Compruebo la munición del revólver: seis cartuchos. Rhys debió de recargar entre los disparos que abatieron a Nicole y el momento en que me apartó de Olive. El fusil que he dejado atrás tal vez fuese de alta tecnología, pero resultaba engorroso. Me doy cuenta de por qué Rhys elige esta combinación de armas: solo empuñarlas ya es elegante. Si vivo lo suficiente, tal vez las adopte.
El ascensor se desplaza a una velocidad normal; siento el vacío en mi estómago y miro los pisos por los que pasa: su numeración aparece en una minúscula pantalla colocada sobre los dos botones. Amartillo el revólver y lo apunto hacia la puerta. La cabina se detiene con la dureza suficiente como para doblarme las rodillas; las puertas se abren.
Un túnel de negrura casi absoluta me conduce a una extraña fosforescencia azul verdosa. Llevo la pistola a media altura, y \Beacon, con la empuñadura por delante, metida bajo el brazo. Oigo el siseo de las puertas que se cierran a mi espalda y el zumbido de los cables cuando la cabina asciende de nuevo.
Cubro todo el trayecto poniendo un pie delante del otro. Los únicos sonidos que me acompañan son mi respiración afanosa y los leves crujidos de la tierra bajo mis suelas. La pistola se hace pesada pero puedo soportarlo.
Unos treinta metros más adelante entro en una sala cuyo negro techo parece encontrarse a medio kilómetro de altura. El aire está lleno de un zumbido uniforme, un bordoneo tranquilo, apaciguador. Procede de cuatro hileras de tanques, cada uno de los cuales es casi un metro más alto que yo. No hay nada más. Cuatro filas y diez tanques verticales. Todos emiten un resplandor azul verdoso que ilumina a la persona suspendida en su interior. Cada fila muestra una etiqueta con un nombre en la parte superior de los tanques:
Peter.
Noah.
Miranda.
Olive.
Rhys no está.
La fila de Miranda es la tercera por la izquierda; dos de los tanques están vacíos, a oscuras. Parecen contener versiones de distintas edades de cada uno de nosotros: algunos son niños; otros, de nuestra edad.
De aquí es de donde vengo; aquí es donde nací. No hay pensamientos más allá, solo falta de comprensión, y tal vez una pregunta: ¿es esto real?
Contemplando el grupo de tanques dejo que la pistola descienda hasta mi muslo, pero la levanto de nuevo cuando veo dos figuras en el otro extremo de la estancia, entre la segunda y la tercera fila, es decir, entre Noah y Miranda.
Es la señora North, mi origen, llámesela como se quiera. Peter está arrodillado junto a ella, con los brazos atados al tronco y un trapo blanco metido en la boca haciendo las veces de mordaza. Tiene un ojo morado, y alrededor de la mordaza se ve una costra sanguinolenta.
No pierdo tiempo. Me limito a tirar del gatillo y el revólver brinca en mi mano, arañándome la palma. La enorme distancia al techo absorbe el ruido. Del cañón salen volutas de humo pero la señora North ya no está. Peter sigue allí, de rodillas, gritando algo a través de la mordaza. Entro unos pasos en el campo de tanques; detesto la luz fantasmal con la que estos me iluminan el traje.
A mi derecha se produce un destello de escamas negras en un mar de espuma. Disparo de nuevo y alcanzo uno de los tanques. Hay un crujido de plástico seguido por un chorro de sustancia azul verdosa que se precipita al suelo salpicándolo todo. Me está tendiendo una trampa. Quiere que dispare hasta que vacíe el cargador. Nuevo movimiento, más próximo: levanto la vista y allí está la señora North, de pie sobre uno de mis tanques. Levanto a \Beacon en el momento justo en que su hoja se precipita desde arriba. Quiere que la vea; podría haberse situado a mi espalda.
Mi creadora está jugando conmigo.
Salta por encima de mi cabeza sobre la fila de Noah. Levanto el revólver pero me lo arrebata de la mano antes de apuntar siquiera. Dispara un relámpago naranja entre nosotras. El arma rebota en el suelo, girando sobre el tambor, y se detiene en el charco que aumenta. La señora North baja de un salto y la acometo con una tempestad de mandobles. No se molesta en pararlos sino que retrocede metiéndose en el fluido derramado; se agacha cuando es necesario. Sus pies chapotean con ruidos húmedos. Es igualita a mí, solo que con más años; finas líneas de arrugas se insinúan en las comisuras de sus ojos. El mismo cabello castaño rojizo. Los mismos ojos rojos de la banda de memoria.
Respira regularmente.
—Eres mejor que la última Miranda; estoy impresionada.
El revólver está medio sumergido en el líquido que queda entre nosotras.
—La Miranda del equipo Alfa original —digo—. La que Rhys mató.
La señora North se echa a reír. Está de pie junto a los dos tanques vacíos de mi fila. Uno de ellos corresponde a la Miranda que encontramos en el quirófano del piso superior.
Y el otro es de…
—No, la que Noah robó y abandonó en Columbus —dice la señora North, y golpea con los nudillos el que está vacío—. Venga, seguro que te acuerdas: dejé algunos de tus recuerdos intactos. Enterrados, pero intactos.
—No —replico meneando la cabeza, luchando por quedarme en la habitación. No puedo permitir que un recuerdo se apodere de mí, no ahora.
—Sí, recuerda.
Baja la voz y pronuncia una serie de números; aunque lo hace a demasiada velocidad para distinguirlos individualmente, al oírla se apoderan de mi cerebro. El código hace que aflore otra cosa profundamente enterrada.
Finalmente soy incapaz de resistirme más.
Recuerdo.
Ignoro dónde estoy: es una ciudad. Altos edificios desconocidos. Me encuentro en un pequeño parque, una de esas instalaciones deslucidas que se montan en un solar vacío para luego olvidarlas. Un chico, de pie frente a mí, me mira: el dolor de sus ojos casi me parte en dos.
—Durante un tiempo no lo entenderás —dice—. No sé cuánto.
—¿Por qué no puedo recordar nada? —pregunto.
Le permito que me tome las manos, aunque es un extraño para mí. Frota mis nudillos con sus pulgares.
—Espero que puedas perdonarme algún día; intento mantenerte a salvo. Es lo más egoísta que he hecho jamás —profiere una risa corta y seca y continúa—: Lo desharía si pudiera, pero no puedo.
Detrás de mí, hay una chica de pelo negro de pie en la acera. Nos mira.
—Noah, date prisa —dice.
Noah levanta un dedo:
—Hago esto porque te amo. Cuando descubra cómo mantenernos seguros, volveré. Te encontraré. Tú limítate a quedarte aquí. Recursos no te faltan. No te metas en líos, Miranda, ¿de acuerdo? Pasa desapercibida.
—¿Por qué no puedo ir? —digo.
—Porque quizá no ganemos —contesta. Luego me entrega un trozo de papel doblado—. Aquí hay instrucciones; si todavía estás sola en esta fecha que te he escrito, llama a este número. Pregunta por Peter. Te he apuntado qué decir.
Lo acepto, sin entenderlo realmente.
—Pero eso no hará falta —añade—. Juro que te encontraré.
Se inclina hacia delante y nos besamos; es automático. ¿Acostumbro a besarme con extraños? ¿Qué dijo de que me amaba? Todo parece un sueño. Me siento en el banco del parque y veo que el chico y la chica se alejan. No miran atrás.
Corro. No sé dónde estoy. En una ciudad de altos edificios que no reconozco. Llueve, mi ropa está empapada. Ha caído la noche y no sé por dónde corro ni a dónde me dirijo.
Espera. Sí lo sé. La gente intenta dispararme redes. Algo le sucede a mi cabeza: está demasiado caliente; creo que tengo fiebre. La presión que siento detrás de los ojos aumenta.
Tomo el callejón siguiente y resbalo sobre un trozo de cartón mojado. Mi hombro impacta contra la escurridiza pared de ladrillo y tropiezo hacia delante. Es un callejón sin salida; me doy la vuelta y veo una mujer a un par de metros de distancia. Su bonito cabello es castaño rojizo; sus ojos, brillantes. Tengo la sensación de conocerla.
—¿Mamá? —digo.
—Hola, cariño. ¿Qué haces?
—No lo sé; creo que hay gente que me persigue.
Mamá me hace un gesto para que me acerque.
—Ven aquí, corazón.
Soy incapaz de recordar cómo llegue aquí; corría y un grupo de gente intentaba alcanzarme. Un hombre sale de detrás de ella: su corto cabello castaño claro destella debido a las gotas de lluvia. Me resulta familiar, como un chico que vi antes. Como ese mismo chico envejecido; como si hubiera pasado dormida mucho tiempo y al levantarme me lo hubiera encontrado mucho mayor.
Esto no va bien. Alguien me dice que corra, que siga libre, pero no es mamá. En mi cabeza se agitan y se desvanecen nombres –Peter, Noah, Olive–; me agacho y levanto un trozo de tubería herrumbrosa. Siento una textura de tierra y de óxido contra la palma de la mano.
—Déjame pasar —digo.
La mujer responde:
—Miranda, permítenos que te llevemos a casa.
—No eres mi madre: fuera de mi camino.
—No, Miranda. Suelta la tubería.
Arremeto contra ellos blandiendo la tubería por encima de mi cabeza. Salto. Están helados por la sorpresa y voy a golpearlos. Algo amarillo reluce en uno de los tejados que se recortan contra el callejón y algo me golpea en el pecho. Caigo al suelo de rodillas antes de desplomarme cuan larga soy. El trozo de tubería rueda hasta un charco.
—¡NO! —grita la mujer—. ¿Quién ha disparado? ¿Quién ha disparado?
—¡Vaya! —exclama el tipo que está junto a ella.
Una radio crepita y afirma:
—Todo controlado.
Mi vientre me transmite la sensación de que el agua que está debajo de mí se calienta y se extiende progresivamente. No puedo respirar. No puedo inhalar ni una sola vez.
Mamá se arrodilla y me hace ponerme de espaldas. De mi pecho salen burbujas de sangre que se mezclan con la lluvia. Me aparta el pelo de la cara. La miro a los ojos pensando: «Consuélame, por favor, consuélame. Dime, por favor, qué significa todo esto».
—Me duele —digo. O al menos creo que lo digo. Tal vez solo haya gesticulado las palabras.
—Lo sé. Lo siento, niña. Ha sido un accidente.
Las piezas encajan en mi cerebro. Aquel destello del tejado era un tiro. Claro que lo era. Me han disparado y estoy sangrando.
—No vas a morir de ninguna de las maneras —dice mamá—. Te lo prometo.
Intento contestar algo pero no me funciona la boca. Mi madre levanta la vista hacia el hombre:
—¿Hay otro cuerpo preparado?
—Dos, en realidad. Uno de ellos para ya mismo.
—Tenemos que darnos prisa —dice mamá.
Se inclina hacia delante para plantarme un beso en la húmeda frente, pero mis ojos se cierran antes del contacto.
Abro los ojos. Sobre mí, una brillante luz blanca. Algo pita uniformemente al fondo. Levanto la cabeza y veo que estoy desnuda. Recuerdo el callejón, el agua, la sangre, la presión en el pecho, pero no hay heridas. Una pesadilla, entonces. Me enderezo y empiezo a quitarme los sensores y las agujas que tengo distribuidos por todo el cuerpo. He de salir de aquí.
—Relájate. Tranquila, Miranda. Tranquila.
En la mesa de operaciones de mi izquierda hay una chica de cabello castaño rojizo. Está desnuda, como yo, con un agujero púrpura entre los pechos. Sobre una mesita auxiliar veo un aro negro con cables y una jeringa vacía provista de un trócar.
—¿Cómo te sientes? —pregunta la voz de nuevo. Mamá sale de la oscuridad.
—Estoy muerta —digo, sin saber lo que significa pero sabiendo que es cierto.
Mamá se detiene entre las dos mesas; pone una mano en mi pierna y otra en la pierna de la chica muerta. Mira los dedos de los pies de la muerta y ve que las uñas están pintadas de un rojo oscuro casi idéntico al tono de su cabello.
—Maldita sea, tengo que hacerte las uñas —dice.
Yo señalo al cadáver:
—Esto me ha pasado a mí; algo me golpeó el pecho. Estoy muerta.
Mamá menea la cabeza.
—Acabas de nacer, corazón —ve que no lo entiendo y suspira—. ¿Recuerdas algo de casa?
Ni siquiera sé dónde está mi casa.
Me tiende un par de vaqueros y un top negro y me dice:
—Ponte esta ropa. No lo recordarás, pero tienes que volver a casa.
De la mesa auxiliar del centro coge una jeringa; no está vacía porque en su interior hay un pequeño objeto con forma de píldora. Me sujeta el pie y clava la aguja en la suave piel de la parte trasera del tobillo. Hay un chasquido de aire comprimido y el objeto en forma de píldora desaparece. Ni me entero.
—Espero que esto no sea en vano —murmura, frotando el tobillo. Con su voz convertida casi en un susurro añade—: Confío en que puedas llegar a casa y no tengamos que intervenir.
Le da un último apretón a mi tobillo.
Las lágrimas corren por mis mejillas pero respiro con normalidad. Señalo a la chica muerta sobre la mesa.
—Soy yo —digo.
Mamá contempla el cadáver y contesta:
—Lo fuiste.
Abro los ojos al volver al presente, entre las filas de Peters y Olives y Noahs y Mirandas. No sé cuánto tiempo ha pasado mientras revivía esos recuerdos. La señora North no se ha movido. Se limita a observarme.
Apoya la mano en el tanque vacío y dice:
—Este era el tuyo.
De repente me han cambiado la sangre por plomo. No soy la Miranda North con la que todo el mundo creció.
No soy más que un cascarón con unos pocos jirones de sus recuerdos.
No soy nada.
Pero eso no es cierto. Peter todavía se arrodilla al final de la fila, y su mirada calienta el plomo de mis venas hasta que puedo moverme de nuevo. Mi equipo se preocupa por mí y yo no les fallaré. Recuerdo lo que Peter me dijo en el baño: palabras pronunciadas en el pasado que me dan fuerza en el presente.
«Fabricaremos nuevos recuerdos», dijo.
La señora North hace girar su espada una vez:
—Utilizamos a la Miranda original, la que murió aquella noche, como plantilla para crearte. Después, cuando asesinaste a Grace, bajé aquí e hice la primera copia. Otra tú. Usamos la identidad fragmentaria creada por el idiota de tu novio cuando anduvo enredando con tus dosis.
Hace una pausa para que asimile lo que ha dicho.
—¿Cómo llamaríamos a la chica de arriba? —pregunta.
—No importa —digo—. Ya no está. Y eso vale para todo por encima del piso 57.
Si esto la desconcierta no lo pone de manifiesto.
—Mira la estancia en la que estás. Hay muchas más como tú.
El pasado no es mío. Murió con Miranda en aquel callejón.
Pero el futuro acaso lo sea.
La señora North se inclina para coger el revólver de Rhys, pero yo resbalo hacia adelante en el charco y le doy una patada haciéndolo deslizarse hacia Peter. Lanzo un tajo vertical con \Beacon, pero la señora North se proyecta hacia adelante por mi derecha y se escurre por el suelo. Se pone en pie mientras yo me vuelvo y a partir de ese momento se hace difícil decidir quién ataca y quién defiende. Da la impresión de que conoce mis movimientos, los anticipa. El sonido de metal chocando contra metal, arañándolo, se convierte en un repiqueteo continuo.
Esquiva una estocada horizontal de revés y Beacon muerde uno de los tanques de Noah. Brota una ancha cinta horizontal del líquido azul verdoso que nos empapa a las dos. No huele a nada. Liberar la hoja de mi espada me lleva un segundo, lapso suficiente para que la señora North abra un largo corte en mi traje, justo por encima del ombligo. Lanzo un grito, retrocedo chapoteando en el líquido, avanzo de nuevo y le lanzo una estocada a la garganta, pero la mujer echa la cabeza hacia atrás y la espada pasa por encima de su cuello y su rostro sin causarle el menor arañazo. Se deja llevar por el impulso y da un salto completo hacia atrás: el vuelo de sus pies me golpea la mano que empuña \Beacon. Me rompe el dedo meñique, grito. Doy un paso adelante, el golpe me ha desequilibrado y ella, que completa el salto perfectamente, me abre otra herida en la mejilla de un tajo. La sangre mana hacia la barbilla. Un mechón de mis cabellos flota en el suelo.
Avanza de nuevo hacia mí, pero yo hago exactamente lo que no espera. Dejo caer a \Beacon y utilizo ambas manos para aferrar su muñeca, hurtando el torso a la trayectoria de la espada. Giro hasta que quedamos hombro contra hombro, los cuatro brazos estirados y en pugna por aferrar su espada. Vuelve su rostro hacia mí y yo le aplasto la nariz de un cabezazo. Siento el crujido de los huesos y un quejido grave y húmedo. La aparto de un empujón. Parpadea rápidamente luchando por recuperar la vista. Paso mi pie por detrás de sus talones y tiro hacia arriba. Se va al suelo desarbolada, mientras su espada rebota hasta el pasillo situado entre los tanques. Cuando logro recuperar a \Beacon y me preparo para dejarla caer como un martillo, se ha encaramado apoyándose en un tanque y busca su arma dejando tras de sí una estela en el fluido. Podría darle alcance, pero tengo que liberar a Peter. Dejarlo a su merced no es una opción.
Corro hacia él. No tengo suerte con sus ataduras. Deslizo una mano bajo un sobaco y tiro hacia arriba, entonces me agacho para recoger la pistola de Rhys. Apunto a la señora North y disparo tres veces más. Las balas impactan en su pierna derecha, que le falla completamente. Se desploma de espaldas como un fardo.
—Venga —digo, arrastrando a Peter por el pasillo paralelo.
Peter gime algo de su mordaza, mirando mi cintura con los ojos desorbitados. La sangre rezuma entre las escamas y desciende por mis piernas mezclada con el fluido. Casi no lo siento. Mi mejilla, sin embargo, arde.
—¡Mirandaaaaa! —grita la señora North.
Estamos en el corredor abovedado. La señora North se encuentra de pie en el pasillo, tambaleándose sobre una pierna ensangrentada y aferrando su espada con las manos. El fluido del tanque le pega el pelo a la cara, que irradia un horrible resplandor espectral.
—No hay sitio al que escapar —dice. Avanza un paso cojeando: su pierna derecha está inutilizada. Ignoro de qué habla; parece que delira—. No puedes correr.
Meto el revólver en mi cinturón y saco el bloque de H9. Presiono el botón rojo y fijo el temporizador en diez segundos. Contemplo un momento todos los tanques que quedan a su espalda, todas las pizarras en blanco que podrían llenarse pero nunca lo harán.
—Adiós, señora North —digo. Salto hacia arriba y pego el explosivo H9 en la parte superior del arco.
—¡NO! —chilla.
00:08
Corro, arrastrando a Peter al ascensor, contando mentalmente. Veo por encima del hombro que la señora North ha avanzado unos pasos cuando el arco comienza a fundirse y arder. Trozos de roca caen al suelo, y entonces toda la estructura cede, las piedras se rajan y se desploman. Unos cuantos pedazos del tamaño de puños pasan a nuestro lado e impactan en el ascensor.
Un muro de fragmentos humeantes nos separa de la estancia de los tanques. Oigo, tras él, los gritos ahogados de la señora North. Sus gritos de frustración.
Me siento contra el inútil ascensor, gimiendo por todo el fuego que me incendia el cuerpo. El revólver se me clava en las costillas, así que lo saco; está empapado, probablemente estropeado sin remedio: Rhys se va a poner como un loco.
Peter se sienta junto a mí. Empiezo quitándole la cuerda de las muñecas. Gime no sé qué, le extraigo la mordaza húmeda de la boca y me deshago de ella.
—¿Rhys? —dice.
—No te preocupes.
—Me he perdido un montón de cosas.
—Así es.
—¿Por qué no estamos en el ascensor?
—Porque solo sube a la cubierta y le hemos prendido fuego.
—Ah.
El aire está saturado de polvo de roca: probablemente es perjudicial respirarlo, pero, en este momento, a ninguno le importa. Apoyo la cabeza en el ascensor y cierro los ojos.
—No se lo contaré a nadie —afirma Peter.
Abro los ojos.
—No se lo diré a nadie —repite—. Me refiero a quién eres en realidad. Eso es lo que la señora North decía, ¿no? Que nuestra Miranda había muerto.
Oír lo de nuestra Miranda me rompe el corazón, no puedo negarlo.
—Sí —digo—. Está muerta.
—Tú eres nuestra Miranda —dice Peter—. Esto no cambia nada.
—Lo cambia todo.
No puedo mirarlo, aún no.
Cubre mi mano con la suya y nos quedamos escuchando los crujidos y los chasquidos de las rocas al enfriarse. Nos sentamos con la firme presión de su mano en la mía. Podría seguir así un buen rato.
—No para mí —dice suavemente, después de lo que parece una hora.
No digo nada. Me inclino hacia delante y lo besó ligeramente en los labios. El dolor de mi estómago se hace entonces demasiado intenso y tengo que apoyarme otra vez contra el ascensor.
—Sabría que vendrías —dice.
—Tú hubieras hecho lo mismo por mí, por cualquiera de nosotros.
Pasan los minutos y las rocas terminan de asentarse.
En ese momento Peter ve la tapa de la alcantarilla en el suelo.
—Supongo que viviremos para luchar un día más —comenta.
—Supongo.
Pero sonríe, y yo hago lo mismo. Vivir un día más no suena tan mal. No si es con él.
Yo sangro contra el ascensor mientras él juguetea con el revólver vacío de Rhys.
El minúsculo espacio huele fatal. Supongo que es el olor de la libertad.
Peter mira primero a la oscuridad, hacia abajo, y luego levanta la vista hacia mí.
—¿Las señoras, primero?