Capítulo 6

Llueve. A cántaros. Un callejón sombrío. Oigo a mi espalda un tañido agudo. Me tiro al suelo y siento que algo me pasa por encima, rozándome el pelo. Pegada a una pared de ladrillo, a unos seis metros de distancia, hay una telaraña de alambre que me dispara redes.

Estoy de pie otra vez y corro. Otro tañido. Me lanzo a la izquierda. La red pasa a mi lado aún enrollada. Se despliega en el aire y alcanza una ventana que se rompe; los cristales se me clavan en la ropa.

Abro los ojos.

El callejón ha sido reemplazado por un corredor subterráneo. La puerta de nuestras dependencias está delante de mí.

Permanezco inmóvil un instante, apoyándome en la pared con la punta de los dedos. ¿Un recuerdo? Tycast no dijo que fuera imposible que volvieran. Me irrita no recordar un momento más tranquilo, una imagen de las personas que me rodean. Tenía que ser una estúpida misión de entrenamiento.

Una misión que parecía real, además. Al menos el miedo lo era. Supongo que para eso sirve entrenarse.

Las imágenes se han desvanecido cuando llego a la gigantesca puerta de acero. Tiene una gran rosa pintada, de más de un metro de altura.

En la parte inferior, Olive ha escrito su nombre con una caligrafía recargada y florida.

Al abrir la puerta me encuentro con la habitación del vídeo. Sobre la mesa redonda hay un tablero de ajedrez con las piezas blancas volcadas; por lo demás es igual, solo que desde la perspectiva contraria. Al fondo hay una nevera, cuatro armarios pequeños y una puerta abierta que conduce al baño, supongo.

La cámara, instalada muy por encima de la nevera, me está enfocando. Ahora es cuando de verdad me doy cuenta de que nos grabó a Noah y a mí dándonos un beso. Y lo mismo dándonos el lote o lo que fuera.

Supongo que… nos daba igual.

En la litera de abajo a la izquierda Peter se ha quedado dormido boca arriba, con un brazo sobre los ojos. Lo observo un rato, siento la alfombra bajo mis pies. Es suave, no áspera. Peter tiene una cicatriz diminuta en la barbilla, una rayita blanca. Reprimo el deseo de tocarla.

Una parte de mí quiere despertarlo y preguntarle por las redes, el callejón oscuro y la lluvia.

Meneo la cabeza y me meto en mi cama, unos pasos más allá. Me cubro la cara con las sábanas y espero la llegada del sueño.

1

Cuando duermo, sueño. Noah está en mi cama. Permanecemos en silencio, porque los demás duermen y ambos sabemos que estamos infringiendo las normas. Nuestras manos se deslizan sobre nosotros y exploran los lugares que solo intuimos a la luz del día. Siento su aliento tibio en mi oído, me pregunta si podemos, pero la respuesta, claro está, es que no. Suelta un gruñido de decepción y me da un beso debajo de la oreja.

—¿Cuánto vas a hacerme esperar? —pregunta.

La habitación cambia antes de poder contestarle. Ahora juego al ajedrez con Olive, que se inclina sobre sus piezas mordiéndose los labios. Noah y Peter pelean con poco entusiasmo entre las camas.

—No te preocupes —le digo a Olive.

Aunque ignoro a qué me refiero.

—Ha sido una metedura de pata de lo más tonta —contesta—. No me extraña que quede siempre la cuarta.

—Eh, yo quedo siempre tercera. Poco se lleva.

Olive frunce el ceño y arruga la nariz.

—Siempre quedas segunda. No finjas que Noah es más rápido que tú. O más listo.

Hago una mueca y muevo mi alfil hacia su mitad del tablero.

—Es que llora si no le dejo ganar.

—Te he oído —dice Noah, y se agacha para evitar una patada de Peter—. Y, por supuesto, nuestro fabuloso líder es el mejor en todo.

Aunque bromea, hay un punto de dureza en sus palabras. Un atisbo de acusación.

Peter ríe entre dientes. La habitación cambia de nuevo y se transforma en uno de los corredores de piedra. Tras doblar una esquina, los cuatro nos paramos en seco. Phil está ahí de pie con los brazos cruzados sobre su robusto pecho. Tiene una perilla pelirroja, su calva cabeza es brillante y suave.

—¿Adónde os creéis que vais? —inquiere.

Olive da un paso al frente. Siempre ha tenido mano con Phil. No será la luchadora más fuerte, pero es la que mejor escucha.

—Vamos a dar una vuelta, Sifu.

Solo Olive lo llama Sifu. Significa maestro o profesor en chino.

—Es medianoche —objeta Phil.

—Solo queremos tomar un poco el aire —replica Olive con su sonrisa más arrebatadora.

Phil intenta mantener su mirada dura, pero se aparta.

—Volved antes de que salga el sol o Tycast me freirá vivo.

Phil usa siempre esa frase que evoca una imagen inquietante.

—Mañana por la mañana tenemos una misión, así que no quiero caras de sueño.

La palabra «misión» nos hace gemir al unísono, aunque en realidad estamos muy ilusionados. O entrenamos sin parar o estamos en clase; solo de vez en cuando Phil nos prepara una búsqueda del tesoro en la ciudad o el extrarradio. Me encanta salir, estirar las piernas, ver el cielo.

Noah le da a Phil unas palmaditas en el pecho.

—No me digas que tienes miedo del bueno del doctor Tycast.

Phil menea la cabeza y hace una mueca.

—Es aterrador.

El pasillo cambia. Estamos en un depósito ferroviario, más tarde, esa misma noche, corriendo al lado de un tren en marcha. Nos subimos al final del último vagón. Trepamos al techo y nos quedamos allí, de pie, cabalgando en el bochorno nocturno, iluminados tan solo por la blanca luna. Euforia en estado puro.

La escena vuelve a cambiar. Estoy en un aula. Nos enseñan cálculo, después historia, después economía. Hay cuatro sillas, cuatro pupitres, cuatro alumnos. Como siempre. Phil es nuestro profesor. En las clases se trata de aprender la materia lo más rápido posible para volver al entrenamiento físico.

No hablamos; nos dan clase y nos examinan. Phil nos horroriza diciendo que los civiles se pasan más de siete horas diarias en el colegio y aprenden menos. A nosotros nos basta con tres horas.

De repente estoy en un gimnasio. Phil hace una demostración de una llave con Olive, después practicamos unos con otros hasta quedarnos sin aliento.

Otro cambio. Uno de esos restaurantes que abren toda la noche. Los cuatro ocupamos una mesa de bancos corridos. Noah me da la mano por debajo del tablero. Es la misma noche en que subimos al tren por diversión.

Una pareja de críos come hamburguesas con patatas fritas en el reservado de enfrente. Uno bromea en susurros, ambos se ríen y nos miran por el rabillo del ojo hasta que yo establezco contacto visual con uno de los dos. Dejan de hacer el tonto.

—¿Habéis deseado alguna vez ser normales? —pregunta Olive metiéndose una patata en la boca.

—¿Qué es lo normal? —digo.

Olive se encoge de hombros y le da un codazo a Peter en las costillas.

—¿Qué es lo normal, Intrépido Líder?

Peter se ríe y menea la cabeza.

—Me gustaría que dejarais de llamarme así. Yo no os lo he pedido.

Noah apura su refresco hasta el final antes de decir:

—No, simplemente no puedes evitar ser el más fuerte y el más rápido.

Peter sonríe.

—¿Echamos otro pulso?

Noah emite un gemido gutural.

—No, gracias —dice, y se frota el brazo—. Aún me duele el hombro.

No es divertido, pero el subidón de escaparnos nos ha enloquecido tanto que nos da la risa. Aunque como Phil nos ha visto, ni siquiera es una escapada en toda regla. Noah me aprieta el muslo bajo la mesa.

—¿Preparados para el regreso? —pregunta Peter—. Está a punto de amanecer.

—Vamos a quedarnos un ratito más —ruego.

No veo qué pasa a continuación.

Cuando me despierto me siento vacía y llena a la vez; los recuerdos se desdibujan, pero permanecen dentro de mí. La breve visión de mi pasado me deja con ganas de más.

Selecciono una de las imágenes, el último recuerdo del restaurante. Estamos sentados en un banco corrido, pero no sé cómo me sentía. Veo a Noah, a Peter y a Olive, pero no son más que personas. Noah me agarra la mano; eso me gustaba. Seguro.

A pesar de todo no responde a la pregunta de quién soy; solo me da una idea más clara. Supongo que eso ya es algo.

Y al mismo tiempo no es nada. Los fragmentos no me conducen a entender mejor a la gente que aparece en ellos. Vienen y se van demasiado rápido para sentirlos o almacenarlos como propios. Solo he visto la película de una vida ajena. ¿Cuánto puedo aprender de un par de instantáneas? Si al menos los recuerdos se quedaran… Todo lo que siento parece ser devorado nada más sentirlo. No me pertenece.

Quizá cuando surjan más piezas me haga una idea mejor. Quizá si consigo las suficientes, sea capaz de considerarlas propias.

Suspiro. Me zafo de las sábanas y me siento en la cama. Se suponía que al recuperar unos cuantos recuerdos todo iría mejor, pero solo me sirve para confirmar que una vez tuve una vida.

La camiseta sudada se me pega al cuerpo. Me aparto el pelo de la cara y me lo recojo en una cola de caballo. Caigo entonces en la cuenta de que me muero de sed.

Mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad de la habitación cuando llego al baño.

Se enciende una luz. Peter está apoyado en la puerta de uno de los servicios; solo lleva unos vaqueros, nada más.

Como me ha sobresaltado, la pregunta suena algo apremiante:

—¿Qué haces aquí?

Se encoge de hombros, lo que resulta un tanto raro con la espalda apoyada.

—¿Rumiando en la oscuridad? —sugiero.

—No podía dormir.

Se esfuerza por evitarlo, pero sus ojos recorren mis piernas desnudas antes de volver a mi cara. Mi gran fuerza de voluntad me permite concentrarme en ellos y no fijarme en cómo desaparecen sus caderas por dentro de los vaqueros. Se revuelve el pelo con una mano. Trato de recordar cómo lo miraba en el sueño, si sentía algo al hacerlo, pero soy incapaz.

—He soñado con Noah, con todos nosotros. Era un recuerdo.

—Un recuerdo fantasma —dice—. Tendrás unos cuantos.

—¿Se irán aclarando?

Aparta la vista:

—No.

—Pero antes dijiste que no lo sabías.

Se encoge de hombros otra vez.

—Tienes razón, no lo sé.

—Entonces ¿por qué…?

—No quiero que te hagas ilusiones.

Hay algo sospechoso en la forma en que lo dice, como si estuviera ocultando algo.

Quizá lleguen más, a su debido tiempo, y quizá no regresen con emociones prestadas.

Quizá.

Seguimos aquí de pie, sobre las frías baldosas. Ninguno de los dos sabe qué decir. Lleno el silencio:

—No te preocupes por mis ilusiones —hago una pausa—. O te freiré vivo.

Peter se queda boquiabierto.

—¿Te acuerdas de Phil? —pregunta.

Asiento.

—Un poco.

—Está por aquí. No sé por qué no ha venido a verte todavía.

—A lo mejor teme que no lo reconozca.

Es una broma, pero me hace pensar en cómo verán los otros lo que me pasa. Ellos me conocen aunque yo no los conozca a ellos.

Tengo los brazos cruzados. Me siento rara aquí en medio del baño, así que me acerco a la pared del servicio y me apoyo también.

—¿De verdad que estabas aquí a oscuras sin hacer nada?

—Estaba haciendo estiramientos. Me ayudan a dormir cuando tengo pesadillas.

—¿Qué clase de pesadillas?

Se dirige al lavabo y llena un vaso de agua; me ignora.

Hay dos lavabos, uno junto al otro, dos espejos y cuatro cepillos de dientes. Me da la espalda. Tiene un grueso arañazo rojo entre los hombros que se abulta cuando levanta el brazo para beber. Me pregunto cómo se lo ha hecho; probablemente lo sabía, hace unos días lo sabía.

Las pesadillas son un tema delicado. Lo pillo. Intento otra cosa:

—Estoy llevándolo bastante bien, ¿no crees?

O finjo de maravilla. Sigo sintiendo que puedo derrumbarme en cualquier momento, como si me hubieran recompuesto con un pegamento reseco.

—Ya te lo he dicho, te han entrenado. Te adaptas. Por mucho que hayas olvidado, aún recuerdas nuestra forma de vida. Llevamos años aquí. Hace unos días tú y yo jugamos al ajedrez ahí fuera. Gané, pero creo que me dejaste hacerlo y eso que nunca te dejas ganar.

Cuando se gira, tiene los ojos rojos. Debe de ser la luz, porque no parecía tan triste.

—Hemos sido amigos durante mucho tiempo —dice.

—Siento no recordarlo.

Encoge los hombros como si no tuviera importancia, pero sí la tiene, ambos lo sabemos.

—Crearemos nuevos recuerdos.

Le veo marchar deseando haber dicho algo mejor, algo para demostrarle que soy la chica que recuerda, aunque ni siquiera yo me acuerde de ella.

Ha dejado el vaso sobre la balda, medio lleno. Me lo acabo y vuelvo a la cama.