Capítulo 13

Recorremos unos kilómetros hacia el sur antes de cambiar el refugio del bosque por la carretera. Coches y algún que otro camión abierto pasan por delante, pero no nos sirven. Necesitamos un transporte que nos mantenga a cubierto de miradas indiscretas.

Nos lleva una hora.

Por fin, cuando una furgoneta toma la curva, salgo de la linde del bosque y agito los brazos sin dejar de buscar a los Beta, aunque no creo que nos hayan seguido hasta aquí. Me he puesto mi camiseta negra de manga larga. Está húmeda, pero es menos sospechosa que un traje con escamas. La furgoneta reduce la velocidad, yo compongo mi sonrisa más arrebatadora. Al principio, con Peter inconsciente, me preocupaba si podríamos confiar en quien nos recogiera, pero al fin y al cabo los conscientes somos tres.

El vehículo se aparta levemente del asfalto, la tierra cruje bajo las ruedas. En un lateral una pegatina reza PINTURAS MORTON. El conductor baja la ventanilla del copiloto. Engancho los dedos al borde y sonrío una vez más.

—¡Hola!

—¡Buenas! —saluda el conductor sonriendo a su vez—. ¿Qué hay?

Exagero el gesto de mirar hacia atrás y me vuelvo de nuevo para mirarlo a él.

—Mis amigos y yo estábamos haciendo senderismo y uno de ellos se ha caído. Está bien, no sangra ni nada, pero se ha desmayado. Necesitamos que nos lleve. ¿Podría ayudarnos?

¿Oigo otro helicóptero o acaso es solo el viento? Me separo de la puerta y contemplo el estrecho jirón de cielo visible desde la carretera. Está anocheciendo; la veta es azul violáceo por la derecha y rojo anaranjado por la izquierda. Me ruge el estómago y me percato de que nunca he estado tan hambrienta. Pelear, correr y nadar… Tanta actividad pasa factura.

—¿Te encuentras bien? —pregunta el hombre. La identificación que lleva en la camiseta llena de manchurrones de pintura dice Michael.

—Sí. ¿Nos lleva? Podemos pagarle.

No tengo ni idea de si lo último es verdad.

Noah aparece a mi izquierda; ni siquiera le he oído acercarse.

—¡Hola! —saluda alegremente—. Solo somos cuatro y el cuarto está dormido. Ha bebido demasiado.

Al principio me fastidia: pienso que es un idiota por cambiar el plan, pero enseguida me doy cuenta de que es perfecto. Parece que yo he intentado ocultar la verdadera razón de la inconsciencia de mi amigo, mientras Noah no teme explicar que está borracho. Unos chavales haciendo lo que no deben. Ambas explicaciones son preferibles a: «Le han disparado un dardo envenenado».

Michael frunce el ceño, nos estudia, pero acaba por decidir que le gusta lo que ve. Le pega un trago a una botella de té de frambuesa.

—Espero que no os importe viajar con pinturas —dice.

1

Nos subimos: levantamos a Peter para tumbarlo en el suelo de la furgoneta y Noah le da a Michael una dirección que no reconozco. No me sorprende. No sé si ya he estado allí o no. Michael nos hace preguntas. De vez en cuanto nos mira por el retrovisor. Estamos rodeados de escaleras y útiles de pintura. Contesto lo mejor que puedo, con amabilidad e imprecisión.

El sol casi se ha puesto cuando la furgoneta se detiene delante de una casa. Noah le ofrece algo de dinero que Michael rechaza hasta que él lo aprieta contra su palma estrechándole la mano.

—Nos ha salvado la vida —le dice.

Sonrío a Michael antes de bajarnos.

El vehículo se aleja del bordillo traqueteando. La casa se compone de dos plantas de ladrillo gris; en el camino de acceso hay un Mercedes. Se trata de un barrio de clase alta: gran espacio entre las casas, jardines delanteros amplios y extensos, y árboles frondosos donde esconderse si los helicópteros regresan.

—¿Dónde estamos? —pregunto mientras llevamos a Peter hacia la entrada. Tengo su brazo alrededor del cuello, su cabeza cuelga junto a la mía. Me estremezco. Espero que los efectos del veneno se le pasen pronto.

—Dejadme hablar a mí —contesta Noah—. El doctor Tycast nos puso en contacto con mucha gente de la ciudad, personas y lugares a los que podíamos recurrir. Quizá supiera que algún día los necesitaríamos. Esta casa es de una chica cuyos padres están siempre fuera; no hará muchas preguntas.

—¿Una chica? —inquiero, ignorando que el estómago me da un vuelco. Ignorándolo de verdad.

Noah me mira por encima del hombro. Su brazo izquierdo sujeta las piernas de Peter:

—Sí.

No pregunto nada más. Cuando llegamos a la puerta principal, Noah llama al timbre. Cuento hasta diez antes de que abran. De pie, en el umbral, hay una niña rubia guapísima. Bueno, no es una niña; no hay duda de que es mayor que nosotros, quizá ronde la veintena. Lleva una camiseta de tirantes blanca y unos shorts de color melocotón que apenas cubren sus largas y bronceadas piernas.

Algo se remueve detrás de mi esternón: una punzada de celos. Me deja de piedra. Ni siquiera sé de qué estoy celosa. Solo es una chica joven a la que Noah conoce, nada más.

—Noah East —dice—. ¿Qué haces aquí?

¿Noah East? Me irrita no saber los apellidos de nadie. Ni el de Peter, ni el de Olive. Me guardo la sensación para otro momento menos delicado.

—Hola, Elena. Yo también me alegro de verte.

—¿Qué haces aquí? —repite.

—Necesito tu ayuda —contesta él. Se dirige a nosotros y permite que el andrajoso equipo forme parte del círculo—. Necesitamos tu ayuda. Obviamente.

Elena no ha abierto la puerta del todo. Fija la mirada en Noah y en Peter, la desliza hacia Olive, que aún conserva su expresión de miedo cerval. Trato de imaginarme en su situación, viendo una copia de mí misma y luchando contra ella, pero no lo consigo.

—¿Está bien? —pregunta Elena, y señala a Peter con la barbilla.

—Lo estará —responde Noah—. Déjanos pasar antes de que alguien nos vea.

Elena se aparta y entramos a Peter. El interior parece falso, como para servir de modelo en un catálogo de muebles.

Noah señala las escaleras.

—Hay una habitación de invitados en el piso de arriba. Tumbadle. Tengo que hablar con Elena.

Intenta establecer contacto visual, pero le doy la espalda y ayudo a Olive a arrastrar a Peter escaleras arriba.

—Cuidado con el barro —advierte Elena.

Peter está manchado. La ignoro.

La habitación está igual que el resto de la casa: inmaculada. Dejamos a Peter sobre la cama y lo ponemos cómodo. Le quito la camiseta con delicadeza.

—¿Estás bien? —le pregunto a Olive y tiro la camiseta sucia en el baño contiguo. Olive le quita los vaqueros; le dejamos puesta la armadura. Le toco las manos, siento su calor seco.

—No —contesta.

No lo tapo. Tiene un mechón de su media melena negra pegado a la mejilla; se lo aparto con la punta del pulgar. Su rostro arde bajo las yemas de mis dedos. Pienso qué ocurriría si no se pusiera bien. Es posible que las dosis pudiéramos conseguirlas solos, pero lo necesitamos para impedir el ensayo. Seguro que tiene un plan. No sé qué opinará Olive, pero Peter sabe que es responsabilidad nuestra. Noah dice que quiere encontrar al prófugo o, al menos, encontrar las dosis primero, y no creo que le apetezca luchar cuerpo a cuerpo, porque si nos vencen, se acabó. Antes de que nos despojen de nuestros recuerdos, desearemos habernos escapado y estar escondidos bajo tierra.

No sé qué será lo mejor, pero algo hay que hacer. Recuerdo de nuevo el centro comercial, el pánico ciego, una especie de ensayo en miniatura. A la gente solo le preocupaba huir. Si no intervenimos, habrá muertos. Muchos.

Olive se aleja de mí, cruza los brazos para abrazarse; sus dedos presionan los bíceps. Me siento en la cama con Peter y la observo. Está inquieta, contrae la boca, aunque se supone que estamos en un lugar seguro. Su rostro está emborronado de suciedad. Sobre el arañazo ha empezado a formarse una costra.

—¿Estás bien? —insisto, antes de que me contagie su inquietud.

—No sé quiénes somos —contesta—. Desde que éramos niños, ninguno de nosotros ha hecho preguntas. Aceptamos sin reservas nuestra forma de vida, porque era la única que conocíamos, ¿sabes? Estábamos juntos, todos, con nuestros padres…

—¿Nuestros padres? —pregunto.

—Sí —dice—. Creo recordarlo. Estaba tu madre y el padre de Peter.

Me levanto:

—¿Dónde estaban, Olive? ¿Dónde estábamos?

Palidece un instante y después menea la cabeza:

—No sé. No lo recuerdo.

—Quizá te equivoques al recordar a nuestros padres. ¿Cómo puedes estar segura?

—No puedo —niega de nuevo con la cabeza, y se aprieta los dedos contra la frente—. Tengo que descansar.

Está a punto de decir algo más, pero se contiene.

—¿Qué pasa?

—Me alegro de verte, Mir. Lo que hizo Noah… estuvo mal. No supe lo que pretendía hasta que fue demasiado tarde.

—¿Por qué no confiabas tú en Peter? —pregunto.

Olive lo medita. Después de un momento, se encoge de hombros.

—No lo sé. Noah me convenció y no podíamos arriesgarnos. Íbamos a ponernos en contacto con él en cuanto estuviéramos seguros, porque si no estaba de nuestro lado no podríamos hacer gran cosa. Al menos eso pensamos.

Flexiona el tobillo donde tenía el dispositivo de rastreo.

—Por cierto, cuando hemos llegado la chica ha dicho «Noah East». ¿Es ese su apellido?

Olive asiente despacio.

—¿Y el tuyo?

—Olive South.

No lo entiendo. Esos no son nuestros verdaderos nombres. Deberían saberlo.

—Y Peter… —empieza Olive.

—Peter West —completo.

Asiente de nuevo.

—¿Y no os parece raro? —pregunto.

—Supongo que sí. Nunca hemos pensado en ello. Otra cosa que nos parecía normal.

Se da la vuelta para irse.

—Espera —digo.

Olive se queda inmóvil en la puerta, como si la hubieran atrapado. Atrapado haciendo qué, no estoy segura.

Quizá sea porque no me creo que Noah le influya más que Peter. O puede que sea otra cosa, un viejo recuerdo, una intuición, pero me sorprende la pregunta mientras la formulo:

—¿Había algo entre tú y Noah? ¿Por eso te fuiste con él?

Se queda mirando al suelo un momento. Por fin dice:

—Noah siempre ha sido tuyo. Nunca me entrometí. Peter tampoco.

Levanta la vista y sus ojos se entrecierran de dolor.

—Te fuiste con Noah porque querías estar con él.

Sus ojos vuelven a clavarse en el suelo. Los segundos pasan.

—¿Estás enamorada?

Acaba por mirarme.

—Sí.

Es como si alguien me diera con un martillo en el pecho. Abro la boca, pero no emito el menor sonido.

Suspira:

—No te culpo, ni te odio, Mir. No puedo. Eres mi hermana. Cuando Noah me contó lo que sabía, no pude hacer otra cosa que irme con él.

—Me robó los recuerdos —digo, como si no lo supiera ya. No menciono la imagen del tren, cuando le aseguré que confiaba en él.

La luz revela una lágrima en el párpado de Olive. Se la enjuga.

—Lo sé. Fue egoísta por su parte. También por la mía, por seguirlo a pesar de todo. Pero confié en él, igual que ahora.

Sus ojos reposan en Peter, tumbado en la cama.

—Peter ha sido nuestro líder desde que éramos niños. Entre él y nosotros las cosas eran distintas. Tú incluida —me mira—. Él no podía actuar de la manera en que Noah lo hacía con nosotras. Tycast y Sifu no se lo hubieran permitido. Sé que le han machacado la cabeza con que lo primero es el equipo, no el individuo. Peter es uno de nosotros, no hay duda, no me entiendas mal, pero… Escogería siempre a Noah. Y tú también.

—Lo entiendo.

Se retuerce las manos y menea la cabeza:

—¿Me perdonas?

Asiento, incapaz de articular palabra.

—No le dirás nada a Noah, ¿verdad? —suplica.

Niego con un gesto aunque parte de mí quiere contárselo. No estoy enfadada con ella, siento algo distinto. Aunque está disgustada por Noah y la situación, sigue recordando quién es. Celosa. Estoy celosa de que ella tenga identidad y yo no sea más que retales hilvanados de una persona.

—Sé lo que estás pensando —afirma. Sería un buen truco, porque no lo sé ni yo—, crees que me alegro de que Noah te dejara atrás.

Intento una risa, pero suena más a un sollozo ahogado.

—¿Y te alegras?

Menea la cabeza lentamente sin apartar sus ojos de los míos.

—No. Incluso después de que lo hiciera, sabía que su corazón te pertenecería siempre. Pensó que era lo mejor, aunque ahora se arrepienta toda la vida.

—Desearía que se lo hubieras impedido —contesto. De repente me siento muy cansada.

—Yo también —reconoce Olive, y la creo.

Abandona la habitación antes de que pueda añadir algo más. Estoy sentada en la cama cerca de Peter. Su pelo negro se riza detrás de la nuca. Alargo el brazo para tocarlo deseando que eso lo despierte, pero también porque me apetece. Su respiración es regular, pausada, y su piel está más fría que antes. Tiene la cara y el cuello veteados de barro. Lo contemplo un rato largo, trato de procesarlo todo. Olive y Noah. Me pregunto si Noah lo sabe, si siente lo mismo.

Me pregunto si me importa.

Apoyo la mano contra la mejilla de Peter. Tiene la boca entreabierta. Recuerdo la sensación de los labios de Noah, el sabor del río, el pánico ciego que se apoderó de mí mientras luchaba por aguantar bajo el agua. Ahora que miro a Peter todo parece muy lejano. Froto mi pulgar contra su barbilla.

Abre los ojos de golpe. Se incorpora con la mano cerrada en un puño. Levanto el brazo para bloquear el puñetazo. Lo intenta de nuevo; le agarro de las muñecas y lo empujo contra la cama. Está débil. Me da la impresión de que en otras circunstancias no podría con él. Parpadea hasta que sus ojos enfocan mi rostro.

—Miranda —murmura. Su expresión revela horror y alivio a partes iguales—. Estás bien. No quería…

—No pasa nada.

Aflojo la presión sobre sus muñecas para no hacerle daño, pero sigo sujetándolo. Nuestras caras están muy cerca, los pechos uno contra el otro.

—Noah y Olive —dice.

—Están bien, todos estamos bien.

El pelo se me escurre por detrás de la nuca y acaricia su mejilla. Peter gira de repente la muñeca izquierda y se suelta. Los dedos tibios se escurren alrededor de mi nuca, se hunden en mi pelo; profiero un grito sofocado. No ha tardado ni medio segundo.

Me acerca a él, no me empuja, solo me guía. Justo antes de cerrar los ojos veo que los suyos se desorbitan. Me echo hacia atrás.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Me encuentro mal.

Suelta mi nuca; la cálida huella de sus dedos se desvanece. Un escalofrío me recorre los hombros. No entiendo lo que significa, porque sigo pensando en la forma de sus labios y me pregunto si los he mirado antes, cuando todavía era yo. Rueda sobre la cama, se precipita al baño y da un portazo. Oh, se encuentra mal.

Estoy sentada en el borde de la cama, a punto de echarme a reír. Estaba a punto de besarlo. Sí, a punto. Quizá Peter nos haya salvado a los dos. Me froto la cara con las palmas de las manos, están arenosas.

—Contrólate, Miranda —me digo.

Sobre todo, porque hace solo unas horas que besé a Noah. De acuerdo, no fue a propósito, simplemente ocurrió. Y sí, estoy casi segura de que hubiera besado a Peter de buena gana. Lo último que quiero es confundirlos a los dos; ya estoy yo lo bastante confundida por los tres. No es culpa mía: ha sido Peter quien me ha agarrado de la nuca. Yo me limitaba a sujetarlo, no tenía planeado que nuestros labios se tocaran. Culpa suya.

Eso no explica por qué me afano por no sonreír.

Peter interrumpe mis pensamientos al abrir la puerta. Parece que ha visto un fantasma. Se queda en el umbral.

—No permitas nunca que nadie te clave nada… que nunca te claven un dardo, ¿vale?

—Sí, señor.

Le hago un extraño saludo.

—No me llames así —dice.

Gatea a la cama y se tapa con las sábanas, gimiendo.

—Tengo resaca.

Flash:

1

Los cuatro sentados a la mesa en una habitación. Una botella casi vacía de algo llamado Jameson. Nos quema la garganta, pero estamos demasiado borrachos para que nos importe. Jugamos al Monopoly, solo porque no queremos escaparnos otra vez. Olive tiene muchos hoteles. Noah está arruinado. Nos reímos como locos y de repente me levanto y corro al baño. Abro la tapa del inodoro justo a tiempo para vomitar. Vuelvo a la habitación tambaleándome.

Olive sonríe:

—Deberías limitarte al zumo.

Peter se ríe:

—O a la cerveza light.

Les hago un corte de mangas y me dirijo a mi cama, donde me dejo caer como un fardo.

Una imagen de la mañana siguiente…

1

—Sí —digo, de vuelta al presente—. Resaca.

En el baño me refresco la cara. Después de lo del río he visto agua suficiente para toda una vida. Sin embargo, la bañera resulta tentadora. En una balda se alinean gran cantidad de aceites y jabones caros. ¿Quién es esta gente? Veo la imagen de los cubículos metálicos que utilizábamos en la base para ducharnos. Es probable que nunca me haya dado un baño.

Tomo una toallita de la bañera, la mojo en el lavabo y la escurro. Mirándome en el espejo me paso el trapo por la nuca. Tengo los labios cortados, al borde de agrietarse. Bajo mi ojo derecho, la piel ha cobrado un color púrpura. Dejo correr el agua sobre mis manos. Trato de desenredarme y limpiarme el pelo y me lo recojo en una cola de caballo. Con todo, nada me impide oler como el río. Mis ojos parecen más claros en el espejo. Antes eran… no sé cómo eran antes, pero ahora son… ¿fucsias? Me acerco más. El blanco está perfectamente blanco, pero el iris tiene un tono fucsia rojizo. Ladeo la cabeza y el efecto cambia, revela un atisbo de verde. Será la luz.

Aparto la vista; sigo sin reconocer mi rostro o mi lacia melena cobriza.

Saco otra toallita para Peter y la llevo al dormitorio. Tiene los ojos cerrados, pero los abre cuando me siento en la cama.

—¿Cómo escapamos? —me pregunta.

—Olive te llevó a cuestas. Fue ella.

Asiente:

—¿Qué pasó?

Le cuento casi todo, hasta el encuentro de Olive con su otra mitad. A Peter no se le ocurre nada que decir. No incluyo la parte en que Noah y yo intercambiamos aire bajo el agua. Me escucha durante un rato mientras le paso el trapo por la cara y la nuca para quitarle el barro. En un momento dado me coge la mano y entrelaza sus dedos con los míos. Las miramos.

—Peter… —empiezo, aunque no tengo ni idea de lo que voy a decir.

Veo movimiento a mi izquierda. Sé que estoy casi a salvo en esta casa, pero eso no impide que se me acelere el pulso. Noah está en la puerta, inclinado hacia adelante, con las manos apoyadas en el marco. No nos mira; observa mi mano enredada en la de Peter.

—Hola, chicos —saluda.

—Hola —contesta Peter.

Entra en la habitación, levanta la muñeca y se da unos golpecitos como si llevara reloj.

—¿Estáis preparados para recuperar las dosis de memoria? No quiero meterle prisa a nadie, pero el tiempo vuela.