Capítulo 22

Public Square es un completo caos.

La gente corre a ciegas, algunos en grupos. El pánico se ha apoderado de ellos; de cerca es aún peor. De las profundidades de sus gargantas emergen aullidos. Sonidos animales. Expresiones bestiales. La locura de la que Tycast habló. Han estado demasiado expuestos.

Un hombre tiene la cara cubierta de sangre. Una mujer conserva el control suficiente para pulverizar un gas de autodefensa sobre la masa. La gente gime y se araña la cara, se separan desde todos los ángulos tropezando con los cuerpos que yacen en la calle. El viento ha amainado, es un día bochornoso. Muchos de los refugiados han huido hacia el sur, en coche o a pie, tomando las autopistas que salen de la ciudad.

Noah y yo caminamos a contracorriente. Ojos desorbitados se giran a observarme. Intento localizar la fuente de la onda, pero no siento nada. El aroma a rosa flota en el aire, es sutil y no parece emanar de ningún punto en concreto. Es posible que esta gente sufriera el impacto de las ondas en otras partes de la ciudad y que solo huyan en esta dirección.

Un hombre que está sentado en un banco tirita. Tiene la cazadora desabrochada y se abraza por dentro.

—¡Señor! —lo llamo. Me mira—: ¡No puede quedarse aquí! ¡Siga al resto!

Traga saliva y asiente. Se levanta y camina con rigidez junto a los demás. Es extraño ver cómo el miedo afecta a cada persona de forma diferente. Algunos se quedan petrificados, otros corren. Unos gritan, otros tiemblan.

Distingo entonces un cuerpo y otro y otros diez más. Todos yacen pisoteados en la calle; las extremidades retorcidas, rotas, la ropa hecha jirones, tinta en sangre.

Un niño con el tobillo retorcido llora sobre una tapa de alcantarilla. Lo pierdo en el río de gente y cuando se abre un hueco ha desaparecido.

Antes de pensarlo siquiera, caigo de rodillas junto a un anciano arrollado por un autobús. Apenas se mueve, pero tiene los ojos abiertos.

—¡Señor! Buscaremos a alguien que le ayude, mantenga la calma. Solo…

Noah me agarra por detrás y me levanta.

—¡Basta! ¿Qué haces? —protesta. Forcejeo hasta que en la herida de mi espalda estalla una nueva ráfaga de dolor—. ¡No podemos hacer nada por él, Mir! Lo único que está en nuestras manos es detener esto.

Tiene razón y le odio por ello. Dejo que me arrastre, estoy demasiado débil como para mirar otra vez al anciano.

A pesar de mi poder, de mis habilidades, no sé cómo evitar que la ciudad se haga pedazos.

Otra ambulancia ha volcado algo más adelante. Las cuatro ruedas arden. En la Terminal Tower la gente pega las caras contra el cristal, testigos de la locura más abajo. Da la impresión de que no les afecta, como si las ondas no llegaran tan arriba o el edificio los protegiera. Deben de pensar que es el fin del mundo. Tras las puertas de cristal que dan a la calle han construido barricadas con muebles del centro comercial. Nadie se molesta en forzar la entrada.

Noah me coge del brazo; estoy a punto atacarlo, es instintivo.

—¿Qué ocurre? —pregunto.

Tira de mí hasta que me agacho detrás de una camioneta aparcada en medio de la calle. Alguien pasa corriendo, respirando entrecortadamente.

—¿Qué has visto?

—Mira por encima de la furgoneta. Si las doce son el norte, están a las diez en punto.

Me muevo para colocar los pies debajo de mí y me alzo lentamente hasta que mis ojos quedan justo por encima del techo del vehículo. Hay tres personas de pie a unos sesenta metros, en un pequeño aparcamiento del otro lado de la calle. Posturas relajadas, ni rastro de miedo. Los dos hombres llevan los familiares cascos de metal y la mujer de pelo negro una cinta protectora. La doctora Conlin. Los dos soldados sostienen sendas cámaras de vídeo y graban la acción como si estuvieran rodando una suerte de retorcido publirreportaje. Su lenguaje corporal da a entender que no nos han visto.

—¿Qué hacemos? —pregunta Noah.

—Luchar contra ellos.

—Vale, hasta ahí llego. Quería decir que cómo quieres hacerlo.

—Puños o cuchillos, elige.

Me agacho detrás de la parrilla del vehículo y memorizo la posición de Conlin. Me pican los pies: necesito seguir andando. Y las manos: tengo que contraatacar.

Otra turba avanza tambaleante por la calzada. Cruzamos la calle a toda velocidad antes de que nos rebase, empleándola de escudo. Salto por encima de dos cuerpos pisoteados. Nos encontramos frente a la Torre; solo nos separa de nuestros enemigos una corta distancia, una fila de arbustos y una valla. Corremos casi sin hacer ruido. Nadie nos mira. En el último segundo planto el pie izquierdo contra la pared y me impulso. Rozo los arbustos y la valla con la punta de los pies. Aterrizo sobre el suelo del aparcamiento y ruedo sigilosa, salvo por el ahogado tintineo de mi cuchillo contra el asfalto.

Oigo a Noah detrás de mí. Los soldados están frente a nosotros y la doctora Conlin está delante de ellos, dándoles la espalda para observar cómo la histeria amaina según se vacía la ciudad. A lo lejos se oye el retumbo de una explosión. Viro a la izquierda, agarro el casco del soldado que tengo más cerca y se lo arranco. En un segundo la presión crece y se libera detrás de mis ojos. Inhala aire con un estertor y acto seguido exhala un borboteo ahogado producto del pánico. Noah procede de la misma forma con el segundo soldado. Me hago con el fusil que se le ha caído, un G36C reducido a lo esencial: un arma de asalto compacta que me resulta familiar al sujetarla. He entrenado con uno, aunque no estoy segura de cuándo. Por norma general en este momento fulminaría a Noah con la mirada, dado que él es la razón por la que no recuerdo, pero acaba de salvarme la vida.

La doctora Conlin se vuelve. Apuntamos los fusiles a su pecho. Tras ella un hombre desnudo, vestido tan solo con una corbata, corre cojeando.

—¿Está rodando un anuncio, doctora Conlin? —la interpelo.

—Exacto, Miranda.

Baja la vista hacia sus hombres, presos de un ataque de pánico. Esperaba descubrir robots tras los visores tintados, pero solo son hombres, como los que me condujeron al centro de la ciudad.

—Aunque ya veo que has desarmado a mis cámaras.

—¿Dónde están los compradores? —pregunta Noah.

Lo mira con desprecio, lo que hace que se gane mi respeto teniendo en cuenta la potencia de fuego a la que se enfrenta.

—Aquí no, idiota. Pueden ver vuestra función perfectamente —señala la calle casi desierta a su espalda—. El mundo entero puede.

El silencio se cierne sobre la urbe, quebrado únicamente por algún grito ocasional, el murmullo de fondo de numerosos helicópteros y el rugido ahogado de los motores de aviones lejanos.

—Habéis actuado como esperábamos —afirma Conlin.

—Grace y Joshua están muertos —le comunico, más para herirla que por otra cosa. Si era para ellos lo que Tycast para nosotros, la destrozará.

Así es. Frunce el ceño y acto seguido lo relaja de nuevo. Aprieta los labios con fuerza.

—Ya entiendo.

—No —dice Noah—. Aún no.

—¿Por qué lo hace? —pregunto.

Me desplazo a la izquierda para aumentar mi campo de visión detrás de Conlin. Uno de los soldados se yergue. Le pego con la culata del fusil en la cara y se desploma por segunda vez.

—Si no lo sabéis, tenéis problemas mucho más graves.

—Claro —digo—. Cuéntenos. ¿Por qué? ¿Por qué complicarse tanto? Hay maneras más sencillas de ganar dinero.

—Solo un cínico creería que todo esto ha sido por el dinero. Vuestro último fin no me importaba. Crearos, el arma perfecta, eso fue lo que me atrajo realmente. No hay mayor reto para un científico que ver los límites de un potencial y transgredirlos por completo.

—¡Hostias! —exclama Noah—. Una científica loca de verdad.

Me acerco un paso. Una sonrisa florece en el rostro de Conlin. A su espalda la calle está vacía.

—No me lo creo. No somos solo experimentos.

—No, no lo sois.

—¿Qué somos entonces?

«Solo un cínico creería que todo esto ha sido por el dinero». Hay algo más, lo sé.

—¡Dígamelo! —grito.

—Nadie va a compraros, Miranda.

—Pero Tycast…

Tycast pensó que ese era el plan: es lo que combatió, la razón por la que murió.

—Si Tycast hubiera sabido cuál era vuestro auténtico fin, hubiera salido corriendo y dando alaridos en medio de la noche.

Nuestro auténtico fin.

La doctora Conlin mete la mano en el bolsillo de su abrigo.

—¡Saque la mano de ahí!

Tengo el dedo en el gatillo.

—Suerte a los dos.

Conlin saca de nuevo la mano, pero no disparo porque en el primer momento me da la impresión de que está vacía.

No lo está.

Se introduce algo en la boca y lo muerde.

—¡No! —grita Noah.

Conlin cae al suelo con los labios burbujeantes de espuma. Me arrodillo junto a ella mientras Noah me cubre. Le abro la boca, pero el veneno ya está haciendo efecto: se convulsiona, aunque no durante mucho tiempo. Queda con los ojos abiertos, fijos.

Levanto la vista hacia Noah sin tener ni idea de qué hacer. Sus últimas palabras han sido demasiado vagas, aunque la pista parcial que ofrecían es suficiente como para volverme completamente loca. Si hay algo peor que ordenar a alguien que aterrorice y mate, apaga y vámonos.

Peter y Olive —más los dos Beta que quedan— podrían estar en cualquier parte. Vamos perdiendo. Quizá ya hayamos perdido. El daño está hecho y es irreversible.

Parpadeo para enfocar a Noah, lágrimas de frustración me nublan la vista.

Detrás de él hay dos figuras, dos siluetas recortadas por el sol.

—¡Noah! —grito.

Mi amigo se da la vuelta, pero el primero de ellos le arrebata el fusil con un simple movimiento de muñeca. Cuando Noah se abalanza para recuperarlo, el hombre le pega un codazo en el pecho tan fuerte que los pies de Noah abandonan el suelo. Cae de espaldas junto a mí soltando el aire de golpe. Rueda sobre un lado agarrándose el pecho y dando boqueadas.

Aunque estoy agazapada en el suelo, dispuesta a saltar, el cañón del fusil me lo impide. El hombre que lo sostiene no es más que un niño. Tiene el pelo muy rubio, casi blanco, entre el corte al cero de Noah y la media melena desaliñada de Peter. Bien peinado. De su cinturón cuelgan una espada y un revólver plateado.

Su traje es inconfundible: escamas negras, pegado a la piel. El extraño Rosa me obsequia una mueca burlona.

—¿Vas a atacarme o no? —pregunta.

Yo meneo levemente la cabeza. Noah se incorpora sujetándose el pecho.

—Bien —añade el crío, y le devuelve el fusil.

Noah se queda mirando el arma en su regazo, después levanta la vista hacia el desconocido.

Solo ahora vislumbro la figura que hay detrás del chico rubio. Traje negro, pelo negro. ¡Es Olive! Al verla un torrente de calor me recorre desde los pies hasta los dedos de las manos. Suelto el aire que estaba conteniendo.

—Olive, ¿estás bien? —pregunta Noah.

Ella asiente.

—Todo lo bien que puedo estar.

Su rostro parece tallado en piedra.

El extraño junta las manos y se las frota, desviando mi atención de Olive.

—Muy bien. Hay un asunto urgente.

Noah se rasca la cabeza. Tiene las mejillas coloradas, como si se avergonzara de que este canijo haya podido con él:

—Perdona… ¿quién eres?

El extraño arquea sus rubias cejas un instante.

—Sí, lo siento. Me llamo Rhys —dice, y señala con el pulgar por encima del hombro—. Es obvio que la conocéis.

Rhys. El prófugo. Aquí, ante nosotros.

Y no estamos muertos, aunque nos llevaba la delantera. Le ha devuelto el fusil. Observo a Noah para ver cómo reacciona; tengo la sensación de que concluye lo mismo que yo.

Así que puedo concentrarme otra vez en Olive, que parece estar perdida, como si no supiera dónde colocarse ni qué decir.

—Eh, Olive, ¿seguro que estás bien? —insisto.

Por alguna razón no consigo preguntarle si me recuerda. Me levanto por fin y le ofrezco mi mano a Noah. Me cercioro de que ningún ciudadano presa del pánico está a punto de arrollarnos y sorteo a Conlin. Un paso más cerca del prófugo.

—Estoy bien —contesta—. Estaría mejor si supiera qué narices ha ocurrido.

No se refiere a la locura de la situación. Lo dice como si de verdad no lo entendiera. Una lanza helada se me clava en las entrañas.

—Noah —digo, y alargo la mano para agarrarlo del brazo.

—Ya lo sé… —comenta él y añade más alto—: Olive, ¿por qué nos marchamos de casa sin avisar a Peter?

Olive lo mira de hito en hito un instante, el ceño fruncido. Rhys asiente como si le diera permiso para contestar. El viento que sopla en el pequeño aparcamiento le arremolina la negra melena alrededor de la cara.

—No sé de qué me hablas —contesta.