El alcantarillado es otra pesadilla, pero la acogemos con gusto. Nos abrimos paso bajo la ciudad entre las aguas residuales que nos llegan a la mitad de la pantorrilla. Treinta metros más adelante hallamos una escalera que nos conduce a la superficie. La subo, alargo el brazo y tiro de Peter con una mueca de dolor.
Estamos cerca de la Torre, que se alza como una vela de cumpleaños gigantesca. Una antorcha en la noche que nos garantiza que es seguro regresar a casa. Estamos solos, pero no por mucho tiempo.
Rhys se acerca con Noah y la otra Miranda a remolque.
Noah me mira de hito en hito; no puedo reprochárselo teniendo en cuenta que he intentado estrangularlo hace veinte minutos. Parece alegrarse de ver que estoy viva. Rhys nos ignora, se limita a vigilar el entorno.
—Me alegro de verte, Peter —saluda Noah con sequedad.
Peter se ríe y asiente para dar las gracias, después abraza a Noah.
—¡Eh! —exclama Noah, y lo aparta—. Hueles fatal.
Deja caer la mano sobre el hombro de la otra Miranda:
—Em, me gustaría presentarte a alguien.
—Hola, Peter —saluda ella.
Está un poco asustada. Yo lo estaría.
—¿Dónde está Olive? —pregunta Peter.
Bajo la vista. Siento de nuevo el picor, la necesidad de moverme, de buscar la oscuridad.
—¿Sufrió? —dice, y se limpia los ojos.
—No —responde la otra Miranda—. Fue rápido.
Rhys alarga las manos hacia mí.
—¿Mis armas?
Percibo que tampoco le gusta estar al aire libre, pero nos merecemos un minuto.
Le entrego la pistola llena de porquería.
—Qué asco —su voz está tan exenta de matices que me echo a reír. Arquea una ceja—: ¿Y la espada?
—Creo que me la quedo.
Suspira, coloca un brazo alrededor de mis hombros y se gira hacia el edificio en llamas. El fuego decrece, se consume lentamente antes de llegar a las plantas inferiores. Peter no tarda en acercarse y pasar el brazo por encima de mi otro hombro.
—Me llamo Peter —le dice a Rhys.
—Encantado de conocerte —contesta.
Noah se pone frente a nosotros y dice:
—¿Estáis listos? ¿Podemos largarnos?
Las calles contiguas están en silencio, pero no lo estarán por mucho tiempo.
Mientras la Torre sigue ardiendo nos dispersamos en las sombras, corremos por las calles evitando a los Humvees que han aparecido.
Todos van en la misma dirección.
A mitad de camino a casa nos obligo a parar en un cruce. Las vistas son perfectas desde aquí: una calle oscura que desemboca en la Torre. Reina tanto silencio que oigo el clic de los semáforos al cambiar de color.
Juntos observamos cómo el fuego se extingue.
La ciudad tarda semanas en recuperarse. Nadie sabe bien qué ha pasado. Lo más intrigante es el incendio en lo alto de la Key Tower. Serios rostros en las noticias se preguntan: «¿Habrá relación? ¿Por qué aguantó la cubierta?». El hueco del ascensor que conduce al sótano estaba bloqueado por muchas piedras; no hay ninguna máquina que quepa para quitarlas. En total fallecieron seiscientas doce personas, la mayoría en incendios accidentales. Muchos de ellos murieron pisoteados. Otros de ataques al corazón. En los telediarios muestran los cadáveres. Vehículos de emergencias, voluntarios, gente con chalecos amarillos que recorren la ciudad y peinan primero las calles, luego los callejones y los edificios. Flanqueados siempre por agentes de la Guardia Nacional con los rifles preparados.
Veintinueve personas se ahogaron en el Lago Erie. Se llevan los cuerpos en camillas. Todo el mundo se cubre nariz y boca con una máscara azul; temen que el desencadenante del pánico estuviera en el aire.
Podría haber sido mucho peor si nos hubieran obligado a participar. Si no lo hubiéramos parado cuando lo hicimos.
Es raro, porque no lo siento como una victoria.
Los cinco nos quedamos en casa de Rhys, nuestro nuevo hogar.
El apartamento tiene varias habitaciones. Yo dispongo de la mía propia. Peter y Noah comparten la suya. La otra Miranda, a la que Rhys llama la Secuela, duerme en cualquier parte. Nos peleamos por quién se ducha primero. Pero es una pelea de las buenas. Está bien preocuparse por una vez de cosas estúpidas, banales. Los chicos se dejan en paz, aunque no del todo. Intentamos adaptarnos a la otra Miranda y ella trata a su vez de hacerse un hueco en el grupo.
Es duro. Ella es yo. No sé hasta dónde somos iguales.
Vivimos vidas diferentes. Tenemos opiniones diferentes. ¿Basta con que a mí me guste la cebolla y a ella no? ¿Es suficiente que yo suela discutir con Rhys o con Noah y ella intervenga como mediadora? Espero que con el tiempo evolucionemos en direcciones distintas. Seré capaz de dar un paseo sin pensar en que podrían matarme y nadie se enteraría. Secuela o cualquier otra Miranda podría suplantarme y apoderarse de la endeble identidad que construyo a diario.
Recuerda tanto como yo, hasta el traspiés de Noah al dejarla en el banco. Por suerte los recuerdos de la Miranda original desangrándose son borrosos, una pesadilla. Lo único que le falta son las experiencias correspondientes desde entonces hasta hoy.
La explicación oficial es que los creadores me atraparon en algún momento y trasladaron mi personalidad a una plantilla.
A veces acuden a ella los mismos fantasmas. Recuerdos que ni siquiera me pertenecen.
No hablamos mucho, porque somos incapaces de mirarnos más de unos segundos. Con Grace era distinto, Grace no era yo, aunque tuviéramos el mismo aspecto. Por otro lado, ver a Secuela me recuerda de dónde vino. Una vaina. Nací este verano.
Un día se acerca a mí cuando estoy en el baño.
—¿Lo ves aún? —pregunta.
Me quedo petrificada.
—¿El qué?
—Todas las noches me despierto en un callejón y siento cómo la sangre se me escapa a borbotones. Te juro que es real.
Deja caer la cabeza, el pelo cobrizo oculta sus ojos.
Yo tengo las mismas pesadillas. Levanto la mano, despacio, y la dejo caer sobre su hombro.
—No es más que una pesadilla. A veces… es difícil diferenciarlo.
No quiero mentir, pero no puedo contarles a los demás la verdad sobre quién soy. Todavía no. Si Noah descubriera que su intento de proteger a la Miranda original terminó en su muerte se quedaría destrozado.
Peter lo sabe. Me guardará el secreto.
—No somos esa chica —le digo.
—¿Entonces quiénes somos?
Me siento bien al sonreír. Es una sonrisa real.
—Eso es lo hermoso… estamos descubriéndolo.
Después de un instante ella sonríe también, pero es efímero.
—Los demás…
—Te tratan de forma diferente, lo sé —hago una pausa, y busco las palabras precisas—. Yo viví eso: de hecho lo sigo viviendo. Lo sientes en el pecho, ¿verdad? En los pulmones. La pérdida. El vacío… se llenará. Te lo prometo. Solo necesitas tiempo.
En mi caso no se ha llenado, no del todo, pero eso no la ayudará. La promesa le sirve tanto a ella como a mí.
—¿Alguna vez las cosas serán normales entre nosotras?
Normales. Ojalá. Secuela no me facilita la comprensión de mi propia existencia. Pero cada día resulta menos difícil. Cada día somos más nosotras mismas.
—Acaso se alcanza la normalidad entre… —quiero decir «hermanas», pero es demasiado pronto para eso. Demasiado. Le aprieto el hombro—: Será normal. Te lo prometo.
Secuela asiente y se marcha abruptamente. Oigo el portazo e intuyo que llora, porque yo siento que estoy a punto.
De vez en cuando nos asomamos a la ventana, observamos cómo la ciudad se recompone poco a poco. En las calles sigue habiendo desconfianza. Los helicópteros las sobrevuelan sin descanso. Los agentes de la Guardia Nacional patrullan con máscaras antigás. Los científicos elaboran teorías en la televisión por cable. Ciertas congregaciones religiosas afirman que el fin se acerca.
El miedo aterroriza aún las calles, aunque nosotros no seamos la causa.
Observamos. Esperamos. Nos entrenamos, hacemos guantes y nos mantenemos en forma. Tomamos nuestras dosis de memoria. Secuela tiene flashbacks sobre Noah en mitad de la noche y grita su nombre. Él entra en la habitación sin saber quién le ha llamado. Se queda ahí, de pie, boquiabierto hasta que Secuela le cuenta que solo ha sido una pesadilla. El arañazo rojo que surca mi mejilla permite distinguirnos, al menos, físicamente. Noah nos diferencia siempre porque dice que no lo miro igual que antes. Peter sostiene que lo fulmino con la mirada. No obstante, no puedo contarle a Noah que si no fuera por lo que hizo seguiría en una vaina. No puedo explicarle que sus actos condujeron a la Miranda que amaba a morir en un callejón, desangrada bajo la lluvia.
Una noche Peter y yo sacamos la basura. Veo la tensión en sus hombros. Un Humvee transita por la calle. El soldado en el asiento de atrás nos mira y asiente. Asentimos.
—¿Qué pasa? —pregunto.
Peter lanza una bolsa negra de basura al contenedor. Alza la mirada al cielo nublado. Caen las primeras gotas de agua.
—Nada —contesta.
—Peter…
Se ríe.
—Tienes razón. Pasa algo.
Sonrío, luchando contra lo inevitable solo por diversión.
—¿Sabes? Creo que a Secuela le gustas.
—Le gusta Rhys —contraviene Peter con naturalidad—. Además, ella no me salvó de la señora North.
Espero. Me mira a los ojos. Lo miro. El viento le revuelve el pelo, pero por lo demás Peter está quieto. No tenemos nada más que decir. Me acerco a él, reduzco la distancia hasta que tengo que levantar la vista para mirarlo a los ojos. Me pongo de puntillas y él me besa con dulzura. Me apoyo de nuevo sobre los talones, pero su boca no me suelta. Me besa como antes, con suavidad al principio. Después apasionadamente. De nuevo me alegro de que consiguiéramos salir de la Torre. Estoy empezando a darme cuenta de que mi vida no debe girar en torno a una identidad o a la falta de ella. Si logro centrarme en los pequeños momentos, por muy fugaces que sean, los haré míos. Nadie los vive como yo, excepto yo misma.
Encuentro el dobladillo de su camiseta y se la quito, nuestros labios se separan solo hasta que la tela pasa entre ellos. La arroja a un lado, encima de la montaña de basura cuando su reloj pita.
Lo contempla con el ceño fruncido como si el pitido tratara de colarse bajo su piel.
—¿Hora de inyectarnos la dosis? —pregunto con voz ronca.
—Sip —responde; el ceño deviene sonrisa—. No me gustaría olvidar esto.
Coge su camiseta y se la pone de nuevo.
—Es posible que esta noche a las doce salga a mirar las estrellas —digo.
—Me gustan las estrellas —afirma, desliza el brazo por encima de mi hombro y entramos a buscar nuestras dosis.
Un día a finales de verano aprovecho que los otros han salido a correr, tomo la banda de memoria y me encierro con ella en el baño. Llamadme paranoica, pero hay algunos momentos de estos meses que no quiero perder. La noche pasada tomamos «prestada» la barca de alguien y nos fuimos a pescar al lago bajo la luna. Fue tan hermoso que durante segundos sueltos fui capaz de olvidar que ahí fuera hay gente que quiere capturarnos o matarnos.
Así que almaceno ese recuerdo, por si algún día lo olvido.
Bajo la tapa del inodoro y me siento, aflojando la banda sobre el regazo. Mis dedos recorren el lateral hasta que encuentran un botón que acciona la función de copia. El dolor es menor, insignificante casi, cuando las agujas microscópicas me atraviesan hasta el cerebro.
Rememoro aquel instante, veo cómo el agua parecía cristal oscuro y me preparo para transmitir el recuerdo a la máquina.
Pero en lugar de eso la máquina decide ofrecerme otro.
Un recuerdo que la señora North dejó atrás.
El viaje en ascensor más largo de mi vida.
Nunca antes me ha convocado, no de este modo, sin previo aviso. Soy incapaz de no pensar en que después de décadas esperando, ha llegado el momento. Nos llamarán a servir por fin.
Escribo una nota mental para grabar este recuerdo después, así los demás podrán escuchar las palabras que salen de su boca y no de la mía.
Entrelazo las manos temblorosas a la espalda. Las puertas del ascensor se abren y entro en la oficina. Las paredes de cristal forman una pirámide, aunque el cristal es tintado. El sol es un diminuto punto brillante en el vidrio de la izquierda.
Está sentada detrás de la mesa, la única pieza que amuebla la sala.
Sin levantar la vista de sus papeles me indica que me acerque con un gesto de la mano. Cruzo la alfombra de felpa y me arrodillo ante el escritorio a pesar de que me siento estúpida. Aquí las cosas se hacen de otro modo.
—Levántate —ordena.
Lo hago.
Su armadura está compuesta de escamas doradas en lugar de negras como las mías. Brillan como espejos. Su melena, al contrario que la mía, no ha perdido el matiz cobrizo-dorado. Tiene el rostro de una niña de diecisiete años, igual que la Miranda que educo como a mi hija. Debo de parecerle mayor, muy, muy mayor.
Me estudia con unos ojos llenos de juventud; tengo la sensación de que han visto más de lo que imagino.
Quizá, si la complazco, algún día pueda ver tanto como ella.
—Te he convocado porque me gustaría que tú misma me contaras tus progresos. ¿Estás cumpliendo fechas?
—Sí —digo enseguida—. Es posible que haya un inconveniente sin importancia, pero el ensayo se realizará según lo previsto.
—Qué clase de inconveniente.
—Nada de lo que preocuparse. Creo que Rhys sospecha de la verdadera naturaleza de los Rosas y que intentará investigar más a fondo si no se lo impedimos. Recomiendo que le saquemos del Equipo Alfa.
—Vaya, lástima. Haz lo que creas necesario.
Su atención vuelve a los papeles. No sé si puedo marcharme o no, pero no quiero darle la espalda sin permiso. Esta mujer es mi madre, la fuente de todos los clones de Miranda, sangre de mi sangre, y aun así consigue que me sienta como una cucaracha. Insignificante, una plaga destinada a que la aplasten con el pie.
La mente deambula por rincones oscuros y la necesidad de ver sus nuevas armas me desborda. He invertido mi tiempo en ello. Merezco verlos.
Aúno todo el valor que puedo y pregunto:
—¿Puedo verlos?
—¿A ellos? —pregunta visiblemente sorprendida de que siga aquí.
—Sus… quienes trabajarán junto a los Rosas. Quienes conquistarán el mundo.
Sonríe.
—¿Temes decir su nombre? ¿Temes que te oigan?
Como se daría cuenta de que miento, no lo hago. Los monstruos tienen nombre, pero según dicen pueden oírte pensarlo. Yo no quiero que me oigan.
—Sí. Un poco.
Eso parece divertirla, no decepcionarla.
—No me gustaría llenar tus dulces sueños de pesadillas.
—Gracias.
Se despide de mí, pero debe de percibir mi decepción, porque cuando me marcho grita a mis espaldas:
—Ten paciencia. Pronto los verás, como todo el mundo.
Me quito la banda de memoria y la dejo sobre el regazo. La puerta del apartamento se abre y oigo entrar a cuatro personas que lanzan los zapatos, abren los armarios y se ríen de un chiste.
Dos años. Así de viejo es ese recuerdo. Ha pasado mucho tiempo.
La señora North tiene a su propio creador. Hay monstruos que conquistarán el mundo. Monstruos cuyos nombres la señora North tiene miedo de pronunciar.
—¿Miranda? —alguien me llama. Podría ser Peter o Noah.
Me miro las manos que sujetan la banda, y me pregunto contra qué tendrá que luchar mi equipo ahora. Me pregunto qué podría despertar el miedo en un corazón tan negro como el de la señora North.
Entonces me doy cuenta de que no importa.
Sea lo que sea estaremos juntos.