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—¡No puedo creer en nuestra buena suerte! —exclamó Florian cuando encontró a la caravana a la entrada de Pisa, tal como habían convenido—. El municipio nos alquila el Campo Sportivo. Muy cerca de la famosa Torre Inclinada. Tengo entendido que unos visitantes livorneses han alabado mucho nuestro espectáculo. Y cuando he mostrado nuestros impecables salvoconductos a las autoridades, ni siquiera he tenido que pedirlo; me han ofrecido el mejor lugar. Bueno, no perdamos tiempo. Seguid a mi carruaje.

La compañía no se había detenido a comer por el camino y tomado unos bocadillos que llevaban, por lo que entonces sólo era media tarde. Edge siguió a Florian, y el resto de la caravana le imitó, por el puente tendido sobre el río Arno y después por una carretera ancha que rodeaba la ciudad, una carretera llena de tráfico, tanto de vehículos como de peatones, la mayoría de los cuales se detenía para contemplar la entrada del Florilegio, mientras otros, apresurados o sin interés por el circo, maldecían en voz alta el embotellamiento.

Aquella parte de Pisa podría haber sido las afueras de Baltimore: todo eran almacenes sucios y edificios industriales. Pero cuando la caravana dejó la carretera para entrar en el centro de la ciudad, los miembros de la compañía pudieron ver, sobre los tejados de los almacenes, el campanario torcido y la cúpula de la catedral, casi tan alta como el primero. Aquellos dos edificios, los más altos de Pisa, permanecieron visibles hasta que llegaron al Campo Sportivo, que era un hipódromo ovalado con graderías de madera a ambos lados y un centro de hierba bien cuidada lo bastante grande para dar amplia cabida al circo.

—Suave como el prado de una mansión inglesa —dijo Autumn. Y Florian comentó, orgulloso:

—Ya te dije, Zachary, que con el tiempo seríamos un espectáculo elegante.

Cuando la mayoría de carromatos estuvieron alineados en lo que sería el patio trasero, con el furgón vestidor muy cerca de lo que sería la puerta trasera, Stitches Goesle —sin dedicar ni una mirada a la famosa torre, que se erguía a poca distancia de allí— gritó a los peones que empezaran a descargar la tienda y el equipaje, a desenganchar y alimentar a los caballos y a dar de comer al león y al elefante. Florian se quedó en el campo para ayudar a Goesle a supervisar el montaje y ver por primera vez la carpa ampliada. También se quedó Carl Beck, para empezar la instalación interior en cuanto pudiera. Los artistas, en cambio, como el trabajo pesado ya no era de su incumbencia, tenían la tarde libre. Y Autumn, aunque ya había trabajado varias veces en Pisa, se fue alegremente para servir de guía a Edge y a los compañeros —incluyendo a Magpie Maggie Hag, Hannibal Tyree y los tres Simms— que deseaban dar una ojeada a la ciudad.

Pasearon hasta la carretera, cruzando una puerta de la antigua muralla, bajaron por una avenida de adoquines, atravesaron dos o tres calles más estrechas y salieron a la enorme extensión de la Piazza dei Miracoli. Miraron a su alrededor y la mayoría quedaron deslumbrados. En un rincón de la piazza estaba el cementerio judío; el alto muro que lo circundaba era —en opinión de Edge— singular por su gran sencillez, porque las otras cuatro estructuras del vasto prado exhibían más columnas, arcos y pináculos de los que había visto en toda su vida. Y, ciertamente, nadie podía ver en ninguna parte tantos al mismo tiempo como allí, sólo paseando la mirada de izquierda a derecha.

La inmensa catedral, además de poseer gran profusión de columnas y arcos, estaba adornada por franjas horizontales de mármol blanco y negro, que Edge comparó para sus adentros con un pastel de chocolate y merengue. Las mismas franjas se repetían en el enorme baptisterio circular, a poca distancia de la fachada de la catedral. Edge dijo a Autumn que parecía otra cúpula —con arcos, columnas y pináculos ornamentales incluidos— procedente de otra gran iglesia.

—A mí no me lo parece —sonrió ella—. Fíjate, tiene un pequeño domo en la parte superior, como un pezón. Siempre pienso en el baptisterio como el pecho desnudo y gigantesco de una diosa pagana enterrada bajo toda esta tierra sagrada del cristianismo.

La famosa Torre Inclinada tenía también franjas de mármol blanco y negro, con columnas y arcos alrededor de cada una de las plantas, siete en total, y del campanario. Edge había visto grabados de esa torre desde sus clases infantiles de geografía, pero el campanile inclinado era mucho más impresionante en la realidad que en cualquier reproducción gráfica. «Esto sí que podría ser el pastel de boda de un titán», pensó. Otro titán celoso lo había agarrado para darle un malicioso tirón y ahora el pastel era dolorosamente alto y cilíndrico hasta el campanario y parecía estar a punto de caer de lado sobre la mesa del banquete nupcial del titán.

Hannibal preguntó a Autumn:

—¿Cuándo creer que caerá, señora?

—Bueno, está así desde hace unos seiscientos años —contestó ella—. No creo que deba preocuparte estar cerca en este momento. De todos modos, la inclinación aumenta cada año en una fracción de milímetro.

—Así que un día u otro se caerá —dijo Clover Lee, muy seria.

—Un día u otro, sí, pero no hoy. Nosotros tenemos demasiada suerte. —Autumn miró de reojo a Edge, sonriendo—. Florian, Zachary y yo estamos de acuerdo en esto. ¿Quiere subir hasta arriba alguno de vosotros? La vista es espectacular, pero debo advertiros que hay casi trescientos escalones.

—Al diablo con ella —dijo Mullenax—. Hay un bar al otro lado de aquella calle ancha. Os espero allí.

Fitzfarris dijo que él también iba y Magpie Maggie Hag declaró que era demasiado vieja y achacosa para hacer montañismo. El resto pagó la entrada —junto con un puñado de turistas, todos italianos de otras partes del país— y empezaron la ascensión. Edge, Yount y otros subían con cautela, apoyándose en la pared y casi poniendo una mano sobre la otra, porque tenían la extraña sensación de ser atraídos continua e irresistiblemente hacia el lado inclinado de la torre. Sólo aquellos cuyos actos y vidas dependían de un infalible sentido del equilibrio subían con agilidad y seguridad.

Sin embargo, la vista desde el balcón que circundaba el campanario valía el pesado ascenso. Hacia el oeste habrían podido ver el mar, y hacia el sudoeste, divisar Livorno, de no haber sido por el humo de la multitud de chimeneas de Pisa. Al norte y al este se veían montañas, una vista agradable después de la llanura que acababan de cruzar. Al sur se extendía ante ellos la mayor parte de la ciudad de Pisa, cuyo tamaño era dos veces mayor que el de Livorno y que poseía muchos más palacios, iglesias, torres y fortalezas.

En el balcón estaba apostado un viejo profesor que, como si funcionara por un mecanismo de relojería, recitaba hechos y fechas sobre la Torre Pendente, primero en italiano y después en inglés, concluyendo con la información de que «a fin de establecer las leyes de velocidad y aceleración de los objetos en su caída, Galileo Galilei dejó caer, desde el lado inclinado de este mismo balcón, balas de cañón y objetos menos pesados…».

—Caray —murmuró Quincy, mirando por encima de la baranda hacia las figuras diminutas que se movían sobre el césped de la plaza.

—Conque balas de cañón, ¿eh? —dijo Yount, sonriendo, al oír hablar por fin de un italiano con quien tenía algo en común—. ¿Y las subía hasta aquí arriba para lanzarlas? ¿Dónde podría encontrar al tal Gali-Gali para estrecharle la mano?

El profesor se limitó a pestañear y Autumn rió:

—Probablemente en el cielo, Obie. Hace más de doscientos años que está muerto. Aunque bien mirado, quizá no lo puedas encontrar allí. La Iglesia niega el cielo a los hombres que son demasiado fuertes.

—¡Vaya! —exclamó Yount, desengañado.

—Para nosotras las mujeres puede ser más interesante —prosiguió Autumn— esa gran avenida que veis al este y que es donde se encuentran las tiendas más elegantes y modernas. Se prolonga hasta el puente y aún más allá. Pero no os arruinéis antes de llegar a Florencia, donde…

Pimienta interrumpió:

—¡Oh!, el sol está a punto de ponerse y creo que sería mejor bajar. —Dirigió una mirada temerosa a sus espaldas, hacia las siete grandes campanas del campanario—. Si tocan el Angelus, o lo que recen estos italianos, nos quedaremos sordos para toda la vida.

—No tema, signorina —dijo el viejo profesor—. Las campanas no se han tocado nunca desde que se colgaron aquí. La vibración podría ser excesiva para la Torre Pendente.

De todos modos, se fueron para volver al circo antes de que anocheciera. Todos dieron al anciano unas monedas de propina y muchos de ellos volvieron a las escaleras con una sensación de temor y vértigo. Encontraron a Fitzfarris, Mullenax y Magpie Maggie Hag esperando en la base de la torre, los tres con un aliento fuertemente aromático.

Cuando se acercaban al Campo Sportivo, Florian cruzó el hipódromo para recibirlos y dijo con acento cansado:

—Los hombres y yo aún tenemos un rato de trabajo, así que cenaremos tarde. Sin embargo, he salido para reservar habitaciones en un hotel. Quizá queráis llevar allí vuestro equipaje, refrescaras y cenar a una hora decente. El hotel no es tan magnífico como el Gran Duca, pero sí cómodo. Se llama Contessa Matilde. Volved a la primera esquina y torced a la derecha.

—Vaya, todos nuestros hoteles tienen nombres nobles, maldita sea —dijo Yount—. Señorita Sarah, usted y Clover Lee no tardarán en encontrar a sus condes y duques en uno de ellos.

Sarah le dedicó una tibia sonrisa. Todos veían por primera vez la carpa transformada —mucho mayor y más impresionante que nunca— y le dieron toda la vuelta para observarla y admirarla. Luego, la mayoría recogió sus efectos personales y los colocó en un carromato vacío.

Edge dijo a Autumn:

—Si me perdonas por dejarte sola durante la cena, me gustaría quedarme y familiarizarme con las nuevas instalaciones.

—Claro, amor mío. Me llevaré tu equipaje.

La carpa tenía la misma altura que antes: unos diez metros y medio. Pero ahora, con la adición de quince metros de lona nueva entre las dos mitades de la antigua tienda, era un magnífico óvalo que medía trescientos diez metros de punta a punta. Los postes centrales, el viejo y el nuevo, sobresalían de los aros de soporte a ambos lados de la franja añadida. Esto había requerido algunas alteraciones tanto en la lona antigua como en la nueva… y aún se necesitaban más. Dos peones estaban en la cúspide de la tienda, cada uno apoyado en un poste y ambos dando rápidas puntadas a la lona y atando cuerdas alrededor de los aros de soporte. Desde el suelo, Dai Goesle daba instrucciones que Aleksandr Banat, a su lado, traducía con sonoros gritos.

Goesle vio a Edge observar el trabajo y se detuvo para decirle:

—Cuando desmantelar esta tienda, yo pedir a Florian y a ti, muchacho, un día de tiempo. Querer extender en el suelo toda la lona y pintarla. Fijarte en ella: el remiendo ser patente, un trozo tener color de lona nueva y otro de lona vieja. Yo sugerir pintarla toda a rayas, pero discutirlo después. En todo caso, una capa fina de pintura al óleo mejorar la resistencia de la tienda a la lluvia y alargar su duración. Además, mandar a ese chino artístico pintar el nombre del circo, grande, muy grande, sobre la marquesina. ¿Qué pensar de la marquesina, Zachary?

En vez de dejar sin atar un panel lateral a fin de poder apartarlo para abrir la puerta principal, como se había hecho hasta entonces, Goesle había abierto y rematado dos cortes, a tres metros de distancia uno de otro, en la nueva lona central, desde el suelo hasta una altura de dos metros y medio. Esa tira de lona, levantada hacia atrás y apoyada sobre dos estacas rayadas nuevas, formaba un toldo parecido al techo de un portal y era una entrada mucho más atractiva. Edge se asomó y vio una puerta similar en la parte trasera, al fondo de la pista, que ahora no tenía en medio un poste central que le impidiera la vista.

Con objeto de hacer una especie de avenida que indicara la puerta principal al público, Goesle había levantado en el lado izquierdo una plataforma de tablas de un metro de altura, donde Fitzfarris presentaría durante los intermedios el espectáculo secundario, el juego del ratón y su número de ventrílocuo. A la derecha estaban aparcados en línea recta el furgón rojo y el de la jaula. El público encontraría primero la taquilla del furgón rojo, después podría visitar el museo en la parte trasera del mismo furgón, luego pasar a echar una ojeada a Maximus y por último entrar en la carpa por debajo de la marquesina. Ambos lados de la avenida estaban flanqueados por las viejas antorchas de Roozeboom para las funciones nocturnas.

—Pasa adentro, Zachary —dijo Goesle—. Tú casi no reconocerla.

Tenía razón. Sin el poste, la pista parecía medir mucho más de trece metros. Los dos postes centrales estaban cada uno a un metro de distancia del bordillo, dejando mucho espacio para el desfile de entrada y la apoteosis final. El maestro velero Goesle y el montador jefe Beck habían tendido vientos de alambre desde lo alto de los postes hacia los lados, a fin de sujetarlos bien, y estos alambres desaparecían bajo las graderías, bien asegurados a sendas estacas y atornillados a nivel del suelo.

Matemáticamente la adición de la lona central de quince metros debía doblar también el aforo de la carpa y en realidad así era. Las viejas graderías, con los largueros asegurados ahora sobre gatos de hierro, se curvaban en torno a los extremos semicirculares de la tienda, y las nuevas graderías de Goesle cubrían las paredes rectas. Sin embargo, quedaba mucho espacio sobrante entre las graderías antiguas y los postes centrales, y el maestro velero no lo había desperdiciado, haciendo más bancos y colocándolos todos al nivel de la pista, para llenar el espacio. Las lámparas reflectores de Roozeboom estaban sujetas, a intervalos, a todos estos bancos de primera fila.

—De momento —dijo Florian, que supervisaba el trabajo del interior de la carpa, aún no terminado— dejaremos que los espectadores se disputen los asientos de primera fila, corriendo o luchando por ellos, pero Stitches construirá pronto cómodas sillas plegables, lo que en el circo se llama asientos «de estrella», que ocuparán el mejor espacio. Y podremos cobrar por ellas un precio más alto que por lo que llamamos los «blues», o los bancos de la última fila.

Edge miró a su alrededor con un poco de respeto, porque veía algo que le recordaba los grabados de los antiguos y vastos anfiteatros romanos. Por un momento pensó que Goesle había prolongado las graderías incluso por delante de la puerta principal de la carpa, pero entonces se dio cuenta de que la construcción de madera que veía allí, apoyada sobre gatos, era un estrado para la banda, provisto de barandilla y taburetes.

—Nuestro montador jefe casi ha terminado de colgar la instalación —dijo Florian, señalando arriba.

Edge levantó la vista y recordó que en una ocasión había pensado que estar dentro de la gran carpa era como estar dentro de un globo parecido al Saratoga. Ahora podía estar en el interior de una catedral de lona, porque el espacio de allí arriba era inmenso y aireado y la carpa parecía mucho más alta de lo que era en realidad. Los vientos de alambre centelleaban al converger sobre los postes centrales. El poste viejo aún conservaba su botavara, en un ligero ángulo sobre la pista. Un peón colgaba de ella, sujetando una polea y una tira para izar a Pimienta por los cabellos. Florian le hacía señas para transmitirle instrucciones sobre cómo debía colocar la polea para que no se enredara con el candelabro, que también pendía en aquel lugar.

En el lado de la pista el nuevo poste tenía una pequeña plataforma de madera de la que colgaba hasta el suelo una escalerilla de cuerda y Edge tardó unos segundos en comprender que la plataforma era el lugar de descanso de Autumn. En aquel momento, Bum-bum Beck estaba arrodillado en ella, ajustando, junto con un eslovaco que se hallaba en el otro poste central, los tornillos y la tensión de la cuerda tendida sobre el espacio de quince metros que los separaba. Habían pintado en el poste viejo un brillante punto blanco que estaría al nivel de los ojos de Autumn y que sería su guión. La cuerda estaba exactamente a ocho metros del suelo, pero a Edge se le antojaba mucho más alta.

—La señorita Auburn es una artista consumada —dijo Florian, aunque Edge no había hablado—. Tiene los pies tan seguros sobre la cuerda como sobre el serrín de la pista. Y un artista quiere lucirse al máximo en su trabajo. Amas a esa jovencita, lo sé. Pero, Zachary, si quieres que continúe enamorada de ti, sigue mi consejo. No intentes ser su guardián.

—Tiene razón —respondió Edge—. Se me helará la sangre cada vez que suba hasta allí, pero intentaré no demostrarlo. Cambiando de tema, quiero preguntarle algo. Como ahora no tenemos un poste ni nada parecido en el centro de la pista, ¿por qué cavan esos hombres un gran agujero?

—Es una tumba —contestó Florian.

Edge le miró fijamente y preguntó, incrédulo:

—¿Me dice que no me preocupe por estas cosas y está esperando la muerte de alguien?

—Alguien ha muerto ya. Creía que no te darías cuenta.

¿Qué?

—Ha sido un desgraciado accidente, pero la víctima no era imprescindible. ¿Recuerdas a aquel holgazán inútil llamado Sandov? Cuando desenrollamos una pieza de lona durante el montaje, salió rodando de dentro, completamente rígido. Podríamos haberle usado como gato de un larguero.

—Director, esto no me huele a accidente.

No tiene una sola marca en el cuerpo. Simplemente le enrollaron mientras hacía la siesta y se asfixió.

—Esta historia me parece un poco extraña. ¿Cómo podían dejar de verle sus compañeros sobre la lona que estaban enrollando?

—Ejem. Deja que te lo explique, Zacharv. Accidentes idénticos han ocurrido muchas veces… durante muchos desmantelamientos… en muchos circos. Prefiero atribuir a una coincidencia el hecho de que siempre suceda a una persona desagradable e inútil. Sin embargo, te ruego que no menciones a nadie este incidente. Creo que ninguno de los artistas se ha tomado nunca la molestia de contar a los peones y, desde luego, nadie sabría diferenciarlos uno de otro.

Edge meneó la cabeza con expresión sombría.

—Claro que no diré nada. Diablos, ¿quién soy yo para armar revuelo porque alguien ha muerto, merecida o inmerecidamente?

—Pero recuérdame cuando lleguemos al hotel que rompa el salvoconducto de ese hombre —dijo Florian—, por si acaso una autoridad oficiosa exige la comparación de documentos y sus titulares.

Así pues, cuando Florian, Edge, Beck y Goesle fueron por fin al hotel Contessa Matilde, donde eran los únicos comensales a aquella hora y algunos otros miembros del circo se sentaron con ellos para acompañarlos, el único tema del que se habló fue la obertura musical del circo.

—Lo he intentado una y otra vez, director —dijo Autumn—, pero debo confesar que no puedo adaptar una letra italiana a su melodía habitual de Sed alegres con Dios. De todos modos, se trata de una canción inglesa antigua y no muchos auditorios del continente la reconocerán siquiera. Así que he consultado al director de orquesta Beck —el aludido asintió gravemente— y, con su permiso, nos gustaría usar Greensleeves, que también es inglesa, pero conocida y amada en todo el mundo.

—Es cierto —convino Paprika—. La he oído tocar con címbalos en Hungría.

—Es una iniciativa digna de elogio, mi querida Autumn —aprobó Florian—, pero, ¿no es demasiado melosa para una obertura?

—No, señor. Nuestro inteligente director de orquesta ha hecho un arreglo muy alegre y animado de la melodía —Beck adoptó una expresión modesta— y yo he escrito la letra nueva, no tan cursi y sentimental. —Alargó un pedazo de papel por encima de la mesa—. No pretendo que sea Los maestros cantores, pero sí lo bastante sencilla para que todos puedan aprender las palabras de memoria.

Florian, masticando, paseó la mirada por el pequeño cuarteto escrito en italiano, marcando el compás de Greensleeves con el cuchillo y el tenedor, y luego dejó los cubiertos y aplaudió.

—Un buen trabajo, querida. Reuniremos a la compañía y la orquesta la ensayará por la mañana. Repito, Zachary, que encontraste una verdadera joya con esta jovencita. Te ruego que la trates con ternura.

—Lo intento —respondió Edge, un poco triste, pensando en la altura de la cuerda.