Capítulo 10

—Todo bien —digo automáticamente.

La voz del poli se oye en sordina al otro lado de la puerta:

—Señorita, abra, por favor.

—No estoy vestida. Deme unos segundos.

—Al poli no le hagáis daño.

—¿No puedo lanzarle una ondita de nada? —pregunta Olive.

Noah se acerca a la ventana; está demasiado alta para saltar y no hay terrazas por las que podamos descolgarnos.

Es la oportunidad perfecta para ver qué ocurre cuando quiero asustar a alguien. Si aún no controlo el miedo que provoco, tengo que saberlo. No puedo dejar que se apodere de mí otra vez. Supongo que al policía le parecerá preferible un ataque de pánico a que uno de nosotros lo acogote.

—Yo lo haré —me ofrezco. El pensamiento me produce sudores fríos, pero es lo mejor. Aguardo.

Noah menea la cabeza.

—Espera.

No me da la gana. O uno de nosotros lo aterroriza o tendremos que herirlo. Por la mirilla veo una imagen distorsionada: uniforme azul, placa, pistola, porra… pero sus compañeros podrían estar escondidos a ambos lados de la puerta.

Olive asiente, así que cierro los ojos y me quedo delante de la puerta.

La sensación de calor es inmediata, se despliega en el interior de mi cráneo. Se estrecha, la presión tras mis ojos aumenta y la libero. No sabría decir cómo. Se parece a estar tapando la boca de una manguera con el pulgar para que salga solo un poco de agua. Después respiro hondo varias veces y la presión de mi cabeza disminuye, pero no desaparece por completo.

A través de la puerta oigo el grito sofocado del poli. Los otros se tensan detrás de mí, algo que no veo, sino que siento. Tengo la cabeza rebosante de energía y mis sentidos parecen haberse agudizado. Juro que oigo la alfombra crujir cuando Noah viene hacia mí. O es mi imaginación o es la acostumbrada jaqueca que me altera la mente.

Amortiguados por la puerta oímos alejarse unos pasos erráticos. Estaba solo.

—¿Le diste muy fuerte? —pregunta Noah preocupado.

Me muerdo la mejilla por dentro, nerviosa de que haya sido lo bastante potente para afectar a los demás huéspedes.

—No mucho —contesto.

¿Es esta la razón por la que quiso dejarme atrás? ¿Porque soy implacable? ¿Soy implacable?

Menea la cabeza e intenta pasar, pero me adelanto a abrir la puerta. El poli ha desaparecido. Solo queda su radio en el suelo.

Peter mira a ambos lados del corredor: estamos solos.

—Hora de irse —dice Olive echándose la melena hacia atrás.

Los cuatro nos dirigimos al ascensor.

—¿Adónde vamos? —inquiere Noah arreglándoselas para meterse en la cabina a pesar de que ya está atestada—. Todavía podemos encontrar al tal Rhys. Tendríamos que estar buscándolo. Lo mismo sabe la verdad. Podría ayudarnos.

Peter suspira al tiempo que se cierran las puertas.

—Volvemos a la base. Estoy seguro de que Tycast te va a dar una buena zurra. Cuando lleguemos, hablaremos de lo que has oído. Si no nos gusta lo que tenga que decirnos, nos largamos. —Peter nos mira—. Juntos.

—¿Una zurra?

—Sí, está que trina.

Olive suelta un bufido y se cubre la boca. Sonrío sin querer y ella se ríe abiertamente. Es bonita, con ojos rasgados y piel bronceada. Entonces Peter se echa a reír también, el único que intenta fruncir el ceño es Noah. Para cuando hemos llegado a la planta baja todos nos reímos. Tal vez no recuerde a mis amigos, pero ahora mismo soy capaz de imaginarme el pasado…

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El ascensor cambia. Estoy en una estancia blanca con rejillas de ventilación en el techo. Los ventiladores giran pesadamente en su interior extrayendo el aire. Olive, Noah y Peter están conmigo. Aparentan menos años, catorce o quince.

El doctor Tycast nos cuenta cómo controlar las ondas de pánico. Está de pie en un lado con la cinta protectora en la cabeza, observándonos.

—Cuando miráis en vuestro interior, ¿qué veis?

Noah levanta la mano:

—No lo entiendo.

Olive bizquea.

—Yo me veo el cerebro.

Tycast levanta las cejas; basta para que se callen.

—Imaginad que hay una llama en el centro mismo de vuestra mente. Podéis aumentar o disminuir su intensidad girando una llave, como si fuera una estufa. Tenéis el control.

Durante unos minutos nos concentramos en el calor. La estancia se llena con el denso aroma de rosas.

—El olor a flores —explica Tycast— está únicamente en vuestras cabezas. Ignoradlo.

Suda y no deja de toquetear la cinta.

—Ignorad el dolor también. Es similar a una presión intensa, pero las dosis os protegen. No corréis peligro. Ya está, es suficiente.

Dejo que la presión se desvanezca detrás de mis ojos, relajándome mientras siento cómo sale de mí a borbotones.

Tycast nos mira y frunce el ceño.

—Recordad el control. Vuestro poder es peligroso. No se trata solo de que provoquéis miedo o pánico. La exposición prolongada puede originar locura. El ataque se apodera de la víctima. La enloquece. Este don no es un juguete, ¿entendido? Es peor que un arma cargada.

Levanto la mano.

Tycast asiente:

—Sí, Miranda.

—¿Por qué podemos hacer esto? —pregunto.

Tycast se humedece los labios.

—Podéis y ya está. Por ahora no necesitáis saber más, ¿de acuerdo?

Peter asiente y tercia:

—Sí, señor. Equipo Alfa.

Nos colocamos en fila y en posición de descanso.

Estar en formación sienta bien. Nosotros cuatro como parte de un todo. Una unidad. Juntos no hay quien nos pare. Sí, vale, los adultos son ambiguos respecto a nuestra utilidad, pero nos hacen sentirnos especiales. Importantes. Y nunca podrán separarnos.

Sin embargo, las palabras de Tycast resuenan en mi mente:

«Vuestro poder es peligroso».

«El ataque se apodera de la víctima».

«Es peor que un arma cargada».

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La blanca estancia vuelve a ser el ascensor.

—El doctor se va a poner como una hidra cuando le plantemos cara —dice Noah—. Deberíamos quedar con él en otro sitio. No va a dejarnos salir de la base si le decimos que estamos al tanto del ensayo y del intento de vendernos. ¿Cómo iba a dejarnos?

Se me cae el alma a los pies. Nunca tendré más ocasiones como esta, en la que un momento de tensión se convierte en algo ligero y cómico. Porque incluso aunque almacene estos nuevos recuerdos, nunca será como antes. Soy la chica nueva del equipo, lo mires por donde lo mires. Eso no hay quien lo cambie.

Ahora el calor de mi cerebro es de ira, no de energía. Soy incapaz de decidir qué es peor. Antes de darme cuenta le he atizado un puñetazo en la boca a Noah, y Peter y Olive están intentando sujetarme. Así que pateo. Él, sin embargo, no está indefenso. Aprieta el puño como si fuera a devolverme el golpe, pero se contiene.

—¡Hazlo! —grito—. ¡Pégame!

—¿De qué vas tú? —exclama Noah.

Peter me sujeta el brazo derecho y Olive me bloquea las piernas con las suyas.

—¡No sé quién soy! —chillo, y me sienta bien. Todavía siento la opresión del pecho, pero por fin lo he dicho en voz alta.

La puerta del ascensor se abre y aparece un poli. Está hablando por radio. Me descubre con la cara como un tomate y jadeando mientras los otros me sujetan los brazos. Baja la radio y dice:

—¿Qué pasa aquí?

Una leve disfunción familiar. La última vez que le dije a un agente que no recordaba quién era, provoqué un pánico masivo y hubo heridos. Hubo muertos.

Estoy pensando qué decir cuando Peter sale disparado y agarra al policía del hombro. El tipo intenta soltarse, pero se queda inmóvil; el olor a rosas vuelve.

Peter se gira hacia nosotros:

—Vamos, el efecto dura poco.

Noah sigue enfurruñado. Olive parece cansada. Peter nos conduce hasta las motos, aparcadas en la esquina. Noah es el primero en subirse a la suya, la saca de la plaza de garaje y la arranca. El motor despierta con un ronroneo.

—Os echaba de menos, chicos. De verdad. Lo siento. Quizá tengáis razón sobre todo esto.

Baja el pie izquierdo, desembraga.

—Pero no pienso volver todavía. Hasta que no encuentre al prófugo no.

Acelera, mete la marcha y se dirige como un cohete hacia la salida; la rueda delantera se levanta del suelo.

—Cabronazo… —dice Peter al tiempo que arranco mi moto.

Estoy hecha un basilisco. Si se cree que puede hacer lo que hizo y largarse tan pancho, se equivoca. Me lanzo en su persecución, el viento atronando en los oídos y tirándome del pelo. Entro en la calzada a toda velocidad con la moto tumbada a la derecha, rozando casi el firme con la rodilla.

Un coche toca el claxon, pero apenas lo oigo. Noah me lleva mucha delantera. Me ve por encima del hombro y se mete a la izquierda, por un callejón, cruzándose frente a unos coches que circulan en dirección contraria. Pasan los coches con estrépito de bocinas. Lo sigo girando la maneta del acelerador hasta que el motor chilla y levanta ecos ensordecedores en la angosta calleja. Supongo que tendría que sorprenderme lo cómoda y arrojada que me muestro sobre la moto, pero me sale solo, de forma natural. Las ruedas aplastan cartones mojados y papel de periódico. Sorteo con un quiebro un cubo de basura y me las ingenio para ponerme a la altura de Noah, que tiene que reducir antes de la calle siguiente.

Por medio de un acelerón final, salto hacia adelante y golpeo su rueda trasera con mi rueda delantera. Su moto se tambalea, los neumáticos chirrían mientras luchan por recuperar el agarre, él se precipita contra la pared de la izquierda y se cae. La moto avanza sola sus buenos tres metros dejando tras de sí una estela de chispas anaranjadas.

Freno con fuerza, mi rueda trasera se levanta y me tira hacia adelante. El negro asfalto se acerca peligrosamente a mi cara, pero entonces la rueda baja de golpe. Saco el pie de apoyo, salto de la moto y corro hacia Noah mientras él empieza a levantarse. Una de sus piernas queda oculta bajo su cuerpo, lo que no me impide propinarle un puñetazo en la cara. Cae contra la pared, sujetándose la mejilla y levantando hacia mí una mirada dolida. En el otro extremo del callejón oigo el runrún gemelo de Peter y Olive, que se acercan a nosotros.

—Por Dios, Miranda…

Lo agarro por la pechera de la camiseta y lo levanto sin apartar los ojos de los suyos.

—Tú me has hecho esto a mí, a nosotros. Y ahora vas a apechugar con las consecuencias. Nos acompañas y se acabó. Quizá tengas razón en lo de encontrar al prófugo. Puede que la tengas en todo. No lo sé. Pero sí sé que Tycast tiene las respuestas y que sabemos dónde está. Así que no vamos a desperdiciar más tiempo dándole vueltas a lo mismo.

—Tycast no dejará que nos marchemos —afirma Noah con tono neutro.

—Como si hubiera algo que pudiera detenernos —replico con más seguridad de la que siento.

Tal vez carezco de esa confianza respecto a mí misma, pero sí la tengo respecto a los cuatro juntos. Si queremos largarnos, encontraremos el modo de hacerlo. Tengo que creérmelo, porque de otra forma Noah llevaría razón y nosotros seríamos los necios.

Peter y Olive se detienen detrás de donde ha quedado mi moto. Puede que entre los tres convenzamos a Noah de que coopere o al menos de que no huya.

Sonríe; la hinchazón de su cara aumenta:

—Vale, si lo miras por ese lado…

Entonces hace lo último que me podía esperar. Se levanta y aprieta sus labios contra los míos. Siento su beso todo un segundo antes de apartarme y cruzarle la cara. Se precipita de nuevo contra el muro del callejón, pero sonríe pese al dolor que pueda sentir.

Intento decir algo cáustico, pero no se me ocurre nada; me atraviesa una corriente de malestar, como si no supiera qué debería sentir. ¿Rabia? No exactamente. ¿Fastidio? Desde luego. No obstante, hay algo familiar en sus labios, algo bueno.

Desaparece en cuanto recuerdo todo lo que ha hecho. Me aseguro de que mi expresión no me traicione, de que mi caparazón esté íntegro, no quiero que nada le indique que puede influirme otra vez. Espero que no haya percibido la parte de algo bueno.

Peter y Olive están cerca de nosotros, mirando a Noah, que examina nuestros rostros por turnos. Un niño que trata de discernir cuál de sus padres va a ser el menos riguroso.

—¿Qué? —pregunta.

Peter se encamina hacia su moto llevándose las manos a la cabeza.

Olive suspira y ruega:

—Vuelve con nosotros. Buscar al prófugo era buena idea, pero no lo hemos encontrado. Regresemos a casa y exijamos las respuestas que tendríamos que saber ya. Seamos un grupo otra vez.

Tengo que reconocer que dice las cosas con mejores formas que yo.

Ambas nos agachamos a la vez; Noah agarra nuestras manos y lo levantamos.

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Cuando paramos por primera vez para repostar combustible, Noah pretende discutir de nuevo los pros y los contras. Estamos reunidos en torno al mismo surtidor, subidos a nuestras máquinas.

—Me siento un poco coaccionado —señala al tiempo que termina de llenar su arañado depósito—. Podríamos estar desperdiciando nuestra mejor oportunidad.

—¿No quieres saber la verdad? —inquiere Peter.

—Claro que queremos —contesta Olive—. Noah intenta decir que le preocupa el hecho de volver a casa como si nunca nos hubiéramos ido.

—¿Quién ha dicho que fuéramos a hacer tal cosa? —pregunta Peter—. Volvemos a casa, con precauciones, y averiguamos la verdad del propio Tycast. Como tendríamos que haber hecho desde el principio.

Noah se toca la contusión de la mejilla, pero baja rápidamente la mano. Parece interesadísimo en el grupo de indicadores situado sobre el manillar.

—Yo solo digo que podemos estar cometiendo un error.

—Vale —tercio—. Está claro que a Tycast no le gusta el asunto. Es posible que nos ayude cuando se entere de que sabemos la verdad. ¿Cómo ibais a dar con el prófugo, por cierto?

Olive sacude las últimas gotas de combustible en su depósito y le pasa la boquilla a Peter.

—Íbamos a hablaros de eso —dice—. Buscando sitios donde nos esconderíamos nosotros. Si es un Rosa, pensará igual.

—Parece buena idea —digo—. Ir a la caza de un tipo que mata Rosas con la casi nula esperanza de que nos ayude.

Al mismo tiempo no puedo evitar que me preocupe el que Noah lleve razón. Quizá Peter se pase de confiado con Tycast.

Peter alza las manos.

—Esto es lo que haremos: volvemos y le explicamos que nunca fuiste un prófugo. Le contamos lo que oíste; no tendrá más remedio que poner las cartas sobre la mesa. Ni siquiera tenemos que entrar en la base. De ese modo nadie podrá obligarnos a que nos quedemos si no recibimos respuestas. Y lo primero que vamos a preguntarle es de qué va el ensayo. ¿Os parece?

Noah arranca su moto. Todos lo hacemos. El ronquido combinado de los motores levanta ecos en la marquesina.

—Si Tycast nos vacila, me largo. Si no puedo hacer otra cosa, encontraré yo solo al prófugo —dice Noah.

Peter asiente:

—Si Tycast nos vacila, iremos contigo —hace una pausa, casi sonriente—. ¿Cuántas dosis de memoria os trajisteis exactamente?

Noah se pone como un tomate. Aunque se hubieran traído una tonelada, no creo que el suministro se rellenara por su cuenta.

Olive hace una mueca sarcástica con la boca:

—Nos queda poco. Tendríamos que haber vuelto a por más en cualquier caso.

Peter se ríe.

—Hecho, entonces.

Noah asiente:

—Por ahora.

Meto la primera con el pie y salgo a la calzada; los demás me siguen en una atronadora armonía de motores. Apenas hablamos durante el trayecto de vuelta.

Creo que tenemos miedo de lo que encontraremos al llegar.

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Nuestra casa no está como la dejamos. Huelo el humo a más de kilómetro y medio. Además, no es humo normal. Lo primero que se percibe es olor a productos químicos.

Peter nos hace señales y nos detenemos en el arcén, todavía bastante lejos de la entrada al bosque.

—¿Es lo que creo que es? —pregunta Noah.

Peter olfatea el aire.

—Huele a H9. Un montón de H9.

—¿H9? —digo sorprendida.

Experimento flashes visuales: un prisma blanco se funde ante mis ojos, burbujeando y estallando con un naranja incandescente, deshaciéndose en un fuego devorador.

Peter inhala una segunda vez.

—¿Te acuerdas?

—Sí. Como explosivo plástico que… —rememoro la imagen, vislumbro otro destello naranja—, lo quema todo.

Peter asiente. Parece alegrarse de que recuerde algo, aunque sea tan horrible como el H9.

Noah se baja de la moto y entrelaza los dedos encima de la cabeza.

—Esto no me gusta nada.

Olive menea la cabeza:

—¿Crees que a nosotros sí?

El chico le da un puntapié a una piedra y la lanza entre los árboles, pero no articula palabra.

Peter arranca su máquina y gira la maneta del acelerador un par de veces. El pulso se me dispara. La píldora de pavor que me golpeó el estómago en cuanto olí el humo se ha convertido en una droga; me ha intoxicado por completo. Es muy posible que mi vida esté a punto de ponerse otra vez patas arriba.

—Necesitamos más dosis —señala Olive—. Pase lo que pase, debemos regresar.

—Estoy seguro. Es H9 —comenta Peter—. Entremos y salgamos. Si encontramos a Tycast, genial. ¿De acuerdo?

—Hecho —contestamos Olive y yo al unísono.

—Por fin un plan decente —afirma Noah, y vuelve a subirse a la moto.

Peter abre camino, nosotros lo seguimos y Noah se apresura a alcanzarnos.

Giramos para tomar la senda verde. El olor se intensifica. Reconozco la tensión del cuerpo de Peter; está asustado y eso hace que yo también tenga miedo. Nos paramos antes del claro, desmontamos y nos agazapamos.

Donde estaba el garaje no hay más que fuego, pero las llamas surgen por debajo del suelo y se levantan al menos un metro. En el hoyo se distinguen escombros y metal fundido.

—Dime que hay otra salida… —ruego.

Peter respira con fuerza.

—No la hay.

Se aprieta la frente con la mano. Noah sale disparado al claro acompañado de Olive. Peter y yo los seguimos hasta el enorme rectángulo derrumbado. Cuando caigo en la cuenta de que la cara me arde, retrocedo.

Noah hace bocina con las manos para gritar:

—¡TYCAST!

Peter arremete contra él, no antes de que Noah repita:

—¡DOCTOR TYCAST!

Noah lo empuja, Peter se resbala.

Olive lo agarra del brazo para sujetarlo.

—Deja que grite, Pete. Habrán muerto todos.

Tiene los ojos brillantes de lágrimas.

—¿Acaso te importa? —dice Peter.

—Peter —intervengo—. No es momento de reproches. Esto lo cambia todo.

Peter niega con la cabeza.

—No quería decir eso.

—Lo sé —contesta Olive.

Noah grita de nuevo, esta vez llama a Phil. Inspira profundamente antes de aullar:

—¡SIFU, PHIL! ¡PHILLIP!

Olive está en silencio, la cabeza gacha. No sé si llora. No sé si yo debería llorar también.

El momento familia en el ascensor se ha desvanecido. Sea cual sea el entrenamiento que he recibido no estoy preparada para enfrentarme a esto. El peligro puede estar cerca.

Soy incapaz de apartar la vista de las llamas. El hoyo parece llevar directamente al infierno.

—¿No creéis que ha sido especialmente raro?

Noah se gira.

—¿El qué?

Trago saliva y me paso los dedos por la mejilla para limpiarme una lágrima. Al final sí lloro. Siento algo nuevo: no es ni vacío ni rabia.

—Que haya pasado cuando estábamos fuera. Sé que soy la nueva del grupo, pero ¿no pensáis que es muy extraño? Podríamos haber estado dentro.

Peter mira a Olive:

—¿Tenemos armas?

Olive asiente y se mete entre los árboles.

Intento pensar en una razón por la que alguien haría esto; solo se me ocurre una.

—¿No os dais cuenta? —pregunto. Peter me mira de hito en hito—. ¿Qué pasa si el doctor Tycast se puso en contra de esa mujer? Parecía triste, ¿no?

—Estuvo llorando —contesta Noah.

—Los hombres de aquí, ¿le eran leales?

—Todos —responden a la vez.

Peter examina los árboles a mi espalda.

—No sabemos si han muerto. Es posible que quien incendiara el lugar se marchara de inmediato y ellos pudieran escapar.

Niego con la cabeza.

—Hemos hablado con Tycast esta mañana. ¿Por qué iban a hacerlo?

—¿A quiénes te refieres? —dice Noah.

—Pues a la mujer que oíste hablar con Tycast y a quienes estén detrás de ella —respondo—. Es obvio que no trabaja sola.

—Nada es obvio —resalta Noah—. Puede haberlo hecho el propio doctor o haberles ayudado.

Quiero objetar algo, pero tiene razón. No podemos estar seguros de nada.

El fuego ha decrecido, solo queda un resplandor naranja reflejado en las paredes.

Siento el calor del suelo bajo mis pies a través de las botas. Me acuclillo y presiono la palma contra la hierba. Cuando levanto la vista, Peter está de pie delante de mí.

—Quítate la bota —ordena.

Tiene los ojos borrosos de lágrimas, pero puede que se deba a las nubes de humo.

—¿Por qué?

Se arrodilla. Agarra mis cordones y tira.

—¿Algo va mal? —pregunto.

—Tienes razón en cuanto a lo que ha pasado —explica—. No estamos a salvo, ni lo estaremos mientras puedan seguirnos.

Noah se acerca:

—¿Qué haces?

—Extraerle el dispositivo de rastreo, el localizador.

—¿Qué dispositivo?

Peter me quita el calcetín y encuentra la costura de la armadura con el pulgar. La descose a lo largo de la parte superior de mi pie y enrolla la tela hasta la mitad de mi espinilla. Mis uñas están pintadas de un rojo oscuro, un tono similar al de mi pelo. No recuerdo habérmelas pintado; no tengo la sensación de ser de esas que se pintan las uñas. Que Peter me esté agarrando un pie descalzo hace que me sienta vulnerable, ignoro por qué.

Abre una navaja.

Veo algo en sus ojos. Dolor. No por nuestro hogar que se quema. ¿Porque va a hacerme daño?

Me muerdo los labios.

—Esto te dolerá —advierte.

Noah adelanta las manos y le agarra la muñeca, pero Peter le da un codazo en el pecho.

—Apártate. Estoy salvando nuestras vidas —dice, y añade dirigiéndose a mí—: Aquí es donde te implanté el dispositivo. Pensaba que solo podía utilizarlo yo, pero ahora no sé si eso es cierto.

Asiento. El filo de la navaja se abre paso detrás de mi tobillo. Me muerdo los labios con más fuerza para no gritar. La hoja gira y una especie de píldora roja cae sobre la hierba. Huelo la sangre y parpadeo para aclararme la vista.

—Supongo que podrás andar —dice Peter.

Olive regresa con cuatro palos largos debajo del brazo: varas de combate. Huelo a colchoneta de gimnasio, oigo el golpe de una vara sobre la piel desnuda. Esta vez no hay imágenes. Meneo la cabeza para despejarme.

—¿No hay armas de fuego? —se sorprende Noah. Peter se deshizo de las Walther en una alcantarilla antes de salir de Indiana. No quería arriesgarse a que nos pararan con ellas.

Olive niega con la cabeza. Tiene tiznadas las mejillas y la frente. El pelo y el traje negros le permiten camuflarse a la perfección entre los troncos oscuros de los árboles. En comparación con ella me siento como una baliza: pelo rojizo y piel pálida.

Peter se limpia el cuchillo en la camiseta, se restriega mi sangre.

—¿Quién quiere ser el siguiente? —dice.

Desenrolla la armadura por mi pierna y une las costuras. Poco después el dolor disminuye; el tejido actúa como un vendaje.

Me pongo el calcetín y la bota mientras Peter despoja a Noah y Olive de sus dispositivos de rastreo. Noah le llama imbécil por tenernos controlados sin nuestro conocimiento, Olive se limita a encogerse de hombros. Entiendo por qué lo hizo —de lo contrario no estaríamos todos juntos—, pero no estoy segura de si apruebo que no nos preguntara. Aun así, por lo poco que lo conozco, creo que tenía sus buenas razones, que no era para espiarnos. Nuestra situación lo demuestra.

Camino un poco para practicar. Tengo el tobillo sensible, pero percibo que empieza a curarse. El fuego casi se ha extinguido. Sabemos que no deberíamos quedarnos por aquí, pero creo que tememos dejar el hoyo atrás. Era nuestra casa. No recordarlo no cambia los hechos.

Olive me alcanza una vara y pruebo a hacerla girar. Rueda por el dorso de mi mano como si me hubiera pasado toda la vida manejándola. Probablemente así sea.

Toco el hombro de Olive con el palo cuando se da la vuelta.

—¿Era buena con esto?

—Casi tanto como yo.

Tiene los ojos enrojecidos y húmedos, igual que Peter y Noah. Trato de despertar algún recuerdo de mi casa, pero no hay nada. No recuerdo nada de lo que, como ellos, he perdido. Eso casi basta para que las lágrimas vuelvan. Miro a Noah fijamente y él se da cuenta.

Abre la boca para decir algo cuando oímos un helicóptero.