Capítulo 24

—¿Qué objetivo? —inquiero.

Rhys empieza a escalar la valla.

—El final de los creadores y de su trabajo. Si queréis recuperar a Peter, me ayudaréis a destruirlos. Os contaré más detalles cuando no estemos tan expuestos.

Me recuerdo a mí misma que es el prófugo, que no es de fiar. ¿Cómo sabía que capturarían a Peter; que no lo matarían? Mantenerlo con vida tiene sentido, pero Rhys no podía estar seguro.

—¿Por qué íbamos a confiar en ti? —digo.

Rhys se alza para impulsarse al otro lado y cae en cuclillas. Permanece así, inspeccionando las calles vacías.

—Porque me necesitáis y yo a vosotros.

—Eso no basta. ¿De dónde has salido?

Le da la espalda a la calle al volverse.

—Soy del equipo Alfa original. Os he dicho que os reservéis las preguntas para luego, ¿no?

El equipo Alfa original. Le doy vueltas a la frase en mi cabeza. Así que es un Rosa, pero no se trata de una copia de nadie del Alfa ni del Beta que yo conozca. No sé en qué lo convierte eso, además de en un prófugo.

—Perdonad —dice Olive con las manos en las caderas—. No os seguiré hasta que no me contéis qué narices pasa.

Nadie contesta.

—¿En serio? Genial. Porque primero me despierto en un cubículo de plástico con tres personas a las que ni conozco y luego este tío me explica que somos supersoldados con la capacidad de provocar pánico en la gente.

—Es un buen resumen —afirma Noah.

Olive arquea las cejas.

—¿Así que tú también eres uno de esos psicosoldados?

Noah se encoge de hombros, pero la expresión no le acompaña.

—Podrías decirlo así. Ahora la gente que nos creó quiere esclavizarnos y… no estamos seguros de qué pretenden.

A lo lejos los edificios reflejan el eco de dos disparos. Rhys menea la cabeza y echa a andar.

—Quedaos en la calle y esperad a que alguien os recoja en helicóptero.

—¿Le seguimos? —me pregunta Noah, y le dice a Olive—: ¿Te quedarás con nosotros? Puedo explicártelo todo. Por favor, no te marches.

Olive traga saliva y asiente:

—Te tomo la palabra.

Trotamos por las calles vacías, pasando por delante de un puñado de rezagados, demasiado desorientados para meterse en líos. Buscamos el pulso en casi todos los cuerpos, que cada vez son más escasos. Algunos, resulta obvio, son ya cadáveres.

Nos encontramos con coches incendiados y escaparates vacíos. Cristales esparcidos por la acera. El aroma a rosas ha desaparecido; quién sabe cuánto tardará la gente en volver. Me pregunto qué habrán sentido o visto. Qué terrores les habrán revelado sus mentes.

Corremos durante todo el camino, pero no lo suficientemente rápido como para emborronar a los muertos y las ruinas.

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Rhys tiene un apartamento de lujo a orillas del río Cuyahoga, que serpentea por el oeste de Cleveland. Se trata de un edificio alto de cristal azul. Cuando llegamos, lo primero es recuperar la respiración.

—¿Cómo puedes permitirte vivir aquí? —le pregunto mientras nos acercamos a las gigantescas puertas de cristal. El centro de la ciudad, que ha quedado a nuestra derecha, está vacío y silencioso. Dos helicópteros negros, igual que el que se llevó a Peter, sobrevuelan en círculos. Ha sido buena idea buscar refugio.

—Es increíble lo que puedes alquilar pagando una buena fianza —dice.

Su actitud despreocupada me crispa. Sin duda es consciente de la destrucción que nos rodea y si esta es su forma de afrontarla, bueno, eso revela algo sobre él. Estoy demasiado cansada para averiguar el qué exactamente.

Abre la puerta y nos invita a pasar. Sé que ninguno de nosotros se siente cómodo entrando, pero no tenemos alternativa. Subimos a un ascensor con vistas al sereno río grisáceo. El piso de Rhys está en la última planta. Nos conduce a una gran habitación de techo abovedado. La pared del fondo es un ventanal que proporciona unas amplias vistas del río y de la ciudad.

—No penséis que es un capricho —comenta Rhys—. Elegí este apartamento porque es el último lugar donde mirarían los creadores.

Probablemente tiene razón, aunque mi instinto me llevaría a ocultarme bajo tierra, no en un sitio tan visible.

—¿Dónde guardas el botiquín? —le pregunta Noah.

Rhys levanta una ceja rubia.

—¿Estás herido?

—¿Dónde está?

—En el baño, debajo del lavabo.

Noah me agarra del brazo. Estoy demasiado débil para oponer resistencia, así que me conduce al baño y cierra la puerta. Todo es de un mármol color crema. La luz resulta cegadora.

—¿Qué haces?

—Desabróchate el traje, por favor —ordena Noah agachándose para sacar el botiquín.

Me acuerdo entonces: la cuchillada. Le doy la espalda y tiro del traje a la altura de la nuca. Se abre y Noah actúa como un profesional. Desliza la tela por mis hombros con suavidad y yo cruzo los brazos sobre el pecho aunque sé que estoy de espaldas. Observo su rostro en el espejo mientras él estudia la herida.

—No es demasiado profunda. Los puntos servirán, de momento, pero necesitarás vacunarte contra el tétanos y tomar antibióticos, para minimizar los riesgos.

—Sí, vale, estupendo —digo. No tiene la culpa de que me sienta dolida; solo quiero que termine de una vez.

—¿Perdona?

No me apetece discutir. No quiero ver sus ojos de cachorrito herido ni escuchar sus disculpas. Debería ser Peter quien me cosiera, debería ser Peter quien me regañara, quien me dijera que debo tener más cuidado.

Aun así, tendría sentido si Noah no hubiera alterado mis dosis.

Si aquella noche sobre el techo del vagón le hubiera dicho que no confiaba en él, si le hubiera pedido que purgara cualquier pensamiento inadecuado, si le hubiera obligado a contarme la verdad antes de autorizarle a eliminar mi identidad…

Es entonces cuando me doy cuenta de que nunca he amado a Noah y de que él nunca me ha querido. Quiso a otra Miranda, quienquiera que fuese. Estoy segura de que esa Miranda lo amó, pero yo no soy ella. Soy otra.

Los ecos de mi amor por él no pertenecen a la persona en quien me he convertido. Reclamarlos como propios sería un absurdo, porque es obvio que Noah sigue considerándome la Chica de Antes.

Quién sabe cómo se sentirá cuando descubra que esa chica ha desaparecido hace mucho.

Me digo todo esto porque creo que facilitará las cosas, pero no me sirve de nada si no me lo creo. Una vez más me pregunto si Olive pensará igual que yo, si estará destinada a combatir las sombras del amor.

—Miranda —dice.

—No he querido decir eso. Por favor, limítate a coserla…

Se arrodilla y siento las yemas de sus dedos en mi cintura. Le oigo rebuscar en la caja. Las punzadas de una aguja. Una vez. Otra. Me muerdo el labio inferior que ya está muy cortado, muy hinchado. El ritmo de la aguja desvía mis pensamientos y siento que me hundo de nuevo en el pasado. Pensaréis que debo de estar acostumbrada…

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Corro por un bosque otoñal bajo un cielo azul lavanda y árboles llameantes. Pies agitan las hojas detrás de mí: me persiguen. Delante crece un árbol ancho cuyas ramas se levantan tres metros del suelo; sus hojas tienen un color rojo intenso.

Corro directa a él, me impulso en el tronco y salto con los dedos estirados hacia las ramas. Me balanceo para subir. Apoyo los pies y salto a la rama siguiente. Mecánicamente, pero con gracia, así es como tengo que imaginármelo. Visualizar la acción en mi mente y ejecutarla.

Golpeo el talón contra la madera para sacudir una nube de hojas.

Escalo.

El viento zarandea el árbol, las ramas más pequeñas chasquean al chocar. Las hojas se me enredan en el pelo, crujen en mi oído. Mi perseguidor está cerca. Le oigo respirar, percibo cómo sus botas arañan la corteza.

Entonces lo veo.

El árbol contiguo es naranja e igual de alto que este. Sus ramas se funden con las del mío. Recorro la rama, los pies se agarran con facilidad y salto a una del árbol naranja. El pie izquierdo se me escurre sobre la corteza con un sonido similar al de una cremallera. No pienso, engancho el brazo derecho a la rama para sujetarme. He tardado demasiado. Mis uñas arañan la corteza, después el vacío.

Caigo. Las ramas se me clavan como colmillos, se enganchan en mi ropa y la desgarran. Me precipito hacia las hojas rojizas y anaranjadas como en una película. Me estampo contra el suelo, el talón derecho por delante. El hueso se dobla, después se parte. El dolor me atraviesa desde el tobillo hasta la cabeza y baja por mi brazo derecho. Estoy tumbada en un montón de hojas y gimo encogida sobre el lado izquierdo. Mi tobillo pesa una tonelada.

Detrás de mí oigo un par de botas que aterrizan sobre el suelo del bosque. Un golpe seco que se solapa al crujido de la hojarasca. Mi perseguidor va a rematarme.

Peter se arrodilla a mi espalda, coloca sus grandes manos sobre mi brazo derecho. Me mueve con cuidado hasta colocarme sobre la espalda. Las hojas me cosquillean en el nacimiento del pelo. Lo miro a los ojos, azul pálido, del mismo color que el cielo que lo enmarca. Los tiene desorbitados de preocupación.

—¿Dónde te duele? —pregunta.

—Por todas partes.

—Venga, Miranda.

—El tobillo…

El leve dolor se ha convertido en quemazón, mayor que los árboles que nos rodean. Peter saca algo del bolsillo de su chaleco.

—Abre la boca —dice.

Separo los labios, introduce una píldora entre ellos. La trago. Sus manos deambulan por mi pierna con ternura y aflojan la presión al ir acercándose al tobillo. Peter lo toca con la yema del pulgar. Aprieto los ojos. Oigo cómo saca un cuchillo. La tela se desgarra. La fría brisa acaricia mi tobillo. Sus dedos recorren la piel hinchada. La píldora empieza a hacer efecto, alivia el dolor.

—Tengo que llevarte en brazos —dice.

Inspiro.

—Estamos a kilómetros de casa.

—Llegar hasta aquí ha sido idea mía. Tycast va a matarme por traspasar el perímetro.

El efecto de la píldora se acrecienta. Voy deslizando la espalda contra el tronco hasta que me siento:

—No permitiré que me lleves. Ha sido culpa mía.

Peter me sonríe mientras hablo.

—¿Qué? —digo.

—No creo que esa pastilla te deje alternativas.

—¿Qué era? —pregunto boquiabierta.

Pero lo sé. Siento la presión detrás de los ojos. Mis músculos se relajan.

—¿Por qué eres tan bueno conmigo, Peter?

Mi cabeza cae hacia atrás, contra el árbol. Me pesan demasiado los párpados para mantenerlos abiertos. Experimento la vaga sensación de sus manos deslizándose por debajo de mí, la ingravidez cuando me levanta y me acuna contra su fuerte pecho.

Al borde del sueño le oigo susurrar:

—Eso es algo que solo yo sé y que tú no descubrirás nunca.

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Abro los ojos. Siento el pinchazo de la aguja, un hormigueo en el tobillo.

El recuerdo se evapora lentamente, me deja un vacío doloroso. No podría haberme acordado de esto en peor momento: no quiero darle vueltas a que Peter no está, prefiero pensar en recuperarlo.

No sé si Noah se ha dado cuenta de mi evasión de la realidad, en cualquier caso no dice nada.

—¿Cómo conseguiste los viales —formulo la primera pregunta que me viene a la cabeza— si estaban esperándote?

Me tiran los puntos.

—Encontré la caja con bastante facilidad. La abrí. Cogí un puñado de viales. Acto seguido dos manos me agarraron de los hombros y tiraron de mí. Dos tipos con equipos de buceo. Conseguí apartar a uno de un codazo. Había burbujas por todas partes así que me metí los viales en la boca. Fueron cuatro por casualidad.

Cuatro. A Olive le dio lo mismo, tuvo la mala suerte de ser la última en el careo con la doctora Conlin. Me pregunto por cuánto escapamos el resto.

Deja caer la mano sobre mi hombro y me utiliza para erguirse.

—Terminado.

—Gracias.

Deslizo los brazos por el traje y Noah une los extremos autoadhesivos.

—La última vez fue algo distinto. Te había quitado la camiseta.

—Tenías que hacer un comentario, ¿no?

Las mejillas y las orejas me arden. Sonríe. La sonrisita de siempre. Me niego a devolvérsela mientras Peter esté ahí fuera, con la ciudad arrasada de esta forma.

—Supongo —concede.

Le doy una palmadita en el pecho y salgo del baño. Los puntos me tiran. Por lo menos no me impiden ningún movimiento. Las vistas desde el ventanal no han cambiado. En el cielo se ciernen nubarrones producto de docenas de incendios.

Me aparto de la ventana. La estancia es un espacio diáfano: a la izquierda hay sillones de cuero y un televisor; a la derecha, la descomunal cama de Rhys. Entre ella y más atrás, una cocina abierta con una isla de mármol. Los sillones están en una zona rehundida, a tres escalones del resto del suelo. Apoyo la mano sobre uno de ellos, no quiero sentarme. Rhys está en la isla preparando algo de comer.

Noah sienta a Olive en el sofá y le habla en susurros; es probable que esté contándole más acerca de quiénes somos, como Peter hizo conmigo.

Contemplo a Rhys hasta que levanta la vista.

—Ahora estamos a salvo. Merecemos una explicación.

Se chupa un resto de salsa roja del dedo y se limpia las manos con un paño.

—Vale. ¿Qué quieres preguntar primero?

Sortea la isla y se acerca a mí. Al ver sus iris castaño rojizos un recuerdo me atrapa: me miro al espejo en casa de Elena. Observo que mis ojos se han oscurecido desde el incidente del centro comercial.

—¿Quién eres? —insisto.

—Ya he respondido a esa pregunta. Formaba parte del equipo Alfa —dice. Ladea la cabeza y me mira a los ojos—. Ven aquí, déjame verte —añade y me sujeta el rostro con las manos, más bien bruscamente. Yo lucho contra el impulso de apartarme.

Entrecierra los ojos; noto que le tiembla un dedo.

—¿Cuándo utilizaste la máquina? —pregunta no precisamente con amabilidad.

—¿Qué máquina?

—No me vaciles.

Sigue sujetándome la cara. El buen rollito se ha esfumado por completo.

—¿Tus ojos han mutado de verdes a rojos y no te has dado cuenta? —añade con tono acusador.

—Quítale las manos de encima —dice Noah desde el sofá dotando a su voz de una falsa calma.

—No pasa nada —digo.

Rhys me gira hacia el ventanal para examinarme mejor a la luz.

—Dime.

Hablo despacio, puesto que no me ha entendido a la primera.

—No sé de qué me hablas.

Noah se levanta:

—Tienes cinco segundos para dejarla en paz.

Rhys lo mira sin soltarme la cara:

—Oh, ¿te molesta?

—Sí.

A mí también, pero no voy a apartarme. Algo le ha asustado y quiero saber qué es.

Rhys vuelve a mirarme, tan cerca que siento su aliento en mi rostro. Me pasa el pulgar áspero por la barbilla.

—Di «ah».

Abro la boca y dice:

—Interesante.

—¿Qué? —pregunto.

—Tienes unos dientes excepcionalmente bonitos —opina. Cuando Noah se acerca, Rhys le advierte—: Podría romperle el cuello, ¿sabes? Una torsión y estaría muerta.

—Basta —digo negándome a permitir que me atemorice. Permanezco quieta como una estatua—. Sabes dónde está Peter. Dímelo de una vez.

—Creo que ignoras a qué se debe el cambio de tus ojos. Sé cuándo me mienten.

—Progresamos —digo.

—No creo que te resulte difícil, ya te lo han hecho una vez.

—¿El qué? —pregunto.

—Trasplantar los recuerdos de otra persona a tu cerebro.