Capítulo 7

Nos despiertan unos golpes en la puerta. Entra el doctor Tycast empujando un carrito sobre el que van las dos bandejas de nuestros desayunos: sendas barritas de proteínas sin etiqueta, claras de huevo y zumo de naranja. Y dos jeringas llenas del líquido pajizo.

—Voy a poneros al día aquí mismo para que podáis marcharos en cuanto desayunéis —dice.

Nos sentamos a la gran mesa; el tablero de ajedrez queda entre el doctor y nosotros. He podido dormir y me siento mejor; por lo menos la cama me resultaba familiar. Aunque no las reconozca, las cosas que me rodean no disuenan y eso me basta por ahora.

El doctor Tycast se inclina sobre la mesa con las manos unidas:

—Trabajamos con un calendario. No suelo reservarme nada, pero con lo de Miranda tan reciente, con él… ah…

—Llamémoslo incidente —interrumpe Peter dándome un codazo. Siento calor en la nuca… ¿cómo puede tomárselo a broma? Supongo que trata de que no me sienta incómoda, de actuar como en el pasado. Suponiendo que antes bromeáramos.

El doctor Tycast ve que mi reacción no es negativa:

—Incidente, de acuerdo. Como iba diciendo…

Se quita las gafas y se frota el puente de la nariz; todavía tiene ojeras por la falta de sueño.

—Sé que guardas secretos —dice dirigiéndose a Peter—. Sé que Phil te ha entrenado de forma distinta, como líder. Aunque ahora no está aquí, si dispones de alguna forma de rastrear a Noah y Olive, quiero que lo hagas. ¿Puedes?

—Sí —contesta Peter masticando la barrita.

Mientras Tycast habla, él ha destapado las jeringuillas y nos ha administrado ambas dosis. Nada de desinfección con alcohol, solo un pinchazo rápido en el brazo. No me quejo porque no quiero parecer una niñita. Peter recupera ambas jeringuillas, las deposita en la bandeja y ataca de nuevo su barrita. Tiempo total transcurrido: seis segundos.

—Entonces encuéntralos —ordena Tycast—, y ata corto a Miranda.

—¡Eh! —protesto. Lo ha dicho sin darle importancia, pero eso no implica que me apetezca considerarme un lastre; y un perro, menos.

El doctor Tycast levanta la mano y añade:

—Si fueras tú misma, jovencita, estarías de acuerdo conmigo. Eres… poco de fiar. Al menos de momento. No te dejo al margen porque te necesitamos. ¿Entendido?

—¿Qué pasa con esos tipos con armas? —pregunto—. Esos sí parecen dignos de confianza.

Tycast sonríe:

—Esos no han pasado más de una década entrenando con Peter. Él te conoce. Y tenemos que ver lo que puedes y no puedes hacer. Así que vas.

—Sí, señor —digo automáticamente, sin el menor retintín.

Da una palmada; su mirada oscila de uno a otro.

—Bien. Fantástico. Haced el favor de traerlos a casa. No regreséis hasta que lo consigáis.

Nos deja solos. La puerta se cierra mientras doy el último bocado. Peter se levanta dispuesto a todo, enjugándose las comisuras de la boca.

—Vístete —ordena.

Al principio no entiendo lo que me dice, porque ya estoy vestida: pero entonces abro mi armario y veo a qué se refiere.

1

Mi uniforme se compone de dos capas.

La primera es una especie de armadura: negra, de una pieza, recuerda a un traje de buceo con escamas. Está hecha de un material del que Peter no quiere hablar: lo único que quiere es que me la ponga y que nos marchemos. Así que eso hago. En el baño. Deslizo mis miembros en el tejido recio, pero sin embargo flexible. Me siento como si fuera un ciborg. Me cubre los pies y termina en la parte superior del cuello; solo deja al aire las manos. Una vez puesta, ciñe levemente mi piel desnuda.

La segunda capa consiste en un par de vaqueros normales y una camiseta negra de manga larga. Con esas prendas la armadura inferior resulta invisible. Bajo la cama tengo un par de botas negras de cuero blando con sus correspondientes calcetines. Me las calzo sobre los patucos blindados. Peter agarra una camiseta como la mía, solo que azul oscura.

—¿Armas? —pregunto. Haberme puesto la armadura me hace pensar en ellas de inmediato.

De repente me apetecen.

Peter me pregunta sonriente al tiempo que se pone la camiseta:

—¿Recuerdas algo?

—No… esto es raro.

—¿Raro pero bueno? —pregunta, se ha sentado en su cama para atarse las botas.

—Creo que sí.

—Pues espera y verás —dice.

Salimos al corredor y seguimos el techo luminoso hasta al ascensor sin cruzarnos con nadie. El lugar parece desierto, como una cripta. Cuando llegamos al ascensor la cabeza me da vueltas. Ignoro qué se avecina y siento gran curiosidad. Tengo la sensación de estar hecha para esto.

—Espero que recuerdes cómo llevar una moto —dice Peter ya en el garaje.

En una esquina hay dos motocicletas apretadas tras un inmenso Humvee verde oliva.

Son negras, como casi todo. Han eliminado las indicaciones de marca, pero de algún modo sé que son superbikes Ducati y, como cada vez que recuerdo algo, siento la necesidad de decírselo a Peter.

En el cemento que está junto a los vehículos vislumbro marcas de neumáticos. Faltan otras dos motos.

Peter me alcanza un casco y dice:

—Si no, puedes ir de paquete.

No me mira cuando me lo ofrece.

—Claro que me acuerdo.

No es que ir detrás de él me parezca absolutamente repugnante, ni repugnante en absoluto, es que… yo que sé. Prefiero mi propia moto.

Me hago rápidamente una cola de caballo y me pongo el casco. Peter arranca su moto y el runrún del motor llena el pequeño espacio. Saca un voluminoso reloj de un bolsillo y se lo abrocha a la muñeca izquierda. Lo toquetea mientras las motos empapan el garaje con el acre aroma de los gases de escape. Por fin embraga, mete la velocidad y nos ponemos en movimiento.

Lo sigo en la mañana gris bajando el sendero lleno de baches que conduce a la carretera. El firme es desigual pero sorteo las depresiones con facilidad. Parece que también era buena en esto.

Peter gira a la derecha, en dirección sur. Le oigo por el altavoz de mi casco:

—He estado siguiendo el rastro de Noah y Olive. Fueron en dirección oeste durante un tiempo, hacia Indiana, pero se detuvieron en Indianápolis. Tendríamos que llegar allí en menos de cinco horas.

—¿Por qué?

Su voz chasquea de nuevo:

—¿Por qué se detuvieron? Quién sabe. Tal vez porque estaban cansados, o puede que encontraran los dispositivos de rastreo que les había colocado y los dejaran allí.

Rebasa un Mustang con un quiebro y vuelve al carril antes de que un camión que avanza en dirección contraria se lo lleve por delante. Mantengo su ritmo disfrutando del viento que choca contra mí y del modo en que la moto se mueve con meras inclinaciones de mi cuerpo.

—¿El mismo dispositivo que tengo yo? ¿Por qué los llevamos?

Me mira por encima del hombro, pero no distingo sus facciones a través del visor del casco.

—Por si acaso os perdéis en algún centro comercial.

Seguimos viaje deteniéndonos solo para llenar los depósitos y comer algo. Las cinco horas del trayecto van a ser más bien cuatro: no podemos evitar competir entre nosotros en los tramos rectos y despejados de la carretera. Cuanto más cerca estamos de nuestro destino, menos hablamos. Sé que Peter está pensando en lo que podremos encontrarnos en Indianápolis. Así que me quedo sola con mis pensamientos y hay uno en especial que no casa con lo que me han dicho hasta ahora. En la gasolinera donde paramos me siento junto a un surtidor mientras como un perrito caliente. Peter se queda de pie junto a las motos y contempla la carretera como si esperara compañía.

—¿Peter?

—¿Mmm? —contesta mirando carretera adelante.

—Dijiste que nuestra función era hacer el bien, acabar con los conflictos sin derramamiento de sangre.

Peter se mete el último trozo de su perrito en la boca, se frota las manos en los vaqueros y responde:

—Sí.

—A ver, no soy experta ni nada, pero en el centro comercial se montó un buen follón. Hubo víctimas —siento la garganta seca y como polvorienta—. Murió gente.

No añado que fue por mi culpa.

—Es mejor que las balas, ¿no?

Me levanto y replico:

—Sí. Pero ¿cómo sabemos que nos usarán para el bien?

—Es como todo. Todo puede utilizarse también para el mal. Una pistola sirve para asesinar, pero en las manos adecuadas también para proteger.

Me monto en la moto; su calor se filtra por mis muslos. Me duele la espalda de ir echada hacia adelante.

—Lo sé. Yo… es que me siento como un arma.

Peter me apoya una mano en el hombro.

—Confío en el doctor Tycast; nunca permitiría que otros nos usaran. Se propongan lo que se propongan Noah y Olive, pronto lo sabremos.

Eso basta para calmarme. De nuevo me siento tranquila porque él lo está, pero dudo mucho que algo borre completamente la zozobra que me hiela la piel.

Arrancamos las motos y tomamos el ramal que nos devuelve a la autopista. Al poco, Indianápolis se recorta en el horizonte.

Una vez en la ciudad, Peter se vuelve estricto con las normas de tráfico: respetamos el límite de velocidad, sorteamos las obras con cuidado. Un guardia urbano no nos quita ojo. Levanto el visor de mi casco y le sonrío. Después de un instante me devuelve la sonrisa y se concentra de nuevo en los coches.

Peter se levanta el visor lo suficiente para que le vea poner los ojos en blanco.

Una señal nos conduce al Holiday Inn limítrofe con el centro de la ciudad. Se trata de un edificio de ladrillo con cuatro plantas, anodino; el lugar perfecto para ocultarse. Ni demasiado barato ni demasiado caro.

Dos motos idénticas a las nuestras comparten una plaza en la parte trasera. Aparcamos junto a ellas escondiéndonos detrás de una enorme furgoneta, por si Noah y Olive las vigilan desde una ventana. Peter levanta el asiento de su moto y saca dos pequeñas semiautomáticas Walther PPK. Me echa una, la cojo al vuelo, la coloco a mi espalda, sujeta por la cinturilla del pantalón, y la disimulo con la camiseta.

—Están cargadas —me advierte—. Espero que recuerdes cómo se dispara.

—Yo también.

No tengo seguridad, todavía no. Siempre aparece en el momento en que descubro que puedo hacer algo.

Entramos en el hotel como si fuera nuestra casa, ignorando al recepcionista. Me limito a seguir a Peter; no pienso más que en el frío pedazo de metal que se aprieta contra mi columna, esperando contra todo pronóstico no tener que utilizarlo.

En el ascensor, Peter vuelve a mirar el reloj. Me tiemblan las manos. No sé si tengo miedo o estoy nerviosa porque voy a encontrarme con Noah y Olive. Sí, estoy rabiosa, eso seguro, gracias a Noah. Sigo sin creerme que el chico que besaba en la cinta es el mismo que me ha arrebatado mis recuerdos.

Peter me conduce a la habitación 496. Se queda de pie a un lado con la pistola inmóvil contra el muslo y me indica con un gesto el otro lado de la puerta. Adopto una posición similar, atenta a cualquier signo de vida que pueda oírse por encima del golpeteo de mi corazón.

Llama tres veces.