Los cuerpos aparecen ante nosotros según baja la escalera mecánica. Son cinco y están esparcidos uniformemente por el suelo. El bolso beis de la mujer, próximo a su cabeza, flota en un charco de sangre. El hombre que cayó primero tiene el brazo retorcido bajo el cuerpo; la cara, tumefacta, se aplasta contra el suelo. Todos están inmóviles.
Las escaleras empujan mis tobillos, pero no quiero moverme todavía. No hasta que se me pase el mareo. Parpadeo, pero no cede. Peter sigue andando y escudriña el entorno, igual que yo al llegar.
—¿Los vamos a dejar así…? —la pregunta va dirigida a mí misma, más que a él.
Peter se percata de que me he detenido, regresa y me agarra del brazo con dulzura. Yo me aparto bruscamente y me acerco a los cuerpos.
De nuevo, me agarra el brazo y lo levanta.
—No puedes ayudarlos.
Tira del brazo hacia arriba e impide que me mueva. Su abdomen está expuesto, podría golpearlo y escapar.
Durante una fracción de segundo la dureza de su expresión desaparece. Arruga la frente y cierra los ojos, como si la idea de dejarlos allí le causara un dolor físico. Cuando los abre, su rostro ha recuperado la impasibilidad; el destello de emoción ha sido tan breve que no sé si de verdad ha existido.
—Lo lamento, pero tenemos que irnos.
Asiento, incapaz de articular palabra. Una parte de mí, mi lado cobarde, se alegra de que me aleje de allí. La otra lo odia.
Caminamos deprisa por un centro comercial desolado.
—Bueno, Peter, ¿quién eres? —intento quitarle importancia a la pregunta, pero casi se me quiebra la voz.
—Un amigo.
—Ya, vale, perdona si no me lo trago.
Apretamos el paso.
—A mí me parece que sí cuela —contesta.
—¿Por qué?
Peter toma la delantera.
—Estás siguiéndome, ¿no?
Corre. Lo alcanzo enseguida. Los escaparates pasan a toda velocidad, algunos están vacíos, junto a otros se apiñan refugiados, encogidos de miedo. Vislumbro rostros llenos de arañazos. Oigo sollozos sofocados. Quiero acercarme, pero Peter me agarraría de nuevo. El remordimiento me abruma: si pudiera decirles que no pasa nada: se acabó, la maligna energía psíquica ha desaparecido. Esquivo a un adolescente tumbado en el suelo; gime y se agarra el brazo.
—¿Adónde vamos? —no me rindo, aunque no haya contestado a mi primera pregunta.
—De momento, lejos de aquí. Cada cosa a su tiempo.
Dejo de correr. Peter avanza unos pasos más antes de girarse y echarse las manos a la cabeza:
—¿Y ahora qué pasa?
—No puedes pretender que vaya contigo así sin más. Dime adónde vamos o me largo.
—A casa, Miranda. ¿Te acuerdas de dónde está?
—No…
—No sabía. Venga, vamos.
Quedarme atrás no es una opción. Suspiro y aprieto el paso para alcanzarlo.
Atravesamos una tienda de artículos de deporte. Al salir al débil resplandor del sol vespertino vemos que un coche de policía da la vuelta a la esquina. Viene directo hacia nosotros.
El aparcamiento está repleto de la gente que ha tomado esta misma salida; se agolpan entre los coches. El hombre que tenemos al lado parpadea frenético y se frota los ojos, entrecerrándolos para mirar el cielo. El resto parece que acabara de despertarse de una pesadilla, con una resaca terrible.
El coche de policía frena a pocos metros de nosotros. El agente nos ha escogido como testigos, faltaría más. Supongo que el hecho de que estemos de pie junto a la entrada tiene algo que ver.
Peter me mira con una mezcla de diversión y desprecio.
—Buen trabajo, North.
—Venir por aquí ha sido idea tuya —replico.
El policía abre la puerta y se baja del coche. Imagino que la llamada de socorro no ha facilitado muchos detalles, así que no sabe que yo soy la culpable. No obstante, lleva la mano apoyada en la pistola y está tenso; se planta frente a nosotros.
—¡Quietos ahí! —ordena, aunque no nos hemos movido.
Me recuerda a mi viejo amigo, C. Lyle.
—¿Qué ha pasado? —pregunta con la mano en la culata.
Una pesadilla.
En lugar de eso contesto:
—No sé. La gente ha enloquecido y ha echado a correr. Creo que quedan algunos dentro.
—¿Hay algún herido? —continúa.
Sí. Por mi culpa. Y no solo heridos, destrozados. Muertos.
Duele, pero mantengo una expresión neutra. Si Peter puede, yo también.
—No lo sabemos —responde Peter—. Nos escondimos hasta que todo pasó. Ignoramos qué ha sucedido.
El policía asiente un par de veces, los labios tensos, convertidos en una línea.
—Vale. Quiero que esperéis aquí. Junto al coche. Voy a entrar.
—De acuerdo —afirma Peter.
El poli se da la vuelta y entra en el centro comercial. La puerta se cierra tras él.
Echamos a andar.
Las sirenas de policía que aúllan a lo lejos se oyen cada vez más fuerte. Tenemos veinte segundos, como máximo, hasta que lleguen; no hay ninguna razón por la que un coche de policía se alejaría del lugar de un crimen sobre el que acaban de dar aviso. Con todo, huir a pie es más arriesgado; dependiendo de la información que haya facilitado la llamada, todos nos pararían.
—¿Quieres conducir? —pregunta Peter.
—Claro, por qué no.
No parece preocupado, así que simulo que yo tampoco lo estoy.
Nos colocamos a cada lado del Crown Victoria, cuyo motor sigue encendido, y subimos. Peter cierra el portátil montado sobre el salpicadero y desenchufa los cables.
Huele a café y a sudor. Meto la primera, no estaré segura de si sé conducir hasta que lo haga, así que piso el acelerador.
Conseguimos salir de allí, rodeamos el centro comercial y nos cruzamos con los otros coches de policía a una distancia prudente. Por suerte ninguno de ellos nos persigue.
Peter me indica:
—Gira a la derecha para salir del aparcamiento.
Así lo hago. Nos encontramos al sur de la ciudad, en el extrarradio. Intento recordar cómo he llegado hasta aquí desde el centro, pero soy incapaz. Mis recuerdos a corto plazo no se tornan recuerdos a largo plazo; parece que flotan en mi mente y luego se desvanecen poco a poco.
Sin previo aviso Peter se inclina sobre mí, me clava una jeringuilla y aprieta el émbolo. Yo sigo conduciendo.
—¡Ay!
Quito la mano izquierda del volante y le abofeteo en la nariz. Me saco la aguja del brazo y, durante un segundo, miro el líquido pajizo. Al segundo siguiente le clavo la jeringuilla en la pierna y aprieto el émbolo. Entre tanto, controlo el volante con la rodilla y mantengo la velocidad.
—Yo ya me he chutado mi dosis —dice Peter con las manos ahuecadas sobre la nariz.
—¿Qué dosis?
Mi voz se quiebra. Me impresiona más pensar en cómo le he clavado la jeringuilla mientras conducía. No tengo ni idea de dónde he aprendido eso. Es otra cosa nueva para mí, igual que cuando en el centro comercial busqué automáticamente vías de escape y enemigos. No pensaba, solo actuaba; da miedo. No sé qué significa ni cómo es posible. Ni qué narices contiene la jeringuilla.
Por la muñeca de Peter cae una gota de sangre.
—No me has roto la nariz —señala.
—Lástima.
—No, así es mejor —contesta—. Si no, te la hubiera roto yo a ti.
—¿Pegarías a una chica?
—Nos pasamos el día pegándonos.
Peter se limpia la mano ensangrentada en mi muslo, baja la ventanilla y escupe una flema roja que dibuja un arco y desaparece a la velocidad de la luz.
—Quería ponerte el medicamento enseguida, sin discusiones. Si te lo hubiera dicho, te habrías negado. Y bebérselo es asqueroso.
Se limpia de nuevo la nariz.
—¿Qué medicamento? —pregunto. Me siento mal por haberle pegado. Giro a la derecha sin saber muy bien por qué. Apenas hay tráfico y el cielo está despejado. Me recuerda a los tragaluces y a la gente saltando por encima de la barandilla. La voz de un niño llamando a su madre. Prefiero concentrarme en la doble línea amarilla.
—El que nos ayuda a recordar. Soy como tú, Miranda. Somos iguales.
Quiero creerle, pero sigo sin saber qué quiere decir.
Unos minutos después de conducir en silencio Peter señala un callejón entre dos edificios destartalados. Los ladrillos a ras de suelo están muy deteriorados.
—Allí está bien.
—¿Bien para qué?
—Para parar.
Tomo el callejón aplastando una caja de cartón mojada con la rueda derecha. Espero que no fuera la casa de alguien. Bajamos del coche arañando las puertas contra las fachadas. Peter se acerca a una oxidada escalera atornillada a la pared.
—¿Y ahora qué? —pregunto.
—Subimos antes de que alguien nos vea. Después hablaremos, te lo prometo.
Al principio me quedo quieta; Peter se sujeta a uno de los peldaños y se apoya.
—Por favor. Si no te gusta lo que tengo que contarte, bajamos y nos vamos cada uno por nuestro lado. ¿Hecho?
Es justo. No creo que mi curiosidad me permitiera irme antes aunque quisiera. Si es que puedes llamar curiosidad a la urgencia por averiguar quién eres.
Me reúno con él en la escalera. Él sube primero. Lo sigo; mil preguntas luchan en mi mente por ser la primera, pero puedo esperar un poco más.
La azotea está cubierta de gravilla. Del suelo brotan chimeneas y conductos de ventilación. Entrecierro los ojos y miro hacia el este: la ciudad en la lejanía y detrás el lago. Ahora que ya no hay acción, una tranquilidad familiar se adueña de mí. Aquí arriba me siento segura, aunque no confíe del todo en Peter.
Las piedras crujen a mi espalda. Peter se sienta, las muñecas apoyadas en las rodillas, la espalda contra un pretil de algo menos de un metro de alto.
El sol arroja una luz rojiza sobre la mitad de su rostro, la otra queda en sombras. Golpea el suelo con la mano derecha; parece un poco desinflado, como si se hubiera hecho el fuerte para traernos hasta aquí y se diera cuenta ahora de lo sucedido en el centro comercial. Deja caer los hombros y se aprieta los dos primeros nudillos de la mano izquierda contra el entrecejo. Parpadea un par de veces e intenta sonreír. Como se sonríe cuando se tiene un dolor de muelas.
Siento un escalofrío, una brisa surca el tejado; me froto los brazos desnudos. Tiro de mi top hacia abajo y me acerco a él. Me siento; me he acercado más de lo que pretendía. Noto su calor aunque ni siquiera le rozo. No sé cómo, pero sigo oliendo a rosas cuando estoy cerca de él.
—¿Qué soy? —pregunto.
No dora la píldora:
—Tu cerebro ha sido manipulado para emitir unas ondas que afecten a las personas que te rodean, sobre todo en las áreas responsables de controlar el comportamiento y la respuesta ante el miedo. Eres una versión de alta tecnología de control de masas. Un médico te sacó sangre cuando tenías cuatro años. El análisis reveló una anomalía; sobrevivirías a la manipulación genética necesaria para convertirte en un Rosa. Así nos llamamos nosotros mismos, porque no tenemos nombre.
Me tiemblan las manos. Las junto y aprieto, pero no sirve de nada. Sus palabras dan vueltas en mi cabeza: «ondas que afecten a las personas», «control», «manipulación genética». Debí quedarme en el centro comercial y dejar que la policía me detuviera. Debería estar en la celda de alguna prisión o, mejor aún, en una mazmorra. En un lugar donde no pueda hacerle daño a nadie nunca más. No sé qué esperaba oír, pero no era esto.
Peter se estira y toma mi mano izquierda entre las suyas; están calientes, secas y un poco ásperas. Los callos me hacen cosquillas; un estremecimiento me sube por el brazo y me baja hasta el estómago.
Habla pausadamente, moderándose, con el fin de darme tiempo a procesar sus palabras, aunque no puedo. No de la manera en que deseo. Intento aceptar cada idea como un hecho, pero una y otra vez tengo ganas de levantarme y gritar «¡no!».
—La pérdida de memoria es uno de los efectos secundarios de la terapia. Nuestros cerebros están más conectados, nuestros axones son más gruesos de lo normal. Es decir, tenemos una temperatura corporal superior al resto de la gente, unos 39 grados en reposo. Las dosis evitan que se dañen nuestros recuerdos, impiden que la energía extra nos fría el encéfalo. Ahora que el medicamento ha vuelto a entrar en tu sistema, almacenarás los recuerdos.
Lo suelta y se calla para que yo lo digiera. Las palabras forman un revoltijo en mi cabeza; las últimas aumentan la maraña. «Axones». «Encéfalo».
—¿Recuperaré mis recuerdos?
Peter se queda un momento en silencio.
—No lo sé.
Es mejor que un no a secas, aunque hace que me sienta más agobiada si cabe. Silencio de nuevo. Casi le oigo preguntarse si aguantaré un poco más.
—Alguien ha alterado tus dosis. Sabemos quién ha sido. Dos de nosotros, de nuestros amigos, se han fugado. No sabemos por qué. Están desaparecidos. El doctor Tycast pensó que tú habías huido con ellos, pero yo no lo creí. Quería seguirte el rastro y así lo hice.
De repente, todo me desborda: ¿manipulación genética? ¿Medicamento para la memoria? Amigos que se escapan, amigos que ni siquiera conozco, ¿cuyas caras no recuerdo? Me levanto. Me aparto de Peter.
—¿Quiénes son nosotros? —le interpelo—. ¿Quién es el doctor Tycast?
No son las únicas preguntas que se me ocurren, pero creo que su respuesta será más fácil de procesar.
—Nosotros… somos cuatro. Tú, Noah, Olive y yo. Y la gente que nos entrena. Esos somos nosotros.
—Sabes que eso no significa nada para mí —contesto.
Por otro lado, ignoro si quiero que me lo explique. Cuando estábamos en el centro comercial necesitaba respuestas. Ahora no sé ni qué quiero.
Bajo nosotros, justo al principio de la calle, chirrían las ruedas de unos coches al frenar. Las puertas se abren y se cierran. Es probable que la policía haya rastreado el coche robado mediante el GPS. Aquí arriba estamos seguros, eso creo. Supongo que no se imaginan que el ladrón ha escalado el edificio contiguo al vehículo robado. El jaleo en la calle se torna lejano y pierde importancia.
—¿Qué fin tiene? —insisto—. Nosotros. Lo que acabas de contarme.
Peter cierra los ojos, como si estuviera escogiendo las palabras con sumo cuidado.
—Imagina que estás en una zona de guerra y asustas a todo el mundo hasta que se rinden. Sin muertos. Sin derramamiento de sangre. Un número suficiente de nosotros podría conseguir que una ciudad entera capitulara.
Parece que sus propias palabras le asombraran, como si las hubiera sacado de alguna parte y se diera cuenta ahora de lo falsas que son. ¿Sin muertos? ¿Sin derramamiento de sangre?
Estoy de pie, dándole la espalda. Tengo las manos en las caderas, la brisa me eriza el vello de los brazos. No tiene sentido. Vi el pánico en el centro comercial. ¿A gran escala? Muerte y sangre.
La alternativa son las balas y las bombas.
¿Qué es peor?