Autumn dijo, con un poco de tristeza:
—Este es el último lugar, Zachary, donde podré pavonearme y alardear de ser tu experto guía turístico. —Se hallaban en el campanario norte, azotado por el viento, de la catedral de San Esteban—. El príncipe Metternich dijo una vez que al este de la Landstrasse comienzan los Balcanes. La Landstrasse es aquella calle que puedes ver junto al Stadtpark. Algunos afirman que dijo: «Allí empieza Asia». En cualquier caso, nunca he estado al este de Viena, de modo que dondequiera que vayamos ahora será tan nuevo y desconocido para mí como para ti.
—Bueno, lo has hecho muy bien hasta ahora y me has enseñado mucho —respondió Edge—, así que continúa. Pavonéate. Alardea. Enséñame cosas.
Mientras daban la vuelta al balcón del campanario, ella señaló el distante palacio de Belvedere y la fábrica de pianos Bósendorfer, el antiguo monumento levantado en agradecimiento por el final de la gran plaga y el grupo de magníficos palacios cuyo centro era el Hofburg, el palacio del emperador.
—Hay un lugar sobresaliente en Viena —dijo Edge— del que han oído hablar incluso los toscos soldados de caballería como yo. ¿Podemos verlo desde aquí? La Escuela Española de Equitación. Me gustaría muchísimo visitarla.
—Es uno de los edificios que rodean el Hofburg. Propiamente es la Real Academia de Equitación de Invierno. La gente la llama española sólo porque su raza especial de caballos tuvo su origen en España. Como ves, tu guía ya vuelve a alardear. Pero nunca he estado allí. Muy pocos plebeyos la han visitado. Lo siento, querido, pero los caballos sólo son montados por oficiales con título del ejército imperial. E incluso la galería de espectadores está reservada para miembros de la realeza y la nobleza, o para invitados especiales del emperador con su autorización expresa.
—Maldita sea —gruñó Edge, decepcionado. Pero en seguida se animó—. Ajá, me olvidaba. Tenemos nuestro propio noble residente.
Y cuando él y Autumn volvieron al circo, buscó a Willi Lothar y le pidió un favor.
—Bueno —respondió Willi—, conseguir tu Eintritt debería ser más fácil que lo que estoy gestionando ahora: la función para la realeza. Veré qué puedo hacer.
—Cinco entradas, si puedes —dijo Edge—. Para mí, Autumn, Obie Yount, Clover Lee y Lunes Simms.
Aquella noche era la función especial para los invitados a la boda de los mendigos, y en contra de lo que esperaba la mayoría de artistas, el público no tenía en absoluto un aspecto ramplón. Las personas que entraban en la carpa —alegre pero no tumultuosamente— iban tan bien vestidas como cualquier público burgués que asistiera a una ópera. Entre las figuras principales, el novio tenía una pierna de palo, pero la novia estaba entera y era bastante bonita, así como los padres, el padrino y la dama de honor y los más o menos doscientos invitados mendigos, de los cuales sólo una parte relativamente pequeña sufría alguna deformación o mutilación. Varios hombres sin piernas entraron sobre pequeñas plataformas con ruedas y algunos leprosos tuvieron que hacerlo en brazos de otras personas, pero incluso ellos vestían sus cuerpos inválidos con ropas elegantes y parecían disfrutar de la ocasión como todos sus colegas.
—Diablos —dijo Fitzfarris—, creía que esta noche habría aquí más monstruos que en todo el Wurstelprater y quizá algunos aptos para reclutar, pero ninguno de éstos me parece material de exhibición.
—Tengo entendido que el novio perdió la pierna en la última guerra —explicó Florian— y el gobierno, agradecido, le concedió el lugar para pedir limosna en el Museo Albertina en vez de una pensión. Es probable que la mayoría de antiguos mendigos obtuvieran sus puestos permanentes de un modo parecido, pero ahora estás viendo a sus herederos, hijos y nietos, casi todos sanos y verdaderos mendigos profesionales. Es de suponer que los pocos lisiados son, como el novio, nuevos en la profesión.
El jefe de orquesta Beck y su banda, ahora muy aumentada, ofrecieron una lírica versión de la Marcha nupcial —que esta vez no era una señal de calamidad— mientras los invitados tomaban asiento o, si no podían sentarse, encontraban lugares cómodos donde apoyarse o ponerse en cuclillas. A continuación la banda tocó la obertura del Schuhplattler y el cuerpo de bailarinas de sir John ejecutó su enérgica danza con palmadas en los muslos y todos los mendigos dotados de manos aplaudieron felices al son de la música. Por último Beck dirigió su juguetona versión de Greensleeves y dio comienzo la gran cabalgata.
El público de la noche llenaba apenas una quinta parte de la carpa pero, quizá porque se componía de una especie de artistas profesionales, aplaudió cada número con tanto ruido como se hubiera oído en un lleno total, y los espectadores dotados de pies hicieron con ellos el mismo bullicio. En el intermedio, a fin de ahorrar a los inválidos la molestia de salir a la avenida, Florian pidió a todos que permanecieran sentados y el espectáculo complementario se presentó en la pista. Más tarde, después de la cabalgata final, Florian indicó nuevamente al público que esperase y sir John llevó por primera vez a la carpa a Meli y la pitón para que representaran allí su tableau vivant. También era la primera vez que actuaban ante un público femenino en un cincuenta por ciento, pero no hubo ninguna queja; las mujeres silbaron y gritaron palabras tan obscenas como los hombres.
Entonces llegaron al recinto del circo los furgones calientes o fríos del Jardín de Sacher. Una multitud de camareros vestidos de frac llevaron y juntaron inmensas mesas de caballete dentro y alrededor de la pista y las cubrieron con níveos manteles de hilo, platos de porcelana y cubiertos de plata. Seguidamente empezaron a colocar las bandejas de comida, estilo buffet, para que los invitados se sirvieran, pero había tanta abundancia que los camareros la sacaron por platos, siendo el primero ostras sobre un lecho de hielo. La gente del circo se mantuvo aparte, por supuesto, hasta que los mendigos hubieron llenado sus platos y los de sus colegas que no llegaban a las mesas, pero sobró mucha comida para todos los miembros de la compañía y del equipo. Mientras se comían las ostras, los camareros llevaron a las mesas grandes soperas de caliente sopa de tortuga.
—Dios Todopoderoso —dijo Mullenax al ver la sucesión de platos: langosta à l’Armoricaine, truite au bleu con salsa veneciana—, si los mendigos locales comen así, ¿qué comerán los burgueses?
—Ach, esto es probablemente una ocasión única en su vida —observó Jörg Pfeifer—. En general, si cenan fuera, es en el Schmauswaberl.
—¿El vertedero de basura?
—Bueno, no del todo. Es un restaurante en una callejuela, un almacén, en realidad, fundado en su tiempo para servir las comidas más baratas posible a los estudiantes locales, y su carta consiste exclusivamente en las sobras de las cocinas imperiales del Hofburg.
Pero en estos momentos las soberbias viandas continuaban llegando: codornices estofadas, pollo a la francesa, ensaladas, cuatro vinos diferentes —Chablis, Lafite-Rothschild, champaña Röderer, Sherry Supérieure— y compotas, helados, puré de castañas, tortas Sacher y otros pasteles cubiertos de Schlagober, café, un surtido de quesos y frutas…
Cuando todos —literalmente todos los miembros del circo y de su público— habían comido hasta saciarse, uno de los mendigos más robustos se arrastró como un pato hasta el centro de la pista. Eructo, levantó los brazos, marcó el compás y todos los mendigos entonaron una melodía que era a todas luces un canto de agradecimiento hacia los anfitriones, pues había sido elegida para que gustase a los «americanos confederados»:
¡Oh, Susannah! O weine nícht um mich!
Bum-bum Beck envió corriendo al estrado a sus músicos para que cogieran los instrumentos y acompañaran al tumulto de voces:
Denn ich komm von Alabama,
Bring meine Banjo für mich…
—Es el tributo más bello que hemos recibido jamás —dijo Florian mientras los mendigos se acercaban, los que podían acercarse y los que tenían manos, para estrechar la mano de todos los componentes del Florilegio y expresar su más ferviente gratitud por el espectáculo—. Probablemente —añadió Florian— el tributo más sentido que recibiremos jamás de los ricos y poderosos.
Al día siguiente Willi Lothar entregó a Edge cinco invitaciones fileteadas en oro, densamente grabadas con letras góticas.
—Tus entradas para la Sala de Exhibiciones de la Academia de Equitación —dijo—. Las he obtenido del Graf Von Welden, pero no con tanta familiaridad como había pensado. Después de enviarle mi tarjeta, el maldito esnob me hizo esperar durante dos horas en su antesala como un vulgar solicitante antes de condescender en recibirme.
—Bueno, pues muchas gracias por tomarte tantas molestias.
Willi rió, divertido.
—Oh, me he vengado de la afrenta. En la antesala había un loro en una jaula y pasé el rato enseñándole a repetir todas las palabras sucias que sé en todas las lenguas que conozco. Espero que os guste la exhibición.
Así aquella tarde Edge, Autumn, el ex sargento de caballería Yount y las équestriennes Clover Lee y Lunes se sentaron entre un grupo de espectadores presumiblemente nobles en la galería de columnas que dominaba la media hectárea de pista de casca, mientras una orquesta de cuerda tocaba en la logia y ocho oficiales con magníficos uniformes guiaban a sus ocho magníficos sementales a través de una serie de extraordinarios pasos.
Inmediatamente después de entrar, los jinetes levantaron con reverencia sus bicornios hacia el palco imperial vacío de la galería.
—No saludan al emperador actual —murmuró a los otros Autumn— sino que rinden homenaje al emperador Karl, que fundó la academia hace unos ciento cincuenta años. Ahora… ya os he dicho absolutamente todo lo que sé sobre el espectáculo. A partir de este momento tendréis que explicármelo los de caballería y las amazonas. Por ejemplo, pensaba que todos los caballos Lippizanos eran blancos y veo que algunos de éstos son plateados o gris pálido.
—Pocos caballos nacen blancos, miss Autumn —murmuró Yount—. Por lo que he oído decir, éstos nacen de color gris y tardan de seis a ocho años en pasar del color de humo al blanco puro. Así que los menos claros son los más jóvenes.
Mientras la orquesta tocaba valses, minués, fragmentos de ballets, gavotas y carruseles, los ocho caballos iban al paso, al trote o a medio galope formando intrincadas figuras con una perfección tal, que cada caballo y jinete parecía la imagen reflejada de los otros. A veces los caballos cruzaban las manos y bailaban de lado; otras daban una especie de paso alto que era casi un brinco. Cualquiera que fuese el baile, siempre que dos o cuatro o los ocho caballos a la vez se encontraban era en un punto geométricamente preciso de la arena rectangular.
—Mira cómo marcan el paso —susurró admirada Clover Lee—. Si los observas bien, es una especie de doble acción muy suave. Primero posan el casco y luego pisan con todo el peso del semental. Y lo hacen a cualquier paso, lento o rápido, cuando un caballo corriente avanzaría con torpeza. Lunes, ¿te fijas?
—Sí, me fijo —respondió Lunes en tono arisco. Parecía tan seria que Edge se abstuvo de preguntarle qué le ocurría.
En un estudio de techo alto y numerosas ventanas, aireado y luminoso de la Marxergasse, Fitzfarris decía:
—Sus pinturas son realmente bellas, Fräulein Blau. No hablo como experto, pero admito que su masculina amiga tenía razón.
—¿Masculina? No es un marimacho, si se refiere a eso. Bertha intenta simplemente ser brusca, ceñuda y nada femenina para que sus ideas y opiniones sean tomadas en serio como las de un hombre.
—Bueno, su opinión del trabajo de usted es acertado. Ojalá pudiera comprar unas de estas pinturas… aunque son… enormes. Y yo vivo en un pequeño remolque. De todos modos, ¿cuánto cobra por ellas?
—Por la que está mirando ahora, Nachthimmel, cien coronas de oro.
Fitz tragó saliva y la miró con fijeza.
—Más de lo que costó el remolque.
—Mire —dijo ella con voz dulce y con los ojos violetas suaves como el terciopelo—, este pequeño dibujo al carbón de un único clavel de tamaño natural. Es lo bastante pequeño para caber en su vehículo. Y no es caro.
—Es bellísimo, Fräulein Blau, pero…
—Llámeme Tina.
—Ejem, Tina… el dibujo… ¿cuánto vale?
—Lo que usted desee darme. —Esbozó una deliciosa sonrisa—. Cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa?
—Cualquier cosa.
—¿Te fijas bien, Lunes? —insistió Clover Lee—. Lo que hace ahora ese semental se llama «aires sobre el suelo». Mi madre me lo contó todo sobre… —Se interrumpió—. Mírale ahora. Esto es la levade. El caballo baja la grupa, levanta las manos y mantiene la posición. Probablemente podría quedarse así todo el día, con el jinete sobre sus lomos. Ojalá alguno de nuestros rocines fuera…
—¡Fijaos en él! —exclamó Yount—. ¡En mi vida he visto a un caballo haciendo algo semejante!
—La courbette —dijo Clover Lee—. Partiendo de la levade, sin posar las manos, salta sobre las patas traseras como un canguro. Sólo que es mucho más bello que cualquier canguro.
El mismo semental, después de saludar graciosamente para agradecer el comedido aplauso de los espectadores, fue conducido fuera de la arena y entró otro en su lugar. Este, después de calentarse saltando y corveteando, hizo algo que parecía aún más imposible para cualquier animal mayor que una cabra. Galopando, dio repetidos saltos y, cuando tenía las cuatro patas levantadas del suelo, coceaba violentamente hacia atrás con las traseras. Cada vez daba la impresión de flotar mágicamente en el aire en aquella graciosa postura, como un caballo heráldico de una moneda o un escudo antiguo.
—¡Dios mío! —exclamó Yount.
—La capriole —dijo sin aliento Clover Lee.
Incluso la sombría Lunes profirió:
—¡Oh, no!
—Os puedo contar algo sobre ese salto de cabriola —terció Edge—. No se inventó sólo por su belleza. A menos que se trate de una leyenda, este salto se remonta a los caballeros de la antigüedad. Si un caballero era perseguido por el enemigo, ordenaba a su caballo al galope que diera esta coz hacia atrás contra sus perseguidores.
El programa concluyó con la arena llena otra vez de sementales que ejecutaban un ballet de conjunto al son de la Österreichischer Grenadiersmarsch. Entonces los espectadores bajaron las escaleras y salieron fuera, entre los arcos abovedados de una de las entradas para carruajes del Hofburg.
—Tenemos tiempo antes de que debáis estar de vuelta para la función nocturna —dijo Autumn—. Vayamos a tomar café al Griensteidl.
Cuando llegaron allí y se sentaron en una banqueta tapizada de felpa, un camarero muy viejo puso en silencio frente a cada uno de ellos, sin que se lo hubiesen pedido, un vaso de agua, una maciza jarra de café negro, un plato con terrones de azúcar y una cucharilla. También colocó sobre la mesa un fajo de periódicos, cada uno sujeto a una varilla de madera, y se alejó arrastrando los pies.
—No tan solícito como los camareros del Sacher, ¿verdad? —comentó Edge.
—Oh, mucho más —dijo Autumn—. Podríamos permanecer aquí sentados el resto del día y hasta la hora de cerrar por la noche y el Herr Ober vendría de vez en cuando a llenar nuestros vasos de agua y traer más café, si se lo pedíamos, o cualquier otra cosa que pudiéramos desear, y más periódicos, si habíamos terminado éstos, y todo sin presionarnos nunca a hacer más consumiciones. De todas las características típicas de Viena, el café vienés es la más gemütlich. Y cada café tiene su clientela tradicional. Dunel es para los ricos y famosos, Landtmann para los intelectuales y a éste acuden los jóvenes aspirantes a autores, pintores y músicos.
Edge miró a su alrededor y vio que así era, en efecto. Por lo menos todas las paredes del café estaban cubiertas de pinturas y dibujos sin enmarcar, inconfundiblemente obras de artistas todavía inmaduros, porque incluso él podía ver su ineptitud. Había carteles que anunciaban exhibiciones de arte, recitales de poemas y cosas por el estilo, y un tablón de corcho cubierto de tarjetas y papeles escritos a mano. Edge se levantó para leerlos. Por lo que pudo entender, la mayoría anunciaba la disponibilidad de diversos estudiantes como tutores de música, dibujo, baile, composición literaria, incluso caligrafía. Algunos, sin embargo, eran simples comunicaciones garabateadas en varias lenguas, incluyendo el inglés: «¿Vende alguien un pincel de marta a buen precio?» y «Gertrud, ¿cuándo me devolverás mi Schiller?» Los clientes sentados en banquetas o ante mesas con superficie de mármol eran en su mayoría hombres y mujeres jóvenes bastante andrajosos, pero Edge no habría podido adivinar cuáles de ellos serían alguna vez alguien. Algunos estaban solos, leyendo los periódicos y revistas que el café ofrecía gratis, pero la mayoría se sentaban en grupos y hablaban con calor sobre temas al parecer serios y trascendentales. Y había tantos que fumaban pipas o cigarrillos que una capa de humo azul flotaba entre el techo y el suelo de la habitación.
Cuando Edge volvió a su sitio, Autumn decía:
—… casi todos los cafés de Viena son hospitalarios incluso para con las mujeres que no van acompañadas, lo cual es una rareza entre los locales públicos europeos.
—Muy bien —dijo Clover Lee, que examinaba uno de los periódicos diseminados sobre la mesa—. Vendré con Domingo para que me traduzca esos «anuncios personales». Quizá algún duque está buscando esposa.
—Pues yo no voy a quedarme aquí hasta la hora de cerrar —dijo Lunes—. Tengo cosas que hacer.
Así pues, tomaron un fiacre para volver al Prater, donde Florian llamó inmediatamente a Edge.
—Cecil y Daphne Wheeler han terminado su número en la arena y acaban de aparcar su remolque en nuestro patio trasero. Los pondremos en el programa de mañana en la función de la tarde. Si estás de acuerdo, coronel Ramrod, me gustaría que empezaran la segunda parte. Así los peones tendrán tiempo suficiente durante el intermedio para colocar el parquet de patinaje y el tanque en llamas. Además, sólo para esta función, traslada a Barnacle Bill y sus animales al final del espectáculo y en seguida después el Pequeño Mayor Mínimo en su parodia de esta última actuación.
—¿Desairará a la «Cenicienta» de Lunes para dar al gusano el número final, el puesto estelar?
—Sólo por esta vez. Hazme caso.
Al ser lectivo el día siguiente, el público de la función de la tarde se compuso, como Florian había predicho, casi por entero de hombres y mujeres adultos. Sólo había unos cuantos niños en edad escolar; los otros eran muy pequeños o lactantes.
Los patines de ruedas de los Wheeler eran algo único en un circo y ni siquiera los espectadores que podían haber visto actuar antes a la pareja en el estadio de atletismo del Prater se habían cansado de admirarlos y aplaudirles. Por separado o juntos, Cecil y Daphne ejecutaron todas las figuras propias del patinaje sobre hielo —en el reducido espacio de su parquet circular—: el águila grande, las piruetas en posición de sentados, las estrellas de cuatro puntas. Luego, de frente e inclinados hacia atrás con las manos cogidas, giraron a tal velocidad que se convirtieron en un borrón de brillantes lentejuelas rojas. Y entonces Cecil, sujetando a Daphne por una muñeca y un tobillo, siguió girando hasta que ella levitó y voló alrededor de él como un pájaro rojo en un vertiginoso vuelo.
Previamente Cecil había dado al director de orquesta la partitura para el acompañamiento de su número y Beck había leído el título en voz alta con una especie de horror:
—¡Oh, Emma! ¡Oye, Emma!
—No se disguste, amigo. La letra es atroz, de acuerdo, «Emma, me pones en un buen dilema», pero nosotros no la cantamos. La música es alegre y bulliciosa. Tiene que serlo para ahogar el ruido de nuestras ruedas de madera sobre el suelo de tablas. Y mientras sus muchachos hacen este estruendo, da la impresión de que nosotros patinamos en silencio y, bueno, el número resulta más estético, ¿sabe?
El número del velocípedo de los Wheeler se hizo al son de una música menos vulgar, más a gusto de Beck: la bourrée de Fuegos artificiales de Handel. El velocípedo en sí no era para los espectadores una novedad tan grande como los patines, pero aun así nadie hasta entonces lo había visto montar con osadía, sino muy despacio incluso por los jóvenes deportistas más temerarios que se exhibían en las avenidas y senderos para caballos del parque. Lo que Cecil hacía con él era muy diferente. No se limitaba a pasear alrededor de la carpa, sino que hacía describir al pesado velocípedo vueltas cerradas, frecuentes retrocesos y levantarse a veces sobre la pequeña rueda trasera, mientras Daphne, en pie sobre sus hombros, adoptaba posturas artísticas y se colocaba cabeza abajo sin vacilar siquiera durante las maniobras más violentas de Cecil.
Cuando saltó ágilmente al suelo para saludar, un peón aplicó una antorcha al agua cubierta de petróleo del tanque, que tenía casi dos metros de diámetro y había sido colocado donde era más visible para el público. Cecil dio varias vueltas a la pista pedaleando furiosamente, cada vez más de prisa, hasta que por fin se dirigió hacia un bloque de madera clavado previamente en el suelo. La alta rueda delantera con llanta de hierro del velocípedo chocó contra ella a toda velocidad con un impacto que no necesitó el ¡bum! del tambor para prestarle énfasis y se detuvo en seco. Como lanzado por una catapulta, Cecil voló por encima del manillar y se sumergió en el tanque cubierto de llamas y humo, que aumentaron con la zambullida, y allí desapareció… porque permaneció bajo el agua durante el tiempo que tardó en extinguirse el fuego. Entretanto Daphne había cogido el velocípedo cuando se caía, de modo que se hallaba junto al tanque cuando Cecil emergió… y los gritos del público retumbaron bajo la cúpula.
Edge habría querido que la cúpula fuese más alta porque ahora la carpa estaba llena de un humo acre y la gente tosía y se frotaba los ojos. Tocó el silbato para que el Hanswurst, el Kesperle y la Emeraldina hicieran su número de la pértiga como relleno mientras los eslovacos sacaban de la pista los accesorios de los Wheeler y se disipaba el humo. Cuando se hubo dispersado, Edge advirtió que Florian estaba cerca de la puerta principal con un policía de uniforme. Como parecían conversar amablemente, Edge supuso que el agente había sido destinado allí por «las autoridades» para vigilar que el tanque en llamas no representara ninguna amenaza para la seguridad pública. Edge silbó para que comenzara la siguiente actuación —los Smodlaka y sus perros—, pero el policía no se movió de su sitio.
Después de los aplausos en honor del último número verdadero —Barnacle Bill y el león, los tigres, el oso trompetista y los elefantes que formaban un puente— y de que los peones se hubieran llevado las jaulas, la banda empezó a tocar el «Grand Scherzo» de Gottschalk y el Pequeño Mayor Mínimo hizo su gran entrada. Llevaba su elegante traje de gala habitual y su bigote postizo, pero había añadido un parche como el de Mullenax sobre un ojo. Sentado sobre su furgón en miniatura, del que tiraba el caballo enano, azuzaba a Rumpelstilzchen con un látigo de juguete de uno de los tenderetes de la avenida.
La jaula parecía realmente llena de gatos porque todos se agarraban frenéticamente a los barrotes, con las fauces muy abiertas, quizá dando alaridos, inaudibles a causa de la música y las carcajadas que saludaban su aparición. El pelaje de todos los gatos estaba húmedo y erizado por la pintura que los había rayado de amarillo y negro. Mínimo dio una vuelta a toda la carpa y luego entró en la pista y se detuvo en el centro. Se apeó del furgón de un salto, saludó varias veces con gran ampulosidad y se dirigió a la puerta trasera de la jaula haciendo restallar el látigo para apartarlos de ella.
Los tres payasos casse-cou, que estaban al lado de Edge, exclamaron en sus respectivas lenguas: «Pozor!», Spenz; «Oy gevalt!», Notkin; «Porto dio!», la mujer payaso, que agarró la manga de Edge:
—¿Entrará dentro? Signor direttore, no debe permitirlo.
—Ha sido idea suya, Nella —contestó Edge— y le ha costado mucho trabajo. ¿Por qué habría de detenerle? Florian dijo que este número era popular en tiempos medievales.
Ella insistió con tanta urgencia que olvidó el inglés:
—En tiempos medievales, sí, la diversión más popular eran las ejecuciones públicas. Un sistema de ejecución consistía en atar al criminal dentro de un saco lleno de gatos, y éstos luchaban por salir y… ohimè, demasiado tarde. Ya ha entrado.
Así era, en efecto, y Mínimo cerró la puerta de golpe tras de sí. Le vieron de un modo confuso azotar a los gatos con el látigo para que bajasen de los barrotes al suelo con objeto de que todos pudieran verle mejor. Cuando tuvo a los veinte gatos agazapados a sus pies, levantó los brazos en forma de V y la banda paró la música con un acorde victorioso. Entonces uno de los gatos dio un salto, arañando la cara de Mínimo al pasar por su lado. De un solo zarpazo le arrancó el parche del ojo y el bigote y le dejó un rasguño rojo en la mejilla.
El público se rió de esto, pero por encima de las risas se oyó una voz infantil gritando con claridad:
—Papa! Ist der Knabe! Er brachten mir zum Nacktheit! (¡Papá! ¡Es el chico! ¡El que me hizo desnudar!)
La risa del público se convirtió en murmullos de perplejidad. Mínimo, sin disfraz, vacilaba entre los gatos callejeros que chillaban y escupían, con el rostro tan pálido que el arañazo lanzaba destellos rojos.
—Che cosa c’e? —preguntó Nella—. Una niña grita que es el chico que la desnudó. ¿Acaso quiere decir que…?
—Maldita sea —gruñó Edge—, el hijo de puta también lo ha hecho aquí.
La niña seguía gritando, excitada, y se oyó una voz más fuerte —seguramente la de su padre— y todo el público empezó a murmurar. Dentro de la jaula, Mínimo tuvo un arrebato de furor. Como si pegase a su pequeña acusadora, azotó a los gatos con violencia y desesperación. Pero no por mucho tiempo. Ahora no saltó un solo gato, sino todos. Mínimo se mantuvo en pie unos momentos, pero invisible entre una masa negra y amarilla que se retorcía y maullaba con frenesí, ahogando los gritos del enano. Entonces la masa se desplomó sobre el suelo de la jaula, pero continuó agitándose, gritando y profiriendo alaridos. El caballo enano empezó a relinchar lastimeramente y a saltar entre los tirantes del furgón. Los murmullos de la multitud se convirtieron en gritos y chillidos y muchos empezaron a empujar para bajar de las graderías y abandonar la escena. Y entonces el tumulto fue dominado por la estentórea Marcha nupcial de la banda.
El policía entró corriendo en la pista y metió la porra entre los barrotes de la jaula en un intento infructuoso de detener a la masa peluda y frenética. Varios peones se acercaron con palos para hacer lo mismo. Florian y Edge también corrieron para desenganchar a Rumpelstilzchen antes de que huyera con el furgón. Un eslovaco acudió con un cubo de agua y lo vació contra la jaula, pero ni siquiera esto intimidó a los enloquecidos gatos, que continuaron dando zarpazos y rasgando, y ahora el rojo de la sangre teñía sus rayas negras y amarillas.
En toda esta confusión pasó un rato antes de que a uno de los hombres que corrían alrededor de la jaula se le ocurriera abrir la puerta. Al parecer esto fue lo que querían los gatos, que salieron en tropel como una oleada negra, amarilla y roja, y luego se dispersaron en todas direcciones como líneas policromas. Los espectadores que aún no pugnaban por salir de la tienda lo hicieron ahora, cuando los gatos ensangrentados saltaron entre ellos.
Los hombres entraron en la jaula para ver qué quedaba en el suelo encharcado de sangre: el látigo de juguete del Mayor Mínimo, su bigote y el parche del ojo, fragmentos de su ropa —pocos de los pedazos eran mayores que el parche— y un trozo de carne viva, dentada, casi hecha pulpa, de un rojo azulado, que podría haber sido carne de gato fresca de no ser porque aún llevaba zapatos de baile negros y lustrosos.
Cuando en la carpa ya no quedaban espectadores y la banda estaba silenciosa y la mayoría de miembros del circo también se habían marchado, víctimas de la náusea, Florian y el policía hablaron solemnemente en alemán.
—Comprenderá, hermano —dijo el oficial, sacando una libreta de notas—, que debo redactar un informe sobre lo ocurrido.
—Por supuesto, hermano —contestó Florian con calma—. Cumpla con su deber hasta el último detalle.
—¿El difunto era de la profesión?
—No. Una piedra sin tallar.
—¿Tiene parientes próximos?
—No que yo sepa. Ni siquiera sé con seguridad quién era. Mire, aquí está su salvoconducto. Tenía muchos nombres: Mínimo, Wimper, Reindorf y otro en una lengua ininteligible.
—Hum. Con tantos alias es posible que fuese un fugitivo de la justicia. En este caso, hermano, podrían formularse muchas preguntas oficiales. Sin embargo, los hijos de la viuda deben mantenerse firmemente unidos. Además, como usted me invitó a ver la actuación y he contemplado el desgraciado episodio con mis propios ojos, puedo informar, sin faltar a la verdad, reglamentariamente, de la muerte puramente accidental de una persona desconocida. Esto hará innecesaria una investigación.
—Así la espiga está en la caja y la caja en la espiga. Se lo agradezco, hermano.
—Desgraciadamente, también significará que el difunto debe ser enterrado como los suicidas sin identificar que se encuentran flotando en el Danubio. Sin sacerdote ni rabino, sea cual fuere su religión, sin servicio ni sacramento, sin lápida e incluso sin plañideras profesionales, en el cementerio municipal de los sin nombre.
—Carecía de nombre. No podemos llorarle.
—Mandaré a hombres de la oficina del forense. ¿Desear donar un ataúd, hermano, o lo echamos a la fosa común con los muertos del día?
—Donaré el furgón de la jaula como su ataúd. Los hombres del forense podrán llevárselo en él.
—Sehr gut. El signo está hecho, el signo está cortado —dijo el policía—. Con su permiso, me iré a hacer las gestiones.
Florian repitió a Edge las partes relevantes de esta conversación y luego llamó a algunos eslovacos para que aparcaran el furgón y su contenido en algún rincón del patio trasero, fuera de la vista de todo el mundo.
—Stitches y Bum-bum no estarán muy contentos —observó Edge—. Dedicaron muchas horas a este trabajo.
—Estarían mucho menos contentos si nos acusaran a todos de ocultar a un criminal. Por suerte pude distraer al agente cuando aquella niña se puso a gritar. Y ella y su papá se han ido con el resto de los patanes y ahora no hay ningún criminal a quien acusar. Di a todos, Zachary, que los artistas y peones que lo deseen pueden vestirse y cenar conmigo antes de la función nocturna. Una buena cena en el café Heinrichshof, para quitarnos el mal gusto de boca.
—Para celebrarlo, querrá decir. A veces tiene mucha sangre fría, ¿verdad?
—Suena mejor en francés, amigo mío. Sang-froide. Lo único que he hecho es quedarme tranquilamente al margen y dejar que el destino hiciera su trabajo.
No todos acompañaron a Florian al restaurante. Autumn y Edge cenaron en su remolque, como de costumbre; algunos habían perdido por completo el apetito y otros ya habían abandonado el recinto del circo. En un Beisl sucio y barato de la Rotenthurmstrasse. Mullenax estaba sentado a una mesa con una mujer joven, gorda y sonrosada en sus rodillas. Tenía una mano bajo sus enaguas, con la otra bebía repetidos sorbos de schnapps y su único ojo estaba enrojeciendo mientras murmuraba cosas que ella no podía comprender.
—Dios, sólo eran gatos callejeros y mira lo que han hecho. Mis gatos son mucho mayores que los suyos. Piensa en lo que podrían hacer los míos. Y la gente no para de decirme: «Abner, ¿por qué has de emborracharte antes de cada función?» Dios mío.
—Ja, ja, Gigerl —dijo la mujer en tono consolador, y sugirió—: Du hast etwas Fotze nötig. —Y señaló hacia el piso superior.
—Y ahora ese maldito inglés ha venido al espectáculo con un número de fuego que hace sombra a Maximus. Tengo que inventar algo mejor.
La mujer removió su vasto trasero y preguntó, zalamera:
—Bumsen-bumsen? —Frunció lascivamente los labios—. Pussl-pussl geblassen? —Trató de levantarlo de la mesa—. Kommst du und kmmst.
Tina Blau apoyó la cabeza despeinada en su mano, dejando que la sábana descubriera sus pechos de marfil, y preguntó en tono travieso:
—¿Los hombres azules sólo hacen el amor por las tardes? Fitzfarris, acostado junto a ella en la cama del estudio, inquirió perezosamente:
—¿Las pintoras sólo hacen el amor con hombres monstruosos?
—Sólo con los azules. Mi nombre significa azul. Estábamos destinados el uno para el otro. Pero a veces podrías visitarme al anochecer para no interrumpir mi trabajo.
—Lo siento, Tina. Entre las funciones tengo mi único tiempo libre. Después de la función nocturna me esperan… deberes, responsabilidades… que no puedo eludir.
Una de estas responsabilidades se hallaba en aquel momento entre los otros invitados de Florian en las mesas del Heinrichshof y ella era la única que guardaba silencio mientras los demás miembros del circo hablaban del fin sensacional de la función de la tarde. Lunes estaba un poco separada, con el aspecto de un pequeño nubarrón, y de vez en cuando dejaba caer una lágrima en el plato.
Cuando los artistas y peones volvieron a reunirse en el circo, Banat, que había permanecido allí tercamente para ejercer sus funciones de vigilante, llevó aparte a Florian para informarle de que «los hombres del Leichenbeschauer» ya habían ido a llevarse los restos de Mínimo.
—Muy bien. Aún tenemos su caballo y remolque, que ahora ya debe apestar a orina de gato. ¿Queréis tú y tus muchachos vaciarlo de todas sus pertenencias y quemarlas? Limpiad bien el remolque, pintadlo con nuestros colores y ya decidiré qué podemos hacer con él.