Capítulo 4

Abajo, los policías se gritan unos a otros. Los pies retumban en el asfalto.

—¿Dónde están mis padres?

Se pasa la lengua por los labios y contempla la gravilla que rodea sus pies.

—Renunciaron a ti. Por un bien mayor, supongo. Como los míos.

—¿Los conocí?

—No. Eras demasiado pequeña.

Por un bien mayor. Imagino a unos padres sin rostros entregando a su hija para un tratamiento genético. No tiene sentido, como todo lo demás. El vacío de mi pecho ha vuelto.

—¿Cómo sabes que me entregaron sin más? Podrían haberme raptado.

—Ya sabías todo esto y lo aceptaste. Debes hacerlo de nuevo.

No creo que deba hacer nada; a cualquiera, incluso a Peter, le costaría mucho obligarme, de eso no hay duda.

—Somos tu familia —dice—. Lo hemos sido durante años. Desde que éramos niños.

Nosotros. Los cuatro. Familia, dice. No olvidas a tu familia.

Me giro. Mis pestañas atrapan una lágrima y se desembarazan de ella. Se me contraen los músculos del estómago. Poso una mano sobre ellos y trato de relajarme, respiro por la boca. Después de unos minutos vuelvo a sentarme en el suelo. Debo aceptar lo que oigo como cierto; tengo pruebas. He visto el centro comercial vacío. La jaqueca no pudo ser una coincidencia.

—¿Recuperaré los recuerdos? —repito.

Peter no contesta. Lo miro y veo la repuesta dibujada en su rostro.

Intento no darle importancia, pero el vacío en mi interior crece, amenaza con engullirme.

—Supongo que no sé lo que me pierdo, ¿no?

—Todo irá bien, Miranda.

Es exactamente lo que quería oír. Si al menos pudiera creerlo…

No tiene pinta de estar mintiendo, nada indica que esté loco ni que lo esté yo ni que lo estemos los dos. No hay más que calma, una mirada impávida.

—¿Vendrás conmigo? —pregunta.

Pero al igual que antes no tengo alternativa. Sobre todo, si quiero saber más.

1

Lo que dice a continuación me lo creo y no me lo creo:

—Vamos a atajar saltando por los tejados.

Me lo creo porque no veo otra forma de salir de aquí y porque, físicamente, parezco muy capaz de lograrlo, pero a la vez es una locura.

Sonríe ante mi aprensión.

—Yo iré primero.

Y así lo hace. Corre hasta el borde de la azotea, apoya un pie en el pretil y se catapulta al otro lado de la calle. Derrapa, da un par de pasos sobre el tejado de enfrente, se gira y me hace un gesto para indicarme que lo siga. Lo ha hecho de tal manera que parece tan sencillo como saltar un charco.

Cualquier cosa que haga, yo puedo hacerlo mejor. Eso espero. La única forma de averiguarlo es lanzarse. Me trago el miedo y el sentido común, corro hacia el borde y salto. Miro al frente, mis pies patinan sobre un lago invisible, el viento sopla en mi oídos y entonces caigo de pie en la azotea de Peter. No paro. Corremos, separándonos. No me cuesta ningún trabajo. Saltamos de tejado en tejado, disputándonos la delantera, siguiendo una dirección que ambos parecemos conocer. El miedo y las dudas que acabo de experimentar se han convertido en un recuerdo, un recuerdo desdibujado.

Cuando Peter reduce la velocidad siento los latidos de mi corazón en los ojos y en los oídos. Algunas de las piedrecitas que levanta con los pies me dan en las espinillas. Se para; casi choco contra él. Apoyo la mano en su espalda para no perder el equilibrio. Quiero quitar la mano, pero él simula no darse cuenta y yo no quiero incomodarlo.

—Aquí —dice.

Anochece, el cielo violáceo está blanqueado por líneas de nubes. Me asomo para ver la calle. Desde aquí arriba las bolsas de basura apiladas son como repugnantes cucarachas.

—¿Podrás hacer esto? —me pregunta.

—¿A qué te refieres?

Peter salta desde el borde al muro de ladrillos que está enfrente, metro y medio por debajo. Lo toca con pies y manos; entonces se impulsa y planea sobre la pared del edificio donde me encuentro. Apenas ha hecho contacto cuando repite el movimiento y se desliza al otro lado unos metros más abajo. Lo veo ir y venir, cada vez más pequeño. Cuando llega al final se deja caer sobre una montaña de bolsas de basura.

Rueda; una de las bolsas se rompe y la basura se esparce sobre el asfalto. Echa la cabeza hacia atrás y veo su sonrisa, muy, muy lejos.

—¡Te toca! —grita con las manos ahuecadas sobre la boca.

Suspiro. El miedo ha vuelto, pero supongo que desaparecerá en el momento en que me lance.

Además, la falta de confianza en mí misma tiene compañía: un equilibrio extraño pero bienvenido en el estómago. Me gusta. No sé quién soy, quizá sea una crack. Apoyo la mano en el pretil y salto. Caigo sobre el muro de enfrente, igual que Peter. Me agarro un segundo, me impulso y cruzo la calle.

Calculo mal la distancia. Caigo en picado, el corazón en la garganta. Peter me grita. Choco contra el muro, mis manos y pies lo arañan. Frente a mí pasa una ventana, me aferro al alféizar; clavo los dedos con tal fuerza que me sangran. Durante un segundo me quedo colgada, los dedos me arden.

—¡Buenos reflejos! —exclama Peter desde la calle.

Me arriesgo a echar un vistazo. Estoy a demasiada altura.

—¡Eh, ahí tienes una escalera! —grita Peter de nuevo.

—¿Sí? —inquiero.

Ríe.

—No. Sigue.

Sigo. Me trago la duda e inhalo.

—Puedo hacerlo —susurro, me empujo y giro.

Me aferro a la siguiente ventana de abajo y después a la siguiente. No tardo en llegar al final. Me dejo caer en las mismas bolsas de basura que Peter, ruedo y me planto delante de él. No hay ni rastro de preocupación en sus ojos; estaba convencido de que lo conseguiría.

—¿Cómo lo he hecho? —pregunto—. O, lo que es más importante, ¿por qué soy capaz de esto?

Peter se encoge de hombros.

—Querían que fuéramos excepcionales. El poder mental no bastaba; teníamos que ser capaces de sobrevivir en una situación hostil.

—Querían. ¿Te refieres a nuestros maestros?

Asiente lentamente.

—Sí. A nuestros maestros.

Quiero más; una explicación de mi existencia, una pista de mi pasado. Me pone mala no saber nada. De repente, agradezco la carrera y los saltos. Resulta difícil comerse la cabeza cuando solo piensas en la precisión de tus movimientos.

Peter ha debido de reconocer la expresión en mi cara; su sonrisa se desvanece como la luz. Da un paso al frente y pasa el brazo por encima de mis hombros. Me lleva calle abajo, apretándome contra él.

—Venga, Miranda. Vámonos a casa.

Si por lo menos supiera dónde está.

1

No tardo en descubrirlo: «casa» es el bosque.

Encontramos un Cavalier con las llaves puestas. Peter me explica que son fáciles de robar, porque nadie se fija. Freno en seco al percatarme de que no tengo ninguna objeción moral que oponer al robo de un coche.

Una vez en el vehículo le pregunto por qué no me siento culpable.

—Tu entrenamiento te ha enseñado a tomar lo que necesitas para completar una misión. En este caso tu misión es llegar sana y salva a casa.

Será eso, supongo.

Nos dirigimos al sur, alejándonos de la ciudad hasta que las calles se convierten en carreteras y los árboles sustituyen a los edificios ruinosos. Pasamos por delante de unas vacas y unos trigales. La arboleda no tarda en espesarse y cubrir el camino. Diez minutos después, Peter se inclina hacia adelante para observar el bosque.

—Aquí —dice cuando nos encontramos con un sendero polvoriento y casi invisible que se adentra en la espesura.

El Cavalier traquetea por encima de piedras, baches y desniveles durante algo menos de un kilómetro. Al final del camino parece haber únicamente bosque cerrado. Pero no. Peter rodea la ilusión óptica y toma una senda oscura que se extiende un kilómetro más. No hablamos mucho; yo me limito a mirar por la ventanilla y a contemplar los árboles. Hasta que su mano suelta la palanca de cambios y roza mi muslo accidentalmente; pego un respingo como si me hubiera pinchado.

—¿Nerviosa? —dice. Me sonríe; sé que intenta quitarle importancia a la situación.

—Supongo.

Lo estoy. No tengo nada que respalde sus palabras. Podría ser una trampa, aunque no sé para qué. Sin embargo, nada en Peter indica que esté mintiendo. Ni miradas furtivas, ni manos temblorosas. No quiere decir que confíe en él, pero basta para que no salte del coche.

Nuestro hogar es un edificio de una planta hecho de hormigón y pintado para mimetizarse con el entorno. El techo está tapado con plantas que lo ocultan de aviones y helicópteros. Peter se dirige a la parte trasera; el edificio no es más que un garaje repleto de coches y motos. Desde el tejado, una torreta automática nos sigue los pasos, emitiendo un ronroneo mecánico. Los cañones parecen lo suficientemente grandes como para partirnos en dos, coche incluido.

—Vivimos bajo tierra —explica Peter.

—Oh, pensé que vivíamos en los coches.

Ni una risa de cortesía; el calor trepa por mi cuello. Peter no debería hacer que me sintiera avergonzada.

—He tenido gracia —protesto.

—Lo sé. Pero no es la primera vez que oigo ese chiste. Supongo que tendré que oírlos todos otra vez.

Eso duele. Peter debe de haberse dado cuenta, porque añade a toda prisa:

—No me importa.

Nos situamos sobre un cuadrado en el suelo de metal.

—Hay cosas peores —afirmo.

—Lo sé —contesta cuando varias bombillas blancas se iluminan en el cuadrado—. Las manos dentro del perímetro, por favor.

El cuadrado desciende con suavidad. En el momento en que las paredes nos rodean, Peter se vuelve hacia mí, me sujeta la nuca y me echa la cabeza hacia atrás para que lo mire a los ojos.

—No sé qué pasará ahí abajo —dice.

Sus dedos me queman. Me debato entre el deseo de apartarme y el de mantener el contacto. Ignoro por qué. Me pregunto si sería capaz de apartarme aunque quisiera, si soy tan fuerte como él.

—¿Qué puede pasar? —digo.

—No lo sé. Escapaste al sistema de control. Te encontré gracias al chip que llevas implantado bajo la piel.

¿Un chip bajo la piel?

Dudo mucho que haya dado mi consentimiento para algo así. Quizá no me conozca, pero creo que no soy de esos que aceptan que los vigilen. No obstante, lo esencial es que me ha encontrado. De lo contrario seguiría dando vueltas por el centro comercial, matando gente.

El ascensor continúa su descenso. Debemos de estar varios pisos bajo tierra.

Peter me acaricia la oreja con el pulgar y me suelta. El sudor me cosquillea en la nuca; puede que meterme en un agujero no haya sido lo más acertado.

—Podrías habérmelo advertido —le increpo.

—¿Hubieras venido conmigo entonces?

Buena pregunta.

—Sí. No. No sé.

—Teniendo en cuenta que Noah y Olive se han largado, es muy posible que Tycast sospeche de ti. Mantén la calma. Yo me quedaré contigo.

Vuelve a sonreír, pero no hay duda de que también está preocupado.

Poco a poco el ascensor revela una gruesa puerta de metal y se detiene. Nuestras respiraciones jadeantes arrancan ecos superpuestos. Es demasiado tarde para volverse atrás. La superficie no es sino un penumbroso cuadrado sobre nuestras cabezas.

Después de un clank, la puerta emite un horrísono chirrido que se prolonga unos segundos. Se oye, por último, un segundo clank.

A continuación, se abre de izquierda a derecha y entonces muchas, pero que muchas armas nos apuntan.