Mientras Autumn sonreía y abría lentamente las piernas, la multitud gritó «Brava!», y luego «Bravissima!» cuando hizo una despatarrada lateral sobre la cuerda floja y el director de orquesta Beck tocó un dulce arpegio en su cuerda de pequeñas campanillas de hojalata.
Era un lleno, «¡un sfondone!», había declarado Florian con cierto asombro, pero con gran satisfacción. Había conseguido que las autoridades de Livorno le dieran permiso para levantar la carpa en el parque de la Villa Fabbricotti.
—Y por un mero cinco por ciento de los ingresos de taquilla —informó—. Incluso me confían el cálculo. Empiezo a creer que todos los funcionarios de este joven reino de Italia son demasiado nuevos en sus puestos para haber aprendido las delicias burocráticas de la ofuscación y la extorsión.
A primera hora de la mañana, Florian, el maestro velero Goesle y el jefe de obreros Beck, junto con la docena de otros eslovacos, habían conducido a los animales y carromatos al campo de atletismo del parque, que no tenía hierba, y levantado allí la carpa y las graderías y colocado el bordillo de la pista. Los obreros sabían lo que se hacían —incluso cantaron una versión eslovaca del arr-arr mientras trabajaban— y el único ayudante que necesitaron fue el elefante Peggy. Florian no tocó un martillo ni una cuerda; sólo participó hasta el extremo de señalar, sugerir y aprobar. De hecho, contempló con una gran sonrisa a los eslovacos mientras clavaban en el suelo dos estacas a la vez, seis hombres para cada una, todos manejando las almádenas en una acción rítmica que producía la misma explosión ruidosa que un rápido toque de tambores.
Los artistas de la compañía salieron del hotel Gran Duca después de un tranquilo desayuno y se dirigieron sin prisas al terreno del circo para cambiarse de ropa. Aún no tenían carteles para fijar por la ciudad ni tiempo para anunciarse en un periódico local, así que, en cuanto Peggy hubo terminado su parte en la erección de la carpa, la cubrieron con la manta roja, convirtiéndola en Brutus. Hannibal se disfrazó de Abdullah y Florian le enseñó algunas palabras de italiano. Abdullah salió con orgullo —«hablando estranjero, por primera ves», como dijo—, golpeando el trombón y gritando:
—Segue al circo! Al parco! Al specttacolo!
Y a la hora del espectáculo aquella tarde, la población había acudido en tropel —miembros bien vestidos de la clase media, residentes en el barrio de Fabbricotti; mercaderes y sus familias; marineros, cadetes navales, pescadores y estibadores del muelle— y todos pagaron en liras, no en especie.
Gavrila Smodlaka dijo con timidez a sus nuevos colegas:
—Gospodin Florian debe de poseer alguna magia. El otro espectáculo nunca atrajo a tanta gente. Gospodja Hag, ¿ha pronunciado algún encantamiento de gitana?
—No —contestó Magpie Maggie Hag—, pero si hay cerca alguna clase de magia, seguro que Florian la aprovecha.
Hubo cálidos aplausos para el espectáculo del estreno, aunque el Saludos a todos, damas y caballeros fue cantado en inglés; y para el violento volteo de Buckskin Billy, el Intrépido Jinete de Las Llanuras; y para Barnacle Bill y sus listos cochinillos; y para los Smodlaka y sus perros todavía más listos; y para los antipodistas chinos, que trabajaron primero en trío y después con Brutus y el trampolín y los niños Simms supervivientes; y para Pimienta y Paprika con su pértiga… y vítores histéricos cuando la vieja señora del cumpleaños, «Signora Filomena Fioretto, bisnonna di settanta anni», resultó ser la vivaz Madame Solitaire. Pero el público no mostró tan ruidosamente su entusiasmo hasta que Autumn Auburn bailó sobre la cuerda floja.
Ahora había hecho la despatarrada vertical, con una pierna delante sobre la cuerda y la otra atrás, en equilibrio sin otra ayuda que la sombrilla de tono amarillo pálido. Su traje de pista era muy sencillo: unas mallas azules, escotadas y sin mangas, medias color carne en las piernas y zapatillas flexibles, también color carne, en los pies. Y el atuendo se distinguía en que no llevaba ninguna lentejuela. En su lugar, Autumn había untado de aceite sus hombros, brazos y escote y salpicado el aceite de polvo brillante plateado y dorado. «Se llama diamanté», dijo a Edge, cuando éste admiró el efecto. El efecto era que, cuando se movía, no proyectaba astillas de luz, sino que las partes desnudas de su piel brillaban y lanzaban destellos de un modo aún más provocativo.
El director de orquesta Beck tocó varios arpegios ascendentes con sus pequeñas campanillas mientras Autumn se levantaba de su despatarrada, volviendo a juntar lentamente las piernas e irguiéndose sobre la cuerda. Hizo una pirueta y caminó, centelleante, hasta la plataforma del extremo, donde alzó los brazos en una exuberante V. El eslovaco que había aportado su propio trombón y el que tocaba la corneta tocaron una especie de hurra eslovaco. Por primera vez desde que Edge estaba en el espectáculo, no sólo oyó, sino que sintió el estruendo de los aplausos, gritos, silbidos y vítores.
Todas las mujeres de la compañía habían observado la primera actuación de Autumn con ojos felinos. Paprika murmuró, entre admirada y envidiosa:
—Pero si es magnífica… Y bella. —Se volvió hacia Pimienta—. A nosotras no nos han aplaudido tanto.
—Lo harían —replicó entre dientes su pareja— si te concentraras más en tu actuación. Me gustaría que volvieras a estar pendiente de tu porteadora y no de los guiños de cualquier mujer.
—Vaca vulgar —insultó Paprika, alejándose a grandes pasos hacia el otro lado de la pista, donde entabló una intensa conversación con Sarah. Clover Lee estaba con su madre, pero echó a Paprika una mirada glacial y se apartó de ellas.
Edge entró corriendo en la pista para tomar la mano de Autumn en cuanto ésta hubo bajado la escalerilla y ambos levantaron los brazos ante una salva de renovados aplausos. Entonces el director ecuestre Edge tocó su silbato y cuatro eslovacos con pantalones de lona entraron trotando en la pista. Dos de ellos empezaron a desmantelar la cuerda floja y los otros dos prepararon las cuerdas del poste central para que Pimienta pudiera colgarse de la cabellera. Entretanto, la pequeña orquesta inició un ceremonioso passamezzo, y Domingo, Alí Babá y Florian entraron también en la pista. Mientras Florian empezaba la siguiente presentación —«Adesso, signore e signori!»—, los Simms se pusieron a hacer cabriolas a fin de entretener al público durante los pocos minutos de preparativos. Alí Babá se tiró al suelo, con el cuerpo hecho un ovillo, la barbilla increíblemente apoyada en las nalgas y las manos y los pies sobresaliendo de lugares imposibles, mientras Domingo daba saltos mortales por encima de él.
—Me gusta muchísimo tu conjunto diamanté —dijo Edge a Autumn cuando hubieron salido de la pista—. Parecías una hada ingrávida ahí fuera. Y te debo un gran saludo porque, francamente, no esperaba que fueras una artista tan maravillosa.
—Oh, lo he hecho mejor otras veces —respondió ella, con imparcialidad profesional, pero en seguida se echó a reír—. El hecho es que estoy dolorida, maldita sea. Tú y yo tendremos que moderar nuestros transportes, Zachary, por lo menos las noches anteriores a una función.
—Me preocupaba que no hubiera más noches. No he dejado de morderme los nudillos mientras has estado ahí arriba. Dios mío, saltos mortales y despatarradas sobre un centímetro de cuerda…
Autumn se secó una gota de sudor de la frente y dijo, desdeñosa:
—Zachary, esa cuerda está sólo a dos metros y medio del suelo. Quiero que Stitches me la suba hasta el techo.
Edge se volvió a mirar la instalación. Se trataba de un caballete muy alto en que la cuerda sustituía a la barandilla. Dos largas X de vigas de madera, una a cada lado de la pista, mantenían tensa la cuerda que las unía y estaban fijas al suelo por una serie de poleas y cables clavados fuera del bordillo de la pista. Uno de los soportes era más alto que el otro y tenía una pequeña plataforma para que Autumn pudiera apoyarse y descansar entre sus ejercicios. Detrás de ella había la escalera para subir y bajar. La X más corta del otro extremo de la cuerda era su croisé de face, pintado de blanco justo encima de la cuerda para darle, incluso con poca luz, un guión claro en que fijar la vista y concentrarse.
—Escúchame, guapa —dijo Edge a Autumn, con severidad—. ¿Quieres pedir a Stitches que te suba más arriba? Al director ecuestre también se le consulta sobre los proyectos que implican algún peligro.
—En tal caso, querido, considéralo como un director, no como un papá ansioso. Te aseguro que si me cayera alguna vez, aunque fuese desde una altura de veinte centímetros, quedaría desacreditada para siempre… Pimienta, estás loca, ¿qué diablos haces?
—Tu actuación es difícil de emular, mujer sajona —gruñó Pimienta, que esperaba que Florian concluyera su larga presentación. Entretanto, se había agachado y metido una mano dentro de sus leotardos y ahora palpaba una parte muy íntima de su cuerpo—. Pero sé una cosa: a los italianos les gustan mucho las especias. —Encontró lo que buscaba, el cache-sexe que llevaba en la entrepierna, tiró de él y se ajustó los leotardos a toda prisa, con una sonrisa maliciosa—. Así que voy a dárselas.
—Ecco! L’audace signorina Pim! —anunció finalmente Florian, y la música tocó una fanfarria, mientras Pimienta lanzaba el cache-sexe a Edge con un gesto casual y saltaba ágilmente a la pista.
Yount, el Hacedor de Terremotos, que sería el siguiente, se acercó a Edge y Autumn. Observaron cómo dos eslovacos subían la cuerda que elevaba a Pimienta por el moño y escucharon a los otros dos tocar la música que ella les había cantado previamente. Al oírla, Yount preguntó, asombrado:
—Señorita Autumn, ¿cómo conocen sus extranjeros esta canción? Es The Bonnie Blue Flag.
—Es El tílburi irlandés —le corrigió Autumn— y esa irlandesa sabe ir de paseo, no cabe duda.
Pimienta extendió brazos y piernas hacia los lados en cuanto se separó del suelo y permaneció en esta posición cruciforme hasta que llegó a la viga de la que pendía. Entonces, antes de empezar sus acrobacias, juntó las piernas, y los leotardos se introdujeron en la hendidura, formando una arruga. Como los leotardos eran de color carne, exceptuando su adorno de lentejuelas verdes, se veía descaradamente desnuda allí arriba. Las mujeres del público hicieron comentarios en voz baja y los hombres, en voz bastante alta, pero todas las observaciones eran admirativas, no escandalizadas ni reprobatorias, como habrían sido en la parte del mundo de donde procedía Pimienta.
—Florian me daría un rapapolvo si saliera sin el cache-sexe —refunfuñó Clover Lee—. En cambio a ella, ni siquiera la mira. ¿Adónde ha ido?
—El rey está en su tesorería —contestó Fitzfarris, que estaba a su lado—. Creo que ha corrido al carromato rojo cada dos actuaciones, sólo para tocar los montones de liras. Pero aquí viene otra vez.
—Sir John —interpeló inmediatamente Florian, sin mirar siquiera hacia el foco de la atención general—, haremos el intermedio justo después del Hacedor de Terremotos, para que puedas preparar tu espectáculo. Veamos… no necesitarás a Alí Babá. Quiero enviar un mensaje al hotel y el chico puede llevar una nota a…
—Mande a mi mujer —dijo Pavlo Smodlaka—. Habla italiano y no le hace falta una nota. Y le he ordenado que se ponga un vestido de calle. ¡Mujer! ¡Ven aquí!
—Muy bien —accedió Florian—. Gavrila, he dicho en el Gran Duca que sólo Monsieur Roulette pernoctaría allí. Pero como ahora, afortunadamente, podemos permitirnos el lujo de conservar todas nuestras habitaciones, no veo motivo para negarnos tal comodidad. ¿Dirá a la dirección que espere a toda la compañía esta noche? Y varias noches más. Lo que ya no necesitamos son los servicios de cuadra. El caballero de color y los eslovacos dormirán aquí para atender a todos los animales.
—Ya tienes el mensaje, mujer —dijo Pavlo—. Vete. —Y ella se fue, como un rayo.
Florian sacó su lápiz y cuaderno de notas y empezó a escribir con atención, diciendo para sus adentros:
—Nota: traducir del inglés todas las canciones. Nota: decir a Mag que haga collares para los perros… —De vez en cuando se rascaba la barba con el lápiz, ensuciando sus pelos plateados.
Sarah se le acercó para murmurarle:
—Ya que conservamos las habitaciones, ¿puedo venir a la tuya esta noche? Me gustaría…
—Oh, esta noche no, esta noche no —respondió Florian, sin interrumpir sus apuntes, al parecer ignorante de quién había hablado—. Esta noche celebramos consulta. Todos los ejecutivos. Probablemente hasta la madrugada.
Sarah pareció disgustarse mucho. Fitzfarris meneó la cabeza y miró a su alrededor. Paprika sonreía con afectación. Clover Lee fruncía el ceño, pero Fitz no pudo adivinar si estaba molesta por el desaire de Florian a su madre o porque no se había fijado ni criticado el revelador atuendo de Pimienta.
En cualquier caso, ahora el público estaba más subyugado por la peligrosa actuación de Pimienta que por la descarada exhibición de su cuerpo. Mientras giraba y se retorcía allí arriba, a nueve vertiginosos metros sobre la pista, la multitud exclamaba ohs y ahs. Lo mismo hacía Lunes Simms, a su modo. Fitzfarris, que salía por la puerta trasera para preparar su espectáculo del intermedio, encontró a Lunes mirando desde detrás de un pliegue de la lona y frotando con ardor los muslos entre sí.
—Te dije que no hicieras esto, niña —la increpó.
Lunes se sobresaltó y le miró con timidez, pero en seguida la timidez se convirtió en súplica mientras farfullaba:
—Sí, y me dijo que hay juegos mejores. Enséñemelos, pues.
—Si continúas haciendo esto, alguien te los enseñará, te lo garantizo.
—Usted —insistió ella.
—Que me cuelguen si me aprovecho de un cachorrillo mestizo. Prefiero a las mujeres mayores y con más experiencia. Ven a verme cuando hayas crecido, niña. Y ahora busca a tu hermana y preparaos para hacer de pigmeas.
Ella estalló:
—¿Cómo adquiriré experiencia si no quiere dármela?
Pero entonces cerró la boca de repente; Autumn acababa de salir por la puerta trasera y los miraba con cierta sorpresa. Lunes echó a correr alrededor de la tienda.
Fitzfarris se encogió de hombros y dijo a Autumn:
—Todas las mujeres de la compañía parecen estar súbitamente en celo.
—¿Sí?
—Y la culpa es tuya.
—¿Ah, sí?
—No sé cómo ocurre, pero lo he observado por doquier. En cuanto aparece una chica atractiva en la ciudad, por decirlo de este modo, todas las demás dan rienda suelta a sus impulsos biológicos.
—¿Qué decís de los impulsos? —preguntó jovialmente Mullenax, acercándose a ellos con su nuevo uniforme de domador de leones. Autumn se limitó a contestar:
—Yo habría dicho que Lunes Simms era demasiado joven para tener alguna clase de impulsos.
—Es la sangre negra que corre por sus venas —observó Fitzfarris—. Las razas tropicales maduran pronto.
—Y tras decir esto, se alejó.
—Tiene razón, claro —dijo Mullenax—. Un médico me contó una vez que todo se debe a que los negros están siempre comiendo sandía. Dijo que la sandía inspira esa clase de impulsos.
—Vaya tontería —contestó Autumn.
—¿Usted cree? ¿Tienen negros en la Inglaterra de donde procede? ¿Tienen sandías?
—Negros, no muchos. Sandías, pocas veces.
—Entonces, ¿quién es para decir que son tonterías? Fíjese en la otra chica negra, esa Domingo Simms, y verá cómo desea a su hombre. Está bien, para cazar a Zack Edge, usted ha eliminado a Madame Solitaire, pero las negras también saben eliminar. Y le diré una cosa, eliminan con navajas.
—Abner, ¿estás borracho?
—Señorita Auburn, esta tarde entraré en la jaula del león. Y he decidido que ya es hora de meter la cabeza en sus fauces. ¿Cree que voy a hacer eso estando sobrio?
Se produjo un tumulto dentro de la carpa cuando Pimienta terminó su actuación. Sin embargo, los aplausos no superaron a los recibidos por Autumn, y Pimienta tenía una expresión ceñuda cuando la bajaron al suelo y los eslovacos la ayudaron a desenganchar el moño de la barra. Saludó al público con dos breves inclinaciones y salió corriendo, así que los músicos tuvieron que poner un final torpe a la fanfarria y Florian tuvo que saltar a la pista para comenzar su presentación de Obie Yount, «il Creatore del Terremoto».
Mientras iba a cambiarse de ropa, Pimienta se cruzó con Quincy Simms. Se detuvo en seco, lo estudió un momento y preguntó:
—Oye, chico, ¿cuánto pesas?
Él reflexionó como si le hubiesen formulado una pregunta filosófica y por fin respondió:
—Pues, no lo sé, señorita.
—Bueno, no puede ser mucho. ¿Crees que podrías hacer tus contorsiones en el aire, agarrado a una barra?
El chico reflexionó un poco más y al final dijo que «suponía» que sí.
—Ya veremos. Búscame después de la función nocturna y no te quites la ropa de pista. Haremos un ensayo.
El Hacedor de Terremotos, después de levantar, hacer rodar y lanzar balas de cañón con muchos gruñidos y dejar que le tirasen una sobre la nuca —que dos eslovacos habían subido, gruñendo, por la escalerilla— y yacer en el suelo con gruñidos y muecas mientras Rayo el Percherón pasaba por encima de las tablas colocadas sobre su pecho, obtuvo una considerable salva de aplausos, mezclados con gritos de «Bravo!» y «Bravissimo!» y algún que otro «Fusto!»
Mientras saludaba, murmuró a Florian, que estaba a su lado:
—Sé qué significa «bravo», pero ¿qué es «fusto»?
—El sentido literal es tronco de árbol, pero también significa bravo, sólo que más fuerte. Cuando estuviste en México oíste seguramente la palabra «macho». Pues es lo mismo. Un fusto es un hombre muy hombre.
—¿De verdad? —preguntó Yount, extrañado, y en cuanto pudo salir airosamente de la carpa, fue directa y muy virilmente a donde estaba Paprika Makkai, sacó el pecho, hinchó los bíceps y dijo sin la menor timidez:
—Mam’selle, ¿querría pasear conmigo?
—Miert? —balbució ella, demasiado sobresaltada para usar sus otras lenguas.
—Mi amigo Zack dice que Livorno es una bonita ciudad para pasear. He pensado que usted y yo podríamos dar un paseo después de la función. Y tal vez cenar en algún sitio.
Paprika le miró, pensativa, mientras recobraba el aplomo —y mientras él mantenía virilmente la hinchazón fusto de su pecho— y luego miró de reojo a Sarah, que ocultaba una sonrisa.
—Vaya, es usted muy gentil, sargento. Creo que sería muy agradable, pero, como es natural, necesitamos una gardedám… una dama de compañía.
—Oh, ¿es preciso? —Deshinchó un poco el pecho—. Bueno, está bien.
—Si pudiéramos convencer a Madame Solitaire de que nos acompañe… Creo, madame, que no tiene otros compromisos…
Los músicos tocaban una marcha ligera pero animada cuando Florian anunció el intermedio… y la disponibilidad de los servicios de adivina de Magpie Maggie Hag. El público abandonó la carpa charlando y riendo, pero muchos permanecieron en el interior y se trasladaron a los bancos inferiores para consultar a la gitana. Edge observó que, como de costumbre, todos eran mujeres. Sin embargo, la mayoría parecía encontrarse en avanzado estado de gravidez, por lo que no podían pedir consejo sobre cómo conquistar a un hombre. Y algo aún más insólito: ahora Magpie Maggie Hag llevaba un pequeño cuaderno, como el de Florian, y escribía algo en él cada vez que ella y una mujer juntaban las cabezas. Edge aprovechó la ocasión, cuando se alejaba una mujer embarazada y otra se acercaba a la gitana con pasos lentos, para preguntar sobre la índole de las consultas de estas madres inminentes.
—¿Qué crees? Preguntan si va a ser niño o niña.
—¿Y cómo lo adivinas?
—¿Qué quiere decir adivinas? —preguntó ella, indignada—. ¡Soy Magpie Maggie Hag! Yo no adivino. De cada diez mujeres, nueve quieren un niño.
—¿Y desean verlo escrito?
—No, no. Eso es para después, por si acaso. Aquí en Europa, los circos suelen permanecer en un sitio el tiempo suficiente para que nazca el bebé. Si es lo que yo anuncié, niño o niña, los papás están tan contentos que a lo mejor me hacen un regalo. Si no lo es, vienen a verme muy enfadados. Entonces les enseño lo que está escrito y digo que no me equivoqué, que ellos lo oyeron mal. Siempre que digo a una mujer que será un niño, escribo niña. Si le digo niña, escribo niño. Ahora vete. No me estorbes. Estoy haciendo mucho dinero.
Edge rió, le dio una palmada en la cabeza y se fue. En el patio delantero Florian estaba concluyendo su disertación sobre el contenido del carromato del museo, y aquellos europeos parecían fascinados, como él ya había predicho, por las momias apolilladas, sencillamente porque eran reliquias de animales en su mayoría inexistentes en aquellas latitudes. Entonces Florian señaló a Fitzfarris, apoyado tranquilamente en una caja de fruta invertida —«Un uomo bizzarro, sir John il Afflitto Inglese»—, y a la vista del Inglés Desfigurado, varios miembros de la clase trabajadora murmuraron y se santiguaron. Sin embargo, otra vista, igualmente extraña para él, llamó la atención de Edge. Fue en busca de Autumn para preguntarle: «¿Fuman papel los italianos?», indicando con un ademán a los numerosos hombres y mujeres que al parecer hacían precisamente esto.
Ella se sorprendió de su sorpresa y contestó:
—¿No existe la sigaretta en los Estados Unidos?
Explicó que en realidad sólo se trataba de un cigarro corto, delgado y suave, pero envuelto en papel en vez de en una hoja de tabaco. La sigaretta ya era popular en ocasiones como ésta o en los entreactos de un teatro, cuando sólo había tiempo para fumar un poco, pero no todo un cigarro o una pipa llena. Gustaban en especial a las mujeres, añadió Autumn, porque no tenían un aroma tan fuerte como el cigarro y eran más delicadas para sostener entre los dedos.
—Y ahora, buena gente —dijo Fitzfarris cuando la multitud había contemplado su desfiguración hasta la saciedad—, permítanme presentarles a mis colegas monstruos. Primero, vamos, chicas, acercaos, ¡la única pareja en cautividad de auténticas Pigmeas Africanas Blancas!
—I Pigmei Bianchi! —tradujo Florian, y siguió haciéndolo mientras Fitzfarrís daba rienda suelta a su fantasía:
—Y ahora, observen a unos seres diametralmente opuestos en el catálogo de las razas humanas (levantad la cabeza, niños), ¡los Hijos de la Noche!
—I Figli della Notte!
—Nacidos en una caverna, criados en una caverna, sin ver jamás la luz del sol hasta hace unos pocos meses, cuando fueron descubiertos por casualidad y sacados de su emparedamiento. Contémplenlos bien, porque su piel delicada y pálida y sus sensibles ojos rosados no pueden soportar esta luz durante mucho tiempo y deben retirarse en seguida a sus tinieblas habituales, o sufrir crueles dolores…
Cuando los pequeños y flacos Smodlaka se hubieron escabullido, supuestamente para refugiarse en la oscuridad, Fitzfarris anunció con voz estentórea:
—¡Y ahora permítanme presentarles, damas y caballeros, a la Pequeña Miss Mitten!
Esto cogió desprevenido a Florian, que buscó a tientas la traducción:
—La Fanciulla Guanto… ejem… Mezzoguanto…
Pero el público ya se reía, porque Fitzfarris había sacado una mano de su bolsillo y la mano llevaba un mitón que tenía pintados con colores brillantes unos ojos, nariz y un labio superior en la parte de la mano y un labio inferior en la parte del pulgar. Inmediatamente empezó a mover el pulgar para dar la impresión de que el guante hablaba, mientras él decía —sin mover sus propios labios— con una voz femenina y aguda:
—¡Me has hecho esperar mucho, maldita sea, John!
Ya con su propia voz, y moviendo los labios, Fitz se disculpó:
—Sólo me reservaba lo mejor para el final, cariño.
Entonces se embarcó en varios minutos de pelea con su propia mano, en aquellas dos voces, contando chistes anticuados, de los que siempre era él la víctima, mientras Miss Mitten recitaba las «ocurrencias de Punchinello». El efecto, no obstante, quedaba muy deslucido por el hecho de que Florian tuviese que traducir las dos voces del diálogo con una sola voz. Así, cuando Fitzfarris volvió a guardarse en el bolsillo la mano chillona (que seguía gritando en el interior con voz ahogada) y sacó sus campanillas de hojalata —«¡Cualquiera de ustedes, amigos, puede hacer el mismo truco! ¡Asombren a sus amistades! ¡Sean el alma de todas las fiestas!»—, la venta fue decepcionante por lo escasa.
Florian hizo una seña a los eslovacos y Hannibal, que aguardaban en la puerta principal de la tienda, para que empezasen a tocar Espera el carromato, y la gente tiró los cigarrillos y volvió a entrar en la carpa.
La segunda parte del programa de la tarde pasó sin que el entusiasmo del público disminuyera ni un ápice. Quizá Barnacle Bill titubeó un poco en su temeraria actitud y sus órdenes alemanas fueron un poco confusas, pero entró y salió de la jaula de Maximus —y de sus fauces— totalmente ileso, y sin fingir haber recibido un arañazo, porque Florian había decidido no reinstaurar el truco del «brazo ensangrentado» del difunto capitán Hotspur. Brutus el elefante arrastró alrededor de la pista a una docena de fornidos y humillados estibadores y Abdullah, el hindú, hizo malabarismos, entre otras muchas cosas, con salmonetes vivos procedentes de las propias aguas de Livorno.
El coronel Ramrod usó ahora una de las carabinas de repetición Henry para su primer número, con Domingo y Lunes Simms como ayudantes. Le había alegrado encontrar en la bien surtida tienda del Gran Duca los cartuchos requeridos por la Henry. Había sacado las balas, quitado algo de pólvora para que el propulsante tuviera menos fuerza y vuelto a colocar las balas en los cartuchos. Además, Abdullah había enseñado a las chicas Simms a hacer un número de malabarismo rudimentario: colocadas a buena distancia una de otra, se lanzaban platos de modo que siempre hubiese uno o dos volando en el aire. Mientras lanzaban los platos, se situaban de forma que las balas disparadas por el coronel Ramrod fuesen a caer inofensivamente en el patio trasero. Al otro lado de la pista, el coronel manipulaba con indolente facilidad la palanca y el gatillo de la carabina y hacía añicos los platillos volantes hasta que las chicas ya no tenían más para lanzar.
Después, usando su viejo y conocido revólver Remington, disparó desde diversas posiciones a las cinco calabazas que las chicas habían puesto sobre el bordillo de la pista (las calabazas secas eran abundantes y baratas en los mercados de Livorno), y desintegró la quinta, como siempre hacía ahora, apuntando con el pequeño espejo y disparando perdigones hacia atrás por encima del hombro. Entretanto, Clover Lee había enseñado a Domingo a coger subrepticiamente una de las balas disparadas, mantenerse firme, adoptar una expresión temerosa y dar un respingo cuando el coronel Ramrod disparaba la sexta bala «hacia sus dientes». Y el público interrumpió el tenso silencio con un aplauso ensordecedor.
—Está bien, yo también te debo un saludo —dijo Autumn, cuando Edge salió de la pista—. No tenía idea de que fueras un artista tan consumado. Sin embargo, tendría que haberlo sospechado cuando me enteré de que tu actuación era la última.
—Florian y yo hemos decidido que la tuya debe cerrar el espectáculo en lo sucesivo.
—¡Zachary! No era mi intención insinuar semejante cosa. Estoy contenta de que seas tan bueno en tu trabajo como yo en el mío. No querría ser considerada mejor que mi hombre, ni tampoco pensar en secreto que merezco serlo. Tenemos talentos iguales pero diferentes.
—Y yo digo vive la différence.
—¡Vaya! ¡Y además es un caballero culto!
Durante la gran cabalgata final, los eslovacos tocaron bastante bien, pero menos de la mitad de los artistas que ahora formaban la compañía sabían cantar la letra de Entonces nos amábamos, Lorena, así que la mayoría se limitó a tararear. Pero el público no pareció defraudado por ello. Se marcharon todos de buen humor, dispersándose por el parque o subiendo a los carruajes de propiedad o alquiler que esperaban en las calles contiguas o paseando por las aceras. Magpie Maggie Hag se marchó al mismo tiempo, volviendo al Gran Duca para cuidarse de que sirvieran la cena a Rouleau y darle el masaje con aceite de oliva. Yount, Paprika y Sarah fueron a toda prisa a los carromatos para vestirse de calle, tras lo cual también se alejaron del campamento, Yount muy orgulloso y fusto de ir en compañía de dos mujeres bonitas.
Los tres se perdieron casi inmediatamente por las calles más recónditas de Livorno, pero esto no importó a las mujeres, que vagaron por las calles estrechas y tortuosas, deteniéndose a examinar los productos expuestos para la venta en tenderetes y carretillas y contando con los dedos para calcular sus precios en monedas que conocían mejor.
—¡Cinco centesimi! —exclamó Sarah ante el carro de un verdulero—. Esto es… veamos… un centavo. ¡Mira, Paprika, una cesta entera de uvas por un penique! Y aquí… hortalizas suficientes para la ensalada de toda una familia… ¡por sólo un penique!
—Y aquí —dijo a su vez Paprika en una pollería—. Un par de rechonchos pollos sólo por setenta y cinco centesimi. Esto equivale… a quince centavos en tu moneda, Sarah.
—No es de extrañar que Florian estuviera impaciente por llegar aquí. ¡Podríamos vivir como miembros de la realeza con el sueldo de un mendigo!
Al cabo de un rato, Yount se atrevió a recordarles que debían estar de vuelta en el parque a tiempo para la función de la noche, así que entraron en el primer lugar marcado con el letrero de: «TRATTORIA». El propietario consiguió hacerles entender que sólo servía una selección de platos de pasta y ellos aceptaron su recomendación de fettucine alle vongole. El dueño puso sobre la mesa, sin que se lo pidieran, una botella forrada de paja. Yount vertió un poco en sus copas, lo probó e hizo una mueca.
—¿Qué es esto?
—Chianti —respondió Paprika, bebiendo un sorbo con deleite.
—¿Para qué sirve?
—¿Qué quieres decir?
—Algo de sabor tan amargo tiene que servir para curar alguna dolencia.
—Idiota. Es un vino toscano.
—Desde luego, no es baya de saúco.
—Toscana es la región de Italia donde estamos ahora. El chianti es uno de sus productos más famosos. La acidez del vino ayuda a apreciar mejor el sabor a mantequilla y sal de la pasta y las almejas.
—Ah.
Así instruido, atacó ahora la comida con la agresividad propia de un hombre forzudo, y Sarah no le fue muy a la zaga. Paprika, en cambio, sólo picoteó su plato, prefiriendo aprovechar la ocasión para una conversación seria o, mejor dicho, para pronunciar una homilía. Y Yount perdió poco a poco su avidez gastronómica, porque el tema elegido por Paprika era la incompetencia de los varones como amantes. A lo mejor Paprika lo hacía por bondad, pensó Sarah, y hablaba de los hombres en general para no decir directamente que le disgustaba el torpe galanteo de Yount. Incluso así, Obie Yount encontró desagradable la experiencia de escuchar cómo se denigraba sistemáticamente a su sexo.
—Los hombres —declaró Paprika— son zafios en sus galanteos, egoístas e insensibles en el arte del amor. Descuidan las infinitas sutilezas que más placer proporcionan a la mujer.
Con la boca llena, farfulló Yount:
—Estos macarrones son muy buenos, ¿verdad?
—El hombre considera a la mujer un simple receptáculo que él debe llenar con su esencia. Espera de ella que disfrute con la mera penetración. Pero la mujer puede disfrutar infinitamente más mediante atenciones externas que mediante las internas.
—¿Le sirvo un poco más de este chianti, señorita Paprika?
—Ningún hombre puede conocer todos los rincones maravillosamente sensibles que hay en la parte externa del cuerpo femenino. Sólo otra mujer puede conocerlos.
Sarah, que comía con apetito, había mirado hasta entonces con expresión divertida a sus dos compañeros, pero su mirada se volvió pensativa y se clavó en Paprika cuando se dio cuenta de que la conferencia también iba dirigida a ella además de a Yount. Este, por su parte, empezaba a encontrar la experiencia peor que desagradable; se sentía enormemente turbado. Sus dos manos dejaron de empujar fettucine y hallaron otras ocupaciones —con una se atusó la barba, muy nervioso, y con la otra secó el sudor de su calva— cuando Paprika empezó a extenderse sobre técnicas específicas.
—Obie, ¿te has tomado alguna vez el tiempo y la molestia, mientras haces el amor a una mujer, de admirar… pongamos por ejemplo, su hueco? —Sonrió con lascivia—. ¿O su filtro, tal vez? Yount echó una recelosa ojeada al restaurante.
—Por favor, señorita Paprika. Algunas de estas personas podrían reconocer las palabras sucias, incluso en inglés.
—No seas estúpido y contéstame. Cuando haces el amor a una mujer, ¿se te ocurre alguna vez acariciar su hueco, tocar su filtro? —La lengua rosada de Paprika salió y humedeció lascivamente su labio superior—. ¿Has besado alguna vez esos lugares en una mujer?
Yount se removió y dijo, enfadado:
—Señorita, no me permitiría decir semejantes palabras a una mujer y mucho menos…
—Claro. ¿Comprendes ahora por qué digo que los hombres son lerdos? ¿Te escandalizaría también, Obie, que la mujer dedicase atención amorosa a tu filtro o a tu hueco? Tú también tienes estos lugares.
Yount se retorció la barba y se rascó el cráneo.
—Señorita, por favor, ¿podríamos cambiar de te…?
—Sin embargo, tu propio filtro —continuó ella, escrutándole traviesamente— está cubierto de pelo.
—¡Y decentemente vestido, también! —estalló él—. Vaya, nunca había oído hablar así a una mujer. Yo no hablaría así de estas cosas ni siquiera entre hombres ni en el cuartel.
—Imbécil, ni siquiera sabes de qué estoy hablando. Espera, te voy a enseñar ambos lugares.
Antes de que Yount pudiera dar un salto y huir, empezó a enseñárselos… no en sí misma ni en él, sino en Sarah.
—Esto es el hueco. —Paprika alargó la mano, provocando un pequeño respingo en Sarah, para acariciar con su esbelto índice el brazo desnudo de Sarah—. El hueco es la parte interior del codo. —Sarah tembló en todo su cuerpo, como si le hubieran hecho una caricia íntima—. Y esto es el filtro —añadió Paprika, pasando la yema del dedo por el pequeño pliegue de Sarah y provocando en ésta otro temblor—. La hendidura entre la nariz y el labio superior.
—Oh —dijo Yount, sentándose de nuevo.
—¿Crees de verdad que tales términos anatómicos, palabras tan inocuas, son obscenos y desagradables?
—Supongo que no —dijo él en un murmullo, sintiéndose ridículo, no reconciliado—. Pero su manera de decirlos lo es. Como si lamiera las palabras a medida que salen.
—Alguna vez tendrías que lamer los huecos y el filtro de una mujer. Es probable que se sorprendiera, pero no cabe duda de que le gustaría. Y la excitaría. Y la haría reaccionar. Te consideraría un hombre excepcional. No obstante, ningún hombre ha sido jamás una mujer, así que no hay modo de que conozca todos los delicados huecos y hendiduras, todos los lugares deliciosos que anhelan participar en el juego.
Yount exclamó:
—Eh. —Se había repuesto lo suficiente para escandalizarse de nuevo—. ¿Estás insinuando que a la mujer podría darle más gusto otra mujer? ¿Más que un hombre?
—No lo insinúo. Es un hecho. Y natural, además. Cuando una mujer quiere esa clase de placer, ¿por qué no habría de buscarlo en quien está mejor preparado para dárselo?
—Pero… pero… —Yount trató en vano de encontrar un símil adecuado pero inofensivo—. Sería como comprarse una tetera sin pitón.
—Ah, kedvesem, vosotros los hombres estáis tan orgullosos de ese pitón. Olvidáis que el interior de una mujer es sólo un lugar para la maternidad, exactamente igual que el interior de cualquier cerda u oveja hembra, y la mujer no es más humanamente femenina o sensible ahí dentro que esos mismos animales.
—No, esto tiene que ser mentira —dijo Yount, horrorizado—. No pienso hablar con tanta crudeza como usted, pero le aseguro que no soy virgen y que no ha habido una sola mujer a quien no haya gustado mi… mi aparato masculino. Señorita Paprika, sus palabras son puras mentiras.
—No, son puras verdades. El interior del aparato genital de la mujer es sólo sensible a una profundidad de un dedo, o menos. —Sonrió—. Sarah puede confirmárselo.
Pero Sarah sólo contestó, con voz débil:
—Nunca… nunca he pensado en ello.
Y Yount, horrorizado, no protestó más, por lo que Paprika siguió interpelándole, implacablemente:
—Aunque la tetera tenga un pitón como la trompa de un elefante, su única función es depositar bebés dentro de la mujer. Para la sensación, para el placer, para el éxtasis, un dedo es suficiente, o una lengua, y mucho más activo y capaz de volverla loca de…
Yount se levantó con brusquedad y llamó al propietario.
—Me parece que ya es hora de que volvamos al… —hizo una pausa y dijo brutalmente—: A los otros monstruos del circo. Miss Makkai, si su intención era deshacerse de mí, ha logrado su propósito. Sólo espero que no haya congelado mis sentimientos hacia todas las mujeres de la Creación.
Por esto fue que inmediatamente después de la función nocturna, Yount volvió a vestirse de paisano y abandonó el campamento. Se dirigió a la parada de coches de alquiler más próxima donde, por medio de expresivos ademanes, consiguió informar a un vetturino de que necesitaba un burdel. Al llegar a este establecimiento, logró informar a la matrona de que necesitaba una prostituta, tras lo cual fue conducido a una polvorienta habitación que contenía a Teresa Ferraiuolo. Si Teresa Ferraiuolo compartía la pobre opinión de Cécile Makkai sobre la mitad masculina de la humanidad, tuvo el buen sentido de no hacer inoportunos comentarios al respecto y, en cualquier caso, no habría podido expresar sus opiniones en inglés. Sin embargo, cuando Obie Yount se hubo marchado —satisfecho, gratificado y, hasta cierto punto, tranquilizado—, Teresa Ferraiuolo habló con sus colegas para avisarlas de que aquellos notorios pervertidos, «gli inglesi», eran cada día más extraños. Les contó que éste había insistido, entre diversiones más rutinarias y normales, en que le permitiera lamerle los codos y el bigote.
Más o menos a la misma hora, el comedor del Gran Duca era abandonado por sus últimos comensales, incluyendo a la mayoría de miembros del circo. Pero Florian ordenó a los camareros que vaciaran una gran mesa redonda para su conferencia con el director ecuestre Edge, el maestro velero Goesle, el director de orquesta Beck y el director del espectáculo secundario Fitzfarris. Y cuando las otras mujeres de la compañía se hubieron dispersado, pidió a Autumn Auburn que se quedara. Los seis se sentaron alrededor de la mesa y los camareros anotaron lo que deseaban tomar para lubricar la conferencia.
Florian sacó su pequeño cuaderno y empezó a tachar apuntaciones.
—No os aburriré, dama y caballeros, con un detallado informe financiero. Basta decir que la asistencia de hoy ha sido mejor de lo que había esperado. Me imagino que podemos atribuirlo no a que seamos el mejor circo jamás presentado aquí, sino al hecho de que seamos extranjeros y, por tanto, una novedad. Sea cual fuere la razón, creo que podemos seguir representando aquí en Livorno durante por lo menos otras dos semanas antes de que las ganancias empiecen a resentirse. Con objeto de no vaciar demasiado nuestras arcas, continuaré reteniendo el sueldo de los primeros de mayo que acaban de incorporarse, pero podré fijar días de paga regulares para los veteranos. Mientras tanto, los señores Goesle y Beck pueden efectuar las compras que ya hemos discutido… con la confianza plena de que pronto les será devuelto el dinero de estos gastos.
—Yo preparar ya los dibujos para el Gasentwickler —dijo Carl Beck—. Mañana empezar la compra de materiales.
—Bien —aprobó Edge—. Maggie me ha dicho que Jules podrá trasladarse a una silla de ruedas dentro de uno o dos días y que no tardará mucho en poder andar con un bastón. Sería bonito tener el globo a punto para una prueba en cuanto sea capaz de sostenerse en pie.
—Yo también comprar mañana más instrumentos musicales para los eslovacos que aún no trabajar, para que ser miembros de la banda (marineros de viento, como usted dice) durante las representaciones. Para empezar, sólo añadir instrumentos metálicos. Poder comprarlos baratos en una casa de empeños del monte di pietà. Quizá más adelante añadir maderas, más percusión…
—Lo dejo en tus manos competentes, Kapellmeister —dijo Florian, y continuó—: Es fácil que mañana la asistencia iguale a la de hoy o incluso la supere. Los impresores han entregado nuestros carteles y folletos esta tarde. Mandaré a algunos hombres al amanecer para que los distribuyan por la ciudad.
Cogió de debajo de su silla muestras de los carteles y los hizo pasar en torno a la mesa para que todos pudieran admirarlos.
—Espere, director —dijo Goesle—. Es imposible hacer mejor negocio. Si hoy hubiéramos puesto paja en el suelo, la gente se habría sentado en ella.
—Ah, sí, paja. Aún no he podido conseguirla, Dai, pero ya he encargado serrín a un molino local. Muy barato. Lo entregarán mañana antes de la función. Manda a tus hombres que lo esparzan sobre la pista y bajo las graderías.
—Ser muy bien venido siete por siete veces —dijo Goesle—. Pero, director, si mañana acudir más gente, Maggie la Bruja rechazarlos en el carromato rojo.
—No es mala cosa —respondió Florian—. El éxito llama al éxito. Si la ciudad oye decir que no admitimos a más gente, aún estará más ansiosa de vernos.
—Este cartel —dijo Edge— es, a mi juicio, demasiado modesto. Faltan adjetivos superlativos. ¿Qué le ha ocurrido a nuestro habitual estilo rimbombante, director?
—Ah, muchacho, cuando se tiene la mercancía auténtica, ya no es preciso alardear de ella. Deja la jactancia para los ilusos, los venidos a menos y los incapaces.
—Entonces, supongo que es un buen cartel para nuestro distinguido espectáculo.
—A pesar de ello, siempre habrá lugar para las mejoras —dijo Florian, y consultó su cuaderno—. Tenemos que improvisar sobre la marcha. Por ejemplo, las canciones. Podríamos tocar música popular local, pero esto significaría tener que aprender canciones nuevas en cada país. Preferiría conservar las viejas melodías y, si acaso, sustituir las letras cuando fuera necesario. Señorita Auburn, ¿podrías encargarte de ello y traducirlas primero al italiano?
—Bueno… Lo intentaré…
—En realidad, no es preciso que las palabras digan nada. Qué diablos, no dicen nada en su versión original. Sólo asegúrate de que el coro empiece con sonoridad y alegría y que el acompañamiento de Madame Solitaire sea dulce y romántico y que el coro final sea una despedida larga.
—Caramba. No pide mucho, ¿verdad?
—Ahora… —Florian volvió a consultar sus notas—. Las funciones de hoy han sido incoherentes a la fuerza, porque teníamos prisa por actuar ante el público. Pero hemos de ser un circo, no un vodevil de números y trucos en una secuencia sin hilación. Un circo tiene que abrir con un toque decorativo y cerrar con otro. Y entre principio y final hay que alternar con buen gusto las actuaciones que entretienen con las que emocionan. Y ofrecer intervalos de broma que alivien los ratos de tensión y de morderse las uñas. Así pues, he elaborado un programa nuevo. Veamos si algunos de vosotros tenéis algún comentario que hacer.
Arrancó la página del cuaderno y la alargó para que la pasaran en torno a la mesa, mientras proseguía:
—Señorita Auburn, tu número es tan claramente el más popular, que será desde ahora el que cierre el espectáculo. El público volverá a su casa con agradables recuerdos de nosotros y difundirá opiniones favorables. Coronel Ramrod, te promuevo a cerrar la primera mitad del programa con tu exhibición de tiro. Así la gente saldrá de la carpa en el intermedio en un estado de ánimo excitado, receptivo para la explotación, dispuesto a comprar.
—¿Comprar qué? —preguntó Fitzfarris.
—Por ahora, los servicios de Maggie, tus campanillas y tu juego del ratón, que volveremos a sacar después de la presentación del espectáculo complementario. Los italianos no son mojigatos que protesten porque se dé un empleo digno a un ratón. Hablando de animales, Mag ya está haciendo gorgueras para los perros de Smodlaka y vestidos nuevos para la familia. Cuando haya terminado esta tarea, encargaré a nuestra primera modista los uniformes de tus músicos, Carl.
—Siguiendo con los animales —dijo Edge—, me gustaría introducir pronto en el programa el número de los caballos libres. Un par de ellos aún están inseguros por la travesía, pero proseguiré el entrenamiento en cuanto recuperen la estabilidad.
—Y tanto Domingo como Lunes —dijo Autumn— me han pedido que las enseñe a andar por la cuerda floja. Si le parece bien, director, empezaré por entrenarlas a trepar y, si son buenas, podrán intentar el paso de un lado a otro.
—Está bien. Dime si una de ellas muestra alguna aptitud.
—Bueno —continuó Auburn—, la escalada debe ser larga y empinada y puede terminar con un deslizamiento forzoso. A propósito, quiero que me suban la cuerda.
—Maldita sea, Autumn… —empezó Edge, pero Florian lo interrumpió.
—Querida, estoy totalmente de acuerdo. Un número peligroso debe evocar el mayor peligro posible. Sin embargo, como sabes muy bien, nuestra carpa sólo tiene un poste central. No hay otro para tender tu cuerda. Hasta que tengamos más espacio…
Carl Beck terció:
—Ja! Mis músicos necesitar un estrado. Ahora, richtig, poder apoyarse en la puerta trasera y tocar. Pero una orquesta como es debido…
Sin fuerza pero con autoridad, Goesle dijo:
—Necesitamos más espacio, director, para algo más que un estrado y la cuerda de la señorita. La popularidad no sirve de nada si no tenemos sitio para las multitudes. Opino lo siguiente: por un gasto insignificante (otro poste central y un poco más de lona), podemos doblar la capacidad de la carpa. Ahora tenemos una tienda redonda. La dividimos sencillamente por la mitad, separamos los dos semicírculos, cada uno sostenido por un poste, y añadimos entre ellos un rectángulo suficiente de lona, de la cúspide hasta el suelo en ambos lados…
—No son necesarios tantos detalles, Dai —dijo Florian—. Una tienda de centro y semicírculos no es ninguna novedad.
—No digo que la haya inventado, sólo que puedo hacerla, y por poco dinero. Puedo hacer una carpa de forma ovalada, con mucho espacio para graderías. Y un poste a cada lado de la pista significa mucha más libertad para los artistas (no hay ningún impedimento en el centro de la arena) y entre los dos podemos tender la cuerda floja de la señorita Auburn. Toda clase de posibilidades. Y también puedo incorporar un estrado para la orquesta. Sobre la entrada principal, al estilo europeo.
—Sehr gut! —aprobó Beck.
Autumn asintió, triunfalmente complacida, y Edge la miró con el entrecejo fruncido.
—Soy bien consciente —dijo Florian con paciencia— de que una carpa puede ampliarse y, como es natural, quería hacerlo, pero hablamos de algo más que otro poste y otro trozo de lona. Hablamos de un considerable incremento del aforo.
—Tendrá que incrementarlo, tarde o temprano —insistió Goesle—. Piense en lo que tiene ahora: tablones sobre tablones, sostenidos por la gracia de Dios; Esto podía ser necesario en América, donde había que montar y desmontar los asientos todos los días. Pero aquí en Europa, donde permanecerán montados una semana o más, tienen que ser más seguros. Encontraré unos listones de metal en lugar de sus frágiles palos y las tablas irán clavadas a los almohadones. Los eslovacos me dicen que pueden obtener madera gratis. Creo que esto significa robar las cajas de madera de los pasajeros del tren, pero procuro no averiguar demasiadas cosas. Gratis es gratis.
—A pesar de todo… —murmuró Florian.
—Además —continuó Goesle—, ese bordillo de tierra batida podía ser suficiente para su época americana, pero aquí tendrá que hacerse una y otra vez. Con la madera gratis puedo cortar y dar forma a piezas de un bordillo permanente pero portátil. Pintado con colores vivos y acolchado en la parte superior. Puedo hacer todas estas cosas.
—Maestro velero —dijo gravemente Florian—, todas ellas son cosas que deseo con toda el alma, pero reflexiona. Puedes conseguir lona y madera y listones de metal y todo lo necesario. Pero todo esto requiere transporte, así que también hablamos de más carromatos y más animales de tiro. Más arneses, más comida, más animales que cuidar, un terreno mayor dondequiera que vayamos…
—Permítame decir algo —intervino Edge—. Como usted predijo, director, las mercancías son más baratas en esta parte del mundo, por lo menos en comparación con nuestro país. Ignoro el precio de cosas grandes como los carromatos, pero si guarda relación con el de la avena, el heno y la comida del gato, no debería estar fuera de nuestro alcance. En cuanto al transporte y el cuidado en sí, mencionaré que Hannibal y Quincy prometen ser tan buenos como Roozeboom en el cuidado de caballos y carros.
—Sí —asintió Florian, pensativo—. No sé cómo lo hizo Abdullah, sin saber una palabra de la jerga local (todo lo que hice yo fue darle dinero), pero trajo buenas provisiones para los caballos, el elefante y el gato. Y el pequeño Alí Babá, incluso con su atroz inglés, no lleva mal la supervisión de los eslovacos en la alimentación, limpieza y cuidado de los animales.
—Pues, ya ve —dijo Autumn—, si el equipo es competente y capaz, director, no puede temer que la caravana o el terreno adquieran proporciones difíciles de manejar.
—Lo que me preocupa es el gasto. Zachary, ¿debo entender que tú, como director ecuestre, apoyas los grandiosos planes de Dai para una expansión inmediata?
—Creo que lo que yo recomendaría limitaría nuestras posibilidades. Deje que Stitches siga adelante con todos esos extras. Al final de nuestra estancia aquí, si hemos ganado lo suficiente para comprar los carromatos, animales y equipamientos nuevos, los compramos. En caso contrario, es probable que debamos guardar todos los extras y continuar sin ellos.
—¡Satisfactorio! —exclamó Goesle—. Me arriesgaré, porque estoy tan seguro de nuestro éxito que ya tengo más planes para el futuro. Las luces de nuestra función nocturna son patéticas y muy pronto necesitaré…
—Oh, Dios mío, Dios mío… —gimió Florian.
—¡Escúchenme! —insistió Goesle—. La señorita Pimienta se queja, y con razón. Los artistas de la arena sólo reciben salpicaduras de cera de las velas, pero sobre ella, que está colgada del pelo muy cerca del candelabro, caen gotas de cera fundida caliente.
Edge se rió y se puso en pie.
—Bueno, vosotros podéis seguir con vuestros planes y discusiones, pero Autumn y yo tenemos que estar despejados y listos para trabajar mañana. Nos vamos a dormir.
Mientras salían del comedor, oyeron a Carl Beck abordar de nuevo el tema de la música:
—… ni uno solo de los eslovacos conocer las notas y, de todos modos, no tener partituras, pero saber tocar cualquier cosa que alguien silbar o tararear para ellos. Así que, para las actuaciones lentas y graciosas, yo pensar en Strauss. Para las alegres y rápidas, Offenbach o Gottschalk…
—¿Sabes? —dijo Edge a Autumn mientras subían la escalera—. Todas esas vacilaciones, dudas y objeciones de Florian son pura comedia. Es el hombre más temerario del planeta. Sólo quiere provocar nuestro entusiasmo para las ideas más descabelladas. Y siempre lo logra.
—Oh, pero espero que te sobre algo de entusiasmo —dijo Autumn con expresión seductora— para otras ideas descabelladas.
Esta vez se desnudó ella misma, para ahorrar tiempo, y cuando se hubo quitado todos los pétalos de tela, enseñó a Edge una pequeña y dulce sorpresa. Él miró fijamente —admirado, sorprendido— y ella explicó:
—¿Qué te parece? Me dijiste que te gustaba el diamanté.