Capítulo 16

Nos esposan. Cuando llegamos al primer rellano ya no siento los dedos. No parece real. No hemos venido hasta aquí para ser capturados por nuestras imitaciones. Abajo nos espera una furgoneta con las puertas traseras abiertas. Mi hombro roza el de Peter cuando nos conducen hacia el vehículo.

—Nos van a hacer como ellos, Miranda —dice él.

No me mira. Dentro de la camioneta veo a Noah y a Olive, también esposados, y respiro de nuevo. Me desgarro entre el alivio por verlos sanos y salvos y el temor, porque nos han capturado a todos juntos.

—¿Y eso qué significa? —pregunto.

Pero lo sé. Lo que les hicieron a Grace y Tobías. La idea de ser alterada provoca en mi garganta una oleada ácida. Convertirme en un robot. Degradarme. Cierro los ojos, trato de imaginar cómo lo harán. ¿Drogas? ¿Lavado de cerebro?

—Significa que intentarán que les sigamos el juego como sea. Dejaremos de pensar por cuenta propia. Dejaremos de ser quienes somos.

Busca mis ojos de mala gana y añade:

—Si eso ocurre, quiero…

—¿Quieres qué?

Él niega con la cabeza. Yo entro en la furgoneta y me siento junto a Olive, que me sonríe sin fuerzas. Peter se sienta junto a Noah, enfrente de nosotras. Está empapado; gotas de agua perlan sus cortos cabellos. Grace cierra la puerta. La única luz proviene ahora de una pequeña bombilla del techo.

—Eh —me dice Noah—, eres tú.

Tiene un aspecto tan enfermizo como Peter y aparenta estar tan hecho polvo como yo. Sabe que hemos fracasado, que ya no hay nadie para proteger a la ciudad. Ni a nosotros mismos.

—Pues sí —contesto.

Hay una mampara divisoria entre nosotros y la parte delantera del vehículo. Oigo que las puertas se abren y cierran. El motor arranca. Nos balanceamos en nuestros asientos mientras la furgoneta se aleja del edificio.

—¿Y qué pasó allí arriba? —dice Noah mirando al techo. Parece un poco confuso y habla con lengua de trapo. Tal vez le han dado un puñetazo en la boca.

—Tenían mejores armas —dice Peter sin más.

Noah asiente con la cabeza.

—Está bien, es justo, pero en serio…

—En serio qué, Noah —inquiero.

Se inclina hacia adelante.

—En serio, Mir. ¿Cómo. Ha. Podido. Pasar. Esto?

Olive le pega una patada en la rodilla.

—Te zambulliste antes de que comprobáramos si el muelle estaba despejado.

—Sí —digo yo—. Culpa tuya.

Noah se ríe:

—Me estaban esperando allí abajo. Encontré la reserva de dosis, sin embargo, así que Tycast no mentía.

En la penumbra veo que se cambia algo de lado en la mejilla, como si se acomodara un objeto en el interior de la boca.

—Por supuesto que no —dice Peter.

—¿Y si nos niegan las dosis? —pregunta Olive.

—En tal caso —apunta Noah— me alegro de haberos conocido, chicos.

No parece preocupado. Me arde la sangre, de lo que me alegro, porque prefiero sentirme rabiosa que inerme. Entonces me doy cuenta de que está vocalizando aparatosamente la palabra «silencio». Abre la boca. Veo cuatro viales debajo de la lengua, todos llenos de un líquido pajizo.

Mientras hablamos sin hablar realmente, procuro fijarme en el trayecto que sigue la furgoneta. Cuento las vueltas y las paradas, intentando imaginarme por dónde va. Termino por perder el hilo y a los demás les pasa lo mismo. Suena como si estuviéramos en una autopista. A continuación hay semáforos. Giramos y la furgoneta se inclina hacia abajo, como si acabara de entrar en un estacionamiento subterráneo. Intercambiamos miradas, preparándonos para lo que se avecine.

El vehículo se detiene y las puertas delanteras se abren y se cierran. Un segundo más tarde Grace abre las puertas traseras y parpadeo en la brillante luz. Un garaje, vacío pero bien iluminado.

—Salid —ordena Grace, haciéndonos señas para que bajemos.

—Entonces, ¿quién eres? —dice Noah, sonriendo como un idiota ante ella—. ¿Miranda.2? ¿Tienes actualizaciones?

Grace le arrea un puñetazo en el estómago que lo dobla por la mitad. No puede sujetarse porque tiene las manos esposadas a la espalda, razón por la cual se cae sobre un hombro y rueda sobre sí mismo.

—Igual sentido del humor —dice cuando consigue respirar.

Nos ponen bolsas en la cabeza, lo que es bastante inútil: no tendríamos problemas en reproducir el camino por el que vamos. Un vehículo en movimiento es una cosa, pero a pie estoy segura. La bolsa es áspera y me obliga a respirar aire caliente y húmedo.

—El equipo Alfa dispone de mejores bolsas para cubrir las caras de la gente —dice Noah. Oigo que Grace, o algún otro, lo golpea de nuevo.

1

Estamos sentados en un suelo de cemento, en una celda sin puerta. Una de las paredes es una ventana de cristal ahumado, las otras tres son de color blanco. No nos han quitado las bolsas hasta llegar aquí dentro. Hemos subido en ascensor, hemos recorrido unos cuantos pasillos cortos. Aparte de eso, no tengo ni idea de dónde nos encontramos.

Lo primero que hemos hecho ha sido sentarnos y pasar las manos esposadas por nuestros pies, para tenerlas delante.

—Por lo menos nos han dejado juntos —dice Olive, arañando el suelo, como picado de viruelas, con un clavo. Se sienta frente a mí, junto a Noah. No hay mucho espacio, por lo que su pierna descansa sobre la mía.

Noah extiende los brazos por encima de su cabeza.

—Quién sabe por cuánto tiempo.

Debe tener los viales en diferentes puntos de la boca, porque su voz es casi normal.

—Tú siempre tan negativo —apunta Peter.

—Venga, líder. Sácanos de aquí.

—¡Noah! —reprocho.

Este levanta sus esposadas manos y admite:

—Tenéis razón, lo siento.

Luego se lleva un dedo a los labios y finge rascarse la nariz. Teme que nos estén vigilando, y seguro que vigilan. A continuación abre la boca como si bostezara para que Peter vea los viales. Olive debe saberlo ya, porque me dirige una sonrisa cómplice.

La pared de cristal ahumado se abre. Cuatro soldados de armadura negra nos apuntan con fusiles. Llevan los mismos cascos metálicos que los guardias de nuestra base, con su terrorífico visor estrecho. Dos se me acercan y me levantan. No me resisto. Peter sí. Intenta ponerse de pie pero uno de los hombres lo patea en el pecho.

—Yo soy el líder. Llevadme a mí —dice. Ellos lo ignoran.

—No pasa nada —intervengo—. Os veo en un ratito.

Puede que sea así, pero tengo la sensación de que nunca los volveré a ver.

Mi equipo me mira con caras inexpresivas. La pared de cristal se desliza y se cierra.

Los soldados me escoltan por un corredor. Considero la posibilidad de lanzar una onda de pánico, pero no voy a conseguir más que provocarme un buen dolor de cabeza. O achicharrarme los sesos, dado que estamos al límite con las dosis. Es probable que ya pase de la medianoche y recibí la última dosis ayer por la mañana, antes de salir con Peter en las motos. No hay modo de saber cuánto tiempo más me durará el efecto, ya que le lancé una onda de pánico al policía.

La primera puerta a la derecha corresponde a un pequeño despacho provisto de escritorio y estanterías. Grace está sentada detrás del primero. Ver su cara me sobresalta, porque probablemente no es algo a lo que una pueda acostumbrarse. Señala la silla situada frente a ella, y los soldados me sientan sin contemplaciones. Por lo menos es cómoda. Luego les hace un gesto con la cabeza para que se vayan; cierran la puerta al salir.

Nos miramos la una a la otra.

—Estas esposas me quedan un poco estrechas —digo. Solo es cháchara para ocultar la inquietud, el temor que sube reptando por mi garganta. Todos podemos hablar de asuntos trascendentes, pero no creo que ninguno de nosotros espere salir de este lugar igual que ha entrado. Por ahora he de fingir, incluso cuando apenas puedo sostener la cabeza erguida. Tengo que demostrarle a Grace que no siento miedo.

—Sabes que es imposible escapar de aquí —dice Grace—. Hay demasiadas puertas, demasiadas armas ante las que pasar.

—Mi casa era parecida.

Grace rodea la mesa y me quita las esposas. Las lanza sobre la mesa y se vuelve a sentar.

—¿Quién lleva la voz cantante aquí? —pregunto.

—Yo.

—Quiero decir, ¿quién es tu doctor Tycast?

Grace sonríe:

—La doctora Conlin. Janet Conlin.

Me froto las muñecas enrojecidas.

—Entonces, ¿por qué no estoy hablando con ella?

—Porque Conlin pensó que yo podría entenderme mejor contigo, dado que compartimos el mismo ADN.

Levanto la vista de mis muñecas.

—Sí, vale. Así que tú eres mi… ¿clon?

—¿Quién dice que tú no eres el mío?

—Nadie —contesto.

—La verdad es que no es ni lo uno ni lo otro.

Trago saliva, preguntándome si debo creerme algo de lo que dice. Si tengo que permitir que sus palabras me calen como si fuesen hechos o seguir luchando contra ellas.

—Entonces, ¿qué es?

—Sé que es difícil de aceptar en un primer momento —dice, haciendo caso omiso de mi pregunta. ¿Qué hay ahora en su cara? Compasión y comprensión, se diría—. Al principio yo era como tú. No quería aceptar la verdad. Y no la acepté. Pero ellos me ayudaron.

—¿Cómo?

Frunce el ceño y contempla un punto indeterminado por encima de mi hombro derecho.

—No lo recuerdo.

—Sí, sí que lo recuerdas. ¿Qué te hicieron?

Grace niega con la cabeza.

—¿Cómo te controlan? —insisto.

—Eso no importa —contesta, y por un segundo de locura tengo la sensación de que va a echarse a llorar—. Lo hacen y ya está.

—¿Quién es Rhys? —pregunto. Si la he desequilibrado, tal vez convenga seguir propinándole golpes. Seguir empujándola hasta que me diga algo útil.

—No conozco ese nombre.

—¿Te gusta que te controlen?

Veo cambiar su rostro, que cobra una expresión fría y calculadora. Igual que un robot. Esto es lo que van a hacer de mí. No podré sentir ni pensar por mí misma. Tendrán que hacerlo si quieren ponernos a prueba en la ciudad.

Me imagino los viales en la boca de Noah. Todavía hay esperanza, no importa lo pequeña sea.

Grace coloca las palmas de las manos sobre el escritorio.

—No me importa —dice—. Me facilita el trabajo, y también facilitará el tuyo. Hay un ordenador en mi piel, Miranda. Cada vez que tengo un pensamiento o un deseo prohibido, el tatuaje lo purga. Con el tiempo, dejarás de luchar.

Tatuaje… me acuerdo de Noah pronunciando esa palabra cuando nos contaba la conversación que había escuchado en el despacho de Tycast. Antes de que pueda preguntarle qué quiere decir, Grace se agarra el pelo, se lo levanta y se da la vuelta para enseñarme el circuito que lleva incrustado en la nuca. Parece un tatuaje en relieve, o una placa base implantada justo debajo de la piel.

Así que por eso el equipo Beta es tan distinto de nosotros. Y por eso pronto seremos tan parecidos a ellos.

Mi garganta está demasiado seca para tragar nada.

—Y nos quieres hacer eso a nosotros.

Grace asiente con la cabeza.

—Conlin trabajó personalmente en el tatuaje, y los Beta fueron los primeros en probarlo. No me avergüenza admitir que nos lo pusieron primero para asegurarse de que no os mataría.

—A nosotros —digo.

—Al equipo Alfa, sí. Los niños mimados del Proyecto Rosa. Tu equipo siempre fue el preferido de nuestros creadores, todo el mundo lo sabe.

Me inclino hacia delante, y Grace se tensa:

—¿Los creadores? ¿Más de uno?

Cuando decide que no voy a acercarme más, sus hombros se relajan:

—Oye, alguien tenía que hacernos, ¿no? Y sí, más de uno.

Hacernos. Me quedo mirándola sin comprender.

Grace añade:

—Se nos cultiva, Miranda.

—Cultivados.

—Sí. Dios. No me puedo creer que seamos parientes. Nosotros somos clones, Miranda. Clones. De una sola persona. Copias. Sin madre. Sin padre. ¿Entiendes?

Entiendo. Creo que lo sabía desde el principio, en el fondo, en algún lugar oculto y oscuro, sabía que lo nuestro era más que una terapia genética. Tal vez es de ahí de donde nace mi vacío; no de la pérdida de recuerdos. He estado hueca desde el principio. No soy una persona real. Pero al mismo tiempo, sé que no es verdad, porque no se puede salir de la nada. Mis amigos son reales. Importan.

Pero lo que está diciendo, lo que creo… eso significa que nunca nacimos. Nunca tuvimos padres que nos entregaran. Nunca dejamos atrás vidas pasadas. Siempre ha sido así, desde el primer latido de nuestros corazones.

Sin embargo, ahora no es momento de diseccionar mis sentimientos. Tengo que mantener la concentración por si aún queda una pequeña posibilidad de que Noah consiga entregarnos esos viales. Tal vez podamos fingir.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —pregunto.

El entumecimiento se extiende por mis brazos y mis piernas, hasta la punta de los dedos de manos y pies. Sé la respuesta.

—Porque en pocas horas no recordarás nada. A menos que decidas unirte a nosotros. La doctora Conlin ha recibido orden de proceder con el ensayo inmediatamente. Unos cuantos nos bastamos para ofrecerle una demostración al mundo que nunca olvidará. Ocho Rosas sería lo ideal, pero podemos arreglárnoslas con siete.

—¿Estás preparada para que te vendan como arma? —pregunto.

—Lo acepto porque debo hacerlo. Los tatuajes para el equipo Alfa todavía no están terminados, y no lo estarán hasta dentro de un tiempo. Por tanto, o nos apoderamos de vuestros recuerdos o aceptáis colaborar sin los tatuajes. Forzaros a olvidar es algo que Conlin no desea, porque la mayoría de vuestras experiencias desaparecerían. Eso os restaría valor.

—Nunca sucederá —aseguro—. Nunca os ayudaremos.

Grace asiente con la cabeza.

—En ese caso tengo instrucciones de persuadiros.

La puerta del despacho se abre, y me doy media vuelta en la silla. Dos soldados hacen entrar a Peter y Noah a punta de pistola. Los soldados los empujan con fuerza por los hombros hasta que se arrodillan. Noah se desploma hacia adelante con la cabeza gacha. En su mejilla hay una contusión reciente.

Cuando me vuelvo, Grace me sonríe:

—Tan diferentes que piensas que somos… pues he de decirte que hay similitudes entre nosotras. Dime si me equivoco, ¿pero no te han gustado siempre estos dos?

Hace una pausa para disfrutar con la expresión de mi cara.

—Ahora tienes que elegir —añade.