Como habían esperado todos los asistentes al duelo, con temor o con alegre confianza, la lucha se terminó rápidamente.
El parque imperial de Catalina era un oasis de serenidad en este suburbio industrial de Piter, lleno de tenerías, destilerías de vodka y fábricas de cuerda y lona, alimentadas por las ruedas hidráulicas del canal Obvodnyi. Los frecuentes vientos del cercano golfo de Finlandia habían barrido casi toda la nieve del parque, pero ahora no soplaba ningún viento y lo que podía verse en la penumbra del amanecer incipiente eran prados bien cuidados, caminos de grava y grupos de árboles y parterres que estarían rebosantes de flores dentro de un mes. Sin embargo, cuando el sol despuntó aquella mañana levantó del suelo una niebla pegajosa y grisácea que se arremolinó a la altura de los muslos, dando a los duelistas, padrinos y un par de espectadores el aspecto de torsos aislados flotando sobre el césped mientras preparaban el combate. De este modo el lugar y la hora brindaron un apropiado escenario triste y fantasmal para una muerte repentina.
El par de espectadores eran Florian y Marchan, que habían ido porque sentían un interés natural por el resultado de la lucha, pero cuidaron de mantenerse a distancia de todos los demás. Mientras Sarkioglu y Fitzfarris se despojaban de sus abrigos, chaquetas y camisas para dejar al descubierto la parte superior de su cuerpo, Edge y los dos payasos permanecían cerca para cerciorarse de que ninguno de los dos hombres ocultaba un cuchillo u otra arma en el cinto, bota o bolsillo del pantalón. No encontraron nada. Lo único oculto era la mitad azul del rostro de Fitz; incluso teniéndose que levantar antes del amanecer, se había tomado el tiempo y la molestia de aplicarse la máscara cosmética.
—Es una cuestión de honor, según tengo entendido —dijo Marchan.
—No el honor de su hombre, puedo asegurárselo —replicó Florian con acritud.
—Entonces su hombre debe de apreciar más su honor que su vida. Mírelos. Uno es delgado y ágil; quizá serviría para una pelea entre caballeros. Pero el otro es alto, corpulento y musculoso como Hércules. Se trata de una lucha lamentablemente desigual. Gospodín, ¿ha preparado una camilla en su carruaje, tak, para llevar de nuevo al circo el cadáver destrozado de su hombre?
Florian hizo caso omiso de Marchan y guiñó los ojos para mirar a los dos hombres desnudos hasta la cintura que ya se disponían a iniciar la pelea porque la neblina baja se estaba dispersando en filamentos y jirones.
—Es curioso —murmuró Florian—, el frío ha salpicado toda la piel del invencible turco con carne de gallina. Sir John tirita, pero no manifiesta otros efectos de frío. Debe de ser el fuego de la determinación.
De pronto la quietud del alba en el parque fue rasgada por un grito de Shadid y por los sonoros puñetazos que se propinaba en el propio pecho. Involuntariamente, Fitzfarris dio un paso hacia atrás. El turco se abalanzó sobre él y Fitz levantó los brazos en un reflejo defensivo que hizo vulnerable su pecho y entonces Shadid lo rodeó con sus potentes brazos, ya fuese para estrujar a Fitzfarris hasta convertirle en pulpa, ya para romperle el espinazo. Agitando al parecer las manos con desesperación, haciendo el único movimiento que tenía espacio y libertad para hacer, Fitz abofeteó con uno de sus antebrazos y luego con el otro la cara del turco. Esto sólo logró que Shadid bajara la cabeza y la metiera en el hueco entre el cuello y el hombro de Fitz, donde éste no podía llegarle a los ojos ni hacer mucho más que tirarle del pelo de la nuca. Mientras el turco tenía la cabeza protegida allí, y mientras seguía estrujando el pecho de Fitz, hundía también sus grandes dientes en la carne de su clavícula. Ahora Fitzfarris estaba inclinado hacia atrás, muy parecido al deformado Kostchei, con los ojos desorbitados por la presión y la boca abierta para respirar aire que sus pulmones ya no podían bombear, y todos, casi tan faltos de aliento como él, esperaban oír el chasquido de su columna vertebral.
Entonces, de repente, el turco profirió otro grito, no un grito guerrero, sino de sorpresa, incluso de angustia. Soltó a Fitzfarris y se apartó de él tambaleándose, usando ahora las manos para restregarse furiosamente la cara, los ojos, muy cerrados, y los labios, rojos con la sangre de Fitz. También llevaba trazas de su maquillaje. Fitzfarris estaba libre, pero de momento sólo pudo caer de rodillas sobre el césped, jadeando y agarrándose los codos contra las costillas rotas y doloridas, mientras del cuello le goteaba un reguero de sangre.
Shadid seguía tambaleándose y arañándose ahora literalmente los ojos y los labios. De pronto también él cayó de rodillas y empezó a arrancar hierba para exprimir de ella la humedad de la neblina y pasársela con frenesí por la cara. Fitz se recuperó lo suficiente para levantarse, tembloroso. Se acercó al turco y le dio un empujón que lo hizo caer de espaldas. Shadid parecía indiferente o ignorante de su postura indefensa ante un ataque y continuó pasándose las manos húmedas por toda la cara.
Fitzfarris se arrodilló a su lado, echó hacia atrás el brazo derecho, extendió la mano derecha con los dedos rectos y juntos, apuntó con cuidado y descargó la mano como una lanza contra el plexo solar del turco. Shadid profirió otro grito —de verdadero dolor— y apartó las manos de la cabeza para llevárselas a la boca del estómago. De nuevo Fitz empleó la mano rígida como una punta de lanza para hundirla en la nuez de la garganta del hombre, que ahora no dejaba de retorcerse y que emitió otro grito más débil, ahogado, mientras todo su cuerpo sufría una convulsión. Fitzfarris empleó su mano rígida sólo una vez más, disparándola en esta ocasión de lado, plana como una hoja y con toda su fuerza contra la nariz de Shadid. El turco ya no emitió ningún otro sonido ni hizo ningún otro movimiento que una sacudida de pies a cabeza, tras la cual permaneció inmóvil. Fitz volvió a ponerse en pie, tembloroso y, todavía demasiado falto de aliento para hablar, indicó por señas a Edge que recogiera su ropa y le ayudara a vestirse.
—Vaya, que me cuelguen si lo entiendo —musitó Florian.
—Volvamos al circo al galope, director —jadeó Fitzfarris mientras Edge, sonriendo como una gárgola, le ayudó a tambalearse hasta el carruaje—, para que Jules me tapone el agujero del cuello y me apedace con vendas. Creo que tengo todas las costillas pulverizadas.
Edge y Florian le ayudaron a subir al pescante, se sentaron uno a cada lado y se alejaron a toda prisa… dejando al aturdido Marchan y sus dos payasos pugnando por levantar el pesado cadáver de Shadid Sarkioglu.
—Vamos, ahora dinos cómo lo has hecho —exigió Edge. Y Florian dijo:
—He sospechado algo, sir John, al ver que el turco tenía toda la carne de gallina y tú no.
—Oh, yo también, sólo que no podía verla —contestó Fitz entre los dientes apretados por el dolor, pero hablando de buena gana, con alegría y orgullo—. Se me ocurrió que si podía pintarme la cara con el maquillaje de la vieja Mag, también podía pintarme el torso y los brazos. Y así lo hice, pero con algo más que cosméticos. Jules me dio ácido fénico de su botiquín y Lunes me ofreció unos calomelanos que ha sacado de alguna parte. Calomelano es sólo otro nombre del sublimado corrosivo, así que trituré las tabletas y mezclé el polvo con el maquillaje. El ácido y el sublimado me provocaron algo de picor en la piel, pero pensé que si podía introducir un poco en los ojos del turco, le picarían muchísimo, y por lo visto así ha sido. Pero la idea de morder esa sustancia ha sido sólo suya.
—Sí, lo tenía bien merecido —dijo Florian y añadió, sin mucha lógica—: Escogió los brazos como armas e infringió el código del duelo al usar los dientes. Pero esta otra cuestión, sir John… ¿matarle sólo con unos golpes?
—Había pensado que si podía cegarle un minuto quizá podría aprisionarle la cabeza y romperle el cuello, pero Obie me dijo que lo olvidara. El cuello de un hombre forzudo es su parte más fuerte, así que me enseñó ese truco de usar la mano rígida. Me dijo: puedes matar a un hombre descargándosela bajo el esternón y rompiéndole los intestinos o aplastándole la nuez para que se asfixie o pegándole fuerte bajo la nariz. Esto rompe el hueso del puente de la nariz y envía las astillas hasta el cerebro. Pero, joder, han hecho falta los tres golpes para matar a ese corpulento hijo de puta.
—Aun así, le has matado —dijo Florian—. No sé cuándo me he sentido más satisfecho y orgulloso… o más sorprendido.
—Bueno —contestó Fitzfarris con modestia—, he contado con la ayuda de muy buenos consejeros.
—Pamplinas —dijo Edge, sin dejar de sonreír—. La pura verdad es que quien se bate en duelo con un estafador viejo, astuto y experto es un condenado idiota.
Así las cosas volvieron a su cauce en el circo. Meli se restableció pronto y pudo reanudar su número de Medusa en el espectáculo del anexo y su lucha con el Dragón Fafnir en la apoteosis. Lunes seguía viviendo sola y parecía estar a gusto. Florian logró persuadir a la feria para que se trasladara de la orilla del río al Florilegio.
Su propietario, un tal Gospodín Tyutchev, colocó sus puestos de baratijas, bocadillos y golosinas en hilera a ambos lados de la marquesina principal de la carpa y situó frente a frente la rueda de barcos oscilantes y el tobogán en el extremo más próximo a la calle. Estaba satisfecho con el traslado porque atraía más clientela entre los espectadores, bien dispuestos hacia el esparcimiento, de la que había tenido entre los paseantes por la orilla del Nevá. Florian también estaba satisfecho de tener de nuevo una avenida frente a su espectáculo, pero los puestos y barracas eran tan destartalados y decrépitos que ordenó a Dai Goesle y a sus hombres que ayudaran a sus dueños a repararlos y pintarlos. No se podía hacer mucho, sin embargo, para mejorar el aspecto de los propios dueños: todos, hombres, mujeres y niños, iban andrajosos, despeinados, sucios y llevaban barba cuando era posible. Se parecían mucho a los salvajes «locos de Dios» que recorrían los caminos rusos. La gente del circo, recordando muy bien su brote de dristlíva, no compraban nada en aquellos tenderetes, pero en cambio lo hacía una cantidad asombrosa de asistentes al circo, incluso los mejor vestidos y más remilgados por su apariencia.
Durante la mayor parte del mes siguiente los artistas, además de Carl Beck y Dai Goesle, dedicaron su tiempo libre y mucho dinero a las mejores tiendas del Nevskiy Prospekt y otras elegantes calles comerciales, probándose trajes y vestidos de baile y comprando todos los accesorios necesarios. Incluso Pavlo Smodlaka «despilfarró» dinero en esta ocasión para vestirse a sí mismo, a Gavrila y a su hijo Velja. (Ioan Petrescu diseñó y confeccionó los vestidos para la pequeña Sava Smodlaka, para la todavía más pequeña Katalin Szábo y para sí misma). Todos los artistas compraron sus zapatos en Weiss, la mejor cordonnerie de la ciudad: altos zapatos de charol con cordones para los hombres, diversos estilos y colores de sandalias con tacones franceses para las mujeres. Pero los artistas que necesitaban trajes eran tantos que debieron repartir sus encargos entre varios sastres y modistas.
—Aun así —dijo Maurice—, pareceremos unos pueblerinos presumidos al lado de los magníficos uniformes de los cortesanos y los vestidos de las damas que encargan su vestuario a Varsovia y París.
Aparte de los eslovacos, en el Florilegio había seis hombres que no tuvieron que equiparse a toda prisa como los demás. Edge y Willi Lothar ya poseían trajes de gala, pero Willi acompañó a Jules Rouleau en sus expediciones al sastre. Los hermanos Kim, cuando se les dio a entender con gestos, pantomimas y dibujos en trozos de papel la naturaleza de un baile palaciego y la necesidad de vestir adecuadamente para asistir a él, hablaron entre ellos y se excusaron. Con más gestos y pantomimas comunicaron que pronto se marcharían en dirección a Corea y que allí el sombrero de copa y el frac no serían apropiados, sino quizá incluso objeto de burla, y preferían ahorrar el dinero para llevarlo a su casa. Kostchei el Inmortal tampoco quiso asistir al baile. Florian no deseaba mucho su asistencia, pero se sintió obligado a señalar que la zarina había invitado a todos los artistas, y le había visto entre ellos, así que no debía haberla repelido del todo. Kostchei contestó de buen humor:
—No, sólo sería el esqueleto proverbial de la fiesta. ¿Puede imaginarse la frustración de un sastre volviéndose loco para adaptar un frac a mi figura?
Algún pobre sastre debía de haberse vuelto loco, decidieron varios artistas, al confeccionar el traje especificado por Hannibal Tyree. Cuando Hannibal lo llevó al circo y lo enseñó con orgullo, sus colegas se divirtieron y horrorizaron al mismo tiempo. Aunque hecho con un velarte muy fino, de estilo y corte irreprochables, el traje era de un color entre rosa y amarillo pálido.
—¿Qué estáis mirando con tanta risa? —preguntó Hannibal—. Vosotros vais de blanco y negro, con una cara rosa encima. Yo ya soy blanco y negro, cara y dientes, así que quiero color en mi ropa.
—Nos has deslumbrado, Abdullah, eso es todo —explicó Agnete, bondadosa, mientras los demás cambiaban de expresión y tosían detrás de la mano—. Has pagado tu traje, o sea que tienes todo el derecho a ir vestido de acuerdo con tu gusto.
—Sí, señor —dijo Yount, imitando la actitud de ella—. Apuesto algo a que no habrá en palacio un solo uniforme más llamativo que el tuyo, Hannibal.
Mientras casi todos los demás estaban ocupados de este modo —antes, después y entre las funciones—, Edge se dedicó a dar más paseos solitarios por la ciudad. Un día cruzó el Nevá y visitó la fortaleza de los Santos Pedro y Pablo. Admiró con la debida reverencia la casita conservada con tanto esmero de dos habitaciones y mobiliario espartano donde había vivido Pedro el Grande mientras supervisaba la construcción de todos los primeros edificios de lo que sería San Petersburgo. De allí Edge se dirigió a la catedral de la fortaleza e inspeccionó las tumbas de Pedro y los diversos zares y zarinas. Y entonces encontró algo de interés mucho más inmediato.
Una muchacha muy bien vestida se hallaba sentada al pie de una cruz de piedra en la que estaba crucificado un Cristo de piedra. Tenía la cabeza oculta entre las manos y lloraba en silencio. Edge vaciló, sin saber si debía acercarse y preguntar qué le ocurría. Pero entonces se acercó una anciana y se arrodilló junto a ella. La muchacha levantó la cara húmeda de lágrimas —era muy bonita— y Edge pudo oírlas murmurar brevemente en ruso y luego en francés. La anciana levantó del suelo a la muchacha y la condujo a través de la nave. Edge las siguió con discreción y oyó:
—Aquí, niña —dijo la anciana en francés, mientras se detenía con la muchacha ante una estatua de la Virgen—. Si has sido engañada por un hombre, reza a María, no a su hijo. Los hombres siempre se ayudan entre sí.
A Edge le gustó tanto esta conmovedora y divertida ocurrencia que en lo sucesivo, aunque las iglesias solían aburrirle, se paraba aunque fuese por poco rato ante todas las que encontraba en sus paseos. Y por este motivo entró durante la semana de Pascua en la catedral de San Isaac justo cuando daba comienzo el oficio y allí vio algo maravilloso, algo que le hizo regresar con precipitación al circo, pero por el camino se detuvo a comprar unas cuantas velas y un carrete de hilo negro. Cuando Carl Beck volvió de su última prueba en el sastre, Edge le esperaba para consultarle sobre un tema muy serio, y terminó diciendo:
—Si podemos hacerlo, Bum-bum, no será con mucha frecuencia, así que reservémoslo para la función especial del zar, sea cuando sea. Y mantengámoslo en secreto para sorprender al mismo tiempo a todos los miembros de la compañía.
Durante la semana anterior al baile del palacio, Florian hizo fijar avisos por todo el Jardín de Táuride para informar al público de que no habría funciones el 20 de abril. Resultó que esto no significaría un gran sacrificio de clientela y ganancias porque aquel día —aunque estaban prácticamente en vísperas del breve verano de aquellas latitudes y aunque el Nevá volvía a ser un río por el que sólo se deslizaba un pequeño témpano de vez en cuando— cayó una tardía y densa nevada, tan densa que no se barrieron las calles y probablemente ni siquiera los resistentes peterburgueses habrían desafiado el tiempo por una función de circo. Los artistas del Florilegio también se vieron perjudicados por la nevada. Su intención era ir al palacio de Invierno en droshkis o karetas, pero ahora los pocos vehículos de alquiler que pasaban por el parque —en su mayoría trineos de troika— estaban todos ocupados. No había otra manera de ir que en los propios vehículos del circo, que eran, exceptuando el carruaje de Florian y la calesa de Willi, los carromatos de brillante colorido y llamativos letreros; una manera poco digna, según creían casi todos, de llegar a la puerta principal de un palacio.
Sin embargo, cuando llegaron a la plaza del palacio quedó bien patente que nadie iba a fijarse en su medio de transporte, tantos eran los vehículos —carrozas, trineos de troika, berlinas, clarences, victorias y toda clase de otros carruajes— que convergían en la gran plaza desde todas las calles y avenidas de los alrededores, disputándose la precedencia ante la entrada principal de palacio. Además, no había nada muy digno en la llegada de esos otros invitados. Sus conductores se gritaban y maldecían mutuamente —«¡Cede el paso, minétchik, a mi señor el gran duque!», «¡Al diablo con tu gran duque! ¡Cede el paso a mi señora la princesa!»— y los ocupantes reales, nobles o aristocráticos de esos vehículos se asomaban a las ventanillas para animar a sus cocheros: «¡Da un latigazo a este arrogante ublyúdok, Vladimir!» Entretanto, una sucesión de lacayos salían del palacio para ayudar a los invitados envueltos en pieles a apearse de los carruajes que lograban maniobrar hasta la entrada, y una sucesión de caballerizos se llevaban los carruajes a las cocheras del palacio.
—Si esto es un petit bal —dijo Domingo a Meli—, me pregunto cómo debe de ser un grand bal.
Sumándose al tumulto de vehículos, caballos y curiosos que abarrotaban incluso esta vasta plaza había varias tropas de soldados de caballería que hacían ejercicios de patio de revista para la admiración de los invitados. Dirigidos por las órdenes estentóreas de sus oficiales, hacían formaciones, las rehacían, giraban en columna y desfilaban en diagonal, todo con admirable precisión que contrastaba considerablemente con el caótico desorden de los civiles. Todos los soldados de caballería tenían la cara rubicunda, al parecer por el frío o por el entusiasmo de mostrar su entrenamiento para la guerra. Todos los caballos de las diferentes tropas eran del mismo color, y el color de cada tropa era diferente del de las otras.
—Los tordos son de la Guardia de Gatchina —dijo Florian a Daphne, que iba con él en el carruaje—. Los negros son de la Guardia Nacional y los zainos de la Guardia de Caballeros.
—Veo que has estudiado la lección —observó Daphne.
—Bueno, no hay que parecer ignorante cuando se habla con el haut monde, como hemos hecho últimamente.
—A júzgar por su conducta ante la puerta principal, debo decir que no parecen ser la crema de la sociedad de Piter.
—Ah, bueno… el temperamento ruso. Tan pronto excitable como melancólico.
En cualquier caso, la gente del circo se apeó de sus vehículos a cierta distancia del bullicio, dando instrucciones a los conductores eslovacos de regresar con ellos al recinto del circo y volver luego a esperar la salida de los invitados a la hora que fuera. Entonces caminaron por la nieve derretida hasta la entrada del palacio, esperaron un hueco en la procesión de aristócratas y entraron en fila.
Estaba claro que los porteros y otros servidores esperaban a los artistas y sabían cómo reconocerlos porque la gente del circo fue recibida con un saludo cortés y hospitalario y nadie les pidió las tarjetas de invitación. Esto gustó a los miembros del circo, porque la mayoría deseaba conservar dichas tarjetas como recuerdos de la ocasión y algunos pensaban enmarcarlas y colgarlas en sus remolques. Una hilera de lacayos con pelucas blancas empolvadas y una librea verde, roja y negra acudió a despojar a los recién llegados de sus pieles y chanclos. Entonces aparecieron cuatro enormes lacayos negros, gigantes abisinios con exóticos trajes escarlatas y dorados y turbantes blancos en la cabeza. Se inclinaron en silencio y condujeron a los artistas a través de varias puertas y por varias escalinatas de mármol. A ambos lados de cada puerta había un miembro de la Guardia de Caballeros con uniforme plateado, dorado y blanco, inmóvil, con los ojos fijos delante de él y el sable en posición rígida. A ambos lados de cada sexto escalón de todas las escalinatas había un guardia de corps cosaco, con uniforme rojo y azul, manteniendo en alto una antorcha encendida.
Por fin la compañía llegó a un gran salón de baile donde el zar, la zarina, sus dos hijas, tres de sus hijos y las esposas de los dos mayores estaban en hilera para recibir a sus invitados. El zar Alejandro y su presunto heredero, el zarevich Alejandro, llevaban el uniforme color zafiro de Atamán de la caballería cosaca, con la maciza medalla de la Cruz de San Andrés —que representaba al santo crucificado de forma anómala en una cruz de oro, esmalte y diamantes—, además de una larga serie de otra medallas y condecoraciones probablemente concedidas por sí mismos. La zarina María Alexandrovna llevaba un traje de tafetán verde oscuro, aunque la tela era casi invisible bajo la profusión de joyas —collares, broches, petos—, y lucía sobre el pecho la ancha cinta roja de la Orden de Santa Catalina. Los zareviches jóvenes, sus esposas y las hijas de los zares no iban ataviados con tanta esplendidez, aunque su atuendo no era menos elegante. Excepto las dos nueras, que eran muy bajitas, toda la familia tenía una estatura tal que incluso Obie Yount, el Hacedor de Terremotos, se sintió diminuto al acercarse a ellos.
Florian presentó cada artista a la familia imperial, cuyos miembros sonrieron para corresponder a las inclinaciones y reverencias de la compañía, sonrisas que sólo vacilaron un poco cuando les presentaron a Abdullah Hannibal con su traje de gala rosado y amarillo. Solamente Florian e Ioan pudieron saludar en ruso a sus anfitriones; algunos lo hicieron en alemán o francés. Cuando Agnete los saludó en su danés nativo, tuvo la agradable sorpresa de oír a la bonita y joven esposa del zarevich darle la bienvenida en la misma lengua. La knyagínya María Fiodorovna vio la sorpresa de Agnete, rió y dijo:
—Era la princesa Dagmar de Dinamarca antes de casarme.
Y cuando Lunes Simms dijo en inglés, con toda la precisión que pudo: «Me siento muy honrada, majestades y altezas», casi todos los artistas se asombraron al oír contestar en una especie de inglés al joven zarevich Mijaíl: «Ah, sí, una chica tan linda ser siempre bien venida».
Este curioso saludo tuvo su explicación poco después. Cuando el último invitado hubo entrado en el salón de baile y la ceremonia de los saludos tocó a su fin, el zar pidió silencio y anunció con orgullo (mientras Florian traducía las palabras a sus compañeros):
—Alejandro desea que todos conozcáis a su nieto, a quien traerá su niñera para que podamos admirarlo antes de que lo lleve a la cama.
Se trataba del hijo del zarevich Alejandro y la ex princesa Dagmar: Nicolás, de un año de edad, que —si circunstancias imprevisibles no lo impedían— sucedería un día a su abuelo y su padre como emperador, autócrata y zar. Así, cuando la vieja niñera, vestida con un uniforme azul pastel, apareció en un umbral con su pequeña carga envuelta en pañales, la orquesta de una alcoba entonó con fuerza el himno Boshie Tsara jraní. Los invitados rusos lanzaron gritos de «¡Hurra!» y las mujeres prorrumpieron en «ohs» y «ahs». Varias damas se apiñaron en torno a la niñera para arrullar al bebé, hacerle cosquillas en la nariz, tocarle la barbilla y formular preguntas maternales. El principito gorjeó amablemente a sus admiradoras, pero la vieja niñera sólo pudo decir a quienes le preguntaban en ruso, alemán y francés:
—Perdonad, exselensias, pero sólo hablo inglés.
Florian rió entre dientes.
—Y ahora sabemos dónde ha aprendido su inglés el zarevich Mijaíl. ¿Recuerdas, Clover Lee, aquellos anuncios solicitando niñeras inglesas o escocesas? Deben de ser la gran moda aquí.
—Y al parecer los rusos no saben distinguir entre ellas —dijo Daphne.
Cuando se hubieron llevado al principito, la orquesta tocó una música más suave y unos lacayos circularon entre la multitud con bandejas llena de copas de champaña. Los adultos de la familia imperial también se mezclaron con los invitados, intentando cada uno de sus miembros hablar, aunque fuese brevemente, con todos los invitados. La gente del Florilegio también se movió, Florian y Willi con la soltura de quien está a sus anchas en un ambiente y los otros con más timidez, hasta que descubrieron que estaban bastante solicitados. Resultó que no sólo el zar y la zarina habían visto el espectáculo del circo sino casi todos los presentes y la mayoría de ellos deseaba hablar con aquellos artistas con los cuales fuera posible mantener una conversación en un idioma común.
—Tiens! —exclamó la zarina Alexandra—. ¿Quiere usted decir, monsieur Pemjean, que usted y todos sus colegas y animales, y todo lo demás, viajan en sólo veintitantos vehículos?
—Oui, altesse. Si no lo recuerdo mal, veintiséis en el último recuento.
—Drôle de chose! ¡Pero si cuando nuestra familia se va de viaje, sólo seis u ocho, necesita cuatrocientos carruajes!
—Incroyable! ¿Qué podéis llevar en ellos?
—Bueno… solamente para cenar como es debido necesitamos a nuestros cuarenta cocineros y todo su equipo de cocina, ¿no?
—Gospodín Tyree, su traje de gala es impresionante —dijo una viuda vestida de un modo casi tan llamativo como él, pero en joyas de las cámaras acorazadas de los joyeros Sazikov—. Dígame, ¿es este color la moda nueva en América?
Hannibal, muy complacido, contestó ampulosamente:
—Somos un circo americano confederado, señora, y ésta es una moda americana confederada.
—Vaya —dijo ella, impresionada—, tengo que tomar nota. —De las rechonchas muñecas de la dama colgaba una cadena de oro con algo que Hannibal había tomado por un abanico corriente. Pero ahora ella lo abrió y resultó ser un cuadernillo de hojas marfileñas muy finas, que giraban en forma de abanico. Con un lápiz minúsculo incorporado al cuaderno, escribió en una de las páginas marfileñas—. Debo acordarme de decirlo a mi marido el duque. Le gusta tanto ser el primero en introducir cualquier moda nueva y exótica en Piter.
La orquesta empezó a tocar un vals de Strauss y la mayoría de invitados ancianos o débiles se dirigieron hacia las paredes del salón para que los más jóvenes y ágiles tuvieran espacio para bailar. El centro del gran salón se convirtió en un torbellino suave de faldas anchas y faldones de frac, contrastando los numerosos vestidos y uniformes multicolores con el elegante blanco y negro de los trajes de etiqueta. Las parejas se movían en sus graciosos giros, paradas y figuras con tanto ritmo como si todas lo hubieran ensayado con anticipación para hacer visible la melodiosa música.
Clover Lee bailaba el vals con un guapo y joven capitán de la Guardia de Caballeros, uno de los oficiales que habían dirigido antes la exhibición ecuestre de la caballería en la plaza del palacio. Quizá no habría aceptado la invitación a bailar de un simple capitán, pero éste se había presentado como «Kapitän Graf Evgeniy Suvorov». Y ahora Clover Lee se preguntaba si no estaría perdiendo el tiempo con aquel capitán conde. Al verle de cerca, bajo el resplandor de la cascada de cristal de las arañas, se dio cuenta de que el colorido de sus mejillas —que a la intemperie había parecido un color saludable— se debía en realidad a una liberal aplicación de colorete. Hizo mención del hecho con cierto tono mordaz.
—Da —respondió Suvorov, encogiéndose ligeramente de hombros mientras bailaba—, todos los oficiales debemos llevarlo. Al emperador le gusta que sus tropas tengan aspecto guerrero y estén quemados por el sol, el viento y el frío.
Clover Lee miró a su alrededor. Había muchos oficiales bailando el vals, algunos con sus compañeras artistas, y no cabía duda: todos llevaban colorete. Pensó que tal vez no estaría perdiendo el tiempo. Consciente de que se había mostrado crítica con el colorete, Clover Lee se apresuró ahora a elogiar el resplandeciente uniforme de Evgeniy y añadió:
—Ojalá pudiera ceñirme tanto las mallas del circo.
—Ah, ¿se refiere a los pantalones? En realidad son un tormento, mademoiselle Coverley. Están hechos con piel de alce y sería una deshonra que tuvieran una sola arruga, de modo que nos los ponemos muy húmedos y enjabonados por dentro. Entonces necesitamos que otro oficial nos ayude a subirlos por nuestras… ejem… extremidades desnudas, donde se encogen dolorosamente al secarse.
—¡Capitán Suvorov! ¿Van desnudos debajo? —Clover Lee intentó sonar escandalizada y bajó modestamente los ojos, aunque sólo para impedir que el conde viera la traviesa diversión que brillaba en ellos—. ¿Debería usted decir cosas tan osadas a una tímida doncella desconocida?
El vals terminó y los bailarines dieron las gracias a los músicos con unas palmadas corteses. Clover Lee esperó a que la sacaran de la pista o la invitaran a bailar otra vez, pero el capitán Suvorov sólo tartamudeó:
—Hace… mucho calor aquí.
Era cierto. A causa del frío intempestivo, los sirvientes que trabajaban dentro de las paredes del palacio habían llenado y encendido las grandes estufas de cerámica de las esquinas del salón. Quemaban una madera aromática que perfumaba de modo muy agradable todo el salón de baile, pero el calor resultaba un poco opresivo. Suvorov, sin embargo, parecía tener más calor del normal.
—Quizá… quizá le gustaría dar un paseo refrescante, mademoiselle. La podría acompañar hasta las cocheras y enseñarle un trineo muy notable…
Tragó nerviosamente y pareció incapaz de creer en su buena suerte cuando Clover Lee sonrió, le cogió del brazo y contestó:
—Sí, hagamos eso, Evgeniy. Nunca me han enseñado un trineo muy notable.
Cuando empezó el siguiente vals, casi todos los otros miembros del circo habían superado su timidez y salieron a bailar: Pemjean con la zarina Alexandra, Hannibal con la duquesa viuda, Pfeifer, Goesle y Beck con otras damas de la corte y Fitzfarris, Yount y LeVie con sus mujeres respectivas. La pequeña Katalin bailó con Velja Smodlaka, pero incluso este niño era demasiado alto para ella.
Los numerosos invitados que no bailaban abandonaron el salón para trasladarse a otro contiguo, igualmente vasto, que tenía en el centro una mesa del tamaño de la pista del Florilegio, un círculo de mesas, en realidad, con manteles de hilo y llenas de samovares de plata, garrafas de cristal, montones de platos de porcelana con incrustaciones de oro, níveas servilletas, cubiertos de plata y bandejas, soperas y cuencos que parecían contener los manjares más apetitosos jamás salidos de una cocina. En el lado más alejado del círculo había un hueco y por él pasaba una procesión constante de camareros que entraban y salían de las cocinas. En cuanto un plato caliente del buffet amenazaba con enfriarse o uno frío con volverse tibio, era inmediatamente sacado y reemplazado por otro.
Dentro del círculo de mesas había otra enorme repleta de viandas destinadas a surtir de nuevo las del círculo. Además estaba decorada con un gran ramo de flores de invernadero y en el centro se levantaba un gran bloque de hielo. Entre las mesas interiores y exteriores esperaban unos veinte criados con uniforme blanco, listos para servir en los platos porciones de los manjares elegidos por los invitados y para llenar tazas de té o copas de vino o champaña.
Florian se acercó al buffet dando un brazo a la zarina María Alexandrovna y el otro a Daphne. Su mirada admirativa abarcó toda la exposición de comida y bebida y después se fijó en las flores del centro y se preguntó qué significado podía tener un bloque cuadrado de hielo. Pero entonces Daphne profirió una exclamación ahogada y en el mismo momento Florian descubrió la figura helada dentro del bloque. Vista a través del hielo cortado a pico, se vislumbraba la vaga pero inconfundible figura de una muchacha con un traje de campesina, el que habría usado para asistir a una fiesta campestre. Y este traje estaba artísticamente dispuesto, de modo que la falda un poco subida mostrase una pierna desnuda y bien formada y el escote de la blusa dejase ver un hombro y casi todo un pecho.
—¿Les gusta el centro, monsieur Florian, madame Wheeler? —preguntó la zarina—. A veces nuestro chef d’embellissement confecciona un pastel con la forma de la catedral de San Isaac o imita el Almirantazgo con azúcar hilado. Esta mañana, inspirado por la nieve tardía, ha tomado el motivo para el baile de un antiguo cuento popular ruso. Es la historia de una pobre muchacha krepostnoy, una sierva, que recogía leña en una montaña cuando cayó por la nieve hasta el fondo de un glaciar. Reapareció un siglo después y a cien verstas de distancia, congelada en la pared del glaciar, tan joven y bella como el día de su muerte.
—Una historia conmovedora, majestad, y el chef la ha ilustrado mágicamente, logrando un modelo de la muchacha que parece realmente vivo.
—¿Un modelo? —repitió la zarina—. Pero si yo suponía… en realidad, no se me ha ocurrido preguntar… —Florian sintió temblar la mano de Daphne sobre su brazo y la zarina retiró la suya, diciendo en tono desenfadado—: Y ahora, diviértanse. Yo debo excusarme para ir a hablar con el viejo almirante conde Gordéyev.
—Creo que he perdido el apetito —dijo Daphne, horrorizada, cuando la zarina ya no podía oírlos—. Florian, aquí dentro está congelada una… chica… viva. O por lo menos estaba viva esta mañana. Congelada, sólo para divertir…
—Silencio, querida. Quizá es artificial. Supongamos que así es. Elige al menos algún plato para no llamar la atención. No es necesario que comas nada, si no puedes.
Seleccionaron una cena modesta: caviar, sopa de arenque, hígados de pavo real a la parrilla, pastel de hojaldre y un vino de Crimea. Cuando el criado les hubo servido los platos, no se los dio a Florian y Daphne sino a un lacayo surgido de repente cerca de ellos, que se inclinó y los condujo a una de las numerosas mesas que llenaban el resto del vasto salón. Colocó los platos, les acercó las sillas y se alejó con una reverencia. Daphne acababa de beber un largo sorbo de vino para reponerse cuando el lacayo volvió con un tercer plato que contenía exactamente los mismos manjares que habían elegido; entonces volvió a irse sin dar ninguna explicación.
—¿Para quién es el tercer plato? —preguntó Daphne.
—No lo sé —respondió Florian—. Quizá es la costumbre. Para anticiparse a nuestro deseo de repetir.
—Ni siquiera me apetece empezar —dijo Daphne, estremeciéndose de nuevo y evitando mirar hacia el bloque de hielo. No obstante, mordisqueó una tostada cubierta de caviar.
La cochera contigua al palacio era casi tan suntuosa y estaba casi tan bien amueblada como el palacio en sí, pero en ella reinaba el frío y la oscuridad. El capitán conde Suvorov encendió una linterna para guiar a Clover Lee hasta el tan «notable trineo», descripción que, según decidió ella, no se ajustaba en nada a la realidad. El vehículo estaba sobre patines y tenía en su parte delantera todos los dispositivos necesarios para enganchar caballos, pero ahí terminaba su parecido con un trineo. De hecho era el remolque mayor y más lujoso que Clover Lee había visto en su vida.
—Fue construido por orden de Catalina la Grande —explicó Suvorov—. Requería cuatro troncos de cuatro caballos cada uno para tirar de él.
—Y supongo que ni siquiera dieciséis caballos podían ir más de prisa que al paso con esta carga —dijo Clover Lee, impresionada.
Subieron y recorrieron el interior, que estaba lleno de porcelana, maderas finas y cerámicas decorativas.
Suvorov identificó las diversas estancias.
—Este es el saloncito de Catalina, donde descansaba en esta chaise longue cuando el trineo estaba en marcha. Este es el comedor y éste el dormitorio y, al lado, el lavabo…
—Es una cama grande y magnífica —dijo Clover Lee, recostándose en ella con languidez y actitud invitadora—. Catalina debió de divertirse mucho aquí.
—Ejem. Mademoiselle, este lugar es muy frío. Quizá deberíamos volver al baile.
Clover Lee se incorporó y exclamó, indignada:
—¿Quiere decir que me invitó a venir aquí sólo para enseñarme el trineo de Catalina la Grande? ¿No tenía pensada otra diversión?
—Pensada, sí, mademoiselle —admitió Suvorov, afligido—, pero están mis ceñidos pantalones de piel de alce. Tendría que llamar a los mozos de cuadra sólo para…
—¡Oh, no importa! —replicó Clover Lee, saltando enfadada de la cama—. No querría que se enfriaran sus nalgas desnudas. Sí, será mejor que volvamos al baile.
Florian y Daphne descubrieron la razón del plato adicional que les habían servido junto a los suyos. El zar Alejandro había entrado en el comedor y se paseaba de mesa en mesa, deteniéndose unos momentos a sentarse a cada una de ellas. Cada mesa tenía un plato extra, para que pudiese tomar un bocado, y así los otros ocupantes de la mesa podían afirmar después sin faltar a la verdad que habían cenado con el emperador. Cuando Alejandro fue a sentarse a la mesa de Florian y Daphne, echó una mirada a lo que comían: Daphne aún mordisqueaba una tostada de caviar y Florian tomaba una cucharada de sopa… así que él tomó un poco de caviar y un sorbo de sopa y expresó en un francés no muy fluido la esperanza de que se estuvieran divirtiendo.
Florian le aseguró que así era y Daphne se abstuvo de hacer algún comentario sobre la presencia en el banquete de una joven sierva muerta. Entonces Alejandro dijo en alemán:
—Herr Florian, ¿querría acompañarme a mis aposentos para una conversación en privado? ¿Perdonará Frau Wheeler nuestra descortesía y aceptará la invitación a bailar del mariscal Krylov?
Al parecer en respuesta a una señal invisible, un oficial de mediana edad de la Guardia Nacional, corpulento y con grandes patillas, se presentó y se inclinó ante Daphne. Florian habló a ésta en inglés y ella hizo un mohín de perplejidad, pero se fue obediente con Krylov al salón de baile.
El zar, despidiendo con la mano a los diversos guardias y servidores que acudieron a su lado, condujo a Florian a otra escalinata de mármol y a través de varios magníficos salones y aposentos hasta su propia suite, cuya puerta estaba flanqueada por dos centinelas catatónicamente rígidos de la Compañía Dorada de Granaderos Imperiales. Las habitaciones del zar tenían escasos muebles, pero cada pieza era exquisita. Alejandro se dirigió primero a un aparador careliano de madera de abedul sobre el que había una jofaina y una jarra, cortadas ambas de una amatista entera. Vertió agua y se lavó las manos, explicando:
—Hace un momento he tenido que estrechar la mano del emir de Bujara. Siempre me lavo después de tocar a alguien de otra religión.
Entonces indicó un sillón a Florian, ocupó el de enfrente, se inclinó hacia adelante y dijo:
—Usted procede de Alsacia, un país de identidad nacional ambigua desde hace mucho tiempo. Su segundo en el circo, el coronel Edge, es virginiano; ahora, de hecho, un apátrida. El resto de su compañía comprende un surtido de nacionalidades.
—Vuestra majestad está bien informado.
Alejandro quitó importancia al detalle.
—La Tercera Sección de mi cancillería tiene un expediente completo de todos los extranjeros, residentes o en tránsito. Por ejemplo, sé que usted ha cruzado con su circo lo que ahora se llama la Guerra de las Siete Semanas, sorteando hábilmente a los ejércitos beligerantes. Tengo entendido que usted personalmente no estaba a favor de Austria ni de la alianza prusiano-italiana en dicha guerra. Sin embargo, diría que sabe por qué se libró.
—La gente del circo es apolítica, majestad, pero no ignorante.
En Europa todo el mundo conocía la ambición del canciller Bismarck de forjar un reino con todos los pueblos de habla alemana.
—De los cuales yo soy un miembro, Herr Florian. Habrá notado que el alemán es la lengua cotidiana de esta corte. Mi madre era prusiana, mi abuela una Württenberg, mi bisabuela una Anhalter.
Mi propia esposa la emperatriz es de Hesse, así que mis hijos tienen aún menos sangre rusa que yo. Cuando llamo «primo» al rey Guillermo de Prusia, no se trata de una simple formalidad de la corte.
—Estoy seguro, majestad, de que el mundo comprende por qué apoyasteis a Prusia en esa Guerra de las Siete Semanas.
—Lo cual es más de lo que hizo Guillermo. Es un viejo y lo único que quiere es una vejez tranquila, así que ha dado las riendas a su intrigante canciller. Ahora Bismarck ha humillado a Austria y establecido la hegemonía de Prusia sobre los pueblos germanos. Ya ha absorbido a Schleswig-Holstein y Hannover. Y puede contar con añadir a su confederación esos otros estados (Hesse, Baden, Sajonia) que con anterioridad desdeñaron su idea de un imperio. A continuación, por supuesto, Bismarck querrá anexionarse a Alsacia y así hará alarde de la superioridad del pueblo alemán sobre el francés. Encontrará o inventará algún pretexto para una guerra con Francia. Calculo que dentro de un año, más o menos. Y si gana esa guerra, esperará de mí que lo celebre por mi primo Guillermo y no le llame rey sino Kaiser. Sin embargo —Alejandro levantó una mano como si Florian hubiese aplaudido antes de tiempo—, no puedo ignorar el hecho de que Prusia está justo al otro lado de las fronteras rusas con Polonia y Lituania. Si mi primo es emperador de un reino alemán poderoso y unificado, le consideraré un vecino sumamente incómodo.
—¿Queréis decir, majestad, que apoyaríais a Francia en una guerra contra Prusia?
—Estoy seguro de que no espera una respuesta directa a esta pregunta. —Alejandro se recostó en el sillón, juntó los dedos y dijo—: Francia son las masas. Siempre lo han sido. Los franceses son más franceses que nunca cuando forman una masa. Sus cortes reales, sus consejos y su clero sólo han sido masas mejor lavadas. Luis Napoleón no es más que un advenedizo oportunista. Sin embargo, recuperó la corona imperial del marasmo del republicanismo.
—De modo que sentís una afinidad imperial.
—A fin de preservar el imperio ruso, debo preocuparme del destino de otros imperios. Cuando Bismarck mueve los estados europeos como piezas de ajedrez, pone en peligro el propio concepto de la monarquía. En Francia pululan los communards, que sólo esperan una excusa para derribar de nuevo el trono. Mi propia Rusia tiene al acecho a sus nihilistas y cultos de Libertad Popular, que se agitan con la misma intención. Mi emancipación de la esclavitud no frenó su deseo de derramar sangre imperial. Entretanto, los emigrantes rusos que viven en Europa occidental han formado lo que llaman un partido populista y también predican la revolución, a distancia y fuera de mi alcance. Nuestra juventud que va a estudiar al extranjero se contagia de esas ideas radicales y vuelve a casa con los gérmenes de esa enfermedad. Si Prusia derrota a Francia en una guerra, los communards franceses tendrán su excusa para alzarse contra Luis Napoleón, llamándole inepto e impotente. Podría significar más revoluciones como las de mil ochocientos cuarenta y ocho en casi cada reino e imperio. Incluyendo el mío.
—Si entiendo bien vuestras intenciones, señor, permaneceríais neutral en una guerra entre Prusia y Francia, pero intentando mantener un equilibrio entre estas dos potencias para que ninguna de ellas alcance la hegemonía en Europa.
—Exactamente. Es una suerte, para mis fines, que a los franceses les guste mucho comer perdiz blanca.
Florian parpadeó.
—¿Qué queréis decir?
—Es la clase de perdiz más sabrosa y de mayor tamaño. Aquí tenemos una gran abundancia en las montañas y las exportamos con regularidad a los mercados de París. Se despluman y limpian y se envían en banastas de mimbre rellenas de avena para evitar que las aves sufran golpes.
—Lo lamento, majestad, pero no veo por qué…
—En todas las aduanas de todas las fronteras de aquí a Francia se vigila constantemente el contrabando y se registran e inspeccionan con escrupulosidad casi todas las mercancías, pero los funcionarios se han acostumbrado tanto a nuestras banastas de aves acolchadas con avena que las dejan pasar rutinariamente. Y entre la avena pueden esconderse comunicaciones cifradas que se filtran hasta mis agentes de la Tercera Sección en París. He logrado hacer llegar muchos mensajes a Luis Napoleón por este medio, desconocido por mi primo Guillermo y el suspicaz canciller Bismarck, desconocido por los propios ministros y consejeros de Napoleón y desconocido incluso por mis propios funcionarios diplomáticos en París y otros lugares.
—Ingenioso, majestad —dijo Florian, preguntándose por qué le hablaban de estas cosas.
—Por desgracia, Luis Napoleón no aprecia siempre mis buenos consejos ni toma las medidas que le recomiendo. Supongo que no puedo culparle. Quizá yo mismo sentiría idéntico recelo si agentes secretos extranjeros me transmitieran consejos similares. En cambio, si los mensajes llegaran por medio de una tercera persona cuyo desinterés pudiera demostrarse… y no se me ocurre nada más políticamente inocuo que su circo, Herr Florian. Le han oído decir que su próximo destino será París. ¿Cuándo se propone llegar allí?
Florian se desconcertó. Había hecho esta observación más de una vez, pero no podía recordar la presencia de extranjeros en ninguna de esas ocasiones. Se sobrepuso y dijo:
—No he hecho planes concretos, majestad. No abandonaremos San Petersburgo hasta que hayamos disfrutado de sus «noches blancas». Es probable que nos marchemos cuando vuelva el invierno. Pero aún no he pensado en nuestra ruta.
—Ir por tierra de aquí a París sería un viaje arduo y requeriría mucho tiempo. Suponga que va por mar, directamente a un puerto del Báltico occidental.
—Bueno, ya hemos viajado con anterioridad en un buque mercante. Pero ahora somos una compañía mucho más numerosa y cargada…
—Un buque de guerra podría acomodarlos con facilidad. Florian parpadeó de nuevo. El zar explicó:
—Todos los jefes de gobierno del mundo han sido invitados a asistir o mandar emisarios a la gran inauguración del canal de Suez en noviembre. Mi embajador saldrá de aquí en septiembre y, como es natural, le enviaré con la solemnidad apropiada, a bordo de mi nuevo crucero de vapor, el Piotr-Velik. Su circo podría acompañarle hasta, digamos, Kiel en Schleswig-Holstein.
—Vuestra majestad hace una oferta muy generosa y atractiva, pero si vuestro buque de guerra da toda la vuelta a Europa hasta Egipto, ¿por qué no nos quedamos a bordo hasta… bueno, tal vez Le Havre, desde donde París está mucho más cerca?
—Porque, para ser franco, Herr Florian, pienso pedirle que pague su pasaje, por decirlo de alguna manera, y para ello habrá de entrar en Francia cruzando las tierras alemanas.
—Había supuesto, señor, que vuestra intención era confiarnos un mensaje, pero ¿acaso deseáis que espiemos por el camino? Me temo que todos carecemos de experiencia en estos…
—Sólo les pediré que mantengan los ojos abiertos. Si nadie más es capaz de ello, estoy seguro de que su ex coronel de caballería Edge lo sabrá hacer. Ya les comunicaría con anticipación a usted y a él lo que deben buscar.
—Bueno…
—Como es natural, deseará pensarlo y hablarlo con el coronel Edge. Sin embargo, preferiría que sean pocas las personas enteradas de los detalles de esta proposición.
—Prometo la máxima discreción, majestad.
—Le daré mucho tiempo para reflexionar antes de que volvamos a vernos… y sería mejor que lo hiciéramos en circunstancias sociales, como esta noche. Podemos fijar una fecha para la actuación de su circo ante mi corte cuando nos hayamos trasladado a uno de nuestros palacios de verano. Ha mencionado las «noches blancas». Pues bien, fijemos la fecha para uno de los días más largos del año. —Alejandro se inclinó sobre una mesa donde había un calendario—. ¿El nueve de junio? Entonces la corte estará en Peterhof. ¿Sería esto satisfactorio?
—Perfecto, majestad.
—Puede comunicarme entonces su decisión sobre si desea aceptar mi ofrecimiento de transporte marítimo. De ser así, les entregaré a usted y al coronel Edge algunos mensajes y varias instrucciones. También les daré una persuasiva carta de presentación para su majestad imperial Luis Napoleón. Esto ayudaría a mejorar la prosperidad de su empresa, Herr Florian, pero recuerde que podría al mismo tiempo influir en el curso de la historia. Para mejorarlo, creo yo. —El zar se levantó y Florian hizo lo propio—. Salga usted primero, mein Herr. Me parece que sabrá encontrar el camino de vuelta al salón de baile. De ahora en adelante, no deben vernos juntos.
Florian saludó y salió entre los dos rígidos granaderos de la puerta. Volvió por el mismo camino hasta que llegó a un pasillo en que no había guardias ni sirvientes ni nadie que pudiera verle. Allí, con mucha agilidad para un hombre de su edad y estructura, dio un salto en el aire e hizo chocar los talones.