Capítulo 5

La parte más asustadiza de mi mente se apodera de mí. Esa parte que hace que mi cuerpo reaccione antes de pensar. Lo único que veo es amenaza…

Cuatro hombres vestidos de negro, con chalecos blindados y cascos metálicos. Solo sé que podrían ser robots. Los cascos parecen más pequeños que los de moto, no tienen relleno. Estrechos visores negros les cubren los ojos. Van armados con lo que reconozco como subfusiles ametralladores H&K.

Me asombra saber eso.

—Peter, recuerdo algo.

Se hace a un lado para colocarse delante de mí y bloquear la línea de tiro de los guardias. En medio de ellos hay un hombre mayor. No tiene ninguna protección, ni chaleco ni casco. Solo viste una bata blanca de laboratorio con los bolsillos deformados. Lleva el escaso cabello gris peinado hacia atrás y sujeto con una cinta de esas de hacer deporte, aunque de plástico negro en vez de tela. No le conozco, pero siento una oleada de afecto por él.

—¿De qué va esto? —pregunta Peter—. Doctor, Miranda.

El doctor levanta las manos, las palmas hacia nosotros. Los hombres que lo rodean parecen estatuas.

—Abandonó la reserva, Peter. Es por precaución. Estoy seguro de que te lo esperabas.

Peter se queda inmóvil un instante, después asiente. Da unos pasos hacia atrás para ponerse a mi altura. Muy despacio.

El médico entra en el ascensor.

—Miranda, me llamo doctor Tycast. ¿Lo recuerdas?

—No.

Asiente.

—Tenemos que detenerte. ¿Vendrás por propia voluntad?

—Sí —contesto. ¿Qué alternativa tengo? Llegados a este punto, dudo mucho que pueda escapar.

Levanta dos dedos; la mitad de los guardias se separan y se marchan. Sus botas resuenan por el corredor.

El doctor Tycast deja caer la mano sobre el hombro de Peter.

—Gracias por traerla de vuelta. Vete a tu cuarto. Estará contigo enseguida.

—Señor —empieza Peter—, con todos mis respetos, me quedo.

Los ojos del doctor Tycast se entrecierran cuando sonríe.

—¿Con todos tus respetos?

Peter le sostiene la mirada unos segundos más.

—Señor…

—Buenas noches.

Peter suspira y sale del ascensor. Su mano derecha está cerrada en un puño.

Mi corazón late frenético. Confío mucho más en Peter que en cualquier otra persona de aquí. Me siento desnuda sin él.

El doctor Tycast se da cuenta.

—Relájate. Volverás a verlo. Aunque no te lo creas hace un par de días te fiabas de mí incondicionalmente. Ven conmigo.

Me toma del brazo y me saca del ascensor. Los hombres de los subfusiles y los terroríficos cascos nos siguen de cerca.

El corredor es estrecho y no tiene ningún rasgo distintivo; gris, con pequeños focos encastrados en el suelo que nos muestran el camino hacia dondequiera que vayamos. El angosto techo es un panel de luz que brilla homogéneamente e ilumina cada centímetro.

La primera puerta a la derecha es mi celda. Una celda, porque en cuanto entramos quedamos atrapados. La gran puerta de metal se cierra: el cerrojo se encaja profiriendo un zumbido altísimo.

El doctor Tycast saca una de las dos sillas situadas junto a una mesa metálica.

—Siéntate —ordena.

Espero lo suficiente para darle a entender que ya no obedezco de inmediato, aunque antes lo hiciera.

A mi espalda, un gran espejo de pared hace que me sienta observada. También detrás de Tycast la pared es especial: parece cubierta por un plástico transparente y muy fino.

El doctor enlaza las manos y me mira desde el otro lado de la mesa. La silla está fría y me roba el calor de piernas y nalgas.

—¿Puedo quitarme la cinta? —pregunta.

—Por supuesto. Ya no se llevan.

Se ríe a través de la nariz.

—No se te da bien bromear cuando te sientes incómoda, Miranda.

—Supongo que acabo de enterarme —replico. Sin embargo, la curiosidad es más fuerte que yo—. ¿Para qué sirve la cinta? —inquiero, aunque creo saber la respuesta.

—Bloquea tu energía psíquica. No tan bien como los cascos, pero lo suficiente. Uno desarrolla cierta tolerancia después de tanta exposición. Sin embargo, a quienes no están acostumbrados, la simple cercanía de un Rosa les causa desasosiego si se prolonga demasiado. Por la energía residual y demás. Pero no vas a utilizar tu poder sobre mí, ¿verdad que no?

—No.

—Bien.

Cuando se la quita y la deja en la mesa, el artilugio se contrae hasta transformarse en un círculo que cabría en un bolsillo.

Tycast no deja de sonreír, y su sonrisa me resulta familiar. Mis hombros se relajan un poco. Desembarazarse de la cinta ha sido un gesto de confianza. Ahora es vulnerable.

—¿Qué recuerdas? —dice.

¿Qué recuerdo? Buena pregunta. Recuerdo haberme despertado en el banco. Recuerdo haber conocido a Peter, con quien me siento segura, aunque es obvio que sé cuidar de mí misma. Recuerdo el centro comercial. La gente y los gritos. La voz del niño. El primer hombre que cayó. La sangre, los miembros rotos.

¿Cómo lo explicarán las víctimas? Cuando recobren el juicio, ¿qué dirán?

¿Quién hablará con las familias de los fallecidos?

Trago saliva de nuevo, lucho contra la necesidad de vomitar. No quiero hablar de lo que recuerdo.

—Déjame ayudarte —dice el doctor Tycast.

Detrás de él la pared cobra vida. Se trata de una pantalla, una pantalla gigante que reproduce un vídeo. Muestra una habitación, estrecha pero larga. Al fondo se distingue una enorme puerta de acero. En el centro hay literas contra las paredes, dos a la izquierda y otras dos a la derecha. A los pies de cada una descansan pequeños baúles. Entre ellas no hay más que espacio vacío; casi en primer plano se ve una gran mesa rodeada de sillas. Para haber sido grabado por una cámara de vigilancia, la imagen es muy nítida.

Espero sentir algo especial, algún indicio de reconocimiento, pero no veo más que una habitación. Entre las camas hay una alfombra marrón que debe de haber sido la primera cosa que mis pies tocaban cada mañana. No sé si es áspera, ni si la toco con los pies descalzos o duermo con calcetines.

En el vídeo estoy tumbada de lado en la litera de abajo, a la izquierda. Un chico se arrodilla junto a mí. Al principio pienso que es Peter, pero es demasiado delgado. No parece más bajo, solo menos robusto. En vez de negro azabache, su pelo es trigueño y rapado casi al cero. Tiene una mano apoyada en un lado de mi cara. Yo levanto la mía y le doy golpecitos con el índice en la punta de la nariz.

Él se inclina y se detiene cuando sus labios están un centímetro de los míos. Planea sobre mí hasta que sonríe por fin y yo me adelanto y le doy un beso. Los dos nos reímos bajito, porque las otras dos literas están ocupadas. Luego nos besamos de verdad y su boca se desplaza desde mis labios a la barbilla y baja por mi garganta hasta el hueco situado entre las clavículas.

Trago saliva mientras miro y siento cómo el calor nace en mi estómago y se apodera de mí.

El chico me da un último beso, regresa a su litera, se sube a la cama de arriba y se desliza bajo las sábanas. En la pantalla me doy la vuelta y me tapo hasta el cuello.

El vídeo avanza a toda velocidad mientras nuestros cuerpos están inmóviles. Cuatro horas después —según la cinta— el chico baja lentamente de su cama. Camina hasta mí. Coloca su mano en mi rostro, abro los ojos.

—¿Quién eres? —se me oye decir.

Apoya el índice en sus labios.

—Chsss… Miranda, soy yo. Mírame.

Lo observo unos segundos y meneo lentamente la cabeza:

—¿Dónde estoy?

—Ven conmigo —dice ayudándome a levantarme.

Me saca del cuarto. Minutos después una chica de negra melena salta de su cama y se acerca de puntillas a Peter.

Le clava una aguja, él se incorpora pero vuelve a derrumbarse casi de inmediato.

La chica se besa las yemas de los dedos y las oprime contra la sien de Peter. Después sale de la habitación y él se queda solo.

El vídeo se para.

—¿Recuerdas haberte marchado con Noah? —pregunta el doctor Tycast.

Noah. El chico que me había besado.

Reproduzco la imagen de mi cabeza echada hacia atrás para que él tenga más fácil acceso a mi cuello. No sé qué pensar. No recuerdo nada. No recuerdo cómo son sus labios, ni a que huele su piel. Ni qué siento cuando nuestras miradas se cruzan.

—¿Miranda? —insiste el doctor Tycast.

—Lo siento. No, no me acuerdo.

Se quita las gafas y se frota los ojos con tal fuerza que me duele por él.

—Eso se debe a que ha estado manipulando tus dosis de memoria durante días. Supongo que Peter te habrá puesto al corriente de casi todo.

—Sí.

—Sí, bien. Ahora estás recibiendo tu dosis otra vez, así que podrás almacenar nuevos recuerdos. Aunque mucho me temo que lo que has olvidado seguirá en el olvido.

—No importa.

Abre los ojos de golpe.

—¿No? ¿Por qué no?

—Porque no puedo cambiar el pasado.

No sé si lo digo en serio: las palabras han salido de mi boca automáticamente. Distingo algo de verdad en ellas, pero es difícil de aceptar. No puedo recuperar mis recuerdos. Siento frío. Indefensión.

El doctor esboza una sonrisa cansada. La sonrisa de un padre.

—Es cierto. Siempre has sido la que mejor aceptas los cambios. Los demás se aferraban a lo que era en lugar de abrazar lo que es.

Lo asimilo e intento deducir algo sobre mí misma.

—Doctor, ¿por qué recuerdo solo ciertas cosas? ¿Por qué sé lo que es un vigilante de un centro comercial pero no me reconozco en el espejo?

Tycast asiente con la cabeza mientras hablo.

—Hay diferentes clases de recuerdos, Miranda. Las dosis impiden el deterioro de una parte de tu memoria a largo plazo. Te acuerdas de tu nombre, pero no recuerdas la celebración de tu decimocuarto cumpleaños, ni la primera vez que tumbaste a tu instructor de artes marciales.

No tengo nada que decir. Nos quedamos sentados en silencio, un silencio que quizá, en otras circunstancias, podría ser amistoso.

El doctor Tycast se pone de nuevo las gafas.

—Noah y Olive te sacaron de casa. Indujeron un coma en mis hombres para hacerlo. Si recuerdas algo, quiero que me lo cuentes ahora mismo.

—No recuerdo nada. Ojalá pudiera.

—Noah era tu novio —afirma.

—¿Sí? —pregunto casi en susurros. No quiero creérmelo.

La pantalla vuelve a encenderse. En el vídeo estoy sentada a una mesa, contemplando lo que debe de ser una cámara montada en un ordenador portátil. Mis dedos vuelan sobre las teclas, luego se alzan y me tiran del labio inferior. Detrás de mí, Noah estira el brazo y me aparta la mano.

—No hagas eso —dice.

Es guapo. Mis ojos recorren la línea de su mandíbula y se detienen en los labios. Intento recordar cómo es sentirlos sobre los míos, pero es inútil, para variar. Él mira a la cámara, a mí, sentada en esta silla gélida.

—Aquí Miranda y Noah —anuncia—, redactando el informe de la misión.

—Sí —tercio—, somos demasiado perezosos para hacerlo por separado.

—Así que lo hacemos juntos —concluye Noah con una mueca burlona.

Luego hablamos sobre una misión de entrenamiento en la que nos dividimos en equipos y tuvimos que encontrar una bola de cristal de esas con nieve y paisaje navideño siguiendo una serie de pistas por toda la ciudad. Ninguno de nosotros está impresionado. Noah, nuestro jefe de equipo, se mofa de Peter, líder del equipo contrario. Solo hay dos personas por equipo y bromeamos sobre eso. Por lo visto, vencimos al equipo de Peter. Noah menciona el nombre de la chica de pelo negro: Olive. Ni siquiera me suena.

El vídeo termina abruptamente, me estremezco.

—Creemos que intentaba protegerte. Se llevó a Olive, pero te dejó al margen de sus planes, cualesquiera que sean. Pensaba que iba a ocurrir algo.

—¿El qué?

El doctor Tycast se encoge de hombros.

—Esa es tu misión. Averiguarlo. Ya puedes volver con Peter. Mañana por la mañana os informaré a ambos.

Empieza a levantarse, pero se detiene. Se deja caer de nuevo en la silla y apoya las manos sobre la mesa.

—Lo que sucedió en el centro comercial no fue culpa tuya. Por ahora, quiero que te olvides de eso. Nosotros nos encargaremos de las familias. ¿Lo has entendido?

Sus palabras no me ayudan, pero asiento. El doctor Tycast intenta ponerse en pie otra vez.

—Espere —digo—. Cuénteme de qué va todo esto. Cuénteme qué hago aquí. Por favor.

Me examina mientras piensa la respuesta.

—Formas parte de un experimento, para lograr la paz en una situación de caos. Eres la esperanza de un futuro mejor.

—Suena a cliché, doctor Tycast.

Asiente:

—Mucho, pero qué se le va a hacer.

Se levanta por fin y abandona la celda, que ahora es una simple habitación.

La puerta se queda abierta.