8

El Florilegio se dirigió hacia el este de Caserta, en una etapa de dos días hasta Benevento. Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, Edge y Autumn, que iban delante para salir al encuentro de Florian, vieron que estaban alcanzando a otra procesión, de marcha todavía más lenta.

—Es un cortejo fúnebre —dijo Autumn—. No intentes adelantarlo; el decoro exige que vayamos a su paso. Y por el número de carruajes y plumas negras, se diría que el difunto era alguien importante. Benevento puede estar mejor dispuesta hacia nosotros si le mostramos respeto.

Así pues, la caravana del circo, por extraña que fuera su incorporación al cortejo, lo siguió e incluso se desvió con él hacia un cementerio. Edge se detuvo a cierta distancia del coche fúnebre, los carros de flores y los carruajes de la comitiva, ante un mausoleo impresionante adornado con ángeles de piedra. Entonces él, Autumn y el resto de la compañía se apearon de los furgones y carromatos y permanecieron con las cabezas bajas mientras varios sacerdotes y acólitos celebraban el largo ritual. Luego los portaféretros sacaron del coche un ataúd de bronce y lo llevaron al mausoleo. Cuando salieron al cabo de un rato, uno de los portaféretros se volvió y formuló una pregunta hacia la puerta abierta:

Vostra altezza non commanda niente?

Como es natural, no obtuvo ninguna respuesta de la cripta, por lo que se volvió hacia los clérigos y miembros de la comitiva y gritó:

Tornate a casa. Sua altezza non commanda niente.

—Dice que todos pueden irse —tradujo Autumn—. Su alteza, sea quien fuere, no manda nada más.

La compañía, por lo tanto, subió de nuevo a los vehículos de la caravana y Edge se apresuró a conducirla fuera del cementerio para anticiparse al cortejo y enfiló la carretera a un trote ligero. Encontraron a Florian esperando, como de costumbre, pero esta vez con su gran reloj de hojalata en la mano.

—Me teníais preocupado —dijo—. No soy Maggie Hag, y ella no ha presagiado nada malo últimamente, que yo sepa, pero esta ciudad da la impresión de estar llena de presagios.

—¿Con un nombre como Benevento? —inquirió Edge—. Sé muy poco italiano, pero creo que significa «buen viento».

—Sin embargo, no siempre ha tenido este nombre. Cuando fue fundada, antes de Cristo, por una tribu que se refugió aquí tras ser vencida por los romanos, la llamaron Maleventum, por el mal viento que los había traído aquí. Pasaron varios siglos antes de que los romanos conquistaran la ciudad y, supersticiosos, cambiaran el nombre por su antónimo.

Sin embargo, nada malo sucedió al Florilegio en Benevento. Y no ocurrió a la caravana del circo nada peor que la pérdida de alguna llanta de rueda o la rotura de un arnés durante su subida a los Monti del Matese de los Apeninos, donde hizo un alto para actuar un día o dos en cualquier pueblo del camino que prometiera un lleno provechoso. No ocurrió nada malo hasta que estuvieron a bastante altura en un camino tortuoso, lleno de piedras y surcos, entre dos pueblos de montaña: Castel di Sangro a sus espaldas y Roccaraso en su misma dirección, un poco más adelante.

—Estos nombres me dan mala espina, señor Florian —dijo Domingo Simms, que aquel día viajaba a su lado en el carruaje—. Castillo de Sangre y Roca Cortante.

—Confundes un poco el italiano con el francés, querida —contestó él—. Sangro es solamente el nombre de aquel río que fluye por el barranco. Castel di Sangro quiere decir Castillo del Sangro. Y Roccaraso significa Roca Cortada, probablemente por una hondonada o un despeñadero… ¡oh, maldita sea!

Tiró de las riendas de Bola de Nieve y el resto de la caravana tuvo que detenerse tan bruscamente que algunos caballos se encabritaron. Justo delante de la caravana, el camino describía una curva cerrada, siguiendo la forma de la montaña. De entre los matorrales salieron tres hombres apuntándolos con armas de fuego y el más alto de los tres levantó una mano, con la palma hacia fuera.

Alto là! —gritó—. Siamo briganti!

Eran hombres fornidos, morenos, barbudos, sucios, mal vestidos y de aspecto malvado. Sin embargo, sus viejos trabucos parecían mejor cuidados que los hombres, e igualmente malévolos.

—Calla y no te muevas —dijo Florian a Domingo—. Son bandidos.

Niente auto —contradijo uno de los hombres, como sintiéndose insultado—. Siamo briganti!

—Está bien, prefieren que los llamemos bandoleros —dijo Florian a Domingo—. Procura no hacer nada repentino o insensato.

State e recate! —ordenó el más alto.

—Levántate y entrega —tradujo Autumn a Edge en el vehículo de atrás—. No parecen educados, pero deben de haber leído alguna vez una novela de Walter Scott.

—Esto es muy fastidioso, maldita sea —dijo Edge—. Todas mis armas están dentro del furgón.

Los tres empezaron a gritar:

Abbassate! Tutti! Mani in alto!

Florian habló a Domingo y ambos se apearon del pescante del carruaje con las manos en alto, como les ordenaban. De uno en uno o de dos en dos, todos los demás miembros de la compañía circense bajaron al camino, con las manos levantadas y vacías. Los bandoleros agitaron los trabucos y ladraron más órdenes.

—Quieren que nos quedemos donde nos puedan ver las manos —dijo Florian—. Banat, por favor, pasa esta orden a los otros eslovacos.

Pero nadie podía traducirlo a los tres chinos. Aunque levantaron las manos como los demás, parlotearon entre ellos como extrañados de lo que debía de parecerles una nueva peculiaridad de las costumbres californianas.

Che portate? —gritó un bandolero—. Togliamo lo tuno: denaro, beni, cavalli, vagoni

—Quieren todo lo que tenemos —tradujo Autumn—. Dinero, bienes, caballos, carromatos…

—Maldita sea —volvió a gruñir Edge, furioso.

Entonces todos oyeron una mezcla de zumbido en el aire y los tres bandidos se desplomaron súbitamente de espaldas, rígidos y de modo simultáneo, como si también ellos hicieran un número de circo. Cuando sus armas cayeron con ruido al suelo, también cayeron las piedras del tamaño de un puño que los habían golpeado en la cabeza. Los bandidos yacían inmóviles y, por un momento, todos quedaron inmovilizados por la sorpresa, con las manos todavía en alto. Entonces miraron a su alrededor y se oyó un coro de alegres exclamaciones cuando vieron a los tres chinos con sendas piedras en sus pies desnudos y prensiles, por si acaso era necesario un segundo alud.

—¡Vaya, que me cuelguen si…! —exclamó Edge.

Apartó a puntapiés las armas de los bandidos y entonces él y Yount se arrodillaron para observar a los hombres.

—Uno de ellos tiene la cara negra —dijo Yount a Florian—. Debe de haberse partido el cráneo. Los otros dos podrían recuperarse. ¿Quiere que lo hagan?

—No hasta que estemos lejos —contestó Florian—. Échalos a todos al barranco. Si uno de ellos sobrevive y trepa hasta aquí, quizá estará arrepentido y reformado.

Todas las mujeres temblaron y se volvieron de espaldas mientras se eliminaba a los bandidos. Entretanto, Florian fue a estrechar la mano a los chinos para expresar su agradecimiento, aunque Domingo le dijo en un murmullo:

—En realidad, señor, tendría que estrecharles el pie.

—Ojalá pudiera hablar con ellos. Pero prometo una cosa. De ahora en adelante, estos chicos tan ingeniosos no serán tratados como chinos. Tendrán una habitación en el hotel, igual que nosotros, y cenarán con nosotros como hombres blancos.

—Quizá tengan que ponerse zapatos para que los dejen entrar —dijo Fitzfarris.

—Ni hablar —replicó Florian con firmeza—. El hotel que les niegue la entrada nos perderá a todos. Y, a propósito, en lo sucesivo también pediré una habitación y un lugar en la mesa para Abdullah y Alí Babá.

L’Aquila fue la siguiente ciudad lo bastante interesante y populosa para retener al Florilegio durante más de dos días. Cuando la compañía circense vio, en las puertas de la ciudad, la enorme fuente de piedra rosa y blanca con sus noventa y nueve caras arrojando agua en la inmensa pila y oyó a Florian contar la historia —«Dicen que esta ciudad nació milagrosamente con noventa y nueve plazas, noventa y nueve castillos, noventa y nueve iglesias y noventa y nueve fuentes. Y cada día, al ponerse el sol, la campana de la torre del Tribunal de Justicia tañe noventa y nueve veces»—, todos pidieron a gritos pasar en L’Aquila el tiempo suficiente para poder ver todas estas maravillas.

En cuanto el circo estuvo instalado en el lugar que le fue asignado, Beck y Goesle informaron a Florian de su última innovación.

—Mirar, Herr gouverneur —dijo Beck, alargándole un puñado de una sustancia blanquecina y granulosa—. ¿Cómo llamar a esto?

—Cal común y corriente, ¿no? Lo mismo que usas en la máquina refrigeradora de tu generador, ¿no, Carl? Y lo que tú también haces servir, ¿verdad, Dai?

Kalk, ja —contestó Beck—. Calcio. Pero de una clase nueva para mí. Dármelo en una Fabrik de la última ciudad. Llamarse calcio carburado.

—¿Y por qué me lo enseñáis, caballeros?

—Porque si echar agua sobre esta Kalk carburada, formarse un gas que llamarse gas etino.

Bum-bum ha construido este aparato —dijo Goesle, indicando un objeto que recordaba vagamente una máquina de lavar—. Se echa dentro la cal y un poco de agua, se da la vuelta a una válvula y el etino sale por una manguera hasta un mechero. El gas da por sí solo tan buena luz como cualquier lámpara de queroseno.

—Sin embargo, Stitches mejorarlo —dijo Beck—. Construir una lámpara en que la llama de gas hacer incandescente un palo de cal ordinaria y…

¡Luz de calcio! —exclamó Florian—. ¡Maldita sea, hace tiempo que la necesitáis y yo también! Pero pensaba que requería toda clase de aparatos complicados.

—Y así es, si se quiere una llama oxídrica —contestó Goesle—. Lo cual significa una retorta muy compleja y siempre dispuesta a estallar, además. Esta llama de etino no da una luz tan brillante, pero tiene la ventaja de ser fácil de producir, y sin riesgo, con el calcio carburado, que es barato y puede encontrarse en cualquier ciudad un poco grande.

—¡Pero esto es magnífico! —volvió a exclamar Florian—. Caballeros, no sé cómo daros las gracias por vuestra inventiva y vuestro espíritu emprendedor.

—Primero pensar en sorprenderle —confesó Beck, con orgullo—. No decirlo, sino enseñarlo esta noche. Pero luego pensar, ach, ser tan brillante, que tal vez asustar a los animales o incluso a los artistas.

—Sí —convino Florian—, informaré antes a todo el mundo.

—Y yo empezar con luz débil —dijo Beck—. Accionar el depósito y la válvula desde el estrado de la banda. Y poco a poco hacer luz más brillante hasta el comienzo de la cabalgata.

—Espléndido. Y tú, Dai, ya puedes hacer todas las lámparas que creas necesarias. Incluyendo por lo menos una para el anexo de sir John.

Goesle así lo hizo. Antes de que el circo se marchase de L’Aquila, ya presentaba las funciones nocturnas bajo un gran resplandor de lámparas en los postes y en torno a la pista. Brillando a través de la lona pintada de verde y blanco, la luz de calcio añadía una luminosidad verde pálido a la luz anaranjada proyectada por las antorchas del exterior, de modo que todo el circo se convertía en un faro que atraía a la población de L’Aquila como si fueran polillas. Entretanto, en una de las supuestas noventa y nueve plazas de la ciudad, Goesle encontró a un fabricante de gafas y Autumn fue con él para pedir al ottico unas lentes mucho mayores que las usadas jamás en unas gafas. El óptico no se asombró, sólo dijo: «Ah, per una laterna magica?», y fue a buscar las lentes a su almacén.

Goesle trabajaba siempre que tenía tiempo en su próxima innovación luminotécnica por el método de ir eliminando errores, mientras el Florilegio avanzaba ahora hacia el oeste, y perfeccionó su nuevo sistema de luz de calcio a tiempo para deslumbrar a los habitantes de Cantalupo. Se trataba de un foco móvil que proyectaba un rayo en vez de un haz disperso y podía alcanzar hasta la cúpula de la carpa. Durante la representación, Goesle —con guantes gruesos para protegerse del calor— podía dirigir el rayo luminoso hacia el artista que estaba actuando, haciendo así menos conspicuos a los peones u otras personas que debieran estar en la pista al mismo tiempo. También podía hacer que la luz siguiera a los caballos y jinetes al galope, e incluso el vuelo de los trapecistas.

Roma era el siguiente destino del circo, pero cuando llegaron al lugar más próximo y conveniente fuera del Estado papal, que era Forano, vieron que se trataba de una ciudad bastante pequeña. Había una estación de ferrocarril ante dos pares de vías, varios cobertizos para herramientas y equipamiento, algunas barracas ocupadas por los obreros del ferrocarril y una bettola donde pasaban el tiempo libre bebiendo y gastando liras. El jefe de estación dijo que el Florilegio podía levantar la tienda donde quisiera —había muchos campos vacíos alrededor—, así que Florian dio instrucciones de acampar a una respetable distancia del ruido, el humo y las chispas de los trenes.

—Pero no os apresuréis —añadió—. Creo que todos merecemos un buen descanso.

Reunió a toda la compañía para decirles:

—Según el jefe de estación, habrá un tren con destino a Roma dentro de media hora, a las seis. Todos aquellos que lo deseen, incluido tú, Abdullah, y el pequeño Alí Babá, pueden coger su equipaje de mano y acompañarme hasta allí. Elegiremos un hotel y pasaremos la próxima semana holgazaneando y visitando la ciudad. Maestro velero Goesle, ingeniero jefe Beck, jefe de personal Banat, vosotros también podéis venir a Roma en cuanto estéis listos. Que vengan también los peones, por turnos, a fin de que siempre haya alguien vigilando aquí. Traed todos carteles, cuantos más, mejor. Quiero verlos en cada una de las siete colinas de Roma. Escribid en ellos que nuestra primera representación tendrá lugar dentro de una semana y un día.

Así pues, los artistas, todos vestidos con traje de calle, esperaban en el andén cuando llegó el tren procedente del norte, resoplando, traqueteando, vomitando humo, hollín y vapor. Algunos de los que esperaban —los hermanos Simms y los chinos, que nunca habían visto de cerca un monstruo semejante— retrocedieron unos pasos, apretujándose contra la pared de la estación. En cambio, los pequeños Sava y Velja Smodlaka permanecieron tranquilamente en el borde del andén, como todos aquellos para quienes los trenes no eran ninguna novedad. Cuando se abrieron las puertas, los miembros de la compañía subieron a los compartimientos y, cuando el tren volvió a arrancar, incluso los viajeros novatos olvidaron pronto su nerviosismo. De hecho, los deleitó cruzar el paisaje a velocidad tan vertiginosa. El tren iba a casi cincuenta kilómetros por hora, recorriendo más distancia en una sola hora que la caravana en todo el día.

Jules Rouleau se había erigido en guardián de los niños y los llevó a todos a un compartimiento. Se percató, a medias divertido, de que Lunes Simms disfrutaba del viaje más que los otros, aunque nunca miraba por la ventanilla para ver el paisaje: granjas, graneros, almiares, arados tirados por bueyes e incluso algún que otro vistazo del río Tíber. Lunes tenía los ojos perdidos en el vacío y una sonrisa trémula en los labios, claramente porque el asiento tapizado de felpa vibraba más que todo cuanto había estado hasta ahora en contacto con sus hipersensibles partes pudendas.

No hubo más estaciones después de Forano y el tren no disminuyó su rauda marcha hasta que llegó a su destino. Las casas se fueron haciendo más numerosas, separadas sólo por patios o pequeños jardines. Luego se convirtieron en grupos de casas, separadas por calles y pasajes, y por último, en apiñadas manzanas de edificios de piedra y ladrillo ennegrecidos por el hollín, cada vez más cerca de la línea férrea. Menos de una hora y cuarto después de que la compañía subiera al tren, éste aminoró la velocidad, pero su ruido fue en aumento cuando pasó por debajo de un techo de cristal, sostenido por vigas, y luego junto a un andén lleno a rebosar de personas vestidas de viaje, empleados del ferrocarril, mozos de cuerda, carros para equipaje y vendedores que anunciaban todas las clases imaginables de comida, bebida y objetos de recuerdo. Cuando por fin el tren se detuvo con una sacudida, Florian recorrió el pasillo, anunciando de compartimiento en compartimiento:

—¡Ya hemos llegado a Roma! La Città Eterna! ¡Apearse todo el mundo!

Cruzaron la ruidosa y atestada terminal y salieron al borde de una plaza que, por contraste, estaba en silencio, exceptuando el suspiro de una brisa vespertina, y casi vacía aparte de una hilera de coches de alquiler. Florian hizo señas a un número suficiente de éstos para que llevaran a toda la compañía y su equipaje, subió al primero de la fila y lo dirigió a un hotel llamado Eden, cerca de los jardines Borghese. Roma tenía más o menos los mismos habitantes que Florencia, pero era una ciudad mucho más abierta y extendida, por ello daba la impresión, a quienes la visitaban por primera vez, de tener pocos habitantes y poco tráfico en las calles. Mientras los mozos del hotel Eden entraban las maletas y el recepcionista revisaba los salvoconductos, Florian compró un periódico en el quiosco del vestíbulo, le echó una ojeada y dijo:

—Oh, maldita sea.

—¿Sucede algo malo, director? —preguntó Edge.

—Bueno, lo que ya me temía. El rey Víctor Manuel ha firmado aquella alianza con Prusia. Una semana después de Pascua.

—¿Significa esto que hemos de irnos a toda prisa? Reuniré a los demás antes de que se instalen.

—No, no. Habrá guerra, esto es seguro, pero dudo de que pueda comenzar inmediatamente. No privaré a todos de esta ocasión de disfrutar de Roma. Pero acortaremos nuestra estancia en Forano. No cabe duda de que Roma nos habría proporcionado tres semanas de llenos, pero después de nuestra semana de descanso, sólo daremos otra de funciones circenses y luego saldremos hacia la frontera. Ahora vamos a quitarnos estas sucias prendas de viaje y vestirnos para la cena. El Eden ofrece una buena mesa.

Mientras la compañía comía y bebía con voracidad y buen humor, en otra mesa cenaba un caballero esbelto de edad mediana con una muchacha muy bonita que bien podía ser su hija. Esperó cortésmente a que los artistas tomaran café y licor para levantarse, acercarse a Florian y decirle en inglés:

—Perdone la intrusión, señor, pero antes, en el vestíbulo, le he oído mencionar un circo. Y justo antes de la cena he visto un cartel en un farol de la calle.

—Ah, esto significa que mis peones ya han llegado a la ciudad. Me alegro.

—En tal caso supongo, señor, que es usted el Florian de ese Florilegio. Permítame que me presente… soy un colega suyo. Gaetano Ricci, maestro de ballet, coreógrafo y profesor del arte.

—Es un placer, signor Ricci. Permítame presentarle a los artistas de mi compañía.

Llevó a Ricci de una mesa a otra y el maestro de ballet estrechó cordialmente las manos de los hombres y muchachos —incluso de los chinos y negros— y besó las manos de las mujeres y muchachas. Cuando Florian presentó a «la signorina Autunno Auburn, funambola straordinaria», Ricci suspiró y dijo:

—Signorina, sólo desearía que mi escenario fuese tan estrecho como su cuerda.

—Cielo santo, ¿por qué desearía esto, signore?

—Porque entonces no pensaría tanta gente que bailar y actuar es muy fácil y tendría que soportar menos malditas entrevistas con personas totalmente faltas de talento. Pero aquí está… permítanme presentarles a una muy dotada. —Acercó a la muchacha—. La signorina Giuseppina Bozzacchi. Sólo doce años de edad, pero se entrena desde los cinco y ahora forma parte de mi cuerpo de baile y muy pronto será una prima di tutto. —La niña sonrió e hizo una reverencia y algunos artistas de la compañía se atrevieron a besarle la mano. El signor Ricci continuó—: Los invito a todos a un ensayo en cualquier momento, para que vean bailar a Giuseppina. Mi escuela está en la Vía Palermo, detrás del teatro Eliseo.

—Es muy amable, signore —dijo Florian—. Nuestras jóvenes aprenderán mucho viendo bailar ballet. Para corresponder, permítame invitarlos, a usted, a la signorina y a sus alumnos, a visitar nuestro circo la semana próxima.

Al día siguiente, después del desayuno, Florian dijo a la compañía:

—Hay una vista que querría enseñaron a todos. Algunos ya la habrán contemplado, pero venid, de todos modos. Luego podréis vagar por la ciudad a vuestro capricho.

E hizo llamar a otra caravana de vetture y llevó a todo el mundo al Coliseo.

—Quería que todos vieseis la cuna del circo —dijo, mientras los otros echaban la cabeza hacia atrás y miraban con reverencia la fachada de tres hileras de arcos de piedra. Su dignidad se veía un poco menoscabada por numerosas cuerdas con ropa tendida, colgadas entre las columnas por las amas de casa de la inmediata vecindad—. De hecho, las primeras representaciones circenses tuvieron lugar en el Circus Maximus, ahí abajo en el valle —señaló hacia el sudoeste, pero no quedan restos de él. El Circo Massimo ya había caído en desuso cuando se construyó este Coliseo. El Anfiteatro Flaviano, para llamarlo por su verdadero nombre.

Mientras los conducía hacia el interior de la enorme estructura, prosiguió:

—Por desgracia, se ha ido deteriorando a lo largo de dieciocho siglos. En un tiempo hubo gradas alrededor de esta vasta elipse, tal vez para cuarenta o cincuenta mil espectadores. Allí arriba, en lo que queda de aquella cornisa superior, podéis ver los orificios para los largos postes que sostenían un toldo de tela (más tela de la necesaria para cien globos como el Saratoga) para proteger todas las gradas del sol o la lluvia.

—A propósito —añadió Autumn—, sólo durante las representaciones circenses podían los hombres y mujeres de Roma sentarse juntos y no por separado.

—Tratad de imaginaros —continuó Florian— las carreras de carros, las luchas entre fieras, los duelos entre gladiadores, los combates entre cristianos y leones, los acróbatas y malabaristas actuando a centenares. En aquellos tiempos, esta inmensa arena no era tierra batida, como la veis ahora, sino mármol pulido, sobre el que a veces se echaba arena para que absorbiera la sangre. Bajo el pavimento, ahora invisibles, había vestidores para los artistas, jaulas y rampas para los animales y armerías de los gladiadores. Quizá algún día se hagan excavaciones para sacarlo todo a la luz.

Miró a su alrededor, como si pudiera ver todos aquellos acontecimientos antiguos y el Coliseo estuviera lleno de multitudes y del clamor de sus vítores.

—¡Ah, qué tiempos aquéllos! —exclamó, y exhaló un suspiro—. Ahora que me habéis complacido en mi nostalgia, amigos míos, ya podéis dispersares. Os recomiendo que paseéis primero hacia el oeste y veáis las ruinas del Foro, el centro del Imperio, el corazón de Roma, a la que una vez conducían todos los caminos.

Así pues, aquel día vagaron por las ruinas cubiertas de malas hierbas del Foro y el monte Palatino. En los días subsiguientes, todos o algunos de ellos visitaron los más famosos monumentos de la ciudad. Todos echaron las dos monedas tradicionales a la Fontana di Trevi y derrocharon mucho más dinero en las tiendas de moda de la Via Condotti, y algunos fueron a contemplar la vista de toda Roma desde el monte Janículo.

—No obstante, éste es mi edificio favorito de toda la ciudad dijo Autumn, conduciendo a Edge hacia el Panteón con tanto orgullo como si lo hubiera comprado.

Se colocaron en el centro de su rotunda, majestuosa en su vaciedad, directamente bajo la abertura redonda en la punta de la cúpula artesonada, a casi sesenta metros sobre sus cabezas, por la cual caía un polvoriento rayo de sol sobre un enorme óvalo dorado en la curva de las capillas laterales a nivel del suelo.

—La cúpula de ahí arriba tiene exactamente la misma altura que su diámetro: cuarenta y cuatro metros. Fue construida hace más de mil setecientos años, pero aún es la cúpula mayor del mundo, y no la sostienen aristas, riostras ni cadenas.

Edge preguntó, en tono cariñoso:

—¿Por eso es tu edificio favorito?

—Me gustan las cosas que duran —respondió ella con sencillez.

Como el hotel Eden estaba situado muy cerca de la escalinata de la plaza de España, la compañía solía bajar por ella para pasear por los otros barrios de la ciudad. Sin embargo, a menudo se detenían en una trattoria popular de la plaza o sus alrededores para comer algo o beber un cappuccino, grappa, vino o la incomparable agua mineral de Toscana, mientras contemplaban las idas y venidas de los otros turistas extranjeros.

—La escalinata se llama con razón la Scala della Trinitá —explicó Florian—. Como veis, tiene tres rellanos y arriba de todo esta la iglesia de la Trinidad. Sin embargo, esta plaza se llama así porque hace mucho tiempo había aquí la embajada española; de ahí el nombre popular de la escalinata. Y la plaza tiene también otro nombre. Los romanos la llaman en broma «il ghetto degli inglesi», porque está siempre repleta de extranjeros.

Él y Edge se hallaban en aquel momento tomando un aperitivo en el café Greco, justo al borde de la plaza. Pero Edge se sentía allí fuera de lugar, bajo los retratos de los grandes hombres que habían sido clientes del café —Goethe, Leopardi, Stendhal— y le inquietaba vagamente no tener ni idea sobre cuál de los numerosos hombres que bebían en su presencia serían alguna vez, o ya eran, igualmente famosos. De todos modos, encontraba más interesante un viejo caballo de carro parado frente a la ventana del Greco. Estaba comiendo, y por lo visto era costumbre romana dar a los caballos un morral muy largo con muy poco grano en el fondo. Este morral, por lo menos, llegaba casi hasta la acera, de modo que el caballo, después de comer un bocado de avena, tenía que echar la cabeza hacia atrás y levantar el largo saco en el aire para atrapar otro bocado cuando volvía a caerse.

Edge, Yount y Fitzfarris iban más a menudo a Lepre, donde podían encontrar turistas americanos con quienes comentar las últimas noticias de Estados Unidos. Por su parte, Dai Goesie acompañó varias veces a Autumn Auburn al café Dalbano, frecuentado por británicos, que le daban noticias de su patria.

Una tarde, Florian congregó a todas las mujeres, excepto Magpie Maggie Hag, y a todos los hombres que demostraron algún interés, y los llevó al estudio del signor Ricci. El maestro de ballet pareció sinceramente complacido por la visita y los presentó a los danzarines —adolescentes y niños de ambos sexos—, todos bellos, esbeltos y ágiles, y vestidos con ropa de ensayo.

—Ahora estamos ensayando una historia nueva, Il Stregone —dijo Ricci—. La he adaptado a una antigua música de Monteverdi y participan todos los bailarines de mi compañía. Los protagonistas son el Brujo, la Princesa víctima, la malvada Reina Madrastra y el gallardo Príncipe que acude en su ayuda. Verán a la muchacha a quien conocieron la otra noche, signorina Giuseppina, entre el cuerpo de Flores de Verano en el jardín de palacio. Por supuesto, tendrán que imaginar el jardín y todos los trajes, pero creo que la música y el baile les darán una idea de la escena.

Dispuso sillas para sus visitantes alrededor de la gran habitación desnuda, se sentó al piano y empezó a tocar, y los numerosos ballerini y ballerine empezaron a bailar sobre el suelo encerado: pas seul, pas de deux, de trois y así sucesivamente. Siempre que los protagonistas se cansaban o retiraban, el enjambre de Flores de Verano seguía bailando, a veces de suite o tout ensemble.

Obie Yount se inclinó para murmurar a Florian:

—Que me cuelguen si puedo ver un sentido en todos estos brincos. ¿Le dicen algo a usted?

—Pues sí. El tipo que aletea tanto con los brazos es el Brujo, que hechiza a la Princesa…

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué?

—¿Por qué la hechiza?

—Pues… bueno… es lo que hacen los brujos.

—Ah.

—Verás, la hechiza y entonces…

—Conocí a un tipo en Chattanooga al que a veces le daban ataques…

—¡Maldita sea, Obie! No es esa clase de hechizo.

Cuando terminó la actuación, los visitantes aplaudieron y los bailarines se secaron el sudor con una toalla. Florian dijo al signor Ricci:

—Estoy seguro de que todas nuestras mujeres envidian a las suyas por su gracia y ligereza. Claro que las nuestras no tienen tantas oca siones de demostrar tales cualidades, haciendo acrobacias sobre un caballo o en la arena o colgadas de un trapecio.

—Una mujer debería tener siempre gracia. Veamos. Señoras del circo, ¡pónganse en pie! —Un poco sorprendidas por tanta vehemencia, todas obedecieron—. Colóquense delante de mí y adopten posturas femeninas. —Ricci hizo una seña de aprobación a Autumn y Paprika, pero gritó a las demás—: ¡Fíjense bien! Miren la postura de las señoritas Auburn y Makkai. ¿Se ha tomado alguna de ustedes la molestia de fijarse en ellas? ¿No han imitado nunca su porte? —Clover Lee, Gavrila, Sava, Domingo y Lunes callaron, avergonzadas.

—¡Háganlo ahora! —ordenó—. Pongan un pie detrás del otro y los dos con la punta hacia afuera. Esto da la mejor línea a sus piernas. Ahora echen los hombros hacia atrás y saquen las tetas. ¡Obedezcan!

—Por favor, señor —gimió la pequeña Sava—. Yo no tener tetas.

—¡Pues finge que las tienes! Eso es mejor, Recuerden todas esta postura, ensáyenla, adóptenla siempre y en todas partes. Se dirigió a Florian: Vista a las que trabajan en el suelo con faldas muy cortas y botas hasta la pantorrilla. Esto ayuda a cualquier chica a parecer más alta y esbelta, porque alarga, adelgaza y tornea las piernas.

—Ejem… sí, signore.

—¡Ahora, anden todas! —ordenó Ricci a las muchachas—. Anden en círculo a mi alrededor. —Así lo hicieron, procurando echar los hombros hacia atrás y sacar las tetas—. ¡Terrible! —gritó—. Exceptuando a la artista de la cuerda, todas andan como mujeres ordinarias, apoyándose sobre los huesos del talón. ¡Espantoso! Signorina Auburn, ¿por qué no ha enseñado nunca a andar a estas patosas? —Autumn intentó responder, pero él se le adelantó—. Lléveselas y enséñelas a andar, antes de que se lo contagien a mis propias chicas.

Por favor, señor —dijo Domingo con humildad—. Cuando hayamos aprendido esto, ¿podemos volver para recibir más lecciones?

—¡Ajá! Una de ustedes tiene por lo menos la ambición de mejorar su gracia y su aspecto. ¿Alguna más? —Todas levantaron la mano, menos Lunes—. Signorina Auburn, usted no necesita mejorar. ¡El resto, si son sinceras, preséntense aquí mañana por la mañana a las diez! ¡Retírense!

Y toda la compañía circense se encontró de nuevo en la calle, en la Via Palermo, sintiéndose como si acabaran de atravesar un torbellino. Durante los pocos días que aún permanecieron en Roma, las muchachas que habían sido invitadas a asistir a las clases del signor Ricci las aprovecharon concienzudamente.

Cuando concluyeron las vacaciones y la compañía volvió a la estación de Forano y el circo empezó las representaciones, el signor Ricci asistió a todas las funciones de noche. La primera vez llevó consigo a todos sus bailarines y Florian, de muy buen grado, tal como había prometido, no les cobró ruda. En lo sucesivo, Ricci fue con Giuseppina como única compañía y fue visto señalando a la muchacha los diversos aspectos de los números de los artistas, porque, según explicó a Florian, una bailarina podía aprender incluso de las acrobacias hípicas de Clover Lee y las extravagantes caídas de Zanni. Y, después de cada función nocturna, Ricci se quedó en el circo durante una hora para continuar sus lecciones de garbo a las mujeres del circo. Domingo Simms era la más aplicada y también la más perseverante en las prácticas cuando Ricci ya se había ido.

Roma abarrotó el circo en todas las funciones de aquella semana. Había un tren diario a mediodía y otro a las cinco de la tarde de Roma a Forano y todos llegaban repletos de romanos dispuestos a divertirse; pasaban de buen grado el tiempo que faltaba para las funciones contemplando el museo, el león y la momia o participando en el juego del ratón de Fitzfarris o solicitando a Magpie Maggie Hag la predicción de su futuro. Y después de las funciones, esperaban de buen humor —por lo menos las mujeres, pues los hombres se entretenían asistiendo a las sesiones de estudio de la Biblia de Fitz— la hora de coger el tren de las seis o las once con destino a Roma.

Por fin, un mediodía Florian envió a un grupo de eslovacos a la ciudad para fijar carteles que anunciaban la elevación de un globo al atardecer del día siguiente. También enseñó uno de los carteles al jefe de estación de Forano y le habló con la suficiente persuasión para que el hombre se sentara inmediatamente ante el telégrafo. Al día siguiente, los dos trenes de Roma tenían dos locomotoras y doble cantidad de vagones para pasajeros, todos los cuales se llenaron de asistentes al circo. Las dos funciones de aquel día fueron más que llenos totales, y como Florian no podía negar la entrada a un público que venía de tan lejos, ordenó a los peones el desmantelamiento de las paredes laterales de la carpa para que la multitud pudiera por lo menos ver el espectáculo por debajo de las graderías. A nadie pareció importarle pagar el precio de una entrada normal para ver el circo desde lejos y con apreturas. En cualquier caso, todos pudieron ver muy bien la elevación del Saratoga, que flotó arriba y abajo sobre el Tíber y por fin descendió, recibiendo unos vítores que habrían sido dignos del Coliseo.

Daba la impresión de que el Florilegio podía seguir teniendo llenos indefinidamente, pero ya era la primera semana de mayo y Florian estaba ansioso por abandonar el país, así que desmontaron la carpa, cargaron los carromatos y la caravana se puso en marcha hacia el norte. Florian anunció que en lo sucesivo el circo sólo actuaría en ciudades importantes y populosas y durante un plazo no mayor de tres días. Viterbo era la siguiente ciudad de gran tamaño, pero, al igual que Roma, se hallaba dentro del Estado papal, donde imperaba la censura, de modo que la pasaron de largo. Por esta razón, la primera etapa se prolongó durante tres días y dos noches, al final de los cuales el circo llegó a la ciudad de Orvieto.

La compañía pudo ver esta ciudad durante medio día antes de llegar a ella, porque Orvieto se asentaba en un altiplano sobre la llanura que estaban atravesando, encaramada en un pedestal de roca de unos dos kilómetros de altura. Cuando llegaron a la base de la colina, vieron que había un flamante funicular accionado por vapor para facilitar el suministro a la ciudad de los productos agrícolas y vinícolas de la llanura. Sin embargo, la caravana del circo tuvo que trepar por un camino muy escarpado que zigzagueaba por la colina hasta la Porta Romana de la ciudad, donde la esperaba Florian.

Mientras los peones montaban la carpa en el lugar asignado, Florian invitó a todos los que no trabajaban a pasear con él y ver la característica realmente única de Orvieto. Los condujo casi hasta el borde del pedestal de piedra sobre el que se asentaba la ciudad, señaló y dijo: «Il Posso di San Patrizio». El Pozo de San Patricio era único en verdad: un foso circular excavado en la roca cuyo diámetro era tan grande como una pista circense. El borde estaba rodeado de hombres y mujeres con asnos cargados con cubas, barriles o enormes tinajas. Cuando los miembros de la compañía circense pudieron abrirse paso entre la muchedumbre para asomarse al pozo, el vértigo casi los hizo tambalear. El nivel del agua estaba a sesenta vertiginosos metros de profundidad y los hombres y mujeres subían y bajaban al pozo por una escalera de caracol practicada en las paredes de la roca o, mejor dicho, por dos escaleras de caracol concéntricas colocadas en una hélice doble, para que las caravanas que bajaban y subían pudieran hacerlo simultáneamente, sin tener que encontrarse y pasarse. No sólo era el pozo una obra de dimensiones estremecedoras; los hombres que lo excavaron habían realizado la increíble tarea de abrir setenta y dos «ventanas» en la pared del pozo, perforando la roca hasta la cara exterior de la colina para que quienes subían y bajaban tuviesen luz natural.

—Fue excavado hace más de trescientos años —dijo Florian— para asegurar el agua fresca a la ciudad durante los asedios. Desde entonces, los italianos dicen de una persona tacaña que «tiene bolsillos profundos como el Pozo de San Patricio».

Mientras volvían al campamento, Florian añadió:

—Hablando de gastar dinero, tengo una sugerencia que hacer. Empiezo a hacerme viejo y me siento demasiado próspero para seguir llevando la vida de gitanos nómadas cuando estamos entre dos plazas. Me refiero a tener que alojarnos en míseras posadas o dormir en un carromato de circo todavía más incómodo. Todos nosotros hemos ahorrado algún dinero. Sugiero que gastemos una parte en la compra de remolques como los de la señorita Auburn y monsieur LeVie. No es necesario comprar uno para cada uno (lo cual sería muy costoso y haría la caravana del circo demasiado larga), ya que una de estas casas sobre ruedas puede alojar a varias personas. Yo, personalmente, compraré uno en consorcio con el señor Goesle, Herr Beck y el signor Bonvecino. Someto la idea a vuestra aprobación. Y debo decir otra cosa. O bien gastáis todas vuestras liras antes de llegar a la frontera, o las cambiáis por oro o joyas. Los billetes y monedas italianos no tendrán ningún valor en Austria.

Entre las diversas discusiones suscitadas por la idea del remolque, una tuvo lugar entre Maurice y Paprika. El primero dijo:

—Mi remolque no es grande, pero podría acomodar a otra persona. Estaría encantado.

Merci, mais non —contestó ella.

Pourquoi non? Formamos pareja en el aire, ¿por qué no en el suelo? Me he preguntado muchas veces por qué me mantienes a distancia. Sé que no hay otro hombre.

—Y no necesito ninguno. Eres una persona de mundo, Maurice, y comprensivo, así que te lo diré. El hecho es que sólo puedo sentir satisfacción… con una mujer. He sido así desde… bueno, me sucedió algo en la infancia.

Ah, pauvre petite. Algún tío bondadoso, sin duda. —Paprika meneó la cabeza—. Un hermano mayor, peut-être. Suele ocurrir. —Ella guardó silencio—. ¿Tu padre, entonces? Mon dieu! Que de merdeux…!

—¡No, no! Mi padre era un hombre decente. Todo lo que hizo fue morirse. —Desvió la mirada—. ¡Fue mi madre! ¡Mi istenverte madre!

Qu’est-ce qui? —jadeó Maurice—. C’est impossible!

—No, no es imposible —replicó ella, con expresión hosca—. Y quizá fue en parte culpa mía. Era una niña, y voluntariosa. Cuando murió mi querido padre, yo sólo tenía once años, pero estaba decidida a ser fiel a su recuerdo. Insistí en que mi madre no buscara otro marido. Entonces ella dijo: «Pues tendrás que ocupar el lugar de tu padre».

—Seguramente quería decir…

—Quería decir en la cama. Y me hizo hacer exactamente esto. Yo no podía hacerlo todo, claro, pero ideamos sustitutivos. Y ella decía que en ciertos aspectos, yo era mejor que mi padre. Mejor de lo que podía ser cualquier hombre. Nunca se volvió a casar. Fui su amante, no, su herramienta, hasta que tuve la edad suficiente para marcharme de casa y ganarme la vida.

—Y eso… —Maurice tuvo que carraspear—, ¿y eso ha influido en ti hasta el punto de amar sólo a las mujeres?

¿Amarlas? —Paprika rió como una arpía colérica—. ¡Las odio! Detesto y desprecio a las mujeres, igual como detestaba y despreciaba a aquélla. Por desgracia, sigo siendo pervertida como ella me hizo. Nunca he podido sentir placer sexual de otra manera. Lo intenté una vez con un hombre y fue una farsa tan patética, que jamás volveré a probarlo.

—Pero, chérie, piensa un poco. Une hirondelle ne fait pas le printemps. Hay hombres y hombres.

—No, Maurice. No quiero que sintamos degradación y asco. Me conozco demasiado bien; sólo puedo hacer el amor con una mujer, aunque no sienta afecto por ella, sólo desprecio. Y si, para satisfacerme en este sentido, tengo que pervertir a una muchacha o una mujer inocente… pues, mira, el placer es todavía mayor. Me lo has preguntado y yo te lo he dicho. Piensa lo que quieras de mí, pero… ¿podemos seguir formando pareja? ¿En el aire?

—En el aire —respondió él con tristeza—. Ainsi que les hirondelles.

Antes de que el circo abandonase Orvieto, Florian, Goesle, Beck y Zanni encontraron y se compraron un remolque muy bonito y un caballo para tirar de él. El viaje a la plaza siguiente del circo, Siena, duró cuatro días y tres noches, y después de estas noches en la carretera —dos durmiendo en los carromatos y una en una posada mísera en extremo—, los demás miembros del circo se sintieron dispuestos y ansiosos de procurarse remolques propios.

En Siena encontraron dos más en venta. Pavlo Smodlaka, aunque se quejó amargamente de no tener a nadie con quien compartir el gasto, compró el mejor remolque para llevar y albergar a su familia. El otro vehículo era de peor calidad y olía muy mal, porque había sido propiedad de un clan de gitanos pobres, pero al menos era espacioso. Hannibal Tyree y Quincy Simms lo hablaron entre sí —«Nuestro bolsillo se parese a ese Poso de San Patrisio»—, y de alguna manera consiguieron hacer una proposición a los antipodistas chinos. Estos no sólo sacaron alegremente sus salarios acumulados, sino que comenzaron inmediatamente a barrer y limpiar el interior del remolque a fin de hacerlo más habitable para sus cinco nuevos propietarios.

Los miembros restantes de la compañía tuvieron que vivir y dormir en los alojamientos disponibles durante la siguiente etapa de cuatro días, hasta Pistoia, ciudad donde no encontraron en venta ningún vehículo semejante. Cuando Yount y Mullenax se quejaron a gritos de su condición de «huérfanos» entre la opulencia de los demás, Zanni observó en broma:

—Bueno, habéis llegado a buen sitio para salir de vuestra miseria. En esta ciudad de Pistoia se hicieron las primeras pistolas y por esto se llama así.

Sin embargo, después de trabajar en Pistoia, otra etapa de cuatro días llevó al circo hasta Bolonia, una urbe importante donde podía comprarse casi de todo.

—Bolonia es muy bella y hospitalaria —dijo Florian—. Figuraos que el Palazzo Communale, donde he solicitado permiso para acampar, tiene una escalinata construida especialmente para que los caballos pudieran subir a la sala del consejo en los tiempos en que los miembros del consejo eran demasiado altivos para caminar sobre sus propios pies.

—Y la Universidad de Bolonia —añadió Autumn— ha sido lo bastante hospitalaria para acoger incluso a profesoras de vez en cuando. Dicen que una de ellas era tan hermosa, que debía dar clases detrás de una cortina, para que los estudiantes no se distrajeran mientras tomaban apuntes.

—Esto me recuerda —dijo Maurice— que una estudiante tuya, bella señorita, ha solicitado estudiar también conmigo. La aprendiza de volatinera, Domingo Simms. Es probable que ella no se dé cuenta, pero está siguiendo el camino clásico: de acróbata de pista a bailarina de cuerda floja y artista del trapecio. Le he dicho que pediría tu autorización.

—Ya la tiene, no faltaría más. Domingo está impaciente por aprenderlo todo. Sólo con aquellas pocas lecciones del maestro Ricci ha adquirido mucho más aplomo y seguridad. Y es infatigable. Cuando no está ensayando en la pista, coge los libros. Hemos de fomentar todas sus ambiciones.

Durante los tres días en que el circo actuó en Bolonia, encontró las dos casas sobre ruedas que le faltaban. Una la compró el cuarteto de Yount, Mullenax, Fitzfarris y Rouleau y la otra fue adquirida conjuntamente por Paprika, Clover Lee, Domingo y Lunes Simms. Florian se mostró dubitativo cuando se enteró de este convenio, pero Clover Lee lo tranquilizó en privado:

—No he aceptado compartir el gasto y la vivienda hasta que he sostenido con Paprika una conversación muy franca para imponer varias reglas estrictas. No puedo controlar todos los desmanes que intente fuera del remolque, pero entre ésas cuatro paredes no puede ni mirar de reojo.

La única que no tenía una casa sobre ruedas era Magpie Maggie Hag, pero no la quería.

—Ahora tengo el furgón vestidor y la cocina para mí sola y no necesito nada más. Además, soy gitana. Demasiada comodidad no es buena para los gitanos.

Ella y otros miembros de la compañía pasaron su tiempo libre en Bolonia haciendo otras compras, porque Florian les dijo:

—Comprad para el camino. Cuando empiece la guerra todo será caro y escaso, tanto en Austria como aquí.

Por consiguiente, los carromatos donde ya no dormía nadie sirvieron para almacenar heno y grano para los caballos y el elefante, carnes ahumadas para el león, alimentos básicos para las personas, latas de carburo de calcio para la iluminación, rollos de cuerda, botes de pintura, brea, queroseno y grasa para ejes, arneses, herraduras y otros artículos de ferretería, telas, hilo y lentejuelas para el vestuario.

Carl Beck encontró y compró ácido, limaduras de hierro y cal para alimentar una vez más sus máquinas del Gasentwickler, porque Bolonia era la última ciudad grande que el circo visitaría en Italia y él y Rouleau creían que merecía la elevación de un globo, aparte de que tal vez sería el último espectáculo del Saratoga en mucho tiempo.

Ningún boloñés parecía compartir las aprensiones de Florian sobre una guerra inminente. O, si algunos las sentían, no permitieron que inhibieran sus ansias de diversión. Abarrotaron la carpa en todas las funciones y se disputaron las profecías de Magpie Maggie Hag y el juego del ratón en cada intermedio, y los hombres llenaron el anexo de los cuadros bíblicos después de cada función, y una gran muchedumbre asistió, la noche de la despedida, a la ascensión del Saratoga, profiriendo grandes exclamaciones al verlo elevarse y también ante el número de magia de una bonita muchacha que desapareció delante de sus ojos en una nube de humo, mientras el globo flotaba muy arriba, y reapareció en la góndola cuando aterrizaba.

De hecho, los boloñeses dejaron tantos billetes y monedas italianos en las arcas del furgón rojo, que la partida del circo, a la mañana siguiente al desmantelamiento, tuvo que ser aplazada para que Florian, Zanni y Maurice, cada uno con una cartera en la mano llena de liras y céntimos, pudiese dirigirse a todas las agencias de cambio de la ciudad. A diferencia de los despreocupados asistentes al circo, los ancianos judíos, adustos y de mirada triste, que regentaban estos establecimientos, tenían, o bien una experiencia personal o una larga memoria racial de numerosas guerras, progroms, revoluciones y crisis financieras. Todos ellos fijaron un precio excesivo (e idéntico) por la alquimia de convertir en oro el papel y el cobre. Florian y sus ayudantes aceptaron lo que pudieron conseguir sin tardanza. Aunque perdieron en el cambio, volvieron a la caravana con una estimable carga de oro que era moneda legal en cualquier parte del mundo.

La caravana circense que partió finalmente de Bolonia era ahora una caravana cuya cola —literalmente, la cola del elefante— salió del campamento media hora después que el carruaje de Florian. Además del elefante, el carruaje y las dos máquinas del generador de gas, la caravana comprendía siete remolques y seis carromatos tirados cada uno por un caballo, y cuatro furgones de más peso tirados por las parejas dobles de caballos moteados. Los vehículos eran tan numerosos, que casi todos los hombres, entre artistas y personal, tenían que conducir uno. Todos debían viajar a cierta distancia uno de otro, para no recibir el polvo levantado por el anterior, de manera que la caravana, desde el hocico blanco de Bola de Nieve hasta la cola empenachada de Peggy, tenía una longitud de casi cuatro kilómetros.

En Módena, Florian dijo:

—Muy bien, oídme todos. Ya he convertido en lingotes la mayor parte de nuestro dinero. Ahora gastemos todas las monedas que aún nos quedan.

Sus tres compañeros de remolque y él gastaron las suyas en surtir de vino a la caravana, el buen Lambrusco local. Y la mayoría de mujeres gastaron sus últimas liras en botellas de Nocino, un licor dulzón hecho de nueces que sólo se elaboraba en Módena.

Aunque la compañía se apresuraba para anticiparse a una guerra y ofrecía representaciones por el camino, no descuidaba sus responsabilidades durante el tiempo libre. Goesle y Beck hacían pintar a sus eslovacos todos los remolques recién adquiridos de los mismos colores que el resto de la caravana: azules con ruedas, persianas y adornos blancos, absteniéndose, no obstante, de pintar en ellos el nombre del Florilegio por si alguno de sus propietarios tenía ocasión de unirse a otro espectáculo. Magpie Maggie Hag se había cansado de ver a Lunes Simms ejecutando pasos de alta escuela vestida con una simple malla, de modo que la atavió como una cordobesa de su España natal: pantalones de terciopelo negro con conchas plateadas a lo largo de todas las costuras, botas blandas, una blusa blanca con mangas anchas y encima un bolero rojo vivo. Cubrió la cabeza de Lunes con un sombrero cordobés de copa baja y ala plana, que era para hombres, pero siempre había sido uno de los tocados más favorecedores que podía llevar una mujer.

Maurice y Paprika empezaron a enseñar a Domingo los rudimentos del arte del trapecio, obligándola a sujetarse en todo momento con la cuerda de seguridad.

—¡No, no, no, kedvesem! —la reprendía Paprika—. No extiendas las piernas cuando te dispones a posarte en la plataforma. Mantén siempre las caderas adelantadas. ¡Salta derecha, y aterrizarás con elegancia!

—Si te acercas con los pies por delante —le explicó Maurice—, te encontrarás con que la barra te arrastrará hacia atrás, alejándote de la plataforma. Es una torpeza que además resulta peligrosa. Sólo cuando te balanceas libre y dándote impulso, para adquirir más velocidad y altura, sólo así, y nunca de otro modo, puedes doblarte por la cintura para adelantar las piernas.

El pequeño Quincy Simms también intentaba incrementar sus talentos de artista. Había empezado a seguir a Zanni Bonvecino por todas partes y se esforzaba por imitar su número cómico, excepto en el canto del aria. Zanni se dignó dar al chico algunos consejos elementales, de los que Quincy tal vez comprendía la mitad.

—Existen cinco trucos básicos en el arte del payaso: estupidez, mímica, caídas, golpes y sorpresas. Tienes que excluir el primero de tu repertorio, porque eres negro. La estupidez no haría más que identificarte como un Jim Crow tonto y gandul; deja eso para los circos americanos. Aquí en Europa, bueno, en París, por ejemplo, hubo un payaso llamado Chocolate. Al verle, nadie pensaba de él: «Es un payaso negro». Todos pensaban: «Es un gran payaso». Pues bien, si quieres aprender el arte de hacer reír, tienes que dejar de ser . El payaso no es una persona ni un objeto, es un suceso.

—Sí, zeñó.

—Y, maldita sea, no abras la boca. Que yo sepa, puedes ser un genio, pero hablas como un tonto. Bene, lo primero que se necesita es lo que llamamos avoir l’oeil: tener ojo. Intenta los trucos elementales del payaso y observa. Averigua qué es, en tu caso, lo que más divierte al público. La vulgaridad del bufón o el patetismo del payaso triste, la risa de caballo o la sonrisa cansada, la astucia o la indefensión, la pantomima pura o una pista llena de accesorios, la actividad frenética o la melancolía. Así encontrarás tu especialidad, tu métier, tu magia. Después, te burlas de ella.

—Sí, zeñó.

La caravana del circo no había hecho mucho camino en dirección norte después de abandonar Módena cuando se convirtió de nuevo en parte conspicua e incongruente de otra procesión. Se había adentrado entre dos gruesas columnas del Real Ejército italiano que llenaban la carretera: soldados de infantería con equipo de campaña completo y armas al hombro, soldados de caballería con uniformes chillones a lomos de caballos de guerra cargados con un equipo superfluo, armones y furgones tirados por caballos, furgones de suministro y ambulancias; todo lo necesario para hacer la guerra. Florian hizo pasar a la caravana la orden de que todas las mujeres se pusieran los chales con coronas bordadas que les había regalado el rey, a fin de proclamar la fidelidad del Florilegio. Al no tener más remedio que viajar junto con el ejército, los miembros de la compañía se sintieron un poco incómodos y confusos, en especial cuando varios soldados los hicieron víctimas de sus burlas, mientras otros se quejaban profiriendo maldiciones porque Peggy, imperturbable, ensuciaba la carretera con sus excrementos y los soldados tenían que romper el paso y las filas para evitar pisarlos.

Sin embargo, cuando anocheció, la caravana del circo se desvió hacia un prado lindante con la carretera para pasar la noche. Y cuando reanudó la marcha a la mañana siguiente, ya no había ningún ejército a la vista. Durante todo aquel día, la caravana no alcanzó ni fue alcanzada por ningún otro.

—Las tropas deben de haberse dirigido desde aquí al este y al oeste —conjeturó Florian—. A unos treinta y cinco kilómetros al norte, el río Po constituye la frontera veneciana. Al otro lado, las tropas serán austríacas. Ahora nos hallamos en un potencial campo de batalla, de modo que apresurémonos… y vosotras, señoras, no os pongáis esos chales.

La caravana llegó al Po al atardecer sin tropezar con ningún otro impedimento y encontró un puente con una barrera y un puesto de centinela en cada extremo. En el extremo más próximo, el puesto estaba pintado a rayas rojas, blancas y verdes, y en el tejado ondeaba la bandera italiana, de los mismos colores, y lo guardaba una patrulla de la Brigada Alpina, que no parecía muy preparada para el alpinismo, ya que llevaban botas hasta la rodilla, chacones altos y guerreras cubiertas de trencilla, hebillas y charreteras. Florian se inclinó y les habló en italiano y ellos levantaron la barrera sin hacerse rogar, aunque con algunos comentarios como el de que lamentarían la idiotez de dejar la soleada Italia por la nublada Austria.

La bandera y el puesto de guardia del otro extremo del puente eran más sombríos: negra y amarilla la enseña y los centinelas —de los Rifles Tiroleses— con uniformes de un verde plateado, más pulcros y sin adornos. Tampoco ellos parecían dispuestos a poner dificultades al Florilegio para cruzar la frontera, pero manifestaron su eficiencia teutónica hasta el punto de exigir los salvoconductos de la compañía, aunque sólo los hojearon de manera superficial cuando Florian se los alargó. Luego levantaron la barrera y la caravana del circo pasó lentamente. La noticia recorrió los vehículos —«Ahora estamos en Venecia»—, pero nadie pudo ver una diferencia inmediata en el paisaje, que aún parecía italiano, así como la gente, las granjas, los viñedos y los olivares; cuando pernoctaron aquella noche al borde de la carretera, una mujer que les vendió un cubo de leche habló con ellos en italiano.

Dos días después el circo acampó ante las murallas de Verona y, mientras los peones iniciaban el montaje, Autumn llevó a la ciudad vieja a todas las mujeres de la compañía —que cuchicheaban, excitadas, incluyendo a Magpie Maggie Hag— para enseñarles la casa Capuleto, desde cuyo balcón Julieta había intercambiado palabras dulces y juramentos con Romeo Montesco. Florian rió por lo bajo cuando se alejaron y dijo a los hombres de la compañía:

—Me temo que les defraudará un poco este monumento, pero les gustará el resto de Verona; es una bella ciudad.

Los hombres convinieron en ello cuando cruzaron la Porta Nuova y pasearon por el ancho y florido Corso. La ciudad era roja, rosa y oro, excepto donde las paredes estaban cubiertas por un mural gigantesco: David luchando con Goliat o san Jorge matando al dragón u otra escena similar.

—Sólo lamento no poder ir ni al este ni al oeste —dijo Florian—. Al este, ya lo sabéis, está Venecia, y todo el mundo debería visitar Venecia al menos una vez en su vida. Y al oeste, en la otra orilla del lago Garda, hay dos bonitos pueblos que desconocen incluso muchos italianos. Están de lado sobre una pequeña colina y ambos se llaman Botticino. Pero uno es Botticino Mattina y el otro Botticino Sera, según la hora en que el sol ilumina sus viñedos.

Las mujeres del circo, efectivamente, volvieron de su excursión un poco desengañadas. La casa Capuleto no sólo tenía un balcón, sino dos y Autumn confesó que ignoraba cuál de los dos debía ser admirado por los visitantes. Además, cuando las mujeres preguntaron dónde estaba la casa familiar de Romeo, Autumn admitió que varias casas de Verona aspiraban a esta distinción y, en cualquier caso, según los propios compatriotas de Shakespeare, la historia de Romeo y Julieta no era más que una fábula agridulce.

Sin embargo, nadie tenía mucho tiempo para lamentar esta desilusión. En Verona se celebraba la feria anual de agricultura y ganadería, por lo que la ciudad rebosaba de visitantes. El hecho de que muchos de ellos vistieran uniformes austríacos no deprimió el ánimo festivo de la población, que se desperdigaron por el terreno de la feria y del circo y llenaron la carpa a rebosar en todas las funciones representadas durante los tres días de permanencia del circo en la ciudad.

—¿Por qué no nos quedamos más días? —preguntó Fitzfarris después de la última función—. Hemos ganado dinero a montones. Buenas coronas austríacas. Y, diablos, ya estamos en territorio austríaco, ¿no?

—Precisamente el territorio por el cual, y en el cual, Italia se prepara para luchar —respondió Florian—. No, seguiremos adelante.

Que su cautela no era excesiva lo demostró el hecho de que, dos días después de que la caravana del circo hubiese abandonado Verona, en una carretera que ascendía lenta y gradualmente hacia las distantes tierras altas, el circo volvió a encontrarse en medio de un ejército en movimiento. Esta vez el Florilegio no podía marchar con él, porque el ejército procedía de la dirección contraria, del norte, y estaba compuesto de infantería, caballería y artillería austríacas. Así pues, la caravana tuvo que desalojar por completo la carretera para cederle el paso.

—En este punto —dijo Florian— dejamos Venecia y entramos en la región del Trentino. El noventa y nueve por ciento de la población es italiana, pero advertiréis diferencias en la arquitectura. Y todos los accidentes geográficos tienen dos nombres. Ese río que bordea la carretera es el mismo Adigio que fluye por Verona, pero aquí se llama el Etsch. Nuestra siguiente plaza será una ciudad llamada Trento en italiano y Trient en alemán.

Cuando la carretera volvió a estar libre de soldados y la caravana del circo pudo continuar el viaje, subiendo sin cesar, los miembros de la compañía advirtieron el cambio en las granjas del camino. Seguían estando pintadas con los vivos colores mediterráneos, pero también tenían los pesados tejados con aleros de los chalets alpinos. Siempre que algún viandante o granjero se detenía a mirar la caravana, gritaba un saludo en italiano, pero solía llevar lederhosen si era hombre y un dirndl si era mujer. Por fin, a cuatro días de subida desde Verona, la caravana divisó Trento/Trient, que ofrecía una vista espectacular, porque la ciudad llenaba por completo el valle del Adigio/Etsch y sobre ella se cernía la gran roca aislada que se llamaba Dosso Trento. Aunque había palacios y loggias de estilo veneciano, la mayoría de edificios tenían macizos aleros, balcones colocados a mucha altura sobre el nivel de la nieve y tejados de campanario en sus chimeneas.

Florian, que esperaba para guiar la caravana hasta el campamento, saludó a la compañía con la noticia:

—Ya ha empezado. El dieciséis de junio los prusianos invadieron la provincia austrohúngara de Bohemia.

La población italiana mayoritaria de Trento podía tener sus dudas sobre vitorear a Austria, a la que pertenecía por tratado, o al otro bando, el aliado prusiano de Italia, pero lo que sí vitoreó sin reticencias fue al circo, al que acudió en tropel, olvidando la política. La compañía disfrutó de otra estancia bien acogida y provechosa, pero sólo por dos días, tras los cuales Florian los hizo continuar.

Subieron todavía más hacia las montañas, a la ciudad de Bolzano —o Bozen—, y durante los dos días que actuaron en ella recibieron la noticia de que Italia, tal como se esperaba, había declarado también la guerra a Austria. Cuando Florian ordenó esta vez el desmantelamiento, dijo a todos los conductores de carromatos y remolques que a partir de aquel momento evitarían la carretera principal por la que habían subido para tomar una carretera secundaria que bordeaba el río Adigio y se dirigía al nordeste, pasando por una ciudad llamada Merano.

—¿Por qué? —preguntó Edge—. Durante todo el camino he dado por sentado que cruzaríamos los Alpes por el paso del Brennero. Está directamente al norte de aquí, la carretera es buena, el paso no está a una altura inaccesible y, diablos, es la travesía alpina clásica desde los ostrogodos.

—La clásica ruta de invasión hacia el sur, sí. Y por lo tanto, la ruta más probable que elegirán los austríacos para cruzar con su caballería, como debería saber un ex oficial de caballería como tú. No quiero encontrarme encima de los Alpes esperando que todo un ejército deje libre mi camino. Atravesaremos por el paso de Resia, que sólo es unos metros más alto y está a pocos días más lejos de aquí.

Justo antes de anochecer, el mismo día que abandonaron Bolzano, la caravana llegó a Merano, una ciudad que parecía componerse exclusivamente de posadas. Florian anunció:

—No actuaremos aquí. Merano es un balneario para tuberculosos, que vienen aquí para la cura de descanso, la cura de aire puro, la cura de suero de leche, la cura de uvas. Es probable que no tuvieran fuerzas ni para subir a nuestras graderías. Sin embargo, buscaremos posadas que puedan alojarnos a todos. Así comeremos y descansaremos bien bajo los edredones de pluma. El camino será duro y no ofrecerá comodidades.

Después de cenar, Autumn y Edge, antes de gozar del gran edredón de pluma de su cama, caliente pero ingrávido, salieron al balcón de su habitación. Había luna llena y su luz prestaba un aspecto impresionante a las cumbres nevadas que rodeaban y dominaban Merano. La cordillera de montañas, de un blanco luminoso, con profundos valles sombreados, parecía recortada como un trozo de hojalata contra el cielo azul oscuro.

—Hermoso —murmuró Autumn, mirando todo el horizonte, y cuando se volvió hacia Edge, éste vio que en sus ojos los pétalos dorados eran visibles incluso a la luz de la luna. Ella añadió—: Bien pensado, la luna es siempre llena, sólo que no podemos verlo.

Él respondió, lleno de admiración:

—Yo diría que con tus ojos habrías de verla todo el tiempo. En cambio yo no soy tan perceptivo. Hasta este momento no había notado una cosa: mi sombra es negra, la sombra de todo el mundo es negra. La tuya es de color rosa.

Involuntariamente, ella bajó la vista, y luego rió:

—Mentiroso. Idiota.

—Bueno, a mí me lo parece. Toda tú, querida, me pareces una flor.

El siguiente tramo del camino requirió cinco días y cinco noches. Cada vez más escarpado y sinuoso, quitaba el aliento a los caballos y exigía con frecuencia que los hombres se apearan y siguieran a pie para aligerar el peso. Además, las noches eran muy frías, incluso dentro de los remolques e incluso ahora, en pleno verano, porque se acercaban a los dos mil metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, la carretera permanecía libre de nieve y nadie, ni tampoco los animales, se fatigaron en exceso, ningún vehículo se averió y —tanto si había o no ejércitos en el paso del Brennero— ninguna columna de soldados les bloqueó el camino. Por la mañana del sexto día, los miembros del circo descubrieron que ya no subían, sino que viajaban por un trecho llano. Llegaron a un pequeño chalet, pintado de negro y amarillo, donde ondeaba la bandera austríaca y del que salieron varios centinelas de los Rifles Tiroleses… pero sólo para saludar con la mano. Florian hizo detener la caravana, fue a hablar con los guardias y anunció al volver:

—Damas y caballeros, estamos en la cresta de los Alpes de Lechtal. El paso que acabamos de franquear se llama paso de Resia, y el siguiente, Reschenpass. Dejamos las tierras cisalpinas para entrar en las transalpinas. Y justo a tiempo, por lo que me han dicho estos simpáticos muchachos. Los austríacos y los italianos están luchando ahora encarnizadamente en las cercanías de Verona, donde nos hallábamos hace tan pocos días. A partir de aquí, amigos míos, la carretera es toda cuesta abajo, hacia los valles tiroleses de Austria o, como el país prefiere llamarse en su propia lengua, Österreich.