No hablamos después de salir del agua, no inmediatamente. Nos quedamos en la orilla, escondidos detrás de unas rocas. Una suerte de cueva abierta al cielo. Me despojo de mi camiseta de manga larga y la escurro, temblando, hasta que el sol me calienta a través de la armadura. Las gotas cuelgan de las escamas como perlas relucientes.
Noah está de pie en el borde de la plataforma rocosa y finge que vigila las orillas aguas arriba.
Antes de poder impedirlo digo:
—Oye, si no me hubieras robado todo lo que soy, aún estaríamos juntos.
Noah se pone rígido pero permanece en silencio. Observo los tendones que se tensan en su mandíbula. No sé por qué lo he dicho; no quiero castigarlo. Al mismo tiempo me sienta bien ser testigo de su pesar. De su duda. No puede deshacer lo que hizo. Así que, ¿qué es un poco de dolor en comparación con mis recuerdos perdidos?
—Sigues siendo tú —dice, y mira ahora en dirección opuesta, aguas abajo—. La misma Miranda de siempre. Tus recuerdos no te convierten en quien eres.
Busco una réplica adecuada, pero no se me ocurre ninguna, así que pego las rodillas al pecho y apoyo la barbilla en ellas. Llevo las manos hacia atrás para escurrirme el pelo, que al tacto está arenoso y resbaladizo por el cieno del río.
Sigo pensando en lo familiar de sus labios, en cómo reconocí su beso, y no puedo evitar preguntarme hasta dónde habremos llegado. Ignoro cómo es estar con él todo el tiempo, ignoro lo que hicimos. A él este beso no le habrá despertado ningún recuerdo perdido; según todo el mundo, hace solo una semana éramos novios. Probablemente para él sea lo normal. Me siento celosa de que me lleve esa ventaja, de que conozca un pasado del que yo solo vislumbro destellos.
Así que antes de acobardarme, pregunto:
—¿Hemos mantenido relaciones sexuales?
Siento que mi sonrojo se intensifica por momentos.
Él sonríe con sorna. No es precisamente lo que yo necesitaba.
—No. Phil nos dijo que estaban prohibidas.
—¿Phil?
Entonces completo el recuerdo. Nos pilló escabulléndonos, pero nos dejó ir.
Noah parece apenado, igual que Peter al quitarme el dispositivo. Aquí estamos, intercambiando puyas en lugar de buscar a Peter y Olive. Noah se acuclilla sin perder de vista la fila de árboles que festonean la orilla aguas arriba. Su voz es serena:
—Phil nos enseñó la mayor parte de nuestros trucos en la lucha cuerpo a cuerpo y también algo de esgrima. Decía que nuestro poder venía del interior, que el sexo lo pondría en peligro y arruinaría nuestra relación como equipo. Los monjes shaolin desvelaron el control de la energía interna hace mucho tiempo; aunque quizá Phil solo pretendía mantenernos a raya. No obstante, éramos demasiado competitivos entre nosotros para arriesgarnos.
Hace una pausa. Gira sobre los talones para mirarme.
—No es que tú no quisieras.
La nuca me pica de sudor. Desvío la vista.
—Pues no lo sé.
—Lo recordaste —dice él—. Cuando te besé debajo del agua recordaste un poco cómo era estar conmigo. Lo sentí en tus labios.
—No importa lo que recordé.
—Sí que importa.
—No, porque pasara lo que pasase entre nosotros se ha borrado. No te conozco.
Me pongo de pie intentando no levantar la voz:
—¿Por qué lo hiciste, Noah? ¿Por qué te arrogaste ese derecho? Crecimos juntos, ¿verdad? Sabías que podía cuidar de mí misma. Sabías que hubiera querido quedarme con vosotros para resolver los problemas entre todos.
Solo puedo suponer que esta última parte es cierta; si ahora pienso así, entonces pensaría igual. Hubiera querido tener esa oportunidad, la opción de luchar junto a ellos.
Noah contempla la roca que pisamos con la mirada perdida, como si estuviera intentando decidir algo. Se yergue y camina hacia mí.
—¿Qué? —pregunto por fin.
—¿Y qué pasa si te dijera que me diste permiso? ¿Qué pasa si te dijera que te pregunté y contestaste que sí?
—¿Decir sí a que borraras mis recuerdos?
No. De ninguna manera. Miente.
Me agarra las manos y me frota los nudillos con los pulgares. Quiero retirarlas, incluso lo intento un poco, pero él me sujeta con fuerza. Está más cerca: nuestras caras apenas distan unos centímetros.
—¿Te acuerdas? —dice—. Tienes que acordarte. Inténtalo. Estábamos en el tren. ¿Te acuerdas del tren?
Visualizo un tren en mi mente, el que abordamos aquella noche. No veo nada más. Quiero que tenga razón, pero no lo veo.
—Te hice una pregunta. Si tuviera que hacer algo, algo que no te gustara, algo con lo que no estuvieras de acuerdo, pero que yo creyera que iba a mantenerte a salvo y que iba a mantenerme a salvo a mí, de modo que pudiéramos estar juntos… te pregunté todo eso y dije: «¿Confías en mí?».
Por fin, mientras me sumerjo en sus ojos, recuerdo.
Estamos en un depósito ferroviario, tumbados boca arriba en el techo de un viejo y herrumbroso vagón fuera de servicio. Miramos hacia las vías. Por la derecha pasa un tren traqueteando; el metal vibra bajo nosotros. Noah me acuna en sus brazos, volvemos a contemplar las estrellas. Esta noche ha estado distante, absorto.
Me acurruco y paso el brazo sobre su pecho. Me acaricia el pelo y me lo coloca detrás de las orejas.
—¿Qué pasa? —pregunto por fin.
—Nada.
—Noah —insisto.
Al cabo de unos momentos, suspira.
—Tengo que hacer una cosa.
—¿Qué?
Mi oído derecho está sobre su corazón. Lo oigo latir más deprisa.
—Algo horrible, injusto y egoísta. Pero creo que es necesario. Para nosotros.
—De acuerdo. Cuéntamelo.
—No puedo contártelo. No puedo.
Me incorporo sobre un codo para mirarlo. Gira su cabeza hacia mí. Me inclino para darle tres lentos besos.
—Puedes contármelo todo —digo.
—No puedo. Pero tienes que confiar en mí. Tengo que saber si confías en mí para tomar una decisión, una decisión difícil. Supongo que lo que estoy preguntando es: ¿confías en mí?
Lo beso de nuevo. El tren desaparece en la distancia. El traqueteo se desvanece.
—Confío en ti —contesto.
De vuelta al presente las lágrimas ruedan por mis mejillas.
—Si lo hubiera sabido… —digo.
El recuerdo termina abruptamente. No tengo ni idea de qué sucedió después. Si me limité a decir que sí o intenté sonsacarle más información… o si confié en él a ciegas.
—Confiaste en mí —asegura Noah. Pide una señal de perdón o de comprensión, estoy segura. Y una parte de mí anhela dársela, pero no creo que pueda todavía ni qué significaría si lo hago.
Me enjugo las lágrimas. No podemos hacer esto ahora. Nuestros amigos están por ahí, quién sabe dónde, y nos necesitan. La gente de Cleveland nos necesita. Un viaje por el sendero de la memoria no disipará nuestros problemas.
—La decisión la tomaste tú —digo con toda la determinación que logro reunir. Y lo hizo. Con confianza o sin ella, yo nunca hubiera accedido a que me despojara de mi identidad. Sin embargo, al recordar lo que pasó me resulta más difícil enfadarme con él.
Mira de nuevo aguas arriba. Las riberas siguen desiertas y estoy harta de esperar a que me encuentren. Corro hasta el borde de la roca y salto a la orilla echándome la camiseta empapada sobre el hombro. Me dejo los vaqueros puestos por si volvemos a la civilización.
Los guijarros se escurren y rechinan bajo mis pies, demasiado ruido. Camino por la orilla: espero encontrar a mis amigos antes de que el sol se ponga.
—Es lo que hacen los enamorados —grita Noah a mis espaldas—. Toman decisiones precipitadas. Hacen lo que creen que es mejor y a veces el resultado es malo, Miranda.
Me detengo. Me doy la vuelta. Está de pie en lo alto de la roca.
—Dime que no me odiarás siempre. Dime que no ha terminado todo entre nosotros.
Quiero decir las palabras. Las pienso, incluso. Se acabó. No puede ser de otra forma.
—No lo sé. Por favor —es todo lo que puedo decir antes de reiniciar la marcha.
La tristeza me oprime el pecho; no puedo más que seguir andando. Me acerco a los árboles con intención de refugiarme entre sus sombras. Noah termina por darme alcance; caminamos juntos en silencio.
Él cambia de tema. Opta por algo obvio, algo que nos ahorre discutir sobre los recuerdos o las pasadas declaraciones de confianza.
—No nos quedan dosis para mucho tiempo, ¿sabes?
—Eso he oído —digo—. No birlaste ninguna cuando te marchaste por primera vez, ¿no? Porque nos vendrían de maravilla.
—Sí, sí lo hice.
Avanzamos unos metros más sin que él diga nada. Me agacho para salvar una rama baja y le animo:
—Pero…
—Pero las perdí cuando nos escapamos. Tuvimos que enfrentarnos a uno de los hombres de Tycast. Mi mochila… bueno, se volcó y…
Me deja boquiabierta.
—¿Así que si Peter no da con vosotros, también habríais perdido la memoria?
La mano de Noah roza la mía, pero no sé si intencionadamente.
—Hubiéramos vuelto antes. Aún nos quedaban dosis para unos días.
—Y no invitaste a Peter porque…
—Ya te conté por qué.
—¿Ahora te fías de él?
Me da la impresión de que andamos sin rumbo, pero no es así. Estamos volviendo por donde hemos venido. Es de suponer que así nos encontraremos a Olive y Peter, ya que nosotros los hemos adelantado por el río. Espero a que Noah me conteste mientras mis ojos pasean sobre los árboles. El suelo del bosque está tapizado de hojas muertas que crujen bajo nuestros pies. Es difícil distinguir huellas en la tenue luz.
—Noah —insisto.
—Claro. Me fío de él.
Lo miro. Nos paramos. Fuerza una sonrisa incómoda. Entrecierra los ojos, yo también lo siento.
Una onda de pánico. Es débil pero tiene el habitual aroma de rosas. Creo percibir de dónde viene.
—Están cerca —señalo echando a andar de nuevo.
—¿Cómo sabemos que no es el otro equipo?
—No lo sabemos.
—Puede que intenten atraernos —advierte.
—Entonces tendremos cuidado.
Aprieto el paso, ahora estoy casi corriendo; intento que el crujir de las hojas no sea demasiado fuerte. El aroma se intensifica, así que o su fuerza aumenta o nos acercamos. Las ramas me golpean la cara, me arañan la armadura y se me enganchan en el pelo. Sé que son Peter y Olive. Lo percibo.
—¡Más despacio! —sisea Noah detrás de mí. Una rama se parte bajo su peso con un ruido de disparo. De repente, los árboles se abren y aparece una persona de largo cabello negro recogido en una cola de caballo. Me abro paso como puedo levantando las manos automáticamente.
Olive me planta el extremo de su vara en el rostro.
Noah se detiene de golpe detrás de mí.
—Olive, ¿qué haces? —pregunto.
Junto a sus pies veo a Peter, aún inconsciente. Olive resopla a través de los dientes apretados.
No me quita ojo, salvo para echarle un rápido vistazo a Noah.
La vara que se balancea frente a mi cara me hace bizquear.
—Demuéstrame que eres tú —ordena Olive.
Estoy tan confundida que avanzo un paso y Olive me atiza un duro golpe en el pecho. Mi armadura absorbe la mayor parte del impacto, pero con todo y eso pierdo el equilibrio. Noah me sujeta con una mano.
—He dicho que lo demuestres —repite Olive.
—¡Mira nuestra ropa! —grito—. ¡Los otros no la llevaban!
—Podríais habérsela quitado —replica. Un brillante arañazo rojizo divide el barro reseco de su mejilla derecha.
—¡Olive, somos nosotros! —exclama Noah—. ¿De qué hablas?
Veo que Olive lo observa con atención. Entonces retira lentamente la vara de mi rostro y la deja a un lado.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunto.
Olive mira a Peter, que se agita en su sueño. La pequeña herida de su cuello es rojo brillante.
—Una de ellos atajó y nos dio alcance. Estaba sola y… luchamos. Solté a Peter, me enfrenté a ella y la vencí. La dejé sin conocimiento. Cayó contra un árbol. Yo estaba a punto de agarrar a Peter y salir corriendo otra vez, pero quería averiguar quién era. Llevan una armadura igual que la nuestra. Exactamente igual. Recordé lo que había dicho Tycast…
Trago, notando el regusto del río en la garganta.
—Ahí termina lo que tenemos en común.
Olive me clava los ojos, los tiene muy abiertos.
—Ellos son nosotros —dice—. La chica de la máscara era yo. Igual que yo, como un gemelo o un clon o lo que sea. Son nosotros.
—Imposible —objeta Noah. Estamos juntos, hombro con hombro, el mío algo más bajo que el suyo.
—¿Lo es? —pregunta Olive. Se le quiebra la voz; intenta mantener la calma por todos los medios, igual que yo—. Porque sé lo que vi. Incluso le levanté los párpados y tiene los mismos ojos. Los mismos dientes, Noah. Eran cuatro, ¿verdad? Nosotros somos cuatro. Dos equipos.
Vuelvo a pensar en el centro comercial. En el tumulto que provoqué yo solita. Añade otros siete y repítelo en una gran ciudad.
No podemos permitir que nos atrapen.
Me acerco a Peter, despacio, por si Olive se entusiasma de nuevo con la vara, me agacho y siento su fuerte pulso con los dedos. La piel le arde. El viento sopla entre los árboles, llenándolo del susurro de las hojas. Permanecemos inmóviles, escuchando. Esta vez no hay helicópteros.
Olive deja caer su vara al suelo.
—Y entonces arrojaste una onda para que te encontrásemos —señalo.
Asiente y trata de sonreír.
—Tenía que arriesgarme. Debemos permanecer juntos, como dijo el doctor. Como repitió Peter.
Noah da una vuelta sobre sí mismo para examinar la espesura.
—Deberíamos movernos. Si nosotros te hemos encontrado, ¿qué se lo impide al otro equipo?
Olive menea la cabeza.
—La distancia. He acarreado a Peter casi un kilómetro. El Beta estaba rastreando el bosque en dirección contraria. Los he oído alejarse después de vencer a la… chica.
—¿Te apostarías la vida por eso?
La ola fue sutil. Probablemente de corto alcance. Aun así no deberíamos entretenernos.
Me yergo y apoyo la mano en su hombro, cautelosa, como si tratara con un animal asustado. Mi contacto la tranquiliza. La atraigo para abrazarla, despacio, y ella me devuelve el abrazo. Me siento rara, porque no la conozco de verdad. He de confiar en que en el pasado tuvimos una relación muy estrecha. Al verme en el hotel pareció aliviada, pero eso no significa que fuéramos amigas. Compañeras de equipo, por supuesto, aunque eso es diferente.
«Me gustaría conocerte», pienso. «Me gustaría saber cómo vivíamos antes, cuando éramos una familia y no había problemas externos, cuando no teníamos que huir de nosotros mismos. Literalmente». La otra Miranda. Los otros Peter y Noah. Me pregunto si se llamarán del mismo modo. Si serán como nosotros o el polo opuesto o algo a mitad de camino.
—Estoy bien, en serio. —Olive se aparta, su rostro ostenta una expresión incómoda, como si le sorprendiera que la haya abrazado. Reconozco que no parezco del tipo mimoso. Asiento y no digo nada más.
Me agacho de nuevo y pongo el brazo de Peter sobre mi hombro.
—¿Podríais echarme una mano? —pregunto con una sonrisa. Tengo algo por lo que sonreír: seguimos vivos.
Olive me devuelve la sonrisa y se limpia la nariz. Poco después Noah sonríe también, aunque no con los ojos. Entre todos sujetamos a Peter para atravesar el bosque.