Cuando hacía catorce días que habían doblado el cabo Charles y el buque navegaba por la vasta extensión de agua entre las Azores y Madeira, sacando humo en medio de un mar soleado, apenas rizado por olas juguetonas, la travesía dejó de ser monótona.
Aquel día empezó como todos. El viento venía del este, así que el Pflichttreu avanzaba con máquinas, pero el viento de frente dispersaba la mayor parte de humo y hollín de la chimenea. Habían subido a Rouleau a la cubierta de proa, todavía acostado en su jergón y rígido dentro de su caja de salvado, pero contento de poder contemplar las actividades de sus compañeros. Los chinos ensayaban con el trampolín y con Peggy, mientras Lunes y Martes Simms esperaban para intervenir. El Hacedor de Terremotos estaba en la misma proa del buque, intentando cargar sin ayuda con la pesada ancla, sin conseguirlo del todo. Cerca del jergón de Rouleau, Florian y Fitzfarris jugaban a la veintiuna apostando cerillas. Cuando Florian ganó varias manos seguidas, Fitz maldijo en voz baja, apartó sus cerillas y cartas y dijo:
—Un hombre de su talento debería dedicarse por entero a las cartas. ¿Cómo es que se metió en el negocio del circo?
Florian se encogió de hombros.
—Aprendiéndolo, igual que cualquier otro arte o profesión. —Barajó las cartas y dejó vagar por el horizonte una mirada soñadora—. El Circo Donnert llegó a mi ciudad natal cuando yo tenía catorce años. El día en que se marchó, me fui con él. Maggie Hag trabajaba en aquel espectáculo y me tomó bajo su protección.
—La clásica historia del niño que se fuga de casa. ¿No le persiguió su familia?
—No. Mi madre había muerto. Mi padre adivinó seguramente adónde me había ido, pero es posible que incluso aprobara mi sed de aventuras. Siempre había deseado que yo fuese algo más que un obrero de fábrica, y Dios sabe que el circo daba cien vueltas a aquel trabajo.
—Cualquier cosa es mejor. Pero, ¿cómo convenció al circo para que le contratasen? Sólo era un niño.
Florian sonrió.
—Si por «contratar» quieres decir «pagar», no había paga. Ni siquiera me habrían mantenido, y habría debido buscarme yo mismo el sustento, si Mag no hubiese cuidado de mí. Aun así, tenía que dormir sobre la lona doblada en el carromato de la tienda. O entre los pliegues de la lona, cuando hacía frío. Hasta que tomé mi primera… esposa, para decirlo con un eufemismo. Una amazona que me doblaba la edad. No era en absoluto atractiva, pero su caravana sí.
—Se trataba, pues, de un circo muy pobre.
—Cielos, no. El circo de Donnert era grande y tenía prestigio. Y, que yo sepa, aún lo tiene.
—¿Trabajaba en algún número? ¿Era un peón, o qué?
—Diablos, pasó mucho tiempo antes de que pudiera dignificarme con el título de peón. Fregaba jaulas, acarreaba cubos de agua, fijaba carteles, hacía los trabajos más sucios y bajos. Y había muchos de esta clase en un espectáculo del tamaño del Donnert. Oh, con el tiempo llegué a ser un miembro muy mal pagado de la compañía y después hice un poco de malabarismo. Pero doy las gracias al cielo de que mi carrera no haya tenido que depender nunca ni de mis músculos ni de mis dotes de artista. Como ya has notado, mis habilidades tendían más hacia lo, ejem, adquisitivo y elocuente. Mientras iba de circo en circo (del Donnert al Renz, al Busch y vuelta otra vez al Donnert), era el presentador durante los intermedios, y en el espectáculo secundario, desempeñaba muchos oficios pequeños y aprendía mucho de caballos. Primero caballos de tiro y más adelante de pista, y al final incluso me confiaron la compra de animales exóticos. Y mientras tanto fui adquiriendo diversas esposas, o lo que fueran, de diferentes nacionalidades. Las adquiría y las abandonaba o las perdía. Por suerte, no perdí las lenguas que aprendí de ellas.
—La clásica historia del éxito, supongo. ¿Cuándo empezó a trabajar por su cuenta?
—Después de mi segunda gira con el Donnert. Maggie Hag aún seguía con el espectáculo y fue ella quien me animó a tan temeraria ambición. Incluso se fue conmigo, lo cual constituyó un verdadero acto de fe. Sólo éramos ella y yo y los animales que podíamos alimentar.
Barajando todavía las cartas, distraído, Florian enmudeció, inmerso en sus pensamientos. Al cabo de un minuto, Fitz preguntó:
—¿Y bien? ¿Cómo les fue?
—Nos manteníamos a uno o dos pasos del hambre. Y si había ganancias, las invertía en el negocio. Compramos más animales exóticos, varios carromatos, y adquirimos unos cuantos artistas y ayudantes borrachos, viejos o casi inaceptables por cualquier otra razón. El único número realmente bueno que logré contratar, hacia el final, fue el de la pértiga. Pimienta y Paprika. No las habría conseguido si ellas no hubieran estado también en el inicio de sus carreras. Tenían sólo quince o dieciséis años.
—Ha dicho «hacia el final». ¿Quebró?
—Yo, señor, no he quebrado nunca —contestó Florian, con cierta rigidez—. He querido decir hacia el final de mi estancia en Europa. Quizá no lo sepas, pero después de todas las revoluciones, rebeliones y otros tumultos de mil novecientos cuarenta y ocho, empezó la gran emigración de europeos a los Estados Unidos. Bueno, esto sucedía diez años después, y tanto Pimienta como Paprika recibían cartas de parientes, amigos y compañeros de circo que se habían marchado a América. Lo habitual: calles pavimentadas con oro, oportunidades sin límite, ven al Nuevo Mundo a hacer fortuna. Así que decidimos intentarlo. Entonces no fue preciso un barco como el Pflichttreu para llevar a mi Florilegio al otro lado del charco; podríamos haber ido en un bote de remos. Sólo éramos Maggie, Paprika, Pimienta y yo.
—Veo que ha prosperado en los Estados Unidos.
—Oh, pasablemente… pasablemente. Monsieur Roulette te lo puede certificar. Fue uno de los primeros americanos que se incorporaron a mi circo. Pero entonces, maldita sea, llegó vuestra revolución y lo redujo todo a cenizas.
—Ni que lo diga —contestó Fitz, comprensivo—. ¿Cree que habría sido más acertado quedarse en Europa?
Florian suspiró.
—Bueno, esto lo sabremos pronto, ¿no? —Volvió a mirar el horizonte con ojos soñadores—. Aquellos días tenía una ambición que no he logrado realizar. La ambición de todo hombre de circo. He estado muchas veces en París, pero nunca, ni con mi espectáculo de pacotilla ni con ninguno de los más respetables, he ido a París con un circo…
—¡Hola! —exclamó Pimienta, entrando sin anunciarse en el camarote de los niños Simms—. Me imagino que los negritos estaréis mareados aquí dentro. —Domingo Simms se apartó del espejo del lavabo, donde había estudiado su imagen—. Las máquinas han cambiado de ritmo, así que tu hermana está ensayando sus piruetas. Y tú… ¿qué diablos te has hecho en la cara?
—Mejoras —respondió tímidamente Domingo.
—¿Mejoras? ¡Mira qué aspecto tienes! —Ahora Pimienta examinó los frascos y tarros que Domingo había colocado sobre su litera—. ¿Qué diablos son todas estas porquerías?
Domingo respondió, a la defensiva:
—Oí mencionar al capitán que avistaremos tierra dentro de unos cinco días. Estoy tratando de embellecerme para cuando lleguemos por fin a puerto.
—¿«Pomada Princesa Heredera para Alisar el Cabello»? —Pimienta leyó las etiquetas—. ¿«Crema Resplandor Lunar de Dixie para Aclarar la Tez»? ¿De dónde has sacado estas recetas de curandera para embaucar a las negras?
—¡Son mías! Las compré el último día que pasarnos en Baltimore. Clover Lee me ayudó a elegirlas.
—Pero, ¿para qué, muchacha?
—¡Para tener menos aspecto de negra, por eso! —El lenguaje de Domingo perdió algo de su recién adquirida precisión—. ¡Menos negrita, para que nadie pueda entrar en mi cuarto sin llamar y manosear mis cosas!
—Shhh, cariño… calma, calma —dijo Pimienta, levantando las manos para apaciguarla—. Tienes razón. No tenía derecho a hacer esto. Sólo estaba buscando a Pap, pero no tenía derecho a irrumpir así. Y ahora que he pedido perdón, querida, déjame decirte algo. No necesitas ponerte esas pomadas en la cara y el pelo. Eres una chica tan bonita como cualquier chica blanca, sólo que de otro color.
—Eso es —asintió Domingo con amargura—, soy una rosa amarilla, una mulata, una pastora de búfalos, una negra. Así que, dime, ¿qué aspecto tiene una negra bonita?
—Que me maten si lo sé. No he visto nunca ninguna entre las negras verdaderas. Pero en lugar de taparte el color tostado, deberías realzar tu belleza, que es mucha. —Pimienta volvió a mirar con desdén la hilera de cosméticos—. ¡«Resplandor Lunar de Dixie», nada menos! ¡Basura de Dixie, eso es lo que es! Tira esta colección de ungüentos blanquecinos. Las tres hermanas Simms tenéis la piel del color de los gamos y deberíais estar orgullosas de ella. Y olvida también el alisador de cabello. No tienes el pelo lanudo ni ensortijado como el tío Tom, sino ondulado y bonito.
—Sólo el que se ve —dijo Domingo, aspirando por la nariz—. ¿Te acuerdas, Pim, de cuando tú y Pap hablasteis a Clover Lee del otro pelo… el de aquí abajo? ¿De que vuelve locos a los hombres? Pues el mío es… ensortijado. Como nudos de pelo. Parecen granos de pimienta. Ni siquiera sirven para ocultar mi… mi… ya sabes.
Pimienta se echó a reír.
—Pero, ¿por qué ocultarlo, niña? Es la madre de todos los santos, como decimos nosotros. En cualquier caso, aunque no debería decírtelo, hay quien prefiere la flor doncella de la mujer sin ningún follaje. Así es más visible y también más accesible. Para atenciones muy especiales, que sin duda conocerás con el tiempo. Ahora sécate la cara, lávate el pelo y tira toda esta porquería por el ojo de buey. ¿Dónde está esa Clover Lee? Me gustaría darle unos buenos azotes por dejarte comprar semejantes ungüentos.
—Pues ella también se los compró y ahora los está probando y Pap la ayuda a ponérselos.
—Conque sí, ¿eh? —dijo Pimienta con acento glacial—. ¿Dónde?
—Uno de los botes salvavidas está descubierto, pero a demasiada altura sobre cubierta para que pueda verse el interior. Allí pueden desnudarse y tomar el sol, aunque no sé por qué alguien puede querer tostarse la piel…
Pero Pimienta ya había salido. Hecha una furia, corrió a ponerse bajo el bote que no estaba cubierto por una lona encerada y escuchó. Al parecer, Paprika estaba dando a Clover Lee consejos similares a los que ella acababa de dar a Domingo, pero la muchacha blanca los aceptaba con más sumisión que la mulata. En cualquier caso, la única voz audible era la de Paprika.
—Ángel, estas cosas son… tonterías. ¡Bobadas! ¡«Bálsamo Mamario de Mrs. Mili» y «Elevador del Busto»! Ungüento de cadmio y un extraño globo de cristal y goma. —Paprika rió—. Ya veo. El ungüento sirve para estimular las tetas, y el globo, para succionarlas hacia afuera. Vaya tomaduras de pelo. Clover Lee, el único modo de desarrollarse es crecer normalmente y en este sentido vas a muy buen ritmo. Verás, voy a enseñarte lo que una artista me enseñó a mí en Pest. Las proporciones ideales de los pechos femeninos según los artistas. Déjame tocarte…
Se oyó el débil rumor de sus cuerpos cambiando de posición dentro del bote. Pimienta apretó los dientes.
—Mira, fíjate en la distancia entre las dos yemas de mis dedos, una en tu pezón y la otra en tu clavícula. La distancia debe ser la misma que la que separa los dos pezones. Y lo es, como puedes ver. Además, la distancia entre estos dos lindos capullitos ha de ser exactamente una cuarta parte de la circunferencia de todo tu pecho al nivel de los pezones. Permíteme…
Se oyó otro movimiento.
—Por lo que puedo medir con un simple abrazo, ángel, tienes las dimensiones femeninas ideales. Y a medida que crezcas, estas dimensiones aumentarán al mismo ritmo. Mientras tanto, es evidente que los pezones ya son femeninamente sensibles. ¿Ves cómo se estiran para recibir más caricias?
Pimienta se dispuso a hacer notar su presencia, pero desistió cuando el siguiente sonido fue sólo el tintineo del cristal y Paprika continuó:
—Mira este otro frasco que has comprado. «Extracto Dixie Belle de Heliotropo Blanco». Ja! Comprar perfume fabricado es malgastar el dinero, Clover Lee. Te diré un secreto magiar que las mujeres de Hungría conocemos desde hace mucho tiempo. El aroma más seductor e irresistible que una mujer puede usar es el suyo propio.
La fragancia de su fluido más privado y precioso, el nemi redv, los jugos del placer. Recoges un poco con el dedo, así, permíteme, ángel, y te humedeces detrás de las orejas, las muñecas, entre los pechos…
Por fin, de repente, Clover Lee habló. Su voz fue baja y trémula, pero resuelta.
—P-por fa-a-vor… no lo hagas más. —Se oyó otro ruido y el bote se balanceó un poco—. T-Te agradezco que… me enseñes cosas, pero creo que ahora debo vestirme. Por favor, basta.
Pimienta gruñó por lo bajo y se agachó para saltar hasta el bote salvavidas, pero en aquel mismo instante todo el barco se movió súbitamente bajo sus pies, haciéndola caer sobre la cubierta de hierro. El Pflichttreu había disminuido la velocidad con tanta violencia como si el Hacedor de Terremotos hubiese lanzado el ancla por la borda. Al mismo tiempo se oyó un tremendo alarido mecánico en las entrañas del buque y, por doquier, gritos de oficiales y tripulantes: «¡A las amarras!» y «¡Esto abrasa!» y «¡Moveos!»
Peggy estaba sobre el trampolín, inclinada hacia adelante. Cuando el buque dio aquella sacudida, inclinó la tabla y el elefante hacia el otro lado. Aunque Peggy logró conservar el equilibrio, los acróbatas que llevaba sobre el lomo salieron disparados hacia la cubierta. Incluso las personas que estaban de pie, cayeron al suelo. Durante unos segundos, hubo confusión y gritos y hombres corriendo, mientras la cubierta —todo el barco— se movía como un molinillo de café y los palos y poleas oscilaban en todas direcciones. La alta chimenea se vino abajo con un gran estruendo y vibración de cables, provocando una copiosa lluvia de hollín, herrumbre, escamas y costras que envolvieron toda la superficie del barco como una asfixiante nube negra. La vibración se convirtió en espasmos, y el alarido de la sala de máquinas, en un fragor antes de enmudecer ambos de repente, y en el silencio de todo el buque, todos empezaron a levantarse y sacudirse de encima la capa de suciedad.
Entonces los oficiales y marineros volvieron a gritar, aún más alto en el silencio. Algunos tripulantes saltaron a los obenques y treparon hacia las vergas, otros subieron al puente para asegurar la chimenea antes de que rodara por cubierta, otros tomaron posiciones de precaución junto a los pescantes de los botes. Antes de que ningún pasajero empezase a preguntar qué había ocurrido, Mullenax se asomó a la escalera que conducía abajo y les gritó a todos:
—¡Se ha desprendido la hélice! ¡El eje ha saltado y las paletas también! Todo el mundo se ha lanzado sobre palancas y válvulas para detener la marcha. Yo he salido como he podido.
—¿Se ha hecho daño alguien? —preguntó Florian con voz temblorosa—. ¿Estáis todos bien?
Miró a su alrededor en la cubierta de proa. Yount se acercaba desde la popa, aturdido y frotándose un chichón de la calva. Pimienta y un par de marineros ayudaban a Clover Lee y Paprika a bajar del bote salvavidas. Como ambas se encontraban directamente debajo de los aleros de los camarotes cuando había caído la chimenea, estaban cubiertas de hollín de la cabeza a los pies. Se abrochaban a toda prisa los botones de sus vestidos, equivocándose de ojales. Los acróbatas, caídos más lejos y con más fuerza, fueron los últimos en levantarse, pero se levantaron, al parecer indemnes. Peggy continuaba en la misma posición en que la había dejado la sacudida. Sus cuatro grandes patas seguían sobre el trampolín, pero su mole estaba inclinada contra la regala.
—Creía que había sido realmente un terremoto —dijo Yount—. ¿Qué ha sucedido?
Pimienta se llevó aparte a Paprika y, mientras le sacudía maternalmente el polvo y le abrochaba bien los botones, le daba una buena reprimenda a la que Paprika replicaba con igual calor. Sin embargo, no levantaron las voces:
—… bajarle las bragas… tocarla como una hada vieja en un patio de escuela…
—Estás celosa, ¿eh, Pim? ¿Le habías echado el ojo a ese dulcecito de las trillizas?
—¡No seas impertinente conmigo! Está claro que la criatura no quiere ninguna caricia tuya. En lugar de robar cerezas, podrías tener la decencia de insinuarte con alguien de tu edad.
—¡Oh, cállate! ¡Van a oírnos!
Pero todos escuchaban el informe de Mullenax sobre el caótico estado de la sala de máquinas y, cuando hubo terminado, Edge le preguntó:
—¿Qué harán ahora?
—Bueno, sé que hay una hélice de repuesto; la he visto. Pero que me cuelguen si sé cómo van a colocarla bajo el agua… ¡Eh! ¿Ha sufrido Jules algún daño?
Habían olvidado por completo a Rouleau, que yacía en cubierta, y hasta ahora no advirtieron que agitaba frenéticamente los brazos y gritaba con voz débil:
—¡Nom de dieu, haced marcha atrás! ¡Dad media vuelta! ¡Hombre al agua!
—¿Qué? ¿Dónde? ¿Quién?
Sin aliento y ronco de gritar sin ser oído, Rouleau murmuró en un jadeo a Edge, el primero que se inclinó sobre él:
—Peggy ha dado un respingo… lo he visto… Tiny Tim…
Edge corrió hacia el costado, miró a popa y dijo: «Dios mío». Detrás del buque, ya lejos, un punto oscuro se movía entre las olas y —era difícil distinguirlo— parecía luchar por mantenerse a flote. El barco había dado la impresión de detenerse por completo al perder la hélice, pero en realidad había recorrido cierta distancia. Ahora se bamboleaba y guiñaba pesadamente, a merced del agua, perdida toda su inercia, mientras los oficiales daban a gritos la orden de izar las velas.
Rouleau dijo a los otros:
—Tim estaba apoyado en la barandilla, como de costumbre. Cuando Peggy ha dado el respingo, lo ha lanzado por la borda.
Florian alargó la mano para agarrar por la manga al capitán Schilz, que pasaba muy de prisa en aquel momento, murmurando maldiciones y gritando órdenes:
—Capitán, tenemos que dar media vuelta. Uno de nuestros…
—Dummkopf! —ladró el capitán, desasiéndose de un tirón—. No movernos, no haber hélice, el timón estar roto. Hasta que velas no estar izadas, no poder…
—¡Pero ha caído un hombre al agua! —gritaron varias personas.
—Was?
El capitán reaccionó inmediatamente y gritó a los hombres de los pescantes que bajaran un bote.
Lo hicieron con toda celeridad y el bote empezó a alejarse siguiendo la estela del barco. Casi todos los miembros de la compañía permanecieron junto a la borda, observando su progreso e intentando ver el punto divisado por Edge, pero ahora ni siquiera éste podía verlo. Sarah echó una ojeada al elefante, que estaba apoyado en el mismo sitio y tenía una expresión de tristeza.
—La pobre Peg parece tan arrepentida como si lo hubiera hecho a propósito.
—Abdullah —dijo Florian—, ve a cuidar de tu elefante. Hazlo bajar de ese trampolín. Ponlo cómodo y consuélalo.
Peggy parecía reacia a moverse e incluso molesta de que su cuidador la tocara, pero Hannibal consiguió poco a poco hacerla bajar. De este modo, casi en el mismo momento en que los marineros levantaban los remos del distante bote salvavidas —para indicar que no veían trazas de Tim Trimm—, se descubrió a la segunda víctima del accidente. Cuando el elefante apartó su mole de la borda, Martes Simms cayó en cubierta en una posición imposible para un cuerpo con vida. Por lo visto se había caído al mismo tiempo que los demás acróbatas, pero al otro lado de Peggy; el peso del elefante la había aplastado contra la barandilla, rompiéndole las costillas, y ahora yacía como un títere sin hilos, pero goteando sustancias que no contiene ningún títere.
Hannibal tuvo que alejarse para vomitar por la borda, pero cuando hubo terminado, dijo con voz triste:
—La vieja Peggy aguantar a Martes a propósito. Eya creer que las personas estar vivas mientras estar de pie y no querer soltarla para que Martes no morir.
El funeral doble, para la difunta y el desaparecido, tuvo que esperar a que el Pflichttreu navegase de nuevo, porque ningún marino deja caer un cuerpo muerto directamente bajo su barco inmóvil. Esto significó esperar a que estuviera montada la hélice de repuesto, operación que duró el resto del día y todo el siguiente.
El timonel usó el timón, y los hombres de las vergas, las escotas, para mantener el barco más o menos en el mismo lugar y sobre una quilla estable. Los oficiales dirigieron el traslado a proa de los objetos más pesados de cubierta y los negros cargaron la mayor cantidad posible de carbón en la bodega de proa. Incluso llevaron a la cubierta de proa a los caballos del circo y a Peggy. Bajaron de los pescantes todos los botes salvavidas para colocarlos en proa y llenarlos de agua. Al atardecer el Pflichttreu, con la mayor parte de su peso en la parte delantera, estaba inclinado de proa y desde el pasamano se podían ver los yugos de popa, medio timón sobre la superficie del agua y el eje de la hélice.
A la mañana siguiente, mientras varios marineros anudaban cabos a la barandilla de popa y los dejaban colgar contra los yugos, los fogoneros bajaron desde la borda la enorme hélice de latón. El capitán Schilz gruñía en alemán que si los malditos armadores del mundo tenían que tener barcos de vapor, podían por lo menos volver a las ruedas laterales o de popa, que era posible hacer girar y elevar sobre el nivel del agua para reparar una paleta.
—¿Ha tenido que hacer esto alguna vez? —le preguntó Florian.
—Nein, Gott sei Dank. Pero en una ocasión ver hacerlo en otro buque. Ser sencillo en teoría, pero en la práctica… deslizarse por la popa ser trabajo de alpinista… y colocar la hélice y atornillarla bajo el agua ser tarea de un Perlenfischer. Ningún hombre de esta tripulación hacerlo nunca.
Florian notó que le estiraban los faldones de la levita. Se volvió y vio a los tres chinos —todos completamente desnudos— parlotear y gesticular una vez más, señalando la enorme hélice, el agua y a sí mismos. Antes de que Florian o Schilz pudieran expresar asombro o cualquier otra cosa, uno de los antipodistas saltó ágilmente al pasamano de popa, agarró un cabo y bajó por los yugos, con pies descalzos y seguros, hasta llegar al agua. Una vez allí, continuó bajando hasta desaparecer bajo la superficie; sólo la tirantez del cabo indicaba que aún se hallaba cerca. Florian sintió otro tirón, esta vez en su chaleco. Uno de los otros chinos le había sacado el reloj del bolsillo del chaleco y tocaba la esfera con un dedo.
Schilz, observando el agua oscura, murmuró, más extrañado que furioso:
—Otro maldito negro ahogarse.
—No… estos dos quieren que le cronometre —explicó Florian, mirando el reloj y después el lugar donde se hundía el cabo, y añadió al cabo de un momento—: Diantre, este hombre es un experto. Ya hace casi un minuto. —Cuando el agua se movió, formando espuma, y el hombre emergió, sonriente, Florian volvió a guardarse el reloj y dijo—: Un minuto y medio, o casi dos. Quizá estos muchachos han sido de verdad pescadores de perlas. En cualquier caso, creo que se ofrecen voluntarios para hacer el trabajo.
—Du lieber Himmel! ¿Debo confiarlo a tres monos desnudos?
—Los monos hacen lo que ven hacer. Estoy seguro de que sus hombres preferirán enseñarlos cómo se hace a hacerlo ellos mismos.
El capitán gruñó y maldijo, pero al final accedió, y los tripulantes abandonaron de buen grado la dura faena. Sólo fue preciso que el jefe Beck —hablando por señas y dibujando de vez en cuando en cubierta con un trozo de carbón— comunicara a los chinos los datos básicos de que la hélice tenía en un lado un orificio cuadrado para el eje y en el otro lado un árbol que debía apuntar a popa, y en torno a la nuez cuatro grandes tornillos que debían apretarse bien. Entonces los marineros bajaron la gran hélice de latón por medio de cabos, mientras los chinos descendían por otro, uno de ellos con la llave inglesa entre los dientes.
De hecho, la parte del trabajo reservada para el capitán era la más delicada. Como el timón no podía moverse mientras los chinos trabajaban a su alrededor, era preciso mantener el Pflichttreu lo más quieto posible, usando sólo las velas. Así, pues, había marineros en cada verga y en cada driza y escota, y el capitán Schilz orquestaba como un maestro las sucesivas operaciones de cazar o soltar velas. Tanto él como la tripulación y el barco contribuyeron al máximo para que los chinos colocaran la hélice nueva en el eje y la atornillaran en menos de dos horas, durante las cuales se relevaron para subir a la superficie a respirar: sólo uno cada vez y sólo una aspiración antes de volver a sumergirse.
Cuando treparon de nuevo a cubierta, con mucha menos agilidad que al descender, fueron aclamados con entusiasmo por toda la tripulación. El jefe Beck bajó por el tambucho y el capitán Schilz subió al puente, desde donde ordenó poner en marcha las máquinas. La cubierta empezó a temblar y todos contuvieron el aliento, y entonces el capitán ordenó avante a marcha lenta. El agua burbujeó bajo la popa y la vibración de la cubierta se incrementó, pero era regular, no excéntrica, y los hombres que habían echado astillas por la borda las vieron moverse hacia popa. Se oyeron más vítores. El capitán hizo detener las máquinas y ordenó trasladar de nuevo a sus lugares respectivos todos los objetos pesados y devolver al barco el equilibrio debido. Hasta que se hubo llevado a cabo esta larga tarea —al caer la noche—, no ordenó aferrar otra vez las velas y navegar a toda máquina. Entonces el Pflichttreu reanudó su viaje.
Stitches, el velero, suministró un trozo de lona y las grandes agujas curvadas con las cuales, después de que Magpie Maggie Hag preparase el cuerpo de Martes, la ayudó a coser una mortaja. Una vez envueltos, los pequeños restos de Martes parecían más grandes que los de un adulto normal, porque tenía a sus pies un quintal de carbón para hundir su ataúd. Stitches reveló entonces que era un ministro laico de la secta de Metodistas Inconformistas, por lo que el capitán Schilz le permitió de buen grado oficiar el servicio fúnebre de la mañana siguiente.
—Señor, te enviamos a dos pequeñas almas que han soltado sus cables —declamó al cielo, mientras todos los miembros de la compañía circense y todos los tripulantes que no estaban de guardia bajaban la cabeza—. Jacob Brady Russum ya figura en la lista de tu tripulación, Señor, y la otra está a punto de bajar por tu pasarela. —La lona que contenía a Martes Simms yacía, asegurada por un solo cable, sobre una tapa de escotilla inclinada hasta formar una rampa, y a sus pies habían retirado la barandilla de cubierta—. Te rogamos humildemente que acojas a bordo con flautas a nuestros camaradas, en una solemne ceremonia, que los equipes con ropa de faena, que los alimentes siempre con buenos budines, que sólo les des trabajos fáciles y guardias diurnas y que los maldigas o azotes muy de tarde en tarde.
Domingo Simms lloraba sin hacer ruido, sólo dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. Edge, que estaba a su lado, le rodeó los hombros con un brazo afectuoso. Domingo lo miró con gratitud y su llanto cesó. Incluso le dirigió alguna pequeña sonrisa mientras Stitches continuaba improvisando su oración fúnebre de sabor marinero.
—Te imploramos, Señor, que coloques tu mano suave sobre estas dos almas. Concédeles buen tiempo, un mar tranquilo y un viento favorable mientras despliegan sus velas y zarpan hacia la Eternidad.
Después de más referencias náuticas, Stitches se inclinó sobre el libro y leyó el texto del servicio, mucho menos elocuente.
—Confiamos, por tanto, el cuerpo de Martes Simms a las profundidades, donde encontrará la corrupción…
Cuando todos hubieron dicho «Amén» y algunos se hubieron persignado y Florian murmurado el antiguo epitafio romano —esta vez en plural: «Saltaverunt. Placuerunt. Mortui sunt»—, un marinero cortó el único cabo y Martes, sin más sonido o quejas de los que nadie le había oído proferir en su vida, se deslizó por la tapa de la escotilla y desapareció en el mar, donde no dejó siquiera un rizo brevemente visible.
Edge y Yount devolvieron a Rouleau a su camarote y el primero se quedó para comentar:
—Pareces un invierno húmedo, Jules. ¿Te molesta la pierna?
—Non, non, ça marche… o lo hará pronto, espero.
—¿Qué es entonces? ¿Aflicción? Ninguno de nosotros pudo conocer apenas a esa chica Simms. Y no creo que te apene más la muerte de Tim Trimm que la de Ignatz.
Rouleau suspiró.
—Non… no echo de menos a Tim como Tim. Pero de vez en cuando me proporcionó cierto alivio. Y no me refiero al cómico.
—¿Ah, sí? ¿A cuál, entonces?
Rouleau meneó la cabeza, pero Edge siguió mirándolo con aire preocupado, así que al final suspiró otra vez y dijo:
—Ami, en un enano varón sólo hay dos cosas de tamaño normal. Les orifices des deux bouts. —Reinó otro largo silencio—. La razón por la que tuve que abandonar Nueva Orleans fueron los niños. Comprenez? Mientras Tim estuvo cerca, por repulsivo que fuese, me permitió evitar tentaciones y apuros. ¿Te has escandalizado?
—No —contestó Edge al cabo de un momento—. No, sólo lo lamento por ti.
Edge no habló de esto a nadie, pero buscó a Florian para decirle:
—Sir John se queja de que desembarcará en Italia sin ningún empleo. Y no le falta razón. Primero, su espectáculo del intermedio perdió a la Mujer Gorda y ahora ha perdido a una de sus Pigmeas Africanas Blancas. Cuando se resta un miembro de un trío, no queda mucha rareza para enseñar.
—Pues que no se preocupe —respondió Florian—. En Europa abundan los seres deformes. Diablos, algunos de ellos llevan coronas y diademas. Tendremos que improvisar sobre la marcha. El que nos costará más de sustituir es Tiny Tim.
—¿Por qué? La condición de enano debe de ser la clase de deformidad más corriente en el mundo.
—Oh, sí, claro. Pero yo he querido decir que echaremos de menos a Tim como Tim.
Edge dirigió a Florian una mirada parecida a la que antes dirigiese a Rouleau y dijo:
—De acuerdo, nil nisi bonum y todo esto. En el día de un funeral, puedo ser tan hipócrita como cualquiera. Sin embargo, el tal Russum no era más que un estorbo.
—Y una gran pérdida porque era un estorbo. Hemos de intentar encontrar otro.
—¿Otro enano repugnante?
—Ni siquiera tiene que ser un enano. Cualquier clase de artista nuevo, mientras sea repugnante.
—¿Se ha vuelto loco?
—Zachary, aún no tiene mucha experiencia en la dirección de una compañía de artistas temperamentales. Debe haberse fijado, no obstante, en que por regla general nos llevamos muy bien. Hay muy poca fricción, pocas peleas. Es porque todos detestábamos a Tiny Tim. En él teníamos un foco para todos nuestros rencores y animosidades. Podíamos concentrarlos en él y, de este modo, disiparlos y soportar así con más facilidad las rarezas y manías de nuestros compañeros, los embates de la vida cotidiana.
Edge reflexionó y asintió.
—Ahora que lo pienso, debo confesar que tiene razón. De modo que… en cuanto desembarquemos, ¿iniciaremos la búsqueda de otro despreciable enano?
—Necesitamos una persona baja, sí. Y también un payaso. Es imprescindible para cualquier circo. Y necesitamos otro sapo abominable como Tim. Si podemos encontrarlos en una sola persona, tanto mejor. Y aún mejor si él o ella saben tocar la corneta.
Cuatro días después divisaron el estrecho de Gibraltar, lo cual animó a todos los miembros de la compañía y a toda la tripulación, exceptuando a los más empedernidos lobos de mar. Como una especie de celebración, el ingeniero jefe Carl Beck subió a cubierta con un pequeño regalo que había hecho para las damas del circo.
—Mientras las miraba ensayar el otro día —dijo—, se me ocurrió que cuando una mujer bonita realiza movimientos bonitos, necesita un pequeño acompañamiento musical.
Había cogido del almacén de la sala de máquinas ocho tapas de hojalata de los conductos de aceite, todas de diferente tamaño, y las había ensartado en una cuerda de pescar de algo más de medio metro, empezando por las más grandes. Sosteniendo la cuerda con una mano, podía pasar una varilla por las tapas, hacia arriba o hacia abajo, y producir así un melodioso tintineo. Las enseñó a tocar una octava lenta para el momento, pongamos por caso, en que Sarah se abría como un cisne en una de sus posturas a caballo, o un sonoro arpegio para cuando Domingo giraba con rapidez sobre una sola mano.
—Y se puede lograr un trino ascendente cuando me cuelgo de la cabellera —sugirió Pimienta— o uno descendente cuando Paprika baja de la pértiga.
—Aber natürlich —dijo Beck—, los números más espectaculares requieren música de orquesta, pero estos pequeños tintineos puede tocarlos cualquiera, aunque no sea músico.
—Sin embargo —dijo Florian—, hay que ser músico para inventar algo así. Ejem. Yo diría que semejante músico debería buscar nuevos caminos para desarrollar su talento.
—Ja… —asintió Beck, vacilante—. Ya lo he pensado… pero tengo que pensarlo más. —Entonces vio a Mullenax y se dirigió a él—: Herr Eindugig[16]! He consultado mis manuales técnicos sobre su Gasentwickler.
—¿Cómo?
—El manual dice que se necesita un kilolitro de hidrógeno para elevar medio kilo de peso. Por esto creo que el generador…
—Ah, sí. El generador. Pero antes de discutir esto, jefe, quiero que conozca a otra dama. La apotecaria de nuestra compañía. Le he hablado de su… hum… preocupación por sus cabellos y creo que ha elaborado un remedio contra su caída.
—¿De verdad? Wunderbar! La saludaré con un abrazo.
Cuando Mullenax se llevó consigo a Beck para presentarle a Magpie Maggie Hag, Florian los miró sonriendo y frotándose las manos y luego se fue en busca del velero. Stitches Goesle llevaba, como de costumbre —excepto durante el funeral—, el pesado cinturón de cuero del que pendía un surtido de cuchillos, punzones, bureles y escarpias.
—Señor Goesle, el capitán ha tenido la amabilidad de darme un poco de papel en blanco. ¿Podría usted cortármelo en trozos lo bastante pequeños, y coserlos como páginas, para hacer dieciocho salvoconductos?
—Claro. Pero, ¿qué diablos es un salvoconducto?
—Algo para enseñar a las autoridades que lo soliciten. Los magistrados, policías y hoteleros de Europa sospechan siempre de los artistas ambulantes. Cada uno de nosotros debe llevar este librito, donde constará nuestra ocupación, edad, descripción, etcétera. Así, cuando nos marchemos después de alquilar un solar o pernoctar en un hotel, el alcalde, el posadero o quien sea escribirá en el libro que no hemos alborotado ni roto nada, ni bebido más de la cuenta ni otras cosas por el estilo. De hecho, pediré al capitán Schilz que escriba el primer informe en nuestros libros. Espero que dé buenas referencias de todos nosotros.
Pronto resultó evidente, incluso para los pasajeros novatos, que los vientos mediterráneos de principios de otoño, aunque suaves y tibios, eran francamente desfavorables y saltaban de un punto a otro de la brújula. El capitán, todavía obstinado en no quemar más combustible del absolutamente necesario, dispuso tantos y tan frecuentes cambios de vapor a vela y viceversa que el Pflichttreu, que había cruzado todo el Atlántico en veinte días —incluyendo la demora en medio del océano—, tardó otros nueve en cruzar sólo la mitad del Mediterráneo, desde el estrecho de Gibraltar al mar de Liguria. Allí, un atardecer, Quincy Simms fue el primero en avistar el faro blanco de Livorno; profirió un grito y todos los pasajeros acudieron, excitados, y recorrieron la cubierta para mirar los otros barcos que navegaban a su alrededor por las rutas marítimas. Pero entonces una lancha de vapor salió a toda marcha del otro lado de la escollera y unos hombres uniformados que iban a bordo hicieron gestos de «¡Mantened la distancia!». Cuando la lancha estuvo más cerca, un tripulante gritó por un megáfono al Pflichttreu, en varias lenguas, que no se aproximara.
En el puente, el capitán Schilz lanzó una maldición y dijo:
—Quiero atracar antes de ponerse el sol. ¿Qué pasa aquí? —Agarró la trompeta del puente y gritó hacia abajo—: Was gibt es? Che cosa c’e?
Los oficiales de la lancha pidieron al Pflichttreu que retrasara sólo por breve tiempo la entrada en el puerto y señalaron algo que sucedía a unos mil metros de distancia en el agua. El capitán Schilz usó el catalejo para mirarlo, pero era fácilmente visible, incluso en la penumbra, para la gente del circo alineada junto a la borda de babor. Entre ellos y la Fortezza Vecchia, chata, roja y en ruinas, navegaba un inmaculado buque de guerra de tres palos con todas las velas desplegadas.
—Miradlo bien y con atención, compañeros —dijo Stitches, acercándose a ellos—; no volveréis a ver nada parecido. Un buque de guerra antiguo, como los de Villeneuve y Nelson, de dos cubiertas y setenta y cuatro cañones. Con todas sus velas al viento, desde el petifoque al trinquete y la cangreja de popa.
El buque también llevaba una bandera, que no era la roja, blanca y verde de la Italia recién unificada ni ninguna de las naciones anteriores a la unificación. Era totalmente blanca, con una gran X azul oscura trazada de extremo a extremo.
—¡La marina imperial rusa! —exclamó Florian—. ¿Qué diablos…?
—La marina rusa suele venir aquí de maniobras —explicó Goesle—. Creo que, más que nada, para enseñar el puño a los turcos. Pero todos sus buques son modernos; no entiendo por qué ha traído hasta aquí una bonita pieza de museo como ésta.
Después de observarlo durante un rato, vieron muchas otras cosas curiosas en el buque. No se distinguía un solo hombre en las cubiertas ni en las vergas y, desde luego, tampoco al timón: se mecía simplemente al caprichoso viento vespertino. Comprendieron que estaba abandonado y que flotaba a la deriva, y de pronto vieron la razón: de las troneras abiertas de la cubierta inferior salía humo y al cabo de un momento empezaron a salir llamas, anaranjadas y brillantes a la luz del crepúsculo.
—¡El navío está ardiendo!
—¡Y nadie intenta extinguir las llamas!
Alrededor del antiguo y hermoso buque de guerra, pero a una distancia respetuosa, se movía una flotilla de barcos más pequeños —desde lanchas de vapor y elegantes veleros de recreo a sucios botes de pesca—, de todas clases menos barcos bomba para incendios.
—Ach y fi! —Goesle profirió un grito de auténtico dolor cuando el fuego saltó de la cubierta del buque a su magnífico velamen.
En un minuto, todo el buque se convirtió en una antorcha, mucho más luminosa que el faro, recién encendido y que ya empezaba a girar. Fitzfarris se sobresaltó cuando Lunes Simms corrió a abrazarlo por la cintura. Mantuvo el rostro extasiado vuelto hacia la escena marítima, pero frotando el resto de su cuerpo contra la pierna de él.
Unos minutos más y el fuego que consumía el buque de guerra llegó a la santabárbara, que por lo visto estaba llena, pues se produjo una tremenda explosión y tablas y vergas salieron despedidas como ramas de la bola de fuego. Todo el aire tembló y el Pflichttreu se balanceó ligeramente y los cabellos de los espectadores se movieron. Lunes se frotó con fuerza por última vez contra la pierna de Fitz y emitió un leve gemido. Él la apartó de sí y cuando ella le miró con ojos aletargados, le dijo en tono severo:
—No vuelvas a hacer esto, niña. Hay juegos mejores. Ve a aprenderlos. —Lunes abrió más los ojos y le miró con tristeza, pero se alejó.
En los restos del buque de guerra que aún seguían a flote hubo varias explosiones menores, probablemente de la pólvora de los cañones recalentados, pero los oficiales de la lancha juzgaron que el espectáculo principal ya había concluido e indicaron al capitán Schilz que ya podía avanzar.
Cuando el Pflichttreu dio la vuelta al rompeolas y otra lancha trajo al práctico del puerto, Florian fue el primero en recibirlo a bordo. El práctico, demasiado engreído por tradición para hablar con alguien de menos grado que el capitán de un buque, habría desairado normalmente a un simple pasajero, pero ahora parecía sorprendido y encantado de que un extranjero se dirigiese a él en su lengua nativa. Se detuvo para responder con cortesía antes de subir al puente, y Florian fue a informar a los demás.
—Le he preguntado la razón del espectáculo. Es lo más horrible que he oído. Por lo visto el zar Alejandro encargó hace poco a un artista que le pintara un cuadro (una batalla naval del siglo pasado), y uno de los sucesos más sensacionales de dicha batalla era la explosión de un barco de municiones. El pintor dijo que no tenía idea del aspecto que ofrecería semejante catástrofe, así que el zar organizó esta demostración sólo para instruir al artista, que se encuentra a bordo de una de aquellas embarcaciones menores. Le han enviado aquí, donde estaba atracado ese viejo buque, que los chicos de la marina rusa han cargado, incendiado y hecho explotar… sólo para que el artista plasme en el cuadro los detalles correctos… ¡Que me cuelguen si esto no es estilo!
Stitches Goesle resolló con tristeza y bajó a su guarida. Los miembros del circo y algunos tripulantes permanecieron en cubierta, mirando a su alrededor con vivo interés o con el tedio de la familiaridad, mientras el Pflichttreu avanzaba lentamente a lo largo del Molo Mediceo, un muelle curvado de casi cuatro kilómetros de longitud —como un muro interminable para quienes lo veían desde el nivel de cubierta—, cuyos bloques de piedra erosionados por el mar estaban recubiertos de algas y líquenes. No obstante, su construcción era sólida y faroles a intervalos regulares le prestaban una excelente iluminación, que proyectaba manchas brillantes sobre el agua verde oscura del puerto y daba inmensidad a las formas oscuras de barcos amarrados o fondeados. Además de los faroles y el faro y las luces de anclaje de numerosos buques, había muchos puntos móviles de luz, porque los pescadores nocturnos se estaban haciendo a la mar. También había ruido por todas partes: bufaban y rechinaban malacates y tornos de vapor, matraqueaban grúas, crujían chumaceras, resonaban boyas de fondeo o señalización. Y desde las calles de la ciudad, al fondo de la zona portuaria todavía distante, llegaba de vez en cuando un sonido de música, canciones o risas femeninas.
—Creo que Italia me va a gustar —dijo Edge.
—Sí, será un lugar agradable para pasar el invierno —contestó Florian—. Mucha gente baja del frío norte para hacer precisamente esto, incluyendo a numerosos artistas de circo y musichall que se encuentran entre dos giras. Es probable, por lo tanto, que pronto podamos aumentar nuestra compañía.
Abner se queja de que un león y un elefante no son un zoológico muy lucido. También le gustaría aumentar el número de animales.
—Diablos, y a mí también. ¿Qué propietario de circo no lo desearía? Pero si hemos de ir al resto de Europa, más allá de Italia, hemos de cruzar los Alpes. Y el Hannibal que tenemos en la compañía no es Aníbal. Hasta que hayamos cruzado esos pasos de montaña renuncio a adquirir más animales que no puedan hacerlo por su propio pie.
—Bueno, usted es el retén… no, lo siento, usted es el director. Pero nunca ha revelado cuáles son sus planes de viaje a partir de aquí.
—Es sencillo. Recorreremos toda Italia, y luego seguiremos adelante. Nuestro destino será París, que es La Meca de todos los circos en Europa… y el mundo. En ningún otro lugar se aprecia hoy en día tan estéticamente el arte del circo. Como es natural, los espectáculos mediocres son rechazados a silbidos, o se mantienen a una prudente distancia. Pero un buen espectáculo… puede conseguir el espaldarazo, la celebridad, funciones para la realeza, incluso medallas otorgadas personalmente por Luis Napoleón y Eugenia. Cuando esto ocurre, el circo galardonado puede elegir entre las invitaciones ribeteadas de oro de todos los palacios del planeta. Es un logro más deseable que cualquier riqueza. Un circo que consigue ser aclamado en París, puede jactarse con razón de estar en la cumbre de la profesión.
—En este caso, no iremos hasta que seamos la crème de la crème.
—Exacto. Por el camino tenemos que aumentar nuestra compañía, nuestra caravana, nuestro zoológico, nuestro equipo y nuestro programa.
—Por el camino. Aún no ha especificado cuál será.
—Mi plan original era abandonar Italia por la frontera austrohúngara, ir a Viena y Budapest y luego dirigirnos a Francia a través de los estados centroeuropeos y subir hasta París. Pero ahora… justamente hoy… he decidido no limitar nuestros viajes al oeste de Europa.
—¿Hoy? ¿Por qué hoy?
—Lo he decidido cuando el práctico ha subido a bordo y me ha contado la razón de ese espectáculo. —Florian señaló hacia la popa. Más allá de las oscilantes linternas de los barcos de pesca, el horizonte estaba rojo por el resplandor del buque de guerra todavía en llamas—. El práctico ha dicho, textualmente, que los zares de Rusia han sido siempre espléndidos y pródigos en el fomento de las artes.
—Ahora puedo creerlo. Pero, ¿cómo le ha hecho cambiar esto de opinión sobre…?
—Zachary, nosotros somos las artes. Tenemos que ir a Rusia. Tarde o temprano hemos de dirigirnos a la Corte de San Petersburgo.
—En tal caso, necesitará esto —dijo otra voz. Era Stitches, que volvía de abajo para entregar a Florian un montón de cuadernillos.
—Ah, sí, los salvoconductos. Muchísimas gracias, señor Goesle. Diré a Madame Solitaire que empiece a escribir en ellos nuestras señas de identidad. Pero, ¿qué es esto? Yo sólo le he pedido uno para cada uno de nosotros. Ahora somos dieciocho y usted ha hecho veinte.
—Dos de ellos ya tienen escritas las señas —dijo Stitches.
—¿Cómo? —Florian los hojeó, encontró uno que tenía palabras escritas con tinta en la primera página y se inclinó para leerlas a la luz del farol del muelle frente al que pasaban en aquel momento. Dai Goesle, edad, sesenta y dos años, natural de Dinbychypysgod, Gales… maestro velero de circo… ¡que Dios me valga!
—¿Viene con nosotros, Dai? —preguntó Edge en tono de satisfacción, tendiéndole la mano.
—Y —continuó Florian, abriendo otro cuaderno Carl Beck, natural de Munich, Baviera, ingeniero y… ¡aparejador y director de orquesta!
—Sí —dijo Stitches—, vendremos los dos, si usted nos acepta, señor. Nos tragaremos el ancla y probaremos una nueva vida en tierra. Los dos estamos hartos de luchar contra el trueno. El jefe Beck se queja de que su oficio es desdeñado en el mar; nunca con seguirá la categoría de maestro. Y yo… bueno, ahí muere mi oficio. —Agitó la mano en dirección al resplandor rojizo del horizonte—. Muerto como Owen Glendower.
—¡Vaya, esto es magnífico! —exclamó con alegría Florian—. Claro que los aceptamos.
—Bueno, no desembarcaremos ni descargaremos hasta mañana —dijo Stitches—. Si admite un consejo de un novato, haría bien en dar esos libros al capitán Schilz esta noche, para que certifique nuestra buena conducta. Sospecho que mañana, cuando su calderero y su velero vayan a cobrar su paga y le vea a usted marcharse con los dos, el capitán echará fuego como ese viejo buque de guerra.