Capítulo 20

Conlin nos lleva hasta un ascensor del vestíbulo. Pasamos la celda pero ninguno mira dentro. Las puertas del ascensor se abren en el parking; dos furgonetas esperan bajo las luces fluorescentes con las puertas traseras abiertas.

Conlin señala la de la izquierda.

—Miranda y Noah en esa —dice. A continuación, la de la derecha—. Peter y Olive en esta otra. ¿De acuerdo?

Me subo al vehículo diciendo adiós con la mano a Peter y Olive, y haciéndome la promesa silenciosa de que volveré a verlos antes de que anochezca.

Conlin cierra las puertas y Noah me sonríe en la penumbra del espacio de carga.

—Qué pasa, Mir.

—Hola, Noah.

No decimos más. La furgoneta arranca y un conductor que no podemos ver la saca del edificio. Noah cierra los ojos y después de un rato hago lo mismo; me traslado a un lugar apacible. Tal vez sea este el último momento tranquilo de mi vida.

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Pasa el tiempo. La furgoneta se detiene y vuelvo a la realidad; me siento como una bomba montada, lista para explotar. No tengo armas, pero no me hacen falta. Parece que Noah quiere decir algo, pero está igual que yo:

—Pase lo que pase… —empieza.

—Ahórratelo. Después me lo dices.

Primero frunce el ceño, pero a los pocos segundos la cara larga da paso a una sonrisa, como yo suponía. Las puertas traseras se abren y la brillante luz del sol hiere mis ojos. Estamos en algún punto de la ciudad: hay edificios y gente por todas partes. Dos tipos vestidos con ropa de sport le indican a Noah con un gesto que salga de la furgoneta. Cierran las puertas y me dejan de nuevo en la oscuridad. Un segundo más tarde arrancamos hacia donde se supone que debo ir yo.

No está lejos. Intento imaginar cómo nos colocarán, pero no tengo forma de saberlo. Entro en una ligera meditación una vez más dejando que las dudas y las preocupaciones caigan de mis hombros como si fueran pesadas cadenas.

El vehículo se detiene de nuevo y la misma historia. Dos hombres —asumo que son los conductores, dado que las puertas de delante no se abrieron la última vez— están de pie junto a la trasera.

—Baja —dice uno. Tienen aspecto amistoso, anodino. Nos hemos detenido en el tejado de un garaje del centro de Cleveland, a pocos metros del borde. Los edificios se yerguen a mi alrededor reflejando ecos de los ruidos del tráfico que atraviesa las calles. La Key Tower recorta su esbelto perfil en el este. Todavía es pronto, alrededor de las nueve.

—¿Qué hacemos aquí? —digo.

El que lleva gafas de aviador extiende la mano para que se la estreche:

—Hola, me llamo Bill. Aquí es donde la doctora Conlin quiere que realices el experimento. Nuestra tarea es registrar los resultados y luego llevarte a casa.

El tipo que no es Bill lleva una pistola bajo la chaqueta y no se molesta en disimular el bulto.

Bill dice:

—Se supone que tenemos que volver a la furgoneta para que dispongas de intimidad.

Mira el reloj:

—¿Estás preparada? —me pregunta.

—Sí, ¿y usted? —contesto, y lanzo la onda de pánico más pequeña que puedo. Me sienta estupendamente hacerlo.

El efecto es inmediato. Bill y el otro tipo se quedan rígidos, con los ojos desorbitados. Estamos a menos de un metro de la cornisa. Pateo a Bill en el pecho: retrocede con un revoloteo de brazos y las manos cerrándose convulsivamente sobre la nada. Choca contra el pretil de la azotea, que le llega a la mitad del muslo, y cae al vacío. Dos segundos más tarde se estrella contra suelo con el mismo ruido que los cuerpos que caían en el centro comercial. En esta ocasión no es tan horrible: resulta muy difícil sentir otra cosa que no sea liberación. Por fin, después de horas de fingir indefensión, he podido actuar; es como si me hubieran crecido alas.

El otro tipo intenta hacerse con su pistola, pero el miedo lo ha ralentizado tanto que no tengo motivo alguno de preocupación. Agarro el cañón cuando consigue levantar el arma y tiro con fuerza hacia abajo para doblarle la muñeca; los pequeños huesos se tensan y se rompen, grita. Le quito la pistola y la arrojo por encima del hombro. Intenta golpearme con la otra mano pero desvío el golpe y le pateo la parte interior de la rodilla. Se desploma gimiendo y se sujeta la pierna con la mano sana.

De pie, cerniéndome sobre él, le pregunto:

—¿Dónde están los otros?

Me escupe en la bota y gime otra vez. Patada al estómago, más que nada para limpiarme el salivazo.

—¿Dónde están? —no se lo preguntaré de nuevo.

Me acuclillo a su lado para registrarle la chaqueta. Encuentro un trozo de papel doblado que resulta ser un mapa de la ciudad; en varios lugares hay nombres garabateados: Peter, Noah, Grace, Tobías, Miranda, Olive, Joshua y Nicole. Imagino que Joshua es el doble de Noah y Nicole el de Olive. Junto a los nombres hay flechas que señalan puntos concretos del mapa. Miro dónde estoy y constato que el nombre Grace está escrito tres manzanas al sur y una manzana al este. Me guardo el papel en un bolsillo.

El tipo sigue en el suelo, encogido de miedo.

—Por favor, no me mates —suplica.

Estoy a punto de replicar cuando percibo el olor: rosas. El Rosa más próximo está a unas manzanas de distancia y sin embargo su energía tiene la fuerza suficiente como para afectar mi sentido del olfato. El ensayo ha comenzado. Dejo al hombre en la azotea y me pongo al volante de la furgoneta; la arranco e inicio el descenso de la rampa. Las puertas traseras van dando golpes porque he olvidado cerrarlas. No importa, Grace está cerca. Llego a la calzada como un bólido y giro a la izquierda, los neumáticos chirrían y las bocinas chillan a mi paso. Los peatones están parados en las aceras. Aturdidos. Espero haberles ahorrado lo peor del ataque, porque he creado una pequeña ventana en el octógono de las ondas de pánico.

Las caras se suceden a toda velocidad: personas, solo personas que intentan vivir tranquilamente, que ignoran lo que se les viene encima. Sujeto el volante con más fuerza.

Dos coches de policía atraviesan con estrépito la siguiente bocacalle. Disminuyo la velocidad aunque el semáforo está en verde. Cuando lo cruzo el olor a rosas se intensifica. Giro a la izquierda para seguir a los policías, que van en dirección este. Veo a la derecha un solar vacío con el pavimento agrietado y un deteriorado edificio de ladrillo muy parecido al almacén del muelle, aunque este es de tres plantas. Está lleno de ventanas rotas y ostenta un cartel desvaído que ni siquiera puedo leer. Entro en él por el lado norte, sufriendo las sacudidas que provoca el irregular pavimento.

Grace se apoya contra la sucia fachada. En el cruce que hay delante de ella solo se ven dos coches con las puertas de par en par; seguro que los ocupantes han huido a pie. Al otro lado de la calle un mendigo se agarra convulsivamente al muro; a sus pies, una bolsa de basura rota deja al descubierto una colección de latas de aluminio.

Grace me saluda con la mano. Aprieto el acelerador a fondo, consciente de que es una idea estúpida, pero necesito canalizar mi ira en algo físico. La furgoneta se lanza hacia delante como un cohete, dirigiéndose en línea recta hacia la chica, que se ríe y se aparta de la pared. Crece en mi parabrisas, acuclillada. En el último instante salta y desaparece por encima de la furgoneta mientras yo choco con la esquina nororiental del edificio y le arranco un buen trozo de ladrillo.

La furgoneta pega un bandazo hacia el lado contrario y mi cabeza golpea la ventanilla del otro asiento. Los ladrillos arrancados salen disparados sobre la calle vacía y caen en la acera. Oigo un golpe sordo cuando Grace aterriza en el techo de la furgoneta.

Abro la puerta y allí está. Me agarra de la pechera de la camiseta y me saca de un tirón: estoy demasiado aturdida para detenerla. Un momento después me lanza con una fuerza increíble: intento orientarme mientras vuelo pero caigo de costado y resbalo hasta el cruce por el asfalto.

Puede que no haya enfocado bien este asunto.

Mi pretensión de levantarme termina conmigo acuclillada, con las manos en las rodillas y un dolor lacerante en el tórax. La sangre retumba en mi cabeza; si me he ganado una conmoción cerebral por hacer el idiota…

Más al este hay docenas de coches empotrados unos contra otros y gente que corre gritando. Tantas personas aterrorizadas por algo que no pueden ver. Nunca sabré lo que es estar prisionero de esas sensaciones, jamás sentiré lo que ellos sienten, pero no puedo ayudarlos aún porque mi lucha está aquí, con Grace. Solo puedo esperar que se liberen sin sufrir daños graves, antes de que el terror los enloquezca.

Grace está de pie, relajada, con las manos sueltas, esperándome. Pese a los gritos de la ciudad que reclaman mi atención, me hiela la sangre mirarla a la cara, mi cara.

—Le dije a la doctora Conlin que probablemente estabas fingiendo. Le dije que no podíamos estar seguros de cuándo habías recibido tu última dosis. ¿Cómo lo hiciste?

La ignoro. Me limito a sacarme la camiseta por encima de la cabeza revelando mi armadura negra y escamosa. Ya no necesito esconderla debajo de la ropa y no quiero ofrecerle algo que pueda agarrar. Las pequeñas escamas brillan al sol. Me desabrocho los pantalones y los dejó caer al suelo. Calle abajo, al norte de donde estamos, dos ambulancias pasan con estruendo de sirenas.

Una de ellas arremete contra un poste telefónico y vuelca sobre un costado. Un helicóptero pasa tableteando sobre nuestras cabezas y nos deja nuevamente en relativo silencio.

—¿No vas a contármelo? —dice Grace.

—Noah —respondo, librándome de una patada de botas y pantalones—. Trajo unos viales en la boca. Debió de sacarlos de la reserva antes de que le atraparais.

El tenso tejido de la armadura que me cubre los pies es lo bastante delgado como para permitirme percibir la vibración del pavimento cuando algo explota a lo lejos. A mi espalda, una bola de fuego se eleva hacia el cielo y se desintegra en una nube de humo negro.

—Es adorable —dice Grace—. Mucho mejor que Joshua. Entiendo que te guste.

Cómo desearía tener un arma. Cualquier cosa. Solo porque exteriormente resulte idéntica a mí no le impide ser mejor, ni más rápida, ni más fuerte. Puede ser todas estas cosas. Luchar con ella podría ser un suicidio.

Grace retrocede y apoya la espalda en la furgoneta.

—Tengo que luchar contigo —observo.

Parece un poco triste, como si no tuviera elección.

Supongo que no la tiene.

—Lo sé —contesta.

Corro en su dirección mientras ella adopta una cómoda postura de combate, con los pies separados y las manos levantadas. Justo antes de que choquemos se agarra al borde del techo del vehículo y encoge las piernas, plegándolas. Planto el pie en un lateral de la furgoneta —he llegado corriendo a toda velocidad— y salto verticalmente. Lanzo una patada cuando todavía subo, pero ella la bloquea con los brazos cruzados en X. Mis pies bajan de golpe; la pierna que ha bloqueado se me adormece. El metal del techo se dobla, se abolla y chasquea bajo nuestros pies.

Por la calle baja un coche patrulla con las puertas abiertas y nadie dentro. Las luces destellan pero no se oye la sirena.

Le lanzo otra patada a Grace justo cuando el coche impacta contra un poste telefónico. Grace ha encajado el golpe, pero a renglón seguido me agarra la pierna, me eleva y me lanza desde el techo de la furgoneta al segundo piso del edificio.

Esto no va bien. Es la segunda vez que salgo volando en poco más de un minuto, esta vez voy directa a la fachada de ladrillo. Me preparo para el impacto cerrando los ojos con fuerza…

Choco contra una de las ventanas rotas y la atravieso con gran ruido de cristales: la armadura me protege el cuerpo pero sufro cortes en la cara y en el cuello. Aterrizo sobre la madera con el hombro por delante y resbalo por un suelo polvoriento. Últimamente he estado resbalándome mucho. Consigo ponerme en pie justo a tiempo de encajar una patada en el tórax.

El golpe me hace retroceder trastabillando hasta que mis talones dan con el pie de una escalera. Todo está mugriento y en penumbra; las pocas ventanas que quedan están demasiado sucias para dar paso a la luz. Las de cristales rotos dibujan un mosaico amarillo en el suelo, iluminando grandes nubes remotas de polvo que se arremolinan cuando las atravesamos. Grace grita e intenta darme un codazo en la cara, pero le planto un pie en el pecho para mantenerla a distancia. La empujo, giro sobre mí misma y me precipito escaleras arriba.

El piso siguiente está más oscuro aún, lleno de viejas mesas apiladas contra las paredes; sobre ellas, archivadores. Me sangran los cortes de la cara pero es un dolor bueno, cálido. No me deja casi inutilizada, como sí haría un golpe contundente con un objeto romo.

—¡No puedes ganar! —chilla Grace a mi espalda—. La ciudad está perdida. ¡Déjanos tatuarte y ni siquiera te importará!

Sí, y qué más.

Estamos subiendo el último tramo de la escalera. A medio camino, Grace me agarra de una pierna e intenta arrastrarme hacia abajo. Me libero de una patada y subo a gatas el resto del tramo. La puerta de la azotea está asegurada con un candado, pero un óxido de décadas lo cubre todo.

Asesto una patada. La cerradura y la puerta saltan al mismo tiempo. Las escaleras se inundan de luz solar, que me ciega momentáneamente. Grace utiliza alguna parte de sí misma para propinarme un golpe directo en la columna vertebral. Caigo sobre una rodilla y me proyecto hacia adelante, desesperada por poner distancia entre las dos. Corro hacia el lado este pero me derriba. Estoy de rodillas otra vez, a unos metros del vacío. Con otra patada me voy abajo. Intento aferrarme al pretil, pero incluso aunque lo alcanzo no sé qué hacer. Estoy a demasiada altura para saltar sin romperme algo.

Giro a tiempo para que se abalance sobre mí: nuestros rostros están a pocos centímetros, me está dejando sin aliento. Intento asestarle un rodillazo pero me tiene inmovilizada.

Como lo único que tengo libre es la cabeza, le atizo un cabezazo en la cara y le rompo la nariz; su sangre me salpica. Ella, a su vez, me golpea en la boca y mis labios estallan; la sangre cubre mis dientes y mi lengua. No obstante, Grace está desorientada; consigo deslizar un pie bajo ella, y levantarla sobre mí, por encima de mí y delante de mí con cada brizna de fuerza que puedo reunir.

Sus piernas revestidas por la armadura pasan frente al sol: ruedo sobre la tripa a tiempo de ver cómo se precipita hacia la calle. Tres pisos de altura. Su cuerpo describe un suave arco descendente y se estrella de lado contra el suelo. Su cabeza rebota. Se queda completamente inmóvil, ni un temblor.

Me pongo en pie muy despacio.

Me acerco al borde, con las manos en las caderas, jadeando y un poco impresionada: en los últimos diez minutos he tirado a dos personas a la calle. A lo lejos dos cazas rugen volando bajo sobre el lago Eire pero pronto levantan el morro hacia las nubes. Más cerca, al sur de mi posición, un coche de bomberos volcado arde en la calle. La ironía me hubiera dado risa en otras circunstancias.

Las calles que me rodean están desiertas porque la gente ha huido. Si miro hacia el centro de la ciudad en dirección este, veo personas que corren y gritan. Más cerca de donde estoy las sirenas amortiguan la mayor parte de los alaridos. Los ciudadanos parecen estar agrupándose en una culebra demente y gigantesca que repta sin rumbo por las calles.

Reproduzco el mapa en mi imaginación: Peter está al este. Pero Noah y Joshua se hallan muy cerca, justo al sur de aquí.

Grace sigue inmóvil y yo ya he perdido demasiado tiempo. Escupo una buena cantidad de sangre y me paso el antebrazo por los labios tumefactos. Al verse privado de adrenalina, mi cuerpo ha decidido que es el momento ideal para convertirse en una gigantesca y adolorida contusión. No quiero que los dolores se adueñen de mí, que me detengan, así que corro escaleras abajo, hacia la furgoneta; me permito, eso sí, apoyarme unos momentos contra ella mientras decido qué dirección tomar. Trato de dilucidar quién necesita más mi ayuda. Como parte del pelo se me pega a la cara ensangrentada, me hago una cola de caballo. Al sur, me dirigiré hacia el sur.

—Miranda.

Me vuelvo y veo a Noah allí de pie, sonriendo. Tampoco conserva su ropa de calle: las escamitas negras brillan al sol. El alivio que fluye por mis venas enfría mi alborotada sangre. Desde que nos presentamos de nuevo, nunca me había sentido tan contenta de verlo.

—Noah —digo, acercándome. Me abraza muy fuerte. Le devuelvo el achuchón apoyando en él parte de mi peso—. Es horrible, Noah. ¿Cómo lo detenemos?

—¿Dónde está Grace? La vi en el mapa.

—Ha muerto.

He mantenido mi promesa de matarla antes de que esto terminara ¡y ni siquiera me siento mejor! Nunca sabré cuánto de Grace era culpa del tatuaje y cuánto era culpa de ella. Durante la pelea ni siquiera pensé en intentar dañar el circuito implantado en su cuello. Tal vez hubiera podido liberarla, hacer que se pusiera de nuestra parte. Pero mientras lo pienso, supongo que las consecuencias habrían sido letales para mí. Se me echó encima tan rápido, con tal dureza, que no tuve oportunidad de destruir el tatuaje; además no llevaba armas.

Huelo algo que no nos ha abandonado desde que todo empezó, pero el aroma de las rosas es más fuerte cerca de Noah.

Y se intensifica.

Noah no dice nada pero mueve un brazo. Aunque intento escaparme, él me sujeta con fuerza; farfullo su nombre. Es rápido: cuando forcejeo para librarme de su agarrón, una de sus manos sujeta ya un cuchillo. Vislumbro un relámpago plateado y…

La hoja se hunde en mi espalda.

Un dolor terebrante me explota en la parte superior del cráneo: es lo peor que he sentido en mi vida, y grito. El chico me suelta y retrocedo unos pasos. Tanteando, alcanzo el mango del cuchillo. La hoja no ha entrado del todo, pero la armadura solo ha detenido parcialmente el golpe. Mis dedos están tintos en sangre.

—Joshua —siseo, recordando el mapa y su nombre garabateado en él.

Me sonríe. Un lobo enseñando los dientes.

—¿Está muerta de verdad? ¡Zorra estúpida! ¿Está muerta de verdad?

Mis débiles rodillas amenazan con doblarse. Mis piernas están temblorosas, líquidas. Siento el cuchillo en mi interior; la sangre late en torno a la hoja. Pero la puñalada no es muy profunda. No demasiado profunda.

—La tiré de la azotea —digo—. Dobla la esquina si quieres comprobarlo.

Mi voz es débil. Los otros me necesitan. No puedo desfallecer. La armadura cumplirá una función de vendaje, como cuando Peter me arrancó el dispositivo del tobillo. Salvo que la hoja haya separado demasiado los bordes del material.

—No tendrías que haberlo hecho —dice con los ojos anegados en lágrimas—. Grace sabía que estabais fingiendo; no la creímos.

Aún tengo sangre en la boca del puñetazo de la chica, así que la escupo a sus pies. Un helicóptero ruge por encima de nuestras cabezas. Mientras yo estoy allí, de pie, preguntándome si veré a Peter y Noah y Olive una vez más antes de morir, Joshua continúa derramando su energía sobre la ciudad. Puedo sentir las ondas que pasan sobre mí.

Si detenerle es lo último que hago, pues bien, hay peores formas de morir. Joshua extrae otro cuchillo de detrás de su espalda y dice:

—Lo siento. No tengo elección.