su ex marido habían funcionado varias veces en el pasado y habían hecho que Angela perdiera los estribos, pero estaba dispuesta a evitar que volviera a ocurrir, Sobre todo, dada la tensión que soportaba, debía hacer todo lo posible para mantener la calma; estaba a las puertas de una importante reunión. Hacer de madre y ocuparse de un negocio multimillonario eran dos cosas que a menudo estaban reñidas, y ella debía mantenerlas separadas.
—¿Mamá, estás ahí? —preguntó Michelle. Sabía que se había pasado y ya lamentaba su comentario. De ningún modo quería vivir con su padre y todas sus novias locas.
—Sigo aquí —respondió Angela. Se volvió de nuevo para contemplar su moderno despacho con escaso mobiliario—. Pero no me ha gustado nada tu último comentario.
—Pero estás siendo injusta. Dejaste que me hiciera agujeros en las orejas.
—Las orejas son una cosa y ponerse un piercing en el ombligo es otra cosa muy distinta. Además, no quiero seguir hablando de esto, al menos por el momento. ¿Has cenado?
—Sí —contestó Michelle en tono triste—. Haydee preparó paella.
«Gracias a Dios que está Haydee», pensó Angela. Haydee Figueredo era una encantadora colombiana que Angela había contratado de niñera inmediatamente después de separarse de su esposo Michael Calabrese. Michelle solo tenía tres años, y a Angela le faltaban seis meses para acabar la residencia como médico interno. Haydee había sido un regalo del cielo.
—¿Cuándo volverás a casa? —preguntó Michelle.
—Todavía tardaré un par de horas —respondió Angela—. Tengo una reunión importante.
—Siempre dices lo mismo.
—Puede que sí, pero esta es más importante que la mayoría. ¿Tienes deberes?
—¿El cielo es azul? —replicó Michelle.
A Angela no le gustó nada la falta de respeto que desprendían el comentario y el tono de Michelle, pero no dijo nada.
—Si necesitas ayuda con cualquiera de las materias, te ayudaré cuando llegue a casa.
—Creo que estaré durmiendo.
—¡Vaya! ¿Por qué?
—Tengo que levantarme temprano para la visita a The Cloisters.
—Oh, sí, lo había olvidado —se excusó Angela con una mueca exagerada. Detestaba olvidar acontecimientos que eran importantes para su hija—. Si estás durmiendo cuando llegue a casa, entraré sin hacer ruido, te daré un beso y te veré por la mañana.
—Vale, mamá.
A pesar de la tensa conversación anterior, madre e hija se despidieron cariñosamente antes de colgar. Por unos momentos, Angela permaneció sentada a su mesa. Pero la conversación telefónica con su hija le había traído a la memoria un episodio que había sido al mismo tiempo un desafío y le había creado un desasosiego familiar similar al de la situación actual. Fue cuando tuvo que enfrentarse al juicio de divorcio y a la bancarrota de su consulta de medicina privada en la ciudad; recordar que entonces había sobrevivido le daba confianza en las actuales circunstancias.
Con un poco más de optimismo que a principios de la tarde, Angela se levantó, recogió sus notas y salió del despacho. Se sorprendió al ver a su secretaria, Loren Stasin, todavía sentada a su mesa. Angela no se había acordado de la mujer en las últimas tres horas.
—¿Por qué estás aquí todavía? —le preguntó con un leve remordimiento.
Loren encogió sus hombros estrechos.
—Creí que podía necesitarme.
—Cielos, no. ¡Vete a casa! Te veré por la mañana.
—¿Debo recordarle que mañana por la mañana tiene una cita en el Manhattan Bank and Trust, y luego una reunión con el señor Calabrese en su despacho?
—No es necesario. Pero gracias de todas maneras. ¡Ahora, largo de aquí!
—Gracias, doctora Dawson —dijo Loren mientras guardaba con disimulo una novela.
Angela caminó por el desnudo pasillo. Por infinidad de razones, no le entusiasmaban las reuniones del día siguiente. Siempre le parecía degradante tener que pedir dinero, y en aquel momento, en su desesperada situación, sería aún mucho más humillante. Para colmo, una de las personas a las que pediría dinero era su ex marido. Siempre que se encontraba con él, con independencia del motivo, le evocaba todo el conflicto emocional del divorcio, para no hablar de la irritación que sentía hacia sí misma por haberse casado con él. No tendría que haber sido tan tonta. Había habido demasiados sutiles indicios de que él se convertiría en alguien como su padre, molesto por su éxito hasta el punto de adoptar un mal comportamiento.
Al llegar a la puerta cerrada de la sala de juntas, Angela hizo una pausa, respiró profundamente para darse ánimos y entró. En el mismo estilo que su despacho privado, el interior era moderno y espartano, y dominado por una gran mesa central que consistía en un cristal de cinco centímetros de grosor colocado sobre un capitel jónico de mármol blanco. El suelo era de losas de mármol blanco. En cada una de las paredes laterales a izquierda y derecha había pantallas planas de televisión para las presentaciones en PowerPoint. La pared más lejana era de cristal y daba a la Quinta Avenida. La dorada cúpula del Crown Building al otro lado de la calle llenaba la minimalista habitación con un cálido resplandor.
La mesa redonda había sido idea de Angela. Su forma de dirigir priorizaba el trabajo en equipo más que la jerarquía, y era más igualitaria que la habitual mesa de juntas. Aunque había sillas para dieciséis personas, únicamente cinco estaban ocupadas en ese momento. El director financiero estaba solo en el extremo opuesto, de espalda a la ventana. Los tres directores de hospital se encontraban a la izquierda de Angela. El director de gestión estaba a unas pocas sillas del director financiero, a la derecha de Angela. El profesional a cargo del control de infecciones estaba junto al director de gestión.
Con toda intención, ninguno de los jefes de departamento del Angels Healthcare, como eran los de abastecimiento, lavandería, mantenimiento, limpieza, relaciones públicas, personal, servicios de laboratorio, enfermería, personal médico o miembros ajenos a la junta, estaban presentes. De hecho, a ninguno de ellos se les había notificado la reunión, y mucho menos se les había invitado.
Angela sonrió cordialmente mientras miraba a cada uno de ellos y los saludaba. Las expresiones eran un tanto recelosas, excepto la del director financiero Bob Frampton, cuyo carnoso rostro mostraba el aspecto de una persona que siempre va corta de sueño, y la del director de gestión Carl Palanco, que parecía vivir en un estado de permanente sorpresa.
—Buenas tardes a todos —dijo Angela mientras se sentaba. Miró de nuevo a los presentes—. En primer lugar, permítanme que me disculpe por haberlos hecho esperar. Sé que es tarde y que todos están ansiosos por regresar a casa con sus familias, así que seré breve. La buena noticia es que todavía funcionamos. —Angela miró a los tres directores, que asintieron sin mucho entusiasmo—. La mala noticia es que nuestro problema de liquidez ha pasado de preocupante a crítico. Por supuesto, hace un mes ya considerábamos que la situación era crítica, pero ahora ha empeorado.
Angela señaló a Bob Frampton, que sacudió la cabeza como si quisiera despertarse. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa, con sus gordas manos juntas y los dedos entrelazados.
—Nos estamos acercando muy rápido, si es que no lo superamos ya, a nuestro margen del ochenta por ciento en nuestros créditos con el Manhattan Bank and Trust. Tuvimos que vender algunos bonos para pagar a nuestro proveedor de cánulas vasculares. Amenazaba con cortarnos el suministro.
—A la vista de nuestras apuradas finanzas, quiero agradecerle que lo haya hecho —manifestó la doctora Niesha Patrick. Era una joven afroamericana de piel clara y con unas pecas que formaban un dibujo de mariposa sobre la nariz y las mejillas. Como Angela, también tenía un máster en administración de empresas, además de ser médico. Angela se la había arrebatado a una gran compañía de la costa Oeste para que dirigiese el Angels Heart Hospital—. Con los quirófanos cerrados intermitentemente, nuestra única fuente de ingresos segura ha sido la angiografía y la cardioplastia invasiva. Sin las cánulas vasculares, incluso esos ingresos se habrían visto muy afectados.
—La angiografía invasiva y la técnica Lasik sin duda son lo que nos ha mantenido a flote —manifestó Angela. Hizo un gesto de reconocimiento a Niesha y al doctor Stewart Sullivan. Stewart era el presidente del Angels Cosmetic Surgery and Eye Hospital.
—Hacemos todo lo que podemos —afirmó Stewart.
—Por mucho que los hospitales especializados sean una mina de oro en el actual sistema de reembolsos —dijo Angela—, están en grave desventaja cuando tienen cerrados los quirófanos.
—Pero los quirófanos están todos abiertos ahora —protestó la doctora Cynthia Sarpoulus, a la defensiva. Cynthia había sido compañera de curso de Angela en la facultad y se había especializado en enfermedades infecciosas y epidemiología. Angela la había contratado cuando habían comenzado las infecciones hospitalarias tres meses y medio atrás. Cynthia era una mujer morena, con el pelo negro azabache y con un carácter bastante fuerte. Angela estaba dispuesta a soportar su mal genio y a menudo cáustico estilo debido a sus conocimientos, dedicación, inteligencia y prestigio. Ostentaba el mérito de haber salvado a varias instituciones que se habían visto afectadas por problemas en el control de infecciones.
—Puede que estén abiertos, pero no están siendo utilizados excepto por un grupo reducido de nuestro personal médico —puntualizó el doctor Herman Straus. Angela había contratado a Herman cuando este trabajaba en un hospital de Boston, donde era un muy respetado subadministrador. Era un hombre fornido y atlético con un carácter abierto, y tenía un don especial para tratar con los cirujanos ortopédicos. Esto, combinado con su formación administrativa en el Cornell Hospital, lo hacían el director ideal del Angels Orthopedic Hospital; su trabajo así lo confirmaba.
—¿Y a qué es debido? —Preguntó Angela—. Sin duda saben que nos hemos ocupado del problema desde el principio. Cynthia, recuérdales a todos lo que se ha hecho.
—Todo lo posible —dijo Cynthia en tono vivaz, como si la hubiesen desafiado—. Todos los quirófanos han sido limpiados con hipoclorito de sodio y fumigado al menos una vez con un producto llamado MAV-C02. Es un alcohol no inflamable en dióxido de carbono.
—No ha salido nada barato —señaló Bob.
—¿Por qué hubo que utilizar ese agente en particular? —quiso saber Carl.
—Porque el estafilococo áureo resistente a la meticilina, o más conocido por su abreviatura, EARM, es muy sensible a esta preparación en particular —replicó Cynthia, como si fuese algo que todos deberían saber.
—No nos enfademos —rogó Angela. Deseaba mantener un ambiente tranquilo y, esperaba, productivo—. Aquí estamos todos en el mismo barco. Nadie está acusando a nadie. ¿Qué más se ha hecho?
—A todas las habitaciones de los hospitales donde se ha producido una infección se les ha aplicado el mismo tratamiento —explicó la experta—. Y quizá aún más importante, como ustedes saben, todos los miembros del personal médico y todos los empleados de los hospitales se someten a análisis periódicamente, y aquellos que dan positivo como portadores son tratados de inmediato con mupirocina hasta que dan negativo.
—Eso también ha costado muy caro —añadió Bob.
—Por favor, Bob —dijo Angela—. Todos somos conscientes de los gastos de este desastre. Cynthia, continúa. ¿Crees que el análisis y el tratamiento del personal médico y los empleados es necesario?
—Por supuesto —afirmó Cynthia—. Quizá debamos considerar hacer lo mismo con los pacientes como un requisito previo a la admisión. Holanda y Finlandia tuvieron serios problemas con el EARM, pero lograron controlarlo tratando al personal y a los pacientes; a cualquiera que diese positivo como portador. Comienzo a preguntarme si tendríamos que hacer lo mismo. Sin embargo, mi principal preocupación es que el EARM ha aparecido en nuestros tres hospitales. ¿Qué significa eso? Significa que si hay un portador responsable, entonces este debe de visitar de forma rutinaria los tres hospitales. En consecuencia, a partir de hoy he ordenado el análisis y tratamiento de todos los empleados, incluso los de aquí en la sede central, que visitan regularmente los tres hospitales, estén o no en contacto con los pacientes.
—¿Algo más? —preguntó Angela.
—Hemos ordenado realizar un enérgico lavado de manos después de tratar a cada paciente —dijo Cynthia—, en particular al personal médico y a las enfermeras. También hemos dispuesto el aislamiento estricto de todos los pacientes con EARM, y que el personal médico se cambie la ropa con más frecuencia, como batas y prendas quirúrgicas. Además se insistirá en el lavado con alcohol del equipo rutinario después de cada uso, entre otros, de las bandas de los tensiómetros. Incluso hemos hecho cultivos de todas las fuentes de condensación de los acondicionadores de aire de los tres hospitales. Todos han dado negativo para patógenos, en particular para la cepa del estafilococo que nos afecta. En resumen, estamos haciendo todo lo posible.
—Entonces ¿por qué los doctores no admiten pacientes? —Preguntó Bob—. Dado que todos ellos son propietarios, deberían ser conscientes de que les cuesta dinero de sus propios bolsillos no hacerlo, sobre todo si vamos a la bancarrota.
—No quiero escuchar esa palabra —manifestó Angela, que ya había pasado por esa humillante experiencia.
—Está claro por qué no los admiten —señaló Stewart—. Les aterroriza que sus pacientes sufran una infección posquirúrgica a pesar de todas las estrategias de control de infecciones. El reembolso solo afecta a los casos relacionados por el diagnóstico, por lo que los pacientes que sufren una infección posquirúrgica inciden negativamente en su productividad, y es la productividad lo que determina sus ingresos. Además, está la preocupación de un error médico. Varios de nuestros cirujanos plásticos, e incluso dos de nuestros oftalmólogos, han sido demandados por estas recientes infecciones de estafilococos. Por lo tanto, la explicación es muy sencilla: aunque sean propietarios, para ellos representa un mayor beneficio económico volver al University o al Manhattan General, al menos a corto plazo.
—Pero todos los hospitales tienen problemas con los estafilococos —objetó Carl—, en particular con el estafilococo resistente a la meticilina. Eso incluye al University y al General.
—Sí, pero no durante los últimos tres meses, ni tampoco con la misma frecuencia que hemos visto aquí —replicó Herman—. Pese a todos los esfuerzos que está dirigiendo la doctora Sarpoulus, el problema sigue sin resolverse, dado que nosotros, en el Angels Orthopedic, hemos tenido otro caso hoy mismo. Un paciente llamado David Jeffries.
—¡Oh, no! —se lamentó Angela—. No lo sabía. ¡Qué desastre! Nos habíamos librado desde hacía más de una semana.
—Como en todos los casos anteriores, hemos intentado mantenerlo en secreto —añadió Herman—. Como he dicho, se presentó a última hora de esta tarde.
Por unos momentos reinó el silencio. Todas las miradas se volvieron hacia Cynthia. Las expresiones iban de la cólera al desconsuelo y el desconcierto. ¿Cómo podía ser que hubiese ocurrido después de lo que Cynthia les había explicado que habían hecho con una considerable cantidad de dinero que no tenían?
—No se ha confirmado que sea el estafilococo resistente a la meticilina —afirmó Cynthia a la defensiva. El presidente del comité de control de infecciones del hospital la había llamado e informado del caso momentos antes de asistir a la reunión.
—Si se refiere a que no se ha hecho el cultivo, tiene razón —declaró Herman—. Pero ha dado positivo según nuestro sistema VITEK, y mi supervisora de laboratorio dice que nunca ha tenido un falso positivo. Falsos negativos sí, pero ningún falso positivo.
—Dios bendito —se lamentó Angela, que intentaba mantener la compostura—. ¿Cuándo fue intervenido el paciente?
—Esta mañana —respondió Herman—. De un ligamento cruzado anterior.
—¿Qué tal está, o no debo preguntar?
—Murió mientras lo trasladaban al University Hospital. Por razones obvias, una vez que quedó claro que sufría un choque séptico, no había ningún lugar donde pudiese recibir mejor tratamiento.
—Dios bendito —repitió Angela. Estaba desconsolada—. Espero que haya comprendido que fue una mala decisión. Enviando a dos pacientes a un hospital que cuenta con todos los servicios, corremos el riesgo de que los medios puedan enterarse de la historia. Ya veo los titulares: «Hospital especializado deriva a paciente en estado crítico». Sería una pesadilla para el departamento de relaciones públicas, y es lo que intentamos evitar a toda costa; afectaría muy negativamente la salida en bolsa.
Herman se encogió de hombros.
—No fue decisión mía. Fue una decisión médica. No estaba en mis manos.
—¿Cómo se lo ha tomado la familia Jeffries? —preguntó Angela.
—Como puede suponer —contestó Herman.
—¿Ha hablado con ellos en persona?
—Lo he hecho.
—¿Qué impresión le ha dado, van a demandarnos? —inquirió Angela. En ese momento, el control de daños era una prioridad.
—Es demasiado pronto para decirlo, pero hice lo que me correspondía. Asumí la responsabilidad en nombre del hospital, les ofrecí mis disculpas, y les dije todas las cosas que habíamos hecho y lo que haremos para evitar otra tragedia similar.
—De acuerdo, eso es todo cuanto podías hacer —manifestó Angela, más para tranquilizarse a sí misma que a Herman. Tomó nota—. Informaré a nuestro consejo general. Cuanto antes se ocupen, mejor.
—Si hay otra infección posquirúrgica, por trágico que sea para todos —intervino Bob—, lo mejor es trasladar al paciente de inmediato. El coste para nosotros es muchísimo menor, algo que podría ser crítico dada las circunstancias.
Angela se volvió hacia Cynthia.
—Averigua si la intervención se realizó en uno de los quirófanos que acababan de limpiar. En cualquier caso, ocúpate de que lo desinfecten de nuevo, pero no cierres todos los quirófanos. Averigua cuándo se hicieron los cultivos del personal que participó y si alguno de ellos era un portador.
Cynthia asintió.
—¿Hay alguna otra manera de que podamos conseguir que nuestros médicos aumenten el censo de casos? —Preguntó Bob—. Sería enormemente beneficioso. Necesitamos ingresos. No me importaría facturar a Medicare por adelantado si solo es durante un par de semanas.
Los tres directores de hospital se miraron entre sí para ver quién hablaría. Fue Herman quien tomó la palabra.
—No creo que haya ninguna manera de aumentar el censo, sobre todo con este nuevo caso de EARM. No sé qué opinan mis colegas, pero los traumatólogos recelan mucho de las infecciones, porque las infecciones en los huesos y las articulaciones tienen tendencia a permanecer durante mucho tiempo y consumen gran parte del tiempo del cirujano, incluso en las mejores circunstancias. He hablado de ello con el jefe del servicio médico. Él es quien me informó.
—Yo también he hablado con mi jefe del servicio médico —señaló Niesha—. En esencia, recibí la misma respuesta.
—Y yo —añadió Stewart—. Todos los cirujanos se oponen a asumir cualquier riesgo cuando se trata de infecciones.
—En cualquier caso, es probable que sea demasiado tarde —manifestó Angela, que intentaba recuperarse de ese último alud de malas noticias—. Pero la pregunta de Bob va al fondo de la razón por la que he convocado esta reunión. Primero quería que todos escuchasen lo que ha hecho la doctora Sarpoulus en lo que concierne a nuestro problema con el EARM. Por supuesto, no sabía que se había producido un nuevo caso. De verdad confiaba en que ya estaba superado. Pero sea cual sea la situación, tenemos que resistir las próximas semanas. —Angela se volvió hacia Cynthia—. El Angels Healthcare te da las gracias por tus continuados esfuerzos, pese a lo sucedido hoy. Ahora, ¿te importaría dejarnos para la aburrida discusión financiera?
Cynthia no respondió. Sus ojos oscuros miraron un momento a Angela, y luego se fijaron en los demás. Sin decir una palabra, se apartó de la mesa y abandonó la habitación. La puerta se cerró con un portazo.
Durante unos instantes, nadie habló.
—Un tanto impetuosa —comentó Bob, que fue el primero en romper el silencio.
—Impetuosa pero comprometida —dijo Carl—. Se ha tomado este problema y su persistencia como algo personal. Estoy seguro de que cree que vamos a hablar mal de ella después de este nuevo caso.
—Mañana la tranquilizaré —señaló Angela—. Pero ahora abordemos lo más importante. Como todos ustedes saben, dentro de dos semanas iniciaremos la oferta pública de acciones. Lo crucial es cómo vamos a llegar sin que ningún posible inversor o funcionario de la SEC se entere del desastre de la falta de liquidez. Hasta ahora hemos tenido suerte a pesar de las demandas por negligencia médica. También hemos sido afortunados por el hecho de que el problema con los estafilococos empezase después de la auditoría externa, y, por tanto, su impacto no aparece reflejado en el folleto de la OPA. Sé que todos ustedes han hecho enormes sacrificios personales. Ninguno de los cargos superiores ha percibido salario alguno en los últimos dos meses, y eso me incluye a mí. Todos hemos utilizado al máximo nuestro crédito personal. Se lo agradezco. Les aseguro que hemos suplicado a todos nuestros inversores al máximo, incluido el cuarto de millón de nuestro inversor ángel.
»La ironía de esta situación desesperada es que si la oferta va como esperamos, los agentes encargados de colocar las acciones nos han garantizado quinientos millones de dólares. Eso significa que todos seremos ricos y que la empresa nadará en la abundancia. También hay algo fundamental: comenzará la construcción de los tres hospitales propuestos para Miami y los otros tres para Los Ángeles. Estamos preparados para ser la primera compañía de hospitales especializados que saldrá a bolsa después de haberse levantado la moratoria del Senado para la construcción de este tipo de hospitales, y nosotros estamos preparados en las especialidades más lucrativas. El momento no podría ser más idóneo. El cielo es el límite. Solo tenemos que llegar allí.
Angela hizo una pausa y miró a los ojos a cada uno de los presentes para asegurarse de que no había ningún desacuerdo. Nadie se movió o habló. Consultó un momento sus notas.
—No hay ningún culpable en esta situación —continuó—. Ninguna de las proyecciones que utilizamos para calcular incluso el peor escenario indicaban semejante catástrofe, en la que todos nuestros quirófanos cerrarían prácticamente a la vez. Con los ingresos casi a cero y los costes fijos en alza, el descenso de nuestro capital de emergencia ha sido para dejarnos a todos en las oficinas centrales sin aliento. Pero todos ustedes ya lo sabían, y con su ayuda, hemos sobrevivido. Hemos seguido a trancas y barrancas, hemos retrasado los pagos a nuestros proveedores hasta que pudimos. Vamos a continuar haciéndolo, pero incluso así, quizá no sea suficiente. Bob, dinos cuánto capital necesitaremos para llegar hasta la salida a bolsa.
—Me sentiría muy tranquilo con doscientos mil dólares —respondió Bob—. A medida que la cantidad baja, también lo hace mi confianza.
—Doscientos mil dólares —repitió Angela con un suspiro—. Por desgracia, eso es un montón de dinero, y a mí se me han acabado las ideas. La cuestión es si alguno de ustedes, que son personas inteligentes, tienen alguna propuesta. Desde su perspectiva, el problema principal, por supuesto, es que todos tendrán que pagar las nóminas, y con una liquidez negativa eso es cada vez más difícil, a menos que podamos ayudarles. El problema es que todas nuestras cuentas a la vista están bajo mínimos.
—¿Qué tal si retrasamos el pago de impuestos? —Propuso Stewart—. Solo son dos semanas.
—Es una mala idea —señaló Bob—. El impuesto de las nóminas y las retenciones se pagan por transferencia. Si alguno de vosotros o nosotros las retenemos, el banco lo sabrá, porque le hemos dado orden de hacerlo. Decirle al banco que no pague los impuestos sería una enorme bandera roja.
—¿Qué tal si volvemos a apelar a nuestro principal inversor ángel? —propuso Niesha.
—Lo intentaré mañana —prometió Angela—. Pero no soy optimista. Nuestro agente de colocación, que fue quien encontró al inversor ángel, ya le sacó otro cuarto de millón hace un mes, y en aquel momento me pareció que el pozo estaba seco. De todos modos, lo intentaré.
—¿Por qué no buscar un crédito puente del banco? —Preguntó Stewart—. Ellos conocen la operación de la salida a bolsa. Demonios, solo serán dos semanas. Con el interés que les pagamos por los préstamos, están haciendo una fortuna con nosotros.
—Olvidas lo que dije al principio —interrumpió Bob—. El viernes recibí una llamada del encargado de nuestras cuentas. Estaba inquieto porque habíamos vendido parte de los bonos para pagar a nuestro proveedor de cánulas vasculares. Ahora mismo no están muy contentos con nosotros. Si reclaman el pago aunque solo sea de una parte de los préstamos, el juego se habrá acabado.
Angela los miró uno tras otro. Todos se miraban los pies a través de la mesa de cristal.
—De acuerdo —manifestó, cuando quedó patente que nadie tenía más ideas—. Mañana iré al banco y después veré a nuestro agente. Haré lo que pueda. Si a alguien se le ocurre una idea, tengo el móvil conectado a todas horas. Gracias por su asistencia.
Se oyó el rozamiento contra el suelo de todas las sillas, excepto la de Angela, cuando fueron empujadas sobre sus patas con conteras de teflón. Todos salieron; la mayoría dieron una palmadita en el hombro a Angela para animarla. Por unos momentos ella permaneció donde estaba, con la mirada fija en la cúpula dorada del Crown Building al otro lado de la calle, mientras pensaba en la situación de su empresa. No le parecía justo que después de todo el trabajo y las preocupaciones, ella y su incipiente imperio pudiesen derrumbarse por una miserable bacteria. Al mismo tiempo, no estaba sorprendida. En el mundo de las finanzas, ya fuese ofreciendo servicios médicos o fabricando bombillas, la justicia era algo que brillaba por su ausencia. El dinero era el rey, y ella había aprendido la lección a las malas, cuando intentó en vano mantener a flote su consulta de atención primaria, que atendía a una gran cantidad de pacientes de Medicaid. Era la terrible experiencia de la bancarrota lo que, por encima de cualquier otra cosa, la había llevado a matricularse en la escuela de empresariales, donde destacó como si estuviera tomándose la revancha y donde llegó a comprender que la atención médica, si se hacía correctamente, no solo te daba tranquilidad económica, sino que incluso te hacía rico.
Con renovada decisión, Angela apartó la silla y se levantó. Recogió el abrigo y el paraguas de su despacho pero, con toda la intención, dejó las notas que llevaba y su maletín sobre la mesa.
Los recogería por la mañana antes de ir a su primera cita del día en el Manhattan Bank and Trust. Sabía que para conseguir dormir y estar en forma por la mañana, cuando necesitaba estar bien despierta, debía hacer un decidido esfuerzo para despejar la mente. Cuando lo había logrado, en las mismas circunstancias estresantes en el pasado, no solo se había sentido mejor al día siguiente, sino que a menudo había visto los problemas desde otra perspectiva y había tenido nuevas ideas. Era como si su subconsciente participara activamente en la toma de decisiones.
En la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y seis, Angela se acercó al bordillo y levantó la mano con la intención de llamar a un taxi, aún a sabiendas de lo difícil que era conseguir uno a las ocho y veinticinco, en una noche lluviosa de principios de abril, cuando la mayoría de los taxistas estaban acabando el turno; muchos de los que vio llevaban encendidas las luces de fuera de servicio; otros estaban ocupados. Hasta el mes anterior, Angela había utilizado un servicio de coches, pero con la cuenta en números rojos se había visto obligada a recurrir a los taxis. En el momento en que había decidido ir caminando a su apartamento en la calle Setenta, se detuvo un taxi para descargar a un pasajero. Tan pronto como el hombre pagó y bajó, Angela se subió.
Mientras el taxi la llevaba a su destino, Angela respiró hondo y soltó el aire como una explosión. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo tensa que estaba. Con los brazos cruzados sobre el pecho, se masajeó los hombros, y después hizo lo mismo con las sienes. Poco a poco notó cómo se relajaban los músculos abdominales y de los muslos. Abrió los ojos y contempló las luces de la ciudad reflejadas en las calles mojadas. Había muchos peatones, algunos tomados del brazo para compartir los paraguas. Era en tales momentos, entre las exigencias del día de trabajo y las preocupaciones domésticas acerca de su hija, cuando Angela era consciente de que no tenía vida social, en particular con miembros del otro sexo. La interacción con los hombres se limitaba a encuentros relacionados con el trabajo, a las escasas reuniones de padres en la escuela de su hija o, todavía más triste, con alguien en la cola de la caja en el supermercado. Aunque había sido su elección, porque era una mujer con una meta y cuyas experiencias con los hombres le hacían cuestionarse su capacidad monogámica, seguía sintiendo algún ocasional deseo.
Poco dispuesta a dar mayor trascendencia a sus pensamientos, sacó el móvil y pulsó la tecla de marcado rápido para llamar a su casa. Esperaba escuchar la voz de su hija dado que, por lo general, era ella quien respondía antes de que acabara de sonar el primer timbrazo. Angela se encontró hablando con Haydee, la niñera y ama de llaves. Dada la atareada vida de Angela, permitía que Haydee cumpliese múltiples roles.
—¿Dónde está el Terror? —preguntó Angela. Con el apodo de «el Terror», Angela y Haydee se referían humorísticamente a Michelle a espaldas de la niña. Era divertido porque era lo opuesto de lo que ellas pensaban. Ambas mujeres creían que Michelle se mostraba empecinada y de vez en cuando respondona como correspondía a su edad, como en el caso del piercing en el ombligo, pero por lo demás era casi perfecta.
—Está en la cama, y creo que ya duerme. ¿Debo despertarla?
—¡Cielos, no! —Respondió Angela, que sintió una suave punzada de soledad—. Por supuesto que no.
Después de hablar sobre varios asuntos domésticos, Angela tomó una súbita decisión. Le dijo a Haydee que no la esperase levantada, porque tardaría varias horas en volver a casa.
Se deslizó hacia delante en el asiento para hablar al taxista a través de la separación de plexiglás. En lugar de ir a casa para encontrarse con su hija dormida, había decidido ir al gimnasio. Con todo lo que estaba pasando, no había ido en meses, y desde luego le iría bien un poco de ejercicio por razones tanto mentales como físicas. Además, se dijo, habría más gente, y podría comer un bocado en el excelente bar restaurante del club.
El gimnasio de Angela estaba cerca de su apartamento, una calle más arriba y unas pocas manzanas más abajo por Columbus Avenue. Sin mucha dificultad, encontró en la cartera su poco utilizada tarjeta de socia. En cuestión de minutos se había vestido con sus prendas de gimnasia y se montó en una de las bicicletas estáticas mientras miraba la CNN. Le decepcionó ver lo poco en forma que estaba. En menos de cinco minutos se había quedado sin aliento. Al cabo de diez, sudaba hasta el extremo que creía tener el aspecto de un vaso de té frío en el trópico. No obstante persistió por pura fuerza de voluntad hasta alcanzar su meta de veinte minutos.
Angela bajó de la bicicleta, apoyó las manos en las caderas y, con el pecho jadeante, intentó recuperar el aliento. Por unos instantes necesitó toda su concentración. Para colmo, estaba empapada. La cinta que le rodeaba la cabeza, que en el pasado había sido más un adorno que una necesidad, rezumaba. Imaginó que parecería un adefesio con el rostro congestionado, las prendas de gimnasia pegadas al cuerpo y el pelo hecho un verdadero estropajo. Le avergonzaba ver que las personas montadas en las otras bicicletas pedaleaban con gran facilidad. Ninguno de ellos parecía sudar, y muchos eran capaces incluso de leer mientras pedaleaban. Angela sabía que de ninguna manera habría sido capaz de leer nada durante el ejercicio, sobre todo hacia el final.
Cogió la toalla y se secó el rostro. Muy consciente de su falta de resistencia y su aspecto desastrado, miró un momento los rostros de los demás ciclistas, mientras iba hacia la sala de máquinas. Por fortuna para su autoestima, nadie le prestó atención, hasta que cruzó la mirada con un hombre rubio que pedaleaba con furia aunque aún no sudaba. La rapidez con la que él había desviado la mirada confirmó el veredicto de Angela sobre su aspecto. Cuando pasó por detrás de él, no pudo evitar sonreír ante su paranoia; en realidad, no le importaba en lo más mínimo qué pensara el desconocido.
Angela caminó por la sala de máquinas sin ningún plan en particular, y utilizó los aparatos al azar. Tuvo la precaución de no cargar demasiado peso o hacer muchas repeticiones. Lo último que deseaba era una contractura o lesionarse una articulación. A pesar de la hora, la sala estaba bastante llena. Advirtió que algunos hombres observaban a las mujeres mientras fingían no hacerlo, lo que le recordó qué superficiales podían ser algunos. Cogió un par de pesas muy livianas, se colocó delante de un espejo y comenzó a estirar más que a ejercitar los músculos del tronco. Mientras lo hacía, se evaluó a sí misma e intentó ser objetiva. Seguía teniendo buena figura y su aspecto no había cambiado mucho desde que tenía veintitantos. Desde luego, eso se debía más a los genes que al esfuerzo, a la vista de lo poco que había utilizado el gimnasio mientras atendía Angels Healthcare. Su vientre era plano, a pesar del embarazo, sus piernas estaban bien definidas, y sus pechos eran más firmes de lo que merecía. En conjunto, estaba satisfecha de su apariencia, excepto de su cabello.
Angels Healthcare solo llevaba un mes afectado por la actual catástrofe provocada por el EARM cuando Angela encontró las primeras canas. Su madre había encanecido joven, y por lo tanto ella no debería haberse sorprendido, pero le preocupó hasta el extremo de comprar en secreto un tinte en la farmacia y utilizarlo varias veces. Aunque las canas habían desaparecido, le preocupó que con ellas también desapareciera parte del brillo natural. En aquel momento, mientras se miraba en el espejo de la sala de máquinas del club, se convenció de ello.
Angela hizo una súbita y breve pero exagerada expresión de absoluto horror en el espejo como una manera de burlarse de sí misma. En última instancia, no era una persona vanidosa. Le interesaban los logros, no el aspecto.
—¿Está usted bien? —preguntó una voz.
Angela se volvió y vio el rostro del hombre rubio con quien había cruzado una breve mirada en la sala de las bicicletas estáticas. Tendría unos cuarenta y tantos, era bastante apuesto, y sin duda también inteligente. Tenía unos brillantes ojos azules, el pelo corto y una encantadora sonrisa. Llevaba una camiseta con un globo que decía «Hazme feliz».
—Estoy bien —respondió Angela después de evaluar brevemente al desconocido—. ¿Por qué lo pregunta?
—Por un momento creí que iba a echarse a llorar.
Angela se rio de todo corazón. Cuando había hecho su expresión de burla en el espejo, se había olvidado por un momento de que se encontraba en una habitación con muchos varones secretamente atentos.
—¿Por qué se ríe? ¡De verdad! Hace un minuto, mientras estaba haciendo sus ejercicios, parecía que fuera a echarse a llorar en cualquier momento.
—Sería muy largo de explicar.
—El tiempo no es un problema para mí. ¿Qué tal una copa después del ejercicio y me lo cuenta? Después, ¿quién sabe?
Con una sonrisa irónica, Angela miró al hombre que estaba a su lado. Hacía mucho que no se encontraba con un ligue tan rápido y descarado. En circunstancias normales se habría limitado a sonreír y después se habría marchado. Pero en su actual humor, un poco de charla y compañerismo tenían su atractivo, al menos durante una hora. Después de todo, ella intentaba despejar su mente.
—No sé su nombre —dijo Angela, a sabiendas de que estaba abriendo la proverbial puerta.
—Chet McGovern. ¿Y el suyo?
—Angela Dawson. Dígame, ¿liga usted con las mujeres aquí en el club con mucha frecuencia?
—Continuamente —respondió Chet—. Es la razón por la que vengo aquí tan a menudo. El ejercicio en sí mismo se parece demasiado al trabajo.
Angela se rio de nuevo. Apreciaba tanto la sinceridad como el sentido del humor. Al parecer Chet McGovern tenía ambas cosas.
—Puede usted beber mientras yo como —dijo Angela—. Estoy hambrienta.
—Trato hecho, señora.
Cuarenta minutos más tarde, después de ducharse, estaban sentados a una de las mesas en el bar restaurante. El bar estaba a rebosar. Detrás de la barra había un televisor de pantalla plana donde ofrecían un encuentro de béisbol al que nadie prestaba atención. El ruido de fondo era como el de una bandada de aves marinas comiendo. Angela acusaba mucho el ruido, porque hacía años que no había estado en un entorno como aquel. Tenía que inclinarse por encima de su plato de ensalada con salmón a la plancha para escuchar.
—Le preguntaba en qué trabaja —repitió Chet—. Tiene usted el aspecto de una modelo.
—Sí, claro —se burló Angela. Comentarios como aquel confirmaban que estaba con un individuo que se creía todo un donjuán.
—¡De verdad! —Insistió Chet—. ¿Cuántos años tiene, veinticuatro o veinticinco?
—Treinta y siete —dijo Angela, que resistió la tentación de ser sarcástica.
—Nunca lo habría adivinado. No con una figura como la suya.
Angela se limitó a sonreír. Era divertido escuchar aquel tipo de comentarios, aunque no tuvieran nada de sinceros.
—Si no es una modelo, ¿cuál es su trabajo?
—Soy empresaria —dijo Angela sin más explicaciones. Para desviar la conversación de sí misma, se apresuró a añadir—: ¿Usted qué es, una estrella de cine?
Ahora le tocó a Chet reírse. Luego se inclinó hacia delante y dijo:
—Soy doctor. —Luego se echó hacia atrás.
A Angela le pareció que había adoptado una sonrisa de auto complacencia, como si ella tuviese que mostrarse impresionada.
—¿Qué tipo de doctor? —Preguntó Angela después de una pausa—. ¿Doctor en medicina o en filosofía?
—En medicina, y especialista.
«¡Caray!», pensó Angela con sarcasmo aunque no lo manifestó.
—Como empresaria, ¿qué hace en realidad?
—Supongo que debo admitir que dedico la mayor parte de mi tiempo a buscar dinero, por desagradable que resulte. Las empresas que empiezan son como las plantas: necesitan riego constantemente, y a veces hace falta mucha agua antes de que den fruto.
—Eso es muy poético. ¿Cuánto le falta a la empresa para la que trabaja para que dé frutos?
—Muy poco. Estamos a dos semanas de la salida a bolsa.
—¡Dos semanas! Eso debe de ser muy excitante.
—Ahora mismo, causa más ansiedad que excitación. Necesito reunir doscientos mil dólares para solucionar nuestro problema de liquidez para llegar a la oferta de acciones.
Chet silbó entre dientes. Estaba impresionado, y dedujo que Angela debía de ser una ejecutiva de alto nivel.
—¿La empresa conseguirá hacerlo?
—Intento ser optimista, sobre todo dado que los encargados de la operación prometen que la salida a bolsa será un éxito. Quizá usted, como médico especialista, querría invertir. Desde luego podemos hacer que valga la pena con acciones, bonos, o ambas cosas. Tenemos muchos médicos inversores: más de quinientos para ser exactos.
—¿De verdad? —Preguntó Chet—. ¿Qué tipo de empresa?
—Se llama Angels Healthcare. Construimos y gestionamos hospitales especializados.
—Supongo que eso significa que sabe usted algo de médicos.
—Podría decir que sí —admitió Angela.
—Por desgracia, en este momento no dispongo de esa cantidad —dijo Chet—. Lo siento.
—Ningún problema. Si cambia de opinión, llámenos.
—Lo haré —dijo Chet, que obviamente quería cambiar de tema—. ¿Es usted soltera, casada o algo por el estilo?
«De vuelta al ataque», pensó Angela. De pronto, ya no le interesó seguir con la conversación. Se había divertido, pero de repente se sintió cansada, que era su objetivo. Quería irse a casa.
—Divorciada —respondió, y luego añadió como si creyese que con ello facilitaría un rechazo—: Estoy divorciada y vivo con mi hija de diez años, que está en casa durmiendo.
—Entonces eso descarta su apartamento —dijo Chet—. Soy soltero, digamos que muy soltero, y tengo un magnífico apartamento a la vuelta de la esquina. ¿Qué tal una última copa?
—Para ver sus grabados, supongo. Lo siento, tengo que pensar en mi hija y en los doscientos mil dólares. —Angela hizo una seña a uno de los camareros para que trajera la nota.
—Yo invito —dijo Chet generosamente.
—¡No, de ninguna manera! —Replicó Angela en un tono que no admitía réplica—. Me temo que en cierto sentido lo he utilizado. Como penitencia, debo insistir.
—¿Utilizado? —preguntó Chet desconcertado—. ¿A qué se refiere?
—Sería muy largo de explicar, y tengo que volver a casa.
Chet pareció inquietarse un poco mientras Angela firmaba la factura para que se la cargasen en la cuenta del club.
—¿Qué tal si cenamos mañana por la noche? —propuso cuando ella hubo acabado.
—Es muy generoso por su parte, pero me temo que no dispongo de tiempo. No estoy muy segura de qué me encontraré mañana en la oficina.
—Pero tendrá un momento para explicarme cómo «me ha utilizado» —dijo Chet—. De verdad no me siento utilizado, y me ha encantado conocerla. Si la he ofendido, me disculpo. Le prometo que no soy tan descarado. No es más que una pose.
Un tanto sorprendida porque Chet le revelara lo que parecía una debilidad, Angela le tendió la mano.
—He disfrutado de su compañía, lo digo de verdad —manifestó mientras se levantaba—. Quizá después de la salida a bolsa podremos encontrarnos para tomar una copa o incluso cenar.
—Eso me gustaría —manifestó Chet, que recuperó su aplomo—. Invito yo.
—Trato hecho —respondió Angela, consciente de que le tocaba a ella no ser sincera.