La mesa de la cocina está llena de bolsas y más bolsas de Taco Bell. Nos sentamos y atacamos la comida que Elena ha sido tan amable de traernos. Noah y yo engullimos tacos, Peter solo puede con uno y Olive sigue con expresión aturdida. Tengo curiosidad por saber cómo se siente en relación con la rubia misteriosa.
Como Peter sigue atontado, Noah asume los deberes de líder. Me gustaría saber si ha sido siempre así, con Peter y Noah hablando sobre las dosis mientras Olive y yo nos quedamos al margen. Parece lo normal.
—Esto debería ser muy sencillo —dice Noah—. Tycast no nos dijo si el otro equipo conocía o no el escondite, así que habrá que inspeccionar el muelle. Si confirmamos que nadie lo vigila, podremos recuperar las dosis.
—¿Y qué pasa si necesitamos más? —pregunto.
Se rasca la cabeza.
—Ya nos preocuparemos de eso si sobrevivimos a los próximos días. Debería haber suficientes. ¿Qué bien le haría a Tycast esconder medio cargamento?
Olive añade:
—Y cuando nuestros poderes vayan desapareciendo con los años, dejaremos de sufrir la pérdida de memoria.
Ya lo han dicho antes, pero esta vez despierta un recuerdo. Para ser una chica que ha perdido la memoria, me acuerdo de un montón de cosas últimamente.
Lo malo es no poder elegir lo que recuerdo y lo que no.
Mi corazón late frenético al presentir más momentos con mis amigos, pero solo veo una habitación blanca y al doctor Tycast a mi lado. Sujeta una jeringuilla llena de un líquido pajizo.
—¿Cuánto tiempo más tendré que pincharme? —le pregunto. Las dosis no me gustan. No por el pinchazo en sí, sino por lo a menudo que me las ponen. Me irritan la piel. Noah las mezcla con refrescos y se las bebe, pero así no son tan efectivas. Además, saben a rayos.
Tycast sujeta la jeringuilla a contraluz, la gira entre los dedos.
—No mucho.
Me sonríe y me agarra suavemente un brazo con sus manos secas y cálidas.
—Cuando hayas madurado, tu cerebro se atrofiará alcanzando un nivel normal. Quizá atrofiar no sea la palabra adecuada. Más bien adelgazará. Cuando lo haga, la presión sobre tu encéfalo cederá y empezará a curarse. Serás, a todos los efectos, una mujer normal y corriente.
—¿Y qué pasará entonces con nosotros? —me preocupo. No quiero que mi cerebro adelgace.
Examina mi brazo, busca la vena con el pulgar. Lo miro, pero nunca contesta.
Parpadeo.
—¿Estás bien? —dice Peter. Su rostro ha recuperado parte del color.
Parpadeo un par de veces más y sacudo la cabeza para despejarme.
—Estoy bien.
No parece muy convencido, así que le dedico una sonrisa resplandeciente. Sospecho que más parece una mueca.
Olive, que acaba de engullir otro taco, pregunta:
—¿Cuánto tiempo nos queda? ¿Antes de empezar a perder la memoria?
Noah se vuelve hacia mí, abre la boca, pero la cierra de nuevo.
—Vamos, contesta —digo.
Se frota la nariz.
—Mmm, basándome en Miranda, unas ocho horas. A ti y a mí, Olive. No sé cuándo tomaron su última dosis Peter y Mir.
Peter se hace con el último taco.
—Deberíamos ponernos en marcha.
Examinamos la casa en busca de algo que pueda servirnos. Olive encuentra unos prismáticos. Noah consigue que Elena nos preste su coche.
Durante el registro lanzo una pregunta al azar:
—Respecto al ensayo ese, ¿por qué no nos prueban en un entorno controlado con una o dos personas a la vez? ¿Por qué en el mundo real?
Olive interrumpe el inventario de un aparador para decir:
—¿Recuerdas lo que la mujer dijo en el despacho de Tycast? ¿Sobre que uno de los compradores estaba interesado? Apuesto a que quieren ver de qué somos capaces en el mundo real. No es lo mismo disparar una pistola en el campo de tiro que en el de batalla.
Noah espera en la puerta interior del garaje, ya ha inspeccionado el Mercedes.
—Has dado en el clavo. Si estamos hablando del dineral que Tycast apuntó, los compradores querrán una garantía de que funcionamos.
—No podemos dejar que se salgan con la suya —rezonga Olive.
Noah sonríe con más seguridad de la que yo soy capaz de sentir y afirma:
—No lo haremos.
Algo pasa entre ellos; ignoro el qué. Parece íntimo, lo suficiente para que me ardan las mejillas. No puedo ponerme celosa cuando hace media hora casi beso a Peter.
Noah rehúye definitivamente la mirada de Olive metiéndose de nuevo en el garaje. Me doy la vuelta antes de que ella note que me he percatado y veo dos catanas relucientes sobre la repisa de la chimenea. Mis ojos examinan la curva de una de las espadas y algo primario renace en mi interior. Quiero sentir la empuñadura en la mano. Llamo a Elena y señalo las armas.
—¿Son de verdad?
Me mira de hito en hito:
—Sí. A mi padre le encanta coleccionar objetos japoneses. ¿Por?
—¿Te importa si las tomo prestadas?
—Eh…
—Genial. Prometo devolverlas.
Me acerco a la repisa y levanto las catanas. Al girarme, me encuentro a Noah frente a mí.
—Me has asustado —digo.
—No, ni mucho menos.
Le entrego una espada.
—¿Sabes utilizarlas?
—No tan bien como tú.
Experimento: la levanto, la paso sobre mi hombro y me la pongo en la espalda. Se pega a mi armadura a través de la camiseta. La capa de escamas trasera es magnética.
—Interesante característica, ¿eh? —dice Noah. Intenta ser amable o algo así—. En cuanto a Elena…
—No me importa, Noah —la respuesta me sale automáticamente, aunque quizá no sea del todo cierta.
—¿El qué?
Despego la catana de mi espalda, calibro su peso con un par de giros rápidos y la dejo otra vez donde estaba.
—No me importa cómo la conociste.
—Sí te importa. Es una amiga, nada más. Son contactos que hice antes de empezar nuestra relación.
—He dicho que no me importa. Nos ha ayudado mucho.
Levanta las llaves del Mercedes y contesta:
—Sí, sí lo ha hecho.
Dos horas antes de la medianoche nos dirigimos al centro de la ciudad. La amenaza de la pérdida de memoria domina nuestros pensamientos. Supongo que yo no tengo mucho que perder. ¿Un día de recuerdos? En cuanto lo medito advierto que me equivoco.
Tengo todo que perder.
He vuelto con mis amigos, mi familia, y compartimos un objetivo. Estoy más cerca de averiguar quién soy cada minuto que pasa.
No obstante, los demás sufrirían la misma confusión, idéntica desesperación que he sufrido yo. Al principio no parece tan horrible, pero luego te das cuenta de lo que te falta. Cuanto más descubres, más sientes que has perdido.
Repasamos el plan en el coche; Noah conduce. Peter y yo vigilaremos el muelle. Una vez que nos hayamos asegurado de que no hay peligro, Noah y Olive entrarán en acción y registrarán el fondo. Muy sencillo.
Atravesamos el centro de Cleveland. Me apoyo contra la ventanilla y observo a la gente, las luces y los coches. Imagino cómo sucumben a un terror invisible, huyendo de las espantosas imágenes que generan sus mentes. Imagino coches que vuelcan, individuos atrapados en ellos, fuegos arrasadores. Oigo una sirena y pienso que está en mi cabeza, pero una ambulancia pasa junto a nosotros en dirección contraria.
Noah aparca delante de un decrépito edificio de ventanas rotas. A lo lejos se distingue la negrura del lago. Me obligo a zafarme del desastre imaginario; ahora estamos aquí y sin nuestras dosis no podremos ayudar a nadie.
Noah me alcanza una pequeña radio que ha debido tomar prestada de casa de Elena. Intento cogerla, pero él no la suelta hasta que nuestras miradas se cruzan.
—Nos quedaremos escondidos —explica—. Cuando esté despejado, házmelo saber. Canal dos.
Cuando tomo la radio me agarra la muñeca. Peter ya se ha bajado del coche.
En la tenue luz, el rostro de Noah cobra una palidez fantasmal.
—Tened cuidado —dice—. Y estad atentos por si aparece Rhys. Puede estar en cualquier parte.
El nombre del prófugo hace que me escalofríe. Podría ser una ventaja si estuviera de nuestro lado, pero de momento debemos clasificarlo como peligroso.
—No le pasará nada, Noah. Todos estaremos bien —dice Olive desde el asiento trasero.
Él suelta mi muñeca.
—No quería apretar.
—No te preocupes.
Aún siento sus dedos a través de la armadura. No ha sido precisamente una caricia, hubiera preferido que no me tocara; ya distingo claramente lo que hubo entre nosotros y lo que hay en la actualidad.
Noah abre el maletero y yo me cercioro de que estamos solos antes de sacar la catana. La brisa trae el olor a pez muerto del lago. Al final de la calle, el muelle se adentra en el agua. Hay algo apacible en torno a la orilla, es más oscura, más silenciosa. Noah se aleja con el coche para ocultarlo en alguna parte antes de dirigirse al muelle.
Detrás de mí, Peter me pone la mano en el hombro. Pego un respingo.
—Tranquila —dice.
—Lo estoy.
Me sonríe en la penumbra y echa la cabeza hacia atrás para observar el edificio:
—¿Funcionará todavía el ascensor?
Subimos las escaleras de lo que una vez fue un almacén, los siete pisos. Nuestras botas hacen crujir la tierra y los desperdicios que dejó atrás quienquiera que por última vez llamara hogar a esto. La oscuridad es casi absoluta: solo se filtra algo de luz por las ventanas rotas y tapiadas con tablas. En el último piso empujo una puerta oxidada con el hombro; se abre chirriando. El cielo es tan negro como el lago. Desde aquí se ve perfectamente el muelle. El tercero, el que nos dijo Tycast, es el que más cerca está. Se distinguen vetas de pintura roja, como dijo el doctor. Hay una barquita oscura amarrada.
Peter se coloca boca abajo en el borde de la azotea y yo me tumbo a su lado, un poco más cerca de lo que pretendía. Por los prismáticos veo las imperfecciones de la tablazón del muelle.
Peter enciende la radio.
—Despejado hasta ahora. ¿Cuánto queréis esperar?
La voz de Noah se oye entrecortada a través del diminuto altavoz:
—No mucho. Los malos, o conocen este lugar o no lo conocen.
Se hace un silencio extraño, tenso. Miramos atentamente el muelle, pero soy incapaz de ignorar que el hombro de Peter y el mío se rozan. Resultaría violento apartarme ahora, aunque no moverme también significa algo. Es como si me hubieran partido el cerebro en dos cuando más lo necesito entero.
Peter carraspea.
—¿Entonces Noah y tú habéis vuelto a la normalidad?
—No sé a qué te refieres con eso.
—Ya sabes —dice; me quito los prismáticos—. Estáis juntos otra vez. Eso quiero decir.
—No —contesto.
—¿No?
—No, ¿por qué?
Asomo la barbilla por el borde del tejado y miro hacia abajo. Recuerdo cómo Peter y yo corrimos por las azoteas, saltando sin miedo. Se me acelera el pulso solo de pensarlo. Me pongo de costado para mirarlo. La tenue luz de la ciudad se refleja en sus ojos azules, que parecen iluminados por dentro. Me mira.
—¿Por qué? —repito.
La radio crepita en su mano.
—Chicos. Chicos, va hacia allá —comunica Olive.
En el muelle Noah examina su entorno con las manos en las caderas. Al otro lado de la calle Olive sujeta la radio y su catana. La chica cruza y se detiene delante de él. Discuten, pero sus voces no llegan hasta nosotros.
—Noah es idiota —farfulla Peter.
—Está alardeando —afirmo. Y es evidente por qué. Voy a tener que cortar esto de raíz si quiero volver a pegar ojo alguna vez.
Noah se aleja de Olive y camina hasta el final del muelle. Olive vigila la calle con la catana a la espalda. Sube la radio hasta su boca y oímos:
—Menudo imbécil.
Noah se tira al lago y se zambulle: la onda del agua es mínima.
Peter pone su mano sobre la mía y aprieta la radio con mis dedos. Se inclina hacia mí.
—Quizá tengas que ayudarle si es demasiado grande para sacarlo.
—Espero que así sea —responde Olive.
El tiempo pasa. Olive se pasea de un extremo a otro del muelle.
De pronto se da la vuelta y permanece inmóvil, observando la barca.
—¿Qué miras? —susurro a la radio.
Unos segundos después contesta:
—Me ha parecido oír algo.
Pienso en el prófugo, pero podría ser cualquier cosa.
Le cojo los prismáticos a Peter y escruto el agua.
—A estas alturas tendría que haber subido ya a la superficie.
—De niños solíamos competir —me cuenta Peter.
—¿Sí?
—Sip. A ver quién aguantaba más la respiración. Noah ganaba siempre. Una vez me desmayé incluso intentando superarlo. Estará bien.
Olive sigue observando la barca. El hecho de que Noah inspeccione el fondo del lago no implica que no suba a tomar aire. A no ser que intente impresionarnos no haciéndolo. Me tiembla un párpado. Respiro hondo y trato de calmarme.
Olive levanta la espada. A pesar de que estamos lejos oigo cómo le grita a la barca:
—¡Sal de ahí! ¡Muéstrate!
En el agua unas burbujas rompen la superficie.
Mierda.
Peter y yo nos levantamos a la vez. Nos volvemos, preparados para echar a correr hacia la puerta.
Una puerta que ahora está cerrada. Dos personas con negras armaduras de escamas bloquean el paso.
Los otros Peter y Miranda.