De la armería de Rhys, que en realidad no pasa de ser un armario empotrado, elijo una extraña espada y cargadores extra para el fusil de asalto G36C. Noah se lleva también el suyo junto con una colección de cuchillos negros para lanzar que se ciñe cruzándole el pecho como una canana. Rhys sigue fiel a su combinación revólver/espada; me tiende un transmisor diminuto para el oído.
Olive entra para echar un vistazo. Le tiendo mi espada, con la empuñadura por delante.
—¿Quieres probarla?
Mira la espada y luego a mí. Se encoge de hombros y pregunta:
—¿Con qué soy buena?
Sonrío y le contesto:
—Creo que eras buena con todo.
Rebusca entre el material y escoge una vara metálica que sostiene en ambas manos, sopesándola. Hace un veloz molinete con ella.
—Creo que me llevaré esto —dice.
—Hasta ahora te ha ido bien —le froto la espalda con mis nudillos—. Ponla aquí.
Desliza la vara sobre su imán, y luego retira dos pistolas con su correspondiente cinturón. Retrocedo. Me da la impresión de que es un momento íntimo: está redescubriendo las armas con las que se ha entrenado toda su vida. Levanta un Colt hasta la luz, separa el cilindro del cañón y mira el interior de las cámaras.
Baja el arma y me dice:
—Gracias. Por ayudarme.
—Sé lo que es.
Después de armarnos nos estiramos en el suelo del cuarto de estar. Es difícil dejar de moverse; da la impresión de que el sol nunca se pondrá. Rhys nos pasa unos comestibles y botellas de agua. Noah pone las noticias, pero Rhys apaga el televisor tras unos minutos. El mundo cree que se ha producido alguna clase de ataque aéreo, químico o biológico. Se ha declarado la cuarentena en la ciudad: solo se permite entrada a militares y a agentes de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades hasta que se considere segura de nuevo. Hay filmaciones tomadas desde helicópteros que muestran coches abandonados, gentes harapientas que miran a distancia prudencial una barricada del ejército custodiada por soldados armados, personas atrapadas en la ciudad. Me alegra que Rhys tire del cable para desenchufar la tele.
Pronto el cielo azul se vuelve púrpura. La Key Tower está vacía y oscura, aunque cada cierto número de pisos hay algún despacho iluminado. Solo circulan ambulancias y coches patrulla de la CCPE, tiñendo con sus luces rojizas los muros de los edificios. Nuestra energía psíquica ha desaparecido, pero el núcleo de la ciudad sigue estando vacío.
El plan dista mucho de ser ideal. Escalar uno de los lados de la torre a la altura necesaria para que no nos vean, y entonces entrar y colocar el suficiente explosivo H9 para que aquello se derrita. Rescatar a Peter y salir de allí con tres paracaídas, lo que significa que dos de nosotros tendrán que bajar utilizando el camino largo, bajar haciendo rapel por la fachada o algo. No nos queda tiempo para pensar nada más y nos parece muy bien: somos Rosas, hemos trazado un plan y nos atendremos a él. Por el momento, llevo un paracaídas liviano a la espalda, y lo mismo Rhys y Olive.
Cuando la oscuridad exterior es completa salimos del edificio de apartamentos y echamos a andar por las calles vacías. Los helicópteros vuelan sobre nosotros iluminando el suelo con sus reflectores pero los evitamos con facilidad. En cualquier caso, no nos buscan; no lo creo. En una calle distingo hombres vestidos con trajes protectores Hazmat: verifican el aire con instrumentos portátiles. Tenemos que zambullirnos en un callejón cuando un Humvee dobla una esquina rugiendo, su gigantesco motor diésel hace un ruido de mil demonios. Los soldados llevan máscaras antigás completas y ponchos de plástico verde.
Pronto llegamos a la base de la Torre. Echo la cabeza hacia atrás y miro la cima.
Rhys apunta hacia arriba con su pistola lanza ganchos y ¡piiing!, allá va la pequeña ancla de acero y el cable. No oigo ningún ruido de enganche, ni lo veo, pero Rhys da unos tirones y aguanta.
—¿Ves? —dice—. Perfectamente seguro.
Después lanza otros tres y, sin decir ni una palabra más, planta el pie en la fachada del edificio y comienza a subir, una mano después de otra. Lo pierdo en la penumbra.
Pocos minutos después, mi auricular chasquea:
—Muy bien, North, arriba.
Inspiro profundamente y agarro el cable. No temo a las alturas, pero hay una gran diferencia entre saltar por tejados que sabes que puedes salvar y escalar la fachada de un rascacielos mediante un cable agarrado a algo que no distingues. Apoyo el pie derecho en el muro.
—Miranda —dice Noah.
—¿Qué?
Abre la boca. La cierra.
—Ten cuidado.
—Siempre.
Lo que parece gracioso de decir teniendo en cuenta cómo han sido los dos últimos días. Me centro en mis manos, en poner una después de otra. Mis pies revestidos de escamas negras se agarran firmemente a las ventanas. Los antebrazos y los dedos me arden, pero hago caso omiso. No miro abajo. Una mano aferra mi muñeca: estoy a punto de gritar pero no es más que Rhys. He llegado al primer saliente. Me impulsa hacia arriba y hacia un lado y planto los pies sobre terreno sólido; me muevo hacia el alféizar contrario. Entonces le echo un vistazo a la ciudad: estamos a unos treinta metros de altura, quizá menos.
El pequeño auricular emite un chasquido y Rhys dice:
—Olive, eres la siguiente.
Ya no hay vuelta atrás, por mucho que quisiera. La escalada me ha atacado los nervios. Es tanto lo que depende de cada uno de nosotros; no tenemos margen de error. Mientras Noah y Olive escalan, decido usar el tiempo sabiamente y me siento, recogiendo las piernas debajo de mí para meditar, pero no funciona: estoy demasiado estimulada. Pronto estaremos juntos en el saliente. Rhys desenfunda la espada y tajea la ventana más próxima: la rompe creando en ella un agujero de bordes irregulares pero lo suficientemente grande para darnos paso. Entramos en el oscuro despacho, encontramos las escaleras y empezamos a subir.
Nos movemos despacio, por turnos, atentos a los sonidos más pequeños; nos lleva casi dos horas llegar al piso 57. Rhys y yo miramos si hay cámaras de vigilancia mientras Olive y Noah cubren la retaguardia.
La puerta del piso 57 está cerrada con un candado. Rhys corta una fina rebanada de H9 y la pega sobre este. Lo quema con un fogonazo. La puerta se abre con un suspiro y estamos dentro.
Rhys señala al techo:
—Por encima de nosotros está la primera sección. Esta zona del edificio daba albergue a nuestras literas. Tendría que estar vacía.
—¿Tendría? —dice Noah.
—Bien, sí. No tengo rayos X en los ojos, ¿verdad?
—Supongo que no —dice Noah.
—Chicos —tercio.
Rhys menea la cabeza y se sube a la mesa de alguien, apartando de una patada una pila de papeles. Desmonta el panel del techo, saca una rebanada de H9 de su mochila y la pega en su lugar. Con las manos todavía en el techo nos mira desde arriba y nos advierte:
—Haríais bien en marcharos al otro extremo del despacho.
Lo hacemos. Él se apresura a seguirnos. Durante unos momentos pensamos que ha fallado, pero entonces el techo empieza a soltar chispas seguidas por trozos de acero fundido que caen sobre la mesa con un plop: pronto está ardiendo. El cuartel general del Proyecto Rosa ha sido oficialmente penetrado.
—Lo siento —dice Rhys, como si el propietario de la mesa pudiera oírlo. Noah agarra un extintor colgado de la pared y cubre con espuma la mesa incendiada.
Nos reunimos debajo del agujero y miramos hacia arriba, a la oscuridad. La abertura modifica la acústica del despacho: puedo oír la estancia vacía que queda por encima.
—Muy bien —dice Rhys—, ¿quién es el primero?
—Espera. Esto no va bien —dice Noah.
Rhys levanta las manos y exclama:
—Oh, vaya. Tiene dudas. Tal vez la próxima ocasión puedas ponerlas de manifiesto antes de que hayamos entrado en el objetivo.
—Todo lo que quería decir es que deberíamos dividirnos —explica Noah.
Olive mete los pulgares en el cinturón de sus pistolas:
—Um, ¿por qué?
Noah se vuelve hacia ella en la penumbra. Por la ventana veo la vasta extensión del lago Erie reluciente al claro de luna.
—Piénsalo. ¿Nosotros cuatro en estrechos pasillos? No resultaremos muy eficaces, y pueden capturarnos de una vez. Si nos dividimos y colocamos las cargas en lados opuestos, para encontrarnos después en alguna parte es preferible, es mejor. Más rápido —sugiere Noah.
—No. Nos quedamos juntos —digo.
Si bien lo que dice tiene sentido, hay demasiado riesgo, multitud de factores desconocidos. No voy a permitir que ninguno de nosotros caiga en manos del enemigo o sea herido, forzando a los demás a rescatarlo o a tener que dejarlo atrás. O todos ganamos o todos morimos.
Olive asiente con la cabeza:
—Estoy de acuerdo.
—Tiene razón —afirma Rhys—. Solo yo me oriento en este lugar. Vosotros os perderíais.
Noah no responde. Asumo el liderato subiendo la primera al agujero; tengo buen cuidado de no tocar el borde, todavía al rojo, con las manos. En lugar de ello utilizo los pies para impulsarme al interior de la estancia. Apoyar el pie un segundo me deja la planta casi quemante. El aire parece de horno.
La habitación está demasiado oscura como para distinguir los detalles: se vislumbra solo el perfil de las literas. De repente deja de reinar la oscuridad porque desde todos los rincones empiezan a destellar luces rojas. Una alarma terrible me perfora los oídos.
Saben que estamos aquí.