6

Alrededor de un mes más tarde llegó al recinto del circo una magnífica carroza dorada tirada por cuatro caballos y con el escudo real en las portezuelas, de ella se apeó un mayordomo con espléndida librea y un bastón muy ornamentado que usó para apartar a la multitud de la avenida mientras, con aires de ofendido por los ruidos, vistas y olores que le rodeaban, se dirigía al furgón de la oficina del Florilegio, a cuya puerta llamó con el mismo bastón. Por suerte para su fina sensibilidad, fue Florian quien sacó la cabeza y no Magpie Maggie Hag. El mayordomo le entregó un sobre inmenso y, con una expresión de tensa cortesía, esperó a que Florian rompiese el adornado sello, leyese la gran tarjeta que contenía y le formulase varias preguntas.

Cuando el mayordomo volvía a abrirse paso entre el gentío para regresar a su carroza, Florian ya corría de un lado a otro enseñando la tarjeta a toda la compañía y traduciendo su mensaje escrito a mano con una caligrafía muy elegante:

—«Su I. R. y apostólica majestad ha condescendido…»

—¿Qué significa I. R.? —preguntó Clover Lee.

—Imperial y real —contestó Florian, impaciente—. Empezaré otra vez. «Su imperial, real y apostólica majestad ha condescendido, de acuerdo con su decisión suprema y en amable consideración de su contribución al bienestar público divirtiendo a los infortunados del manicomio de Brünlfeld —tuvo que detenerse para recobrar el aliento— a invitarle graciosamente a presentar una función de su compañía en el palacio de Schönbrunn a las tres de la tarde del día tres de mayo».

—¿Todo esto en una frase? —inquirió Maurice—. Es incluso más ampuloso que usted, monsieur le gouverneur.

—Bueno, ya conoces a los burócratas. Francisco José es conocido popularmente como el premier burócrata de Europa.

—¿Y qué es Schönbrunn? —preguntó Edge—. Pensaba que la familia real vivía en el Hofburg.

—Schönbrunn es el palacio de verano de sus majestades, en el extremo de la ciudad. Ahora me alegro de que haya esperado para invitarnos a que la familia abandonara el Hofburg. Allí habríamos tenido que actuar en el interior de palacio o en un patio, y en los vastos terrenos de Schönbrunn podremos montar nuestras tres tiendas e incluir además en el espectáculo una elevación del globo. Observad, también, la atención del emperador. Nos invita el tres de mayo.

—¿Por qué es una atención? —quiso saber Fitzfarris—. Será otro domingo cualquiera.

—Su majestad debe de dar por sentado que no querríamos abandonar el Prater hasta después del primero de mayo, que es el día de Santa Brígida y la ocasión más provechosa de toda nuestra estancia aquí. La fiesta de Santa Brígida se inicia con el Blumenkorso, el festival de las flores, y todos los vieneses vienen a desfilar por el Prater con sus mejores galas. Incluso la gente que nunca sale de la ciudad durante el resto del año se sentiría mezquina y desgraciada si no viniera aquí en dicha fiesta. Además es el día en que abren de nuevo para el verano todos los puestos y tenderetes del Wurstelprater. De modo que el primero de mayo haremos un estupendo negocio y el emperador tiene la atención de concedernos el día siguiente para los preparativos de la función de Schönbrunn. —Florian contempló satisfecho la tarjeta y añadió—: Creo que haré enmarcar este billet d’invitation y lo colgaré en mi oficina.

—Seguramente no lo ha escrito el emperador —dijo Pfeifer.

—No, claro que no. Lo ha escrito y firmado en su nombre algún chambelán de la corte, pero al final del mensaje el escribano ha añadido los cincuenta y seis títulos de Francisco José. Emperador de Austria, rey apostólico de Hungría, rey de Jerusalén, de Bohemia, de Dalmacia, etcétera. Algo digno de guardar como un tesoro, creo Yo. Ahora veamos. Tenemos cuatro semanas para preparar esta función especial. Monsieur Roulette, encárgate de que el Saratoga sea barnizado o pintado para que esté en perfecta forma. El resto trabajad en los nuevos números que tengáis pensados y dad un buen repaso a los antiguos.

El Florilegio había incorporado recientemente varios números nuevos a su programa de pista. Encontrar y comprar otro velocípedo no había sido ningún problema y Shadid Sarkioglu se había ofrecido a aprender a montarlo. No tardó en conseguirlo, y aunque el turco era demasiado alto y corpulento para hacer gala de la agilidad de Cecil, le resultaba muy fácil sostener a Daphne mientras hacía acrobacias sobre sus hombros, y cerraba el número con la misma temeridad al precipitarse por encima del alto manillar en el tanque de llamas. Daphne también realizaba sola una exhibición de patinaje sin hielo, hasta que Goesle encontró en algún lugar de la ciudad otro par de patines de madera. Florian quería darlos al Hanswurst o al Kesperle para que aprendieran a acompañar a Daphne, pero el miembro más reciente de la compañía, Jean-François Pemjean, le pidió que le permitiera usarlos para crear un número de índole totalmente nueva.

Pemjean, le Démon Débonnaire, fue quien ideó la mayoría de números nuevos del espectáculo, con la pequeña ayuda, no reacia sino nostálgica, del degradado Barnacle Bill, siempre que estaba lo bastante sobrio para prestarla. Pemjean decretó que Maximus era demasiado viejo para aprender trucos adicionales, pero enseñó con una rapidez casi mágica a los tres tigres a hacer todo lo que hacía el anciano león: sentarse, levantarse, saltar y hacerse el muerto. Así, en lo sucesivo, Maximus actuaría primero en su número de rutina, siempre apreciado por el público, que seguidamente se entusiasmaría aún más cuando Rajá, Rani y Siva entrasen para hacer lo mismo en un trío simultáneo, concluyendo con un salto en secuencia, uno después de otro, a través del aro en llamas.

Pemjean consiguió además hacer trabajar a los dos estúpidos e irascibles avestruces. Diseñó para ellos unos ligeros arneses y logró de algún modo que Hansel y Gretel se acostumbrasen a llevarlos. A partir de entonces, al principio y al final de todas las funciones, sacaban de su jaula a las dos voluminosas aves y las enganchaban al carro más ligero de la ménagerie —el de las hienas— para que diesen la vuelta a la pista en las grandes cabalgatas. Aunque torpes y sin gracia, no cabía duda de que añadían un atractivo a los espectáculos.

Sin embargo, el mayor éxito del Démon Débonnaire fue el que consiguió con los dos osos sirios. Barnacle Bill nunca había pasado de enseñar a Kewwy-dee a sostenerse sobre las patas traseras y chupar agua azucarada de la trompeta de juguete mientras un miembro de la banda producía su «música». Pemjean enseñó a Kewwy-dah, la osa, a levantarse sobre las patas traseras y sobre un par de patines para los que Goesle hizo botas especiales de lona. Entonces Pemjean propuso a Daphne que Kewwy-dah ocupara el lugar de su marido como su pareja en la pista de patinaje.

Monsieur Démon! —exclamó ella, horrorizada—. Debe usted de creer que estoy loca. ¿No es suficiente ser una grass widow[20] para que encima tenga que cavarme una tumba bajo la hierba?

—No tema, bella dama. Kewwy-dah estará demasiado ocupada manteniendo el equilibrio para pensar en darle un abrazo de osa. Además lleva bozal, tiene las uñas cortadas y yo estaré muy cerca. Usted se limita a cogerla por las patas, como si fuera una pareja de baile, y le da impulso para que gire al mismo ritmo que usted.

Fue necesaria mucha más persuasión, pero al final, valiente y aprensiva, Daphne lo intentó… y quedó tranquilizada, sorprendida y encantada con el resultado. Aunque era ella la responsable de todo el esfuerzo y la habilidad, el público tenía la impresión de que Kewwy-dah patinaba realmente por propia iniciativa, en línea recta, de lado y en círculo. Mientras tanto, a un lado, Kewwy-dee parecía ayudar a la banda con su trompeta en la interpretación de ¡Oh, Emma! ¡Vamos, Emma!, que era la música del número. Así pues, Daphne y todos los otros miembros del Florilegio, menos uno, prodigaban alabanzas a las contribuciones de Pemjean al programa.

—Ese Pavlo vuelve a comportarse como un loco —informó Magpie Maggie Hag a Edge en privado.

—Oh, Dios mío, ¿qué le ocurre ahora? Ya no anticipa el final de su actuación y no le he visto buscando espías entre el público.

—No, ahora está locamente celoso. Nunca lo estuvo cuando su número de los perros seguía a Barnacle Bill, pero ahora sigue al Démon Débonnaire y dice que este nuevo número de animales es tan bueno que sus perros parecen mansos y sosos en comparación.

—Bueno, quizá tenga razón. Puedo cambiar el orden del programa y adelantar la aparición de los Smodlaka.

—No sé —vaciló la gitana—. Pavlo tiene la idea de que el francés es una especie de auténtico demonio. Dice que Pemjean está siempre leyendo un libro, el mismo libro. Quizá un libro de brujería para que su número eclipse a todos los otros.

—Pavlo está loco, desde luego —suspiró Edge—, pero cambiaré el orden de su número para ver si esto le apacigua.

—Otra cosa —dijo Magpie Maggie Hag—. El Griego Glotón me vino a ver en secreto para pedir una medicina.

—¿Qué le ocurre a Spyros? ¿Y por qué en secreto?

—Porque está avergonzado de su dolencia. Le hice píldoras purificadoras y ungüento de genciana azul. Quizá le ayuden y quizá no. Pero no le dije de qué se trata. Es gonorrea o algo parecido.

—¿Una enfermedad pudenda? Diablos, en tal caso debería visitar a un médico de dolencias secretas. Hay muchos en Viena. ¿Por qué no se lo dijiste?

—Porque, que yo sepa, Spyros no va con otras mujeres. ¿Cómo lo ha cogido, entonces? Sólo con su esposa Meli.

—Oh, Dios mío. Sí, lo comprendo. ¿Dónde se habrá infectado ella? Siempre la había considerado casta y fiel. ¿Han acudido a ti otros hombres con la misma dolencia?

—No. Todos piden remedios para otras cosas. A Quincy Simms le duele la cabeza, Lunes Simms me importuna con sus peticiones de filtros amorosos, para que John Fitz la quiera más y deje de mirar a otras.

—Bueno, no puedo hacer nada para Lunes, pero toma, tengo estos polvos Dresser que usaba Autumn. Le aliviaban el dolor de cabeza. Dáselos a Quincy. En cuanto a Meli… si nadie más que su marido se queja de gonorrea…

—Algunos hombres no se quejan, sólo esperan a que se les pase. Como si tuvieran un resfriado. Hay hombres que la padecen a menudo y se ríen de ella.

—Lo más probable es que a Meli se lo haya contagiado un ricachón de las primeras filas. Y si es así, Spyros puede matarla. ¿Crees que puedes curarle sin que sospeche cuál es su enfermedad? —La gitana se encogió de hombros—. ¿Y podrías sostener una conversación de mujer a mujer con Meli?

—Seguramente no sabe que tiene gonorrea. La mujer no suele enterarse hasta que da a luz un niño ciego.

—Otra razón para que se lo digas, entonces. Y la cures. Haz lo que puedas, ¿quieres, Mag?

—Lo que pueda —dijo ella, encogiéndose otra vez de hombros y alejándose.

—Ah, coronel Ramrod —interpeló Florian, que pasaba por allí con Willi—. ¿Quieres venir al furgón rojo conmigo y el Chefpublizist Lothar?

En la oficina los tres encendieron cigarrillos y Florian les ofreció una copa de vino blanco que tenía un pálido matiz verdoso.

—Otra tradición vienesa, Zachary. El Heuriger, primer vino de la primavera, recién llegado de los viñedos de los bosques de Viena. De hecho yo siempre lo he encontrado algo áspero y poco satisfactorio, pero no hay que discutir las tradiciones.

—Tiene muy buen sabor —opinó Edge—. Quería preguntarle una cosa, director. Después de la función en palacio, ¿regresaremos al Prater o nos marcharemos a otro lugar?

—Nos marcharemos. Esto es lo que quería discutir entre nosotros tres. El día de Santa Brígida acudirá seguramente todo el público que aún no nos ha visto actuar, así que me imagino que podremos decir que hemos exprimido a Viena hasta el máximo. Ahora bien, podríamos volver a la carretera, pero no me atrae demasiado hacerlo. Durante esta larga estancia invernal muchos miembros de la compañía, en especial las mujeres, incluso los nómadas de las barracas, han convertido sus remolques en hogares casi permanentes. Sería un fastidio para ellos tener que recoger todos sus efectos, empaquetarlos y colocarlos bien atados para viajar por carretera. Además, nuestro destino es otra gran ciudad, Budapest, donde volveremos a instalarnos para una estancia prolongada. Creo que lo más cómodo para todos sería ir directamente y del modo que requiera menos esfuerzos y molestias. Por el río. Entramos en las barcazas con nuestros remolques y carromatos, por muy mal que hayamos hecho el equipaje, y desembarcamos en Budapest.

—Parece fácil y cómodo —dijo Edge—, pero ¿podemos fiarnos del río? Recuerde lo que hizo con Zanni.

—El Danubio es una corriente impetuosa sólo hasta aquí —explicó Willi—. A partir de Viena se ensancha y calma. No hay el menor riesgo. Un viaje agradable y con muy buenas vistas.

—Entonces estoy de acuerdo —contestó Edge—. El traslado será realmente mucho menos pesado.

—Todos de acuerdo. Bien —dijo Florian—. Willi, ¿te encargarás de las gestiones? Ve directamente a Budapest y alquila un terreno para un plazo largo. Si quieres llévate a Monsieur Roulette como compañía. Sólo aseguraos de estar de vuelta antes de la función en Schönbrunn. Y ya sea aquí o en Budapest, reservad tantas barcazas como estiméis necesarias.

—Será mejor hacerlo allí —observó Willi—. Buscaré en Budapest a un propietario de barcazas que traiga un cargamento a Viena y regrese allí de vacío. Estará encantado de acomodarnos y nos cobrará menos.

—Muy bien pensado. Ocúpate de ello.

El día de Santa Brígida el Prater estaba, en efecto, pese a su gran extensión, atestado de gente que paseaba a pie o en carruaje para lucir su nuevo vestuario primaveral o tomaba refrescos en los restaurantes recién abiertos o bailaba al son de las orquestas que ocupaban todos los quioscos de los parques o navegaban en pequeños barcos de velas polícromas por el meandro trazado por el Danubio entre la isla y la ciudad. Sin embargo, la mayoría de personas congregadas en el Wurstelprater se dedicaba a curiosear en torno a las mercancías y atracciones de los tenderetes, barracas de juego y diversiones mecánicas. Y tantas de entre ellas entraban en el recinto del circo que el Florilegio podría haber dado aquel día cuatro o cinco funciones —si los artistas y los animales hubieran sido capaces de resistirlo— y registrar un lleno cada vez. De hecho, las dos funciones que se representaron fueron más largas que de costumbre a causa del entusiasmo de los asistentes, que exigieron de cada uno de los artistas más bises y saludos que nunca.

Y al día siguiente toda la compañía circense tuvo que trabajar todavía más. Los peones desmontaron la carpa y las graderías, la tienda de la ménagerie y el anexo; los artistas amontonaron en los furgones sus trajes, accesorios y atrezos; los cuidadores engalanaron sus animales. El domingo por la mañana casi toda la caravana del circo, excepto los remolques y vehículos de los dueños de las barracas, llevaron a los artistas, los músicos, las chicas del Schuhplattler y la mayoría de peones hacia el puente Rotunden. Esta vez la caravana no tuvo que sortear las calles todavía en obras del casco antiguo, sino que atravesó directamente los barrios comerciales y residenciales hasta que llegó a zonas más suburbanas y por fin a la alta y puntiaguda verja de hierro forjado que rodeaba los terrenos de Schönbrunn y se extendía en la distancia hasta lo que parecía ser el infinito.

Florian, con Daphne Wheeler a su lado en el brillante carruaje negro, condujo orgullosamente la procesión hacia una de las grandes puertas de hierro forjado de aquella verja interminable. Enseñó la tarjeta de invitación a los centinelas —hombres de la guardia de honor húngara que llevaban capas con rayas de tigre sobre guerreras rojas cubiertas de adornos plateados— y ellos abrieron las puertas de par en par. La caravana siguió durante por lo menos media hora por una avenida de grava ligeramente sinuosa bajo las ramas entrelazadas de inmensos y vetustos árboles, entre prados aterciopelados, plácidos estanques y pequeñas cascadas, en torno a parterres de tulipanes, junquillos, narcisos y lilas, entre densos y verdes setos altos como casas, perfectamente recortados, con nichos a intervalos regulares que albergaban desnudas estatuas de mármol de todos los dioses y diosas de la antigüedad y junto a un pequeño valle que contenía las ruinas cubiertas de hiedra de lo que parecía un antiguo templo romano, todo él columnas y arcos desmoronados.

—¿Cuántos años deben de tener estas ruinas? —preguntó Daphne con respetuosa admiración.

—Menos de un siglo, en realidad —respondió Florian—. Es un capricho. El arquitecto de jardines ya lo construyó en ruinas, de una antigüedad artificial.

La avenida desembocó en un inmenso rectángulo abierto de césped y parterres, de varias hectáreas de extensión, con setos de una altura de tres pisos y más estatuas en las esquinas. Numerosos pavos reales se paseaban por la hierba, emitiendo chillidos de vez en cuando. Un extremo del rectángulo estaba cerrado por la fachada color crema de cuatro pisos y cien ventanas del gran palacio. En el otro extremo, a casi medio kilómetro de distancia, había una fuente ancha como el palacio en la que Neptunos y náyades de piedra jugaban en una cascada que caía desde una montaña artificial de rocas que formaban terrazas y muros a un estanque lo bastante grande para dar cabida a un buque de buen tamaño. Detrás de la fuente continuaban los prados, pero ondulándose hacia una colina en cuya cumbre se veía otro edificio, una estructura de arcos y columnas coronada por una águila de piedra con las alas extendidas.

—¡Qué maravilla! —dijo Yount a Agnete—. ¡Esto supera incluso el parque del rey de Italia!

Florian empezó a dar órdenes inmediatamente.

—Señor Goesle, Pana Banat, nos instalaremos en esta zona del prado. La carpa más próxima al palacio y la ménagerie en el extremo más alejado. No montéis los retretes. Y tened cuidado de no pisar las flores. Herr Beck, sugiero que te lleves el órgano de vapor a la colina, para que no destroce las ventanas de palacio. Llevad también la carreta del globo y los generadores a la cumbre de la colina. Creo que hará un efecto muy bello elevar el Saratoga enfrente de la glorieta. —Indicó la estructura coronada por el águila—. Después, cuando Monsieur Roulette descienda podrá aterrizar aquí, entre los espectadores reales, lo cual dará más realce al efecto de la desaparición y reaparición de la chica.

—¿La glorieta? —preguntó Edge, mirando hacia la colina—. El nombre suena como un diminutivo, pero ese edificio me parece bastante impresionante.

—La emperatriz María Teresa lo hizo levantar allí —explicó Willi Lothar—. En una guerra con Prusia durante su reinado, los austríacos sólo ganaron una batalla y ése es el monumento a dicha victoria. Pero María Teresa tenía sentido del humor. Dijo que como sólo había sido una pequeña batalla y una pequeña victoria, llamaría al monumento «pequeña gloria». ¡Ah! Por ahí viene su majestad.

Francisco José salió por una de las puertas de palacio, vestido sencillamente con chaqueta y bombachos de loden, más parecido a uno de sus guardabosques que a un emperador. Era un hombre esbelto de la misma edad de Edge y era evidente que se había dejado crecer el tupido bigote y las patillas para dar anchura a una cara muy estrecha y falta de expresión. Le acompañaban dos niños, también vestidos con sencillez, la princesa Gisela, una adolescente regordeta y sonrosada, y el príncipe heredero Rudolf, pálido y nervioso. Iban sin guardia, sólo con algunos cortesanos uniformados y sirvientes con librea.

Willi y Florian se apresuraron a saludar e inclinarse ante su majestad y sus altezas reales. Luego Florian presentó a «die meinige Zirkushauptpersonen» —Edge, Fitzfarris, Goesle y Beck—, que también consiguieron hacer reverencias pasables. Mientras los cuatro y Florian continuaban la supervisión del montaje, Willi se quedó con el grupo real, que fue paseando para observar con interés todos los movimientos de los eslovacos que levantaban las tres tiendas. Francisco José, como un padre cualquiera, se dirigía con frecuencia a sus hijos para llamar su atención hacia algún detalle instructivo de la operación.

Los otros miembros del circo los miraban con curiosidad, pero discretamente, y Clover Lee dijo:

—Es un desengaño no ver a la hermosa emperatriz.

—Debe de estar otra vez de viaje —contestó Maurice—. Sería una falta de tacto mencionarla.

—Para ser una familia reducida —dijo Agnete—, tienen una casa muy grande.

—Mi querida muchacha —observó Pfeifer—, la familia sólo ocupa unas sesenta habitaciones. La otras mil cuatrocientas son para los miembros de la corte y todos los sirvientes que necesitan.

El grupo real permaneció en el circo para contemplar incluso la colocación de las graderías en la carpa y la instalación de los animales en la tienda de la ménagerie. Entonces Francisco José fue personalmente a estrechar la mano de Florian y decirle: «Es hat mich sehr gefreut» antes de dirigirse de nuevo al palacio con su séquito. Un cortesano se quedó rezagado y dijo a Florian en inglés:

—Soy el conde Georg Stockau, ayudante del maestro de ceremonias de su majestad imperial. Ya sabe que el espectáculo debe dar comienzo a las tres. ¿Cuánto durará?

—Unas tres horas, Eure Hoheit. Una hora de función, después un intermedio durante el cual todos podrán contemplar la elevación del globo y ver el espectáculo complementario und so weiter. Y seguidamente otra hora de función.

Sehr gut. Su majestad imperial invita graciosamente a cenar a toda su compañía, así que advertiré al Küchenchef que se sirva la cena a las siete. Los obreros cenarán en las cocinas, naturalmente. Los caballeros de la compañía en el salón Vieux-Laque, conmigo a la cabecera de la mesa. Las damas artistas en el salón Azul Chino, con la condesa Mathilde Apponyi. La condesa y yo hablamos inglés, además de otras lenguas, si es necesario. Usted y su barón Lothar von Wittelsbach y sus cuatro subordinados cenarán con el propio emperador en el Konspirationstafelstube. Usted se sentará a la derecha de su majestad y Wittelsbach a su izquierda. La princesa Caroline von und zu Liechtenstein se sentará enfrente de usted. La condesa Marie Larisch enfrente del barón. Todo muy informal, claro.

—Claro —dijo Florian con voz débil.

—No se espera traje de etiqueta de ninguno de ustedes, por falta de previo aviso.

—Nos sentimos inestimablemente honrados por el favor y la consideración de su majestad, Eure Hoheit.

Cuando los miembros de la realeza y la nobleza salieron del palacio y cruzaron el prado en dirección a la carpa, el emperador daba la pauta de la «informalidad» de la ocasión. Aunque ahora vestía un uniforme impecable de guerrera blanca y pantalones rojos, con gran abundancia de galones dorados, llevaba sólo una de sus condecoraciones: la banda roja y verde de la Orden de San Esteban. Y el pequeño príncipe heredero Rudolf lucía una versión en miniatura del uniforme de su padre, con sólo la cadena de la Orden del Vellón de Oro. En cambio los cortesanos varones y altos oficiales del ejército llevaban uniformes de gala —rosa y azul pálido los húsares, verde plateado los Rifles Tiroleses, granate y oro la Guardia de Arqueros— y casi podía decirse que iban con coraza por la cantidad de medallas que pendían de sus pechos. Las damas estaban igualmente deslumbradoras con vestidos de crinolette en seda, tafetán y brocado. Los numerosos niños de la corte no llevaban pantalones cortos o infantiles pantalettes, sino réplicas a escala de las galas de sus padres. Cuando el público se hubo acomodado en la carpa —tan numeroso que llenaba casi la mitad de su aforo, las primeras filas de graderías ocupadas sin queja por las personas de menos rango— resplandecía incluso más que los trajes de lentejuelas de los artistas.

Todos se pusieron en pie y los oficiales se cuadraron y Francisco José y Rudolf inclinaron humildemente la cabeza cuando la banda de Beck abrió el programa tocando el himno Dios salve a nuestro emperador, acompañado en la distancia pero muy audiblemente por el órgano de vapor desde la colina. Abdullah había llevado antes ala pista a los dos elefantes que, con las trompas enroscadas hacia arriba, saludaron también al hombre y al muchacho que ocupaban los asientos de honor. Después, sin embargo, todos se relajaron y el augusto público aplaudió a las bailarinas y la cabalgata inicial y todas las actuaciones subsiguientes con tanto alboroto como cualquier público de plebeyos.

El espectáculo se desarrolló con la precisión de un mecanismo de relojería, suavemente y sin el menor percance. En el intermedio el Saratoga se elevó majestuoso desde la glorieta y bailó un vals lento en el cielo. Tras la desaparición de Fräulein Simms, Fitzfarris presentó su espectáculo complementario, y a continuación, ante muchos hombres y no pocas mujeres, su tableau vivant de la Amazona y Fafnir. Magpie Maggie Hag iba de un lado a otro leyendo las palmas de Prinzessinnen y Grafinnen y Baroninnen, prometiendo a todas las damas una vida de felicidad, amor y riqueza. El globo descendió sobre el circo con la ligereza de un plumón y Fräulein Simms reapareció ante el asombro y el aplauso general. Se reanudó el programa de pista, que también se desarrolló a la perfección, concluyendo con la interpretación del himno. Entonces, mientras el público regresaba al palacio, charlando y riendo, los artistas se dirigieron en tropel al furgón vestidor, todos ansiosos por vestir sus mejores galas, y al ver tanta aglomeración Florian dijo a Dai Goesle:

—Toma nota, maestro velero, de que necesitamos pronto dos nuevas tiendas, una como vestidor de hombres y otra de mujeres.

Cuando todos se hubieron engalanado —aunque con modestia para sus anfitriones—, el maestro de ceremonias adjunto se presentó para conducirlos a palacio. Atravesaron, estirando el cuello y mirando como patanes, la gran sala de los Espejos, donde la alta y larga pared frente a los ventanales era un espejo ininterrumpido que daba a la sala el aspecto de ser doblemente espaciosa de lo que era y una imagen doble de todas las arañas de cristal y ninfas doradas que sostenían candelabros. Carl Beck cruzó el salón haciendo genuflexiones a cada paso, que explicó con voz ahogada:

—Ser aquí donde el joven Mozart dio su primer recital en la corte.

Quincy Simms, más práctico, preguntó sin dirigirse a nadie en particular:

—¿Qué nos darán para comer? Huelo a pella frita.

—Tocino salado —tradujo Rouleau—. Comida de negros.

—Alí Babá, es imposible que huelas a tal cosa —dijo Florian—. Porque las cocinas de todos los palacios de Europa están en edificios separados, precisamente para que los olores y el humo no puedan llegar hasta aquí Y para alejar a las moscas y cualquier riesgo de incendio.

Todas las habitaciones de palacio estaban llenas de obras de arte —estatuas, bustos, tapices, pinturas—, la mayoría de las cuales representaban a miembros de la familia real, desde María Teresa hasta los ocupantes actuales. Zachary Edge no entendía nada sobre arte ni era especialmente sensible a él, pero había algo en una serie de retratos y bustos que le daba la extraña sensación de haberlos visto antes. Habría preguntado acerca de ellos a su acompañante, pero el conde ofrecía cortésmente un comentario sobre los aposentos por los que conducía a los diversos grupos de artistas.

Meine Damen, ustedes cenarán aquí en el salón Azul Chino.

Las invito a dedicar su atención a las escenas de la vida china en los paneles de papel mural. Las figuras de los hombres y mujeres están pintadas con pintura fosforescente, de modo que cuando el salón se oscurezca y los criados traigan velas, verán resplandecer esas figuras y dar la impresión de que se mueven.

Al entrar con los artistas masculinos en una estancia de paneles tan brillantes que producían reflejos casi tan luminosos como la sala de los Espejos, comentó:

Meine Herren, les ruego que observen la perfección de este salón Vieux Laque. Cada uno de estos paneles se hizo a bordo de un barco, en alta mar, para que ni una mota de polvo pudiera deteriorar la inmaculada calidad de la laca.

La última sala —a la que condujo a Florian, Willi, Edge, Beck, Goesle y Fitzfarris— era la más pequeña que habían visto, aunque no de dimensiones reducidas, y tenía forma ovalada; allí el conde pareció no tener ningún comentario que hacer. Pero Fitzfarris sí lo hizo, cuando Stockau los hubo dejado solos:

—Todas las otras habitaciones tenían una mesa de comedor. En ésta sólo hay sillas. ¿Tendremos que comer con los platos sobre las rodillas?

—Tú esperar —dijo Beck—. Yo oír sobre esta habitación que en ella María Teresa cenar en secreto con sus consejeros y ni los sirvientes poder entrar.

En aquel momento entró Francisco José con media docena de mujeres, la mayoría jóvenes y bellas. Cuando la condesa Larisch se presentó a sí misma y a las otras damas en inglés, el emperador tiró gravemente de un cordón. Las presentaciones fueron interrumpidas por un chirrido. Una parte del suelo de parquet empezó a deslizarse lentamente, casi llevándose a Dai Goesle, que se apartó a un lado. Del fondo de esta considerable abertura en el suelo se elevó lenta y majestuosamente una mesa con mantel de damasco que contenía todo lo necesario para cenar: servilletas, porcelana, cristal y bandejas con una sabrosa y humeante cena. Hubo exclamaciones y un aplauso general, y el rostro habitualmente impasible de Francisco José se permitió una pequeña sonrisa.

Los hombres acercaron las sillas de la pared y se sentaron, después acomodar a las damas, por el orden que había especificado el conde Stockau, y todos empezaron a comer inmediatamente porque, al haberse servido los siete platos al mismo tiempo, la sopa tenía que tomarse con rapidez antes de que se enfriara el resto de la cena. De hecho, según acordaron más tarde los seis hombres del circo, no fue una comida muy memorable ni muy estimulante. El único vino servido fue el barato Heuriger que cualquier vagabundo podía estar bebiendo en una taberna del Wienerwald. Y como el emperador sólo bebía agua helada, los demás se sintieron obligados a limitar su consumición del ligero vino. La pièce de résistance de la cena fue el vulgar Backhendl, un pollo asado que aparecía sin duda este domingo en todas las mesas de los ciudadanos austríacos, como todos los domingos del año.

La conversación fue asimismo bastante sosa. Florian, Willi y Beck pudieron conversar en alemán y Edge descubrió que él y la dama de enfrente, la joven y bastante bonita Baronin Helene Vetsera, sabían el francés suficiente para intercambiar banalidades. Pero Goesle y Fitzfarris sólo sabían inglés y sus parejas femeninas conocían poco esta lengua. En cualquier caso, la taciturnidad de su majestad imperial no animaba a la charla. En las ocasiones en que se decidió a hablar, lo hizo casi por ventriloquia, dirigiendo sus observaciones a la princesa de Liechtenstein para que las tradujera.

Lo primero que dijo fue:

Wie gesagt, es war schön, der Zirkus. Es hat mich sehr gefreut.

La princesa lo dijo a los demás:

—Su majestad desea hacerles saber que su circo es hermoso. Le ha gustado mucho.

Besten Dank, Eure Majestät —contestó Florian.

Al cabo de un rato, el emperador dijo a la princesa:

Dieser Herr Florian wird Zukunft haben.

Schönen Dank, Eure Majestät —agradeció Florian sin esperar la traducción. Y más tarde confió a sus colegas—: Supongo que era un cumplido… decirme a mi avanzada edad que «tengo un futuro». El emperador carece totalmente de ingenio o sentido del humor, por lo que dudo de que fuera un sarcasmo. Pero juro que no recuerdo haberle oído hacer una sola observación más durante toda la cena.

«Bueno, de todos modos —pensó Edge cuando el aburrimiento tocó a su fin y todos se levantaron y Francisco José volvió a tirar del cordón y la mesa llena de sobras y huesos descarnados descendió a las profundidades y el suelo se cerró de nuevo— si algún día regreso a Hart’s Bottom seré el único que podrá alardear de haber cenado con un emperador. Aunque nadie me creerá. Diablos, es probable que en Hart’s Bottom nadie sepa siquiera qué es un emperador».

Todos los invitados se reunieron en la sala de los Espejos y un lacayo con librea llevó una bandeja repleta de la cual Francisco José cogió un obsequio para cada uno de los artistas en recuerdo de la ocasión: para las mujeres diminutos bolsos de noche y para los hombres carteras de bolsillo, todos con las armas imperiales bordadas en el exquisito petit-point vienés. Dando las gracias en sus diversas lenguas, los hombres se inclinaron y las mujeres hicieron reverencias, algunas de ellas tambaleándose un poco, ya que los que habían cenado con personajes inferiores habían bebido por lo visto sin inhibiciones el vino y otros licores más fuertes. Entonces el conde Stockau acompañó a los invitados hasta el recinto del circo.

Encontraron a los eslovacos completamente borrachos; la cena en las cocinas debió de ser más festiva. Sin embargo, Florian les ordenó desmontar, cuando fueran capaces de ello, bajo la supervisión de Goesle y Beck, sobrios a su pesar. Luego se llevó el carruaje y tres remolques para pasear a los artistas por las calles de medianoche. Como si el paseo fuese una excursión en trineo, varios de los pasajeros se pusieron a cantar, algunos roncaron y otros —Maurice y Nella, Obie y Agnete— se abrazaron, riendo, mientras Lunes intentaba que Fitzfarris los imitase y François Pemjean trataba de hacer lo mismo con Daphne Wheeler, con más éxito.

Florian dijo a Edge, que ahora iba con él en el carruaje:

—Las barcazas de Budapest están descargando su mercancía y podrán admitirnos a bordo pasado mañana.

—¿Cuánto durará este viaje, director?

—Bueno… creo que la mitad de un día, la noche y el día siguiente.

—¿Sólo eso? —preguntó Edge, un poco sorprendido.

—Es que navegaremos a favor de la corriente y nos ayudará un remolcador de vapor. Sólo hay doscientos cuarenta kilómetros de aquí a Budapest.

Edge comentó, pensativo:

—Una distancia no superior a la que media entre Hart’s Bottom y Winchester en Virginia. Supongo que sigo siendo un pueblerino. Aún me imagino que las capitales europeas están muy alejadas una de otra.

El carruaje y el primer carromato llegaron al Wurstelprater un poco antes que los otros dos. Los que se apearon de dicho carromato, un poco tambaleantes, fueron Magpie Maggie Hag, la familia Smodlaka y las chicas del Schuhplattler, Jean-François Pemjean y Daphne Wheeler. Pavlo Smodlaka no estaba tan ebrio como para no advertir que Pemjean acompañó a Daphne a su remolque, donde, después de muchas risitas delante de la puerta, entraron juntos. Pavlo susurró para sus adentros: «Ajá».

Dejó que su mujer y sus hijos encontraran en la oscuridad el camino a su propio remolque y él se escabulló hacia el que compartía Pemjean con los payasos Notkin y Spenz, que aún no habían llegado. Había una linterna encendida, colgada de un clavo sobre la puerta, y Pavlo la cogió y entró con ella para buscar un libro que no tardó en hallar; estaba abierto sobre una de las literas, como si Pemjean lo acabara de leer. Pavlo miró la cubierta, cerrando un ojo para no verla doble. Aun así, le costó un poco leer el título, porque estaba en inglés. Repitió, esta vez triunfalmente «¡Ajá!» y salió corriendo con el libro.

En el remolque de Daphne —en la oscuridad, porque no habían perdido tiempo en encender una lámpara o una vela—, ella y Pemjean ya se habían desnudado y abrazado. Durante un rato reinó el silencio, excepto los suaves sonidos de caricias y besos, pero de repente la litera sufrió una sacudida y Daphne profirió un pequeño grito.

—¡Eh! Dios mío, Jean, ¿qué haces?

Aïe, ma chère, ¿lo hago mal?

—¿Mal? ¡Vaya pregunta! ¡Lo que haces es espantoso!

Hélàs. Entonces déjame intentarlo desde esta direc…

—¡Deténte! —Se oyó un ruido cuando ella se cubrió con las sábanas—. ¡Lo que haces es repugnante! ¡Inmoral! ¡Inaudito! ¡Obsceno! ¡Tiene que ser griego!

Ma foi, yo sólo intentaba…

—¡Nunca imaginé que serías un pervertido! —Y añadió, un poco para sí misma—: Debo preguntar a madame Hag bajo qué mala estrella nací para atraer sólo a degenerados…

Mais, chérie, creía que te gustaban… bueno, esas cosas.

—¡Horror de los horrores! ¿Me tomas por una pervertida? ¿De dónde has sacado semejante idea?

Eh bien… a tu marido le gustaban.

¿Qué? —Todo el remolque tembló y crujió cuando ella le apartó de sí violentamente—. ¡Sal de aquí, sapo asqueroso!

—Sólo pretendía complacerte. De bonne foi, chérie.

—¡Vístete y lárgate de aquí!

—¿Lo ve, Gospodja Hag? —preguntó Pavlo, excitado, echándole encima el aliento de brandy y agitando el libro contra su cara—. Lo que le he dicho: el francés es un koldunya, un hechicero, quizá un vampiro. Mire este libro de brujería zabranjeno. Yo, incluso yo, puedo leer su terrible título: El libro de… cono-cimientos… se-cretos. ¿Lo ve? Tenía razón al sospechar.

La gitana gruñó y le arrebató el libro. Lo acercó a la vela y leyó el título en voz alta con más fluidez y entero:

El libro de conocimientos y consejos secretos, de la mayor importancia para los individuos en la detección y cura de cierta enfermedad que, desatendida o indebidamente tratada, acarrea las consecuencias más terribles para la constitución humana. Charva! Estúpido dálmata, esto no tiene nada que ver con la brujería. Sólo es… un libro médico.

Pero Pavlo sólo había comprendido una frase, que ahora repitió con fruición:

—Cierta enfermedad, ¿eh? ¡Ajá!

—Toma, imbécil, devuelve este libro antes de que lo echen de menos. Y deja de husmear, curiosear y robar lo que no te importa.

Da, Gospodja Hag —dijo mansamente Pavlo—. Perdón por la molestia.

Dejó el libro donde lo había encontrado y se alejó de allí, minutos antes de que el desgreñado y decepcionado Pemjean volviera gruñendo a su propia cama.