Florian pidió a Edge que le acompañara en el camino de vuelta y, tras algunas observaciones triviales sobre la futura ménagerie, le preguntó cautamente:
—Me disgusta fisgonear, Zachary, pero tanto yo como toda la compañía echamos de menos a tu dama Autumn. No me refiero a su parte en el programa, sino a ella misma, como persona muy querida. ¿Hay algo que pueda hacer alguno de nosotros? ¿Puedes decirme qué dolencia la aqueja?
—Ojalá lo supiera —respondió Edge en tono pesaroso—. Sólo conozco los efectos que causa en ella. Y Autumn está empezando a darse cuenta, a admitirse a sí misma que no es una enfermedad sin importancia.
Describió la prueba de la cuerda que había intentado en vano.
—Bueno, pérdida de equilibrio, pérdida de enfoque visual —dijo Florian—. Incluso un leve acceso de gripe puede causarlas.
—Se trata de algo mucho peor que la gripe, Florian. ¿Me guardará el secreto si se lo digo? Mag es la única persona que también lo sabe. Ni siquiera Autumn tiene idea de lo grave que es.
—Claro que lo guardaré. Pero ¿qué puede ser tan…?
—Son sus ojos. Los ojos de Autumn. No sé cómo decirlo, suena ridículo, pero es un hecho y es terrible. Sus ojos se… desplazan.
—¿Desplazan? —Florian reflexionó un momento—. ¿Es por eso que no tenías prisa por devolverle el espejo? ¿Quieres decir que los ojos le dan vueltas en las órbitas?
—No. Han perdido la alineación. Mag fue la primera en notarlo, pero ahora yo también lo veo y es más evidente cada vez que la miro.
Florian meditó otra vez y dijo:
—Zachary, no es que intente restarle importancia, pero describes a la chica como si se hubiera vuelto bizca. ¿No puedes ser más específico?
—Sí que puedo, maldita sea —contestó Edge con fiereza y desolación—. Uno de sus ojos se ha desplazado un poco más abajo que el otro. Por esto no enfocaba bien la cuerda. Y por esto le quité el espejo. No puedo permitir que se vea la cara. Toda su cabeza ha empezado a cambiar de forma, a ser asimétrica. Supongo que esto explica su persistente jaqueca, pero ignoro cuál puede ser la causa de la… desfiguración. Me doy cuenta de que parece insensato e imposible, pero es lo que está ocurriendo.
—Dios mío —murmuró Florian—. Una chica tan guapa. Zachary, no puedo decirte lo desolado que estoy… pero, escucha, amigo. Esto rebasa a todas luces los poderes de Maggie. Debemos llevar a Autumn a un médico profesional.
—Pensaba llevarla mañana por la mañana después de pedirle a usted que me ayude a buscar uno bueno y hable con él. Y, por Dios, ruéguele que no deje traslucir su horror, que no deje sospechar a Autumn que está… que está perdiendo su belleza.
—Ahí hay una Apotheke —indicó Florian, porque ya estaban en el centro de la ciudad—. Haz señas al otro coche de que puede continuar. Nos detendremos aquí y preguntaremos sobre los médicos locales y sus especialidades y reputaciones. Necesitamos al mejor.
Edge esperó en el carruaje mientras Florian estaba dentro. Tardó un poco en salir y entonces dijo:
—El boticario recomienda al Herr Doktor Köhn. No está lejos de aquí. Vayamos y asegurémonos de que puede vernos mañana.
De nuevo Edge esperó, manoseando con nerviosismo las riendas de Bola de Nieve, ante una casa entramada de aspecto muy antiguo. Florian estuvo ausente durante un rato todavía más largo, pero al fin salió, bastante más animado que antes de entrar.
—Nos recibirá mañana a las diez. He tenido la suerte de hablar con el Herr Doktor en persona, no sólo con un sirviente. Parece tan viejo como su casa, lo bastante viejo para ser sabio y experimentado, supongo.
—¿Le ha hecho la advertencia?
—Sí, sí. Le he repetido tus mismas palabras. No sé si lo ha creído. Tampoco estoy seguro de creerlo yo. Pero ha aventurado una suposición optimista. Ha dicho que un leve ataque de apoplejía causa siempre un dolor de cabeza prolongado y puede producir una parálisis parcial del rostro, y que puede ser pasajero.
—Bueno, esperemos que así sea —dijo Edge, no muy esperanzado.
Cuando llegaron al Hofgarten, Beck ya tenía a la banda afinando los instrumentos, estaban encendiendo las antorchas exteriores, las barracas de la avenida empezaban a llenarse de género y en los puestos de bocadillos ya se encendían braseros y parrillas. En un mostrador de Weissbier, Fitzfarris bebía una jarra de la pálida lager, con una rodaja de limón flotando en la superficie, mientras intentaba, galante y laboriosamente, flirtear con la camarera. Esta, una chica muy bonita que lo era todavía más a causa de la frescura veraniega de su dirndl rosa y blanco, medias y zapatos rosas, se reía de los torpes intentos de Fitz de piropearla en alemán, pero a pesar de todo parecía muy complacida. A cierta distancia Lunes Simms observaba el flirteo con expresión colérica. Cuando Florian se acercó por la avenida, le interceptó.
—Director, Domingo y yo queremos hablarle.
—Muy bien, querida niña, pero tendréis que ser breves. Es casi la hora del espectáculo.
Lunes hizo una seña a Domingo, que acudió en seguida, y continuó:
—Nos gusta viajar con todos ustedes y aprender oficios y ganar dinero, pero pensamos que nos lo ganamos a pulso… y estamos cansadas de que nos traten como basura negra.
Florian quedó estupefacto ante tal vehemencia, pero antes de que pudiera hablar, Domingo interrumpió:
—Discúlpela, director, Lunes ha aprendido buenos modales, pero los olvida cuando se excita. Lo que quiere decir es…
—¡Yo sé lo que quiero decir, hermana! Hemos notado que estos europeos nos ven como extranjeras, pero también ven así a los chinos, incluso a Clover Lee, e incluso a usted, señor. Nos ven como extranjeros, no extranjeros negros o amarillos o blancos.
—No cabe duda de que es cierto —contestó Florian—. Pero si todos somos considerados extranjeros por los nativos, ¿por qué os sentís insultadas?
—Porque todos ustedes piensan igual. Especialmente ese… ese presumido de sir John.
Dirigió una mirada asesina a Fitzfarris y la camarera.
—Ah —dijo Florian, intentando ocultar una sonrisa—. Une filie jalouse.
—Oui —asintió Domingo—. Aun así, tiene razón, director. A veces somos hotentotes y, además, pigmeas africanas, lo cual ya es bastante degradante. Pero ahora sir John nos hace salir en ese espectáculo de cuadros, que es cada día más difícil de soportar. Los hombres que pagan para verlo sudan y jadean de lascivia y el eslovaco que interpreta a Lot no para de manosearnos.
—Nos esforzamos por ser algo mejor que una basura —dijo Lunes—. Hacemos la subida inclinada, yo hago la alta escuela a caballo, Domingo las acrobacias y además practica mucho en el trapecio, y yo he pedido al señor Pfeifer que me enseñe a andar de verdad por la cuerda floja y él ha dicho que sí, y…
—Eh, alto ahí. Aspetta. Un momento —interrumpió Florian, levantando las manos en un gesto de rendición—. Tienes toda la razón, lo admito y os pido perdón por mi negligencia al permitir que se os haya explotado durante tanto tiempo. Ya no sois huerfanitas, sino señoritas respetables y merecéis que se os trate con más consideración. Se lo haré saber a sir John. No más cuadros para vosotras. ¿Os conformáis con esto y aceptáis mi arrepentimiento?
Dijeron que sí y se fueron cogidas de la mano, con las bonitas cabezas muy altas, aunque Lunes volvió la suya una vez para dirigir una furiosa mirada a Fitzfarris y su conquista blanca y rosa. Florian interrumpía en aquel momento su tête-á-tête para hacer saber la novedad a Sir John.
Y aquella noche, después del espectáculo, Florian, Fitz y la mayoría de los otros jefes del Florilegio celebraron una conferencia para tratar de su futuro inmediato. Toda la compañía, menos Edge y Autumn, que cenaban en su remolque, fue con Florian al hotel Goldener Adler, que tenía cinco siglos de antigüedad. En el elegante comedor cenaron un banquete de trucha asalmonada, faisán, albóndigas Knódeln, vinos del Inntal y, como postre, un plato llamado Schmarrn.
—La palabra significa disparate o bazofia —dijo Florian—, pero pedidlo de todos modos.
Resultó ser unos delicados crépes revueltos con arándanos. Cuando los otros miembros de la compañía se hubieron ido, saciados y felices, Florian, Fitzfarris, Beck, Goesle y Mullenax permanecieron en la mesa, ante el café y los licores.
—Repito, sir John, que lamento haberte arrebatado tan de improviso a Domingo y Lunes, pero se trataba de algo que debíamos haber hecho hace tiempo.
—No es muy grave —contestó Fitz—. El espectáculo del intermedio sigue siendo variado y esta noche el grupo de estudio de la Biblia ha parecido satisfecho con sólo David y Betsabé. Pero supongo que Clover Lee también dimitirá; creo que le gusta que los patanes la miren con la boca abierta, pero dudo de que quiera seguir en un número que dos mulatas consideran ofensivo para su dignidad.
—Exacto —asintió Florian—. Y tengo una sugerencia, sir John. En lo sucesivo podrías presentar todo el espectáculo dentro del anexo y cobrar una entrada especial en el intermedio. Más aún. Cuando hayas exhibido al Hombre Tatuado, los Hijos de la Noche, la Princesa Egipcia, tu Miss Mitten y el Griego Glotón, presenta a Madame Vasilakis como una sensación, accesible solamente a los varones adultos por otra cantidad extra.
—¿Poner a Meli en un cuadro bíblico? ¿Eva y la serpiente, tal vez?
—Eso os lo dejo a vosotros y a tu fértil imaginación. Sólo diré que la vista de una mujer apetitosa acariciando una serpiente… bueno, evoca ciertas imágenes incluso en la mente de un espectador viejo y cansado como yo.
Todos los hombres que rodeaban la mesa sonrieron y asintieron. Fitzfarris, pensativo, murmuró:
—Hum… sí. ¿Crees que Spyros no pondría objeciones a que su mujer… ejem… actuara ante un auditorio privado?
—Lo dudo. Es griego.
Fue Stitches Goesle quien expresó una objeción menor:
—Sólo una cosa, director. Desde que ha empezado la guerra hemos trabajado para un público que sólo llenaba las dos terceras partes de la carpa. ¿Y ahora piensa cobrar extra por un espectáculo que antes era gratuito?
—A mí me parece lógico, Dai —respondió Florian—. Cuanto menos público tengamos, más dinero hemos de sacarle mientras esté en el circo. Pero no soy avaro; dentro de poco verán más cosas por el mismo dinero, aunque sólo paguen la entrada del espectáculo principal. A menos que el joven Herr Mehrmann no se preste al regateo, y se prestará, espero adquirir sus animales e incluir pronto a algunos en el programa.
—Esto me recuerda —dijo Fitzfarris— que puedo añadir algo al programa sin que nos cueste un solo kreuzer. ¿Se ha fijado en la moza a quien estaba piropeando?
—Claro que sí.
—Pues hay muchas otras chicas igual de bonitas en los otros puestos y barracas. Dicen que quieren seguirnos cuando volvamos a la carretera. Y a todas les gusta bailar. ¿Ha visto alguno de vosotros un baile austríaco llamado… algo así como shoe-slapper?
—El Schuhplattler —dijo Beck—. No ser austríaco, sino bávaro.
—Lo que sea —contestó Fitzfarris—. Sólo se trata de saltar, cruzar las piernas y palmearse los muslos. Esas chicas lo bailan con mucha gracia, contoneándose con las faldas cortas. Al fin y al cabo, no tienen nada que hacer cuando la multitud abandona la avenida para ir a las graderías. ¿Por qué no hacer bailar a esas ocho o diez chicas en la pista, incluso antes de la cabalgata inicial? Supongo que conoces la música, Bum-bum. Y sería aún más bonito si todas llevaran dirndls idénticos.
—Muy buena idea —aprobó Florian—. Y no es preciso que sea una carga para nuestra modista. Simplemente equiparemos a las chicas en la misma tienda del centro. Te lo encargo a ti, sir John. Será sin duda una agradable excursión en semejante compañía.
Mullenax dijo con expresión hosca:
—Tú puedes divertirte con animales más bellos que los míos. Señor Florian, ha dicho que se propone incluir a animales nuevos en el espectáculo. Diablos, no sé cuánto tiempo tardaré en entrenarlos, ni si podré hacerlo sin ayuda.
—Todos los oficios tienen sus trucos, Barnacle Bill, y yo conozco algunos del tuyo. Mira… —Sacó de debajo de su silla y le alargó por encima de la mesa una trompeta de juguete—. De nuestra avenida. Un regalo para ti y tu oso musical.
—¿Qué?
—Hasta que decidamos qué más has de enseñar a tus animales, puedes empezar inmediatamente sacando a la pista a un oso sujeto por una correa y ordenándole que toque esta trompeta.
—¿Qué?
—Prepáralo antes. Introduce un corcho en el pabellón de la trompeta y luego llena el tubo con agua azucarada. El oso cogerá la trompeta con las zarpas delanteras, la inclinará como si fuera una de tus jarras y beberá por la boquilla. Me juego algo a que a ti nunca tuvieron que enseñarte este truco y tampoco hará falta enseñárselo a él. Al mismo tiempo, sin que nadie se dé cuenta, el Kapellmeister Beck tocará una sencilla melodía con su corneta. El público ve un oso que toca la trompeta por orden tuya. Así de fácil.
—Vaya, que me cuelguen si…
—Así pues, caballeros —continuó Florian—, hasta que decidamos qué más haremos con ellos, algunos de estos animales participarán al menos con nosotros en la cabalgata inicial y final. El toro nuevo, la joroba, esos soberbios caballos negros y el enano. No estoy seguro acerca de los presos; las cebras son muy díscolas. Ya veremos. El caso es que cuando tengamos aquí a los animales, maestro velero, ¿querréis tú y Maggie empezar a hacer arneses, arreos y adornos para los que tomen parte en las cabalgatas?
—Sí, director. ¿Y cuando no estén en la pista o en la carretera? Supongo que necesitarán alojamiento.
—Sí. ¿Puedes hacerme el bosquejo de una tienda zoológica capaz de acomodarlos? Que sea como un pasillo, con los animales atados o enjaulados a ambos lados para que los patanes puedan contemplarlos mientras pasean. Uno de nosotros que hable la lengua local, quizá Fünfünf mientras estemos por estas regiones, puede disertar sobre los hábitats y costumbres de los animales.
Goesle ya hacía un dibujo imaginario sobre el mantel con la yema del dedo, murmurando:
—Sin poste central… un rectángulo de estacas… paredes laterales que puedan enrollarse para ventilación…
—Quizá yo no ser necesario para tocar música para osos y las chicas del Schuhplattler —terció Beck con cierta timidez—. Cualquiera de mis hombres poder tocar estas cosas. Los hombres poder tocar todo el espectáculo sin mi dirección. Aunque yo estar ausente.
—¿Ausente? —repitió Florian, algo alarmado.
—Aquí en Österreich actuar ante poca gente. Todos asustados y dispersados por la guerra. Pero sólo a treinta kilómetros al norte de aquí estar mi tierra natal, Baviera, y Baviera no estar muy afectada por la guerra. El negocio ser seguramente mucho mejor si vamos allí.
—Sí, ya había pensado en dirigirnos a Bayern… a Baviera. —Pero yo ir por delante, solo. Directamente a casa de mi familia en München. Allí tener mi Dampforgel en una carreta…
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Florian—. Lo había olvidado por completo. ¡Posees un órgano de vapor!
—Ja. Yo mismo hacerlo y tocar muy bien, pero no todos apreciarlo. Los vecinos siempre desesperarse cuando verme regresar de un viaje. Pero esta vez estar contentos, porque yo llevarme el Dampforgel. Usted y el circo dirigirse al norte, yo transportar el órgano hacia el sur y encontrarnos en alguna parte.
—Una idea magnífica, Carl; será una estupenda contribución. Veamos, ¿de qué carromato podemos prescindir?
—Nein, nein, sólo darme un caballo. Así ir más rápido, directamente al norte a través de los Alpes bávaros. En München comprar un carromato como ser debido.
—Está bien. Llévate ese rocín que tira del remolque de miss Auburn. De todos modos pensaba comprarle un caballo mejor. Cuando llegues a casa de tu familia, puedes dárselo o venderlo o dejarlo en los pastos, lo que prefieras. Entonces compra uno bueno para el carromato del órgano. ¿Cuándo quieres marcharte, Carl?
—Cuando usted guste, director.
—Bueno… por exigua que sea la asistencia, nos quedaremos en Innsbruck por lo menos las tres semanas que habíamos planeado. Para que los animales nuevos se acostumbren a nosotros y cosas de esta índole. Si estás seguro de que la banda puede funcionar sin tu batuta…
—Tenez! —exclamó de repente Rouleau—. Espero ganar mi sustento en este espectáculo, messieurs, como instructor de acrobacia y tutor cultural de la gente joven, pero tengo pocas posibilidades de participar como artista. Bum-bum, ami, insisto en que antes de tu partida me envíes al aire en el Saratoga una sola vez aquí en Innsbruck.
Beck dirigió a Florian una mirada inquisitiva.
—¿Por qué no? —dijo éste—. No debemos permitir que el aérostat o el gallant aéronaut se atrofien por falta de uso. Desgraciadamente, no podemos cobrar al público por una exhibición tan visible para todos, pero no importa; complace a Monsieur Roulette, Carl.
—Merci, messieurs —dijo Rouleau.
—Después —continuó Florian—, y si estás convencido de la competencia de la banda, ya podrás irte, Carl. El viejo rocín de Autumn te llevará por el paso de Scharnitz. Sin embargo, cuando nosotros partamos, nuestra caravana seguirá el curso del Inn y no abandonará el terreno más cómodo de los valles. No volveremos a levantar la carpa hasta que hayamos cruzado la frontera de Baviera en Rosenheim. Allí acamparemos y esperaremos tu llegada.
A la mañana siguiente Goesle fue en uno de los carromatos de la lona con varios peones y Jörg Pfeifer como intérprete a ver qué podían ofrecer los comerciantes de Innsbruck en cuestión de materiales para hacer una tienda nueva y equipar a los animales. Fitzfarris cogió la carreta del globo con ocho alegres chicas de la avenida de barracas, que se aposentaron sobre el mullido fondo, a fin de vestirlas para su debut en la pista. Florian y Edge ayudaron a Autumn —pese a sus protestas de que no necesitaba ayuda— a subir al carruaje y partieron hacia la clínica del Doktor Köhn. Si Florian advirtió un cambio en el aspecto de Autumn, se guardó bien de demostrarlo. Durante el trayecto a la ciudad procuró mantener un ambiente de alegría. Comentó la feliz noticia del inminente viaje de Carl Beck a Munich para traerles un auténtico y maravilloso órgano de vapor para el circo y el reclutamiento por parte de Fitzfarris de un cuerpo de bailarinas. Cuando hubo agotado estos temas, bromeó diciendo que Autumn era el primer miembro del Florilegio que se resistía a tratamientos domésticos como los brebajes gitanos de Maggie y las curas de caballería del coronel Ramrod.
—No me resisto a ellos —protestó Autumn—; me resisto a ir al médico, pero el coronel me obliga. —Rió levemente—. Este trayecto me recuerda una vieja canción cockney que cantan en las salas de Londres:
Todos los sábados por la tarde
nos gusta ahogar nuestras penas,
así que vamos al Museo de Cera
a ver la Cámara de los Horrores…
Incluso Edge, que estaba triste, tuvo que esbozar su torcida sonrisa al oírla, y Florian dijo:
—Tienes una voz muy bonita para la canción ligera, querida mía. ¿Hay más estrofas?
Ella asintió y cantó el resto, riendo al mismo tiempo:
Hay allí una bella estatua de mamá
cuya vista nos complace bastante
porque nos gusta saber cómo era
la noche que estranguló a papá.
Dos horas después, la mayor parte de las cuales Florian y Edge pasaron fumando en cadena en la sala de espera de la clínica, se abrió la puerta del consultorio y el doctor Köhn salió a hablar con ellos. Se levantaron respetuosamente y el médico se dirigió a Florian, quien tradujo sus palabras:
—Mientras tu Frau se viste, Zachary, el Herr Doktor desearía hacerte algunas preguntas.
Edge inquirió, lleno de ansiedad:
—¿Está en un tocador?
—Tranquilo. El doctor dice que ha tenido la precaución de quitar el espejo.
Köhn miró con fijeza a Edge mientras volvía a hablar a Florian:
—Las diversas pruebas —tradujo Florian— de inspección, palpación, percusión y auscultación no revelan trastornos orgánicos. No se ha producido ningún ataque de apoplejía. No hay parálisis. La Frau tiene un poco de fiebre y una sensibilidad neurálgica en una mano. Lo más importante para el diagnóstico es el signo más evidente: la asimetría en la cara de Autumn. El Herr Doktor también ha observado unas manchas de color café en la piel del tórax. ¿Las ha tenido siempre, Zachary? ¿Pueden ser marcas de nacimiento?
Edge negó con la cabeza.
—Nunca las he visto. Siempre ha tenido la piel blanca y suave. Toda ella. Pero últimamente… últimamente… siempre se desnudaba en la oscuridad…
Florian lo dijo al médico, que arqueó sus hirsutas cejas, meditó y habló de nuevo:
—¿Sabes, Zachary, si Autumn ha estado alguna vez en Oriente? ¿En alguna parte entre… Egipto y Japón, por ejemplo?
—No. ¿Ha estado alguien allí? Autumn me dijo que le hace mucha ilusión visitar Rusia porque nunca ha estado al este de Viena.
Otro diálogo entre el médico y Florian.
—¿Sabrías por casualidad, Zachary, si en los otros espectáculos en que ha trabajado Autumn había artistas orientales?
—No lo ha comentado nunca. Pero, diablos, Florian, nosotros tenemos tres.
—Cierto, cierto. Se me había olvidado.
Habló al médico, quien inmediatamente formuló otra pregunta que terminó —tras una breve vacilación que la hizo destacar— con la palabra Aussatz. Florian dio un respingo y profirió la palabra alemana más común que significaba lo mismo: «¿Lepra?» Incluso Edge pudo comprenderla y también se echó hacia atrás, horrorizado. El médico miró con exasperación a Florian y se apresuró a añadir algo. Florian suspiró de alivio y dijo a Edge:
—Dice que sólo está eliminando posibilidades. Quería saber si esos chinos mostraban algún signo de la tan temida enfermedad. Dice que el estado de Autumn presenta ciertas similitudes superficiales, pero no puede ser lepra, gracias a Dios, porque habría un síntoma seguro y cierto que ella no tiene: algo que el médico llama «caída del pie».
El médico hizo una demostración: levantó un pie del suelo y lo dejó colgar del tobillo, con los dedos hacia abajo, mientras decía a Edge en tono tranquilizador:
—Nein, nein. Nicht das.
—Danke —dijo Edge con voz ronca—. Es bueno saber que no tiene algo tan terrible. Pero entonces, ¿qué le ocurre?
Ahora Florian y Köhn iniciaron un largo diálogo a cuyo término Florian explicó:
—El Herr Doktor tiene la franqueza de admitir que, sencillamente, no lo sabe. Existen varias posibilidades. Una es leontiasis, por lo visto una especie de enfermedad ósea. Otra es heteroplasia, una formación anormal del tejido, según ha dicho. Hay otras posibilidades que son de índole nerviosa.
—Dios mío. Pero ¿puede ayudarla?
Otra breve conversación y el médico dio media vuelta y volvió a su consultorio.
—Ha ido a buscar una medicina —dijo Florian—. Autumn tiene que tomarla, no salir al aire libre y descansar. Nada de actividad ni enfriamientos. Dice que el estado persistirá, pero no está en peligro inmediato.
—¿Peligro inmediato?
—Quiere que la vea cierto especialista cuando lleguemos a Viena y me asegura que no hay ninguna urgencia. Sea cual sea su enfermedad, es crónica y no aguda ni crítica.
—Maldita sea —gruñó Edge—. Aunque no se muera ni empeore, hay que aliviarle ese continuo dolor de cabeza… y la incertidumbre y la inquietud.
El médico volvió a la sala, esta vez con Autumn, que entró arreglándose los cabellos castaños y dijo a Florian con cierta aspereza:
—Será mejor que digas al bueno del médico que perderá a todas sus pacientes si no pone un espejo en el vestidor.
Florian obedeció, o fingió que lo hacía. Después de otro diálogo con Köhn, éste alargó a Autumn cierta cantidad de sobres minúsculos y un trozo de papel.
—Estos polvos —explicó Florian— se llaman Compuesto de Dresser. Un fármaco muy nuevo, todavía en proceso de prueba y evaluación, pero el Herr Doktor lo considera maravilloso. Debes tomar uno de estos sobres, querida, siempre que tengas dolor de cabeza o fiebre o esa molestia nerviosa de las manos. El alivio está garantizado.
—Conque sí, ¿eh? —replicó Autumn—. La vieja Maggie garantiza el suyo.
—Bueno, por lo menos éstos proceden del laboratorio del Herr Chemiker Dresser y no de la caldera de una bruja.
—Pregúntele, por favor, si puedo tomar uno ahora. Mi cabeza parece una caldera de bruja.
El médico fue a llenar un vaso de agua. Autumn vació en su boca uno de los sobrecitos y bebió.
—Y en el trozo de papel —continuó Florian— está anotada la dirección del Herr Doktor Von Monakow, a quien has de acudir en Viena. Domina el inglés y dice que es un prestigioso miópata y neuropatólogo, aunque no me ha explicado qué significan estos resonantes títulos en el inglés de un profano.
Dieron, pues, las gracias al doctor Köhn, Edge le pagó y los tres volvieron al Hofgarten; durante el camino Florian intentó de nuevo mantener la alegría del ambiente bromeando con Autumn:
—Sólo una mujer podría improvisar una dolencia que dejaría perplejo al médico más recomendado de Innsbruck. Si fueras hombre, habrías entrado allí con una decente dosis de gonorrea. ¿Notas ya algún efecto de esa medicina?
—Pues sí —respondió ella, sorprendida—. De verdad. El dolor de cabeza está disminuyendo. Ya es más leve de lo que ha sido todos estos últimos días.
—Bueno, me alegro de que la visita haya servido de algo —observó Edge.
Autumn le dio una palmada en la mano y dijo en tono ligero, aunque con un suspiro:
—Vamos, vamos, querido. Si el cielo se viene abajo… bueno… cazaremos alondras.
Cuando llegaron al circo, el joven Herr Mehrmann ya los esperaba con un fajo de papeles bajo el brazo.
—Volvamos al negocio —dijo Florian—. Zachary, cuando hayas instalado cómodamente a miss Auburn, ¿te reunirás con nosotros en mi remolque?
Sin embargo, cuando Edge se reunió por fin con ellos, Florian y Mehrmann ya habían terminado la transacción. Florian firmaba con su viejo rotulador, pero con grandes floreos, un papel tras otro, y los apartaba sobre la mesa hasta el lugar donde el joven contaba escrupulosamente un montón de monedas de oro. Una vez concluida la cuenta, dijo «Abgemacht», cogió los papeles firmados y dio a Florian un puñado de cuadernos.
—Los salvoconductos de los eslovacos recién contratados —explicó Florian a Edge—. Uno para cada carromato nuevo. También cuidarán a sus ocupantes y el sexto ayudará a Abdullah a conducir a los toros y el bactriano mientras viajemos.
Cuando el joven hubo estrechado las manos de todos y se marchó, Florian rió entre dientes y observó:
—Sospecho que hemos adquirido todos esos animales exóticos por una cantidad no mayor de la que los Hagenbeck pagaron a los guardabosques y cazadores furtivos que se los vendieron como cachorros, crías y polluelos.
—Aun así, me ha parecido una cantidad considerable —dijo Edge—. ¿Podemos gastarla?
—Somos un circo. Debemos aspirar a ser mejores que otros circos. Hay un dicho austríaco que deberías conocer, Zachary, ya que es de la caballería austríaca, cuyos miembros son notorios jugadores. «Se puede jugar a cartas sin dinero, pero no sin cartas». Ahora, ¿querrías informar a Dai Goesle de que puede coger a todos los peones libres durante la función de esta tarde y cruzar el río para ayudar a trasladar hasta aquí a los nuevos hombres y animales? Dile también que compre pintura para los furgones de las jaulas que sea del mismo color que el resto de la caravana. Y di a Banat que ahora será jefe de más de seis compatriotas suyos. Que se encargue de hacerles sitio para dormir y viajar en los carromatos de los eslovacos. Mientras tanto discutirá con Abdullah y Alí Babá la logística de procurarnos más heno, grano y carne para gato.
—Muy bien, director.
—Oh, otra cosa antes de que te vayas, Zachary. No, dos cosas. El caballo que tira de tu remolque es demasiado viejo. Y Bum-bum necesita una montura no excesivamente buena para realizar su encargo. Démosle el viejo rocín de Autumn y buscaré un caballo para sustituirlo. Sin embargo, como sé cuánto admiras los nuevos frisios negros, ¿por qué no enganchas uno a vuestro remolque?
—Gracias, director. Es un gesto muy amable. Autumn también estará encantada. —Edge esperó—. Ha dicho dos cosas…
—Ejem, sí… sí… —Florian dio vueltas al rotulador durante un momento—. Zachary, debes ser consciente de que no podemos mantener para siempre a Autumn ignorante de los cambios que se operan en ella. Tarde o temprano encontrará otro espejo. Y verá su rostro.
Edge tragó saliva, asintió en silencio y salió.