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Cuando la compañía hubo desembarcado y ya no podía oír los fulminantes gritos del capitán Schilz: «¡Traicionado por un Bruder de la profesión!», Florian se dirigió solo al edificio del muelle que ostentaba el letrero: «DOGANA ED IMMIGRAZIONE». Llevaba todos los salvoconductos, con las señas particulares de cada persona, más los breves comentarios elogiosos añadidos por el capitán antes de verse defraudado. Sarah había tenido que inventar los datos de los tres chinos, que por lo menos habían sido capaces de estampar sus firmas —elegantes garabatos en tinta—, lo cual era más de lo que sabían hacer varios miembros de la compañía. Abner Mullenax, Hannibal Tyree y Quincy Simms firmaron sólo con una X y la huella del pulgar. Domingo y Lunes, gracias a la tutela de Rouleau, pudieron escribir de manera legible, aunque infantil.

Todos esperaron, con carromatos, animales y equipaje, en el vasto y adoquinado lungomare que se extendía desde el puerto hasta el comienzo de las calles de Livorno. En torno a ellos, los adoquines estaban cubiertos con trozos de hule colocados allí por los pescadores, que vendían el fresco botín de la noche a amas de casa, criados e incluso damas elegantes que señalaban, llamaban, inspeccionaban y regateaban sin apearse de sus carruajes. Varios miembros de la compañía pasaban el rato caminando en pequeños círculos, torpes y vacilantes, pateando de vez en cuando el suelo.

—Es una sensación extraña, andar por aquí —gruñó Yount.

—Tienes pies de marinero —explicó Stitches—. Tras una larga temporada en una cubierta suave y móvil, en tierra firme andarás unos días como si pisaras huevos. Toda la gente recién desembarcada tiene pies de marinero.

No tuvieron que esperar mucho. Florian salió del edificio de aduanas con aspecto muy satisfecho, diciendo:

—No hay ningún problema. Les ha divertido un poco encontrar en nuestra compañía a tres personas llamadas A. Chino, pero no lo han convertido en tema de discusión. Tenemos permiso para desembarcar.

—¿Ni siquiera desean contar nuestras armas? —preguntó Fitzfarris—. ¿O examinar a los animales por si están enfermos?

—No. Y no hay cuarentena. Ni siquiera una tarifa que pagar. Creo que Italia es sencillamente demasiado nueva e inexperta en eso de ser una nación y aún no ha tenido tiempo de promulgar una serie de reglas y establecer una burocracia, con sus correspondientes funcionarios fastidiosos.

—Estupendo. ¿Y ahora qué?

—¡Primero, lavarse! —exclamó con firmeza Magpíe Maggie Hag.

—Sí, ante todo un buen baño —asintió Florian—, y no en una bañera de agua salada, para variar. Damas y caballeros, voy a hacer un gesto extravagante, quizá el último durante algún tiempo. Seguidme hasta aquel hotel.

Y les indicó el hotel Gran Duca, frente al lungomare, una impresionante estructura de tres pisos construida con piedras para no desentonar de la arquitectura de la zona portuaria. Tenía el aspecto de poder hospedar a cualquier clase de viajero, ya viniera por tierra o por mar, porque en un lado del edificio principal había un gran establo, una cochera y un patio, y en el otro, una cerería y una tienda de pertrechos marinos.

—Pediré habitaciones para nosotros —dijo Florian—, encargaré que nos llenen las bañeras y ordenaré que preparen la colazione en el comedor. Pasaremos nuestra primera noche en Europa rodeados de un lujo sibarítico. —Todas las mujeres profirieron pequeños gritos de placer—. Mientras tanto, Zachary, ¿quieres hablar con el stalliere del hotel y disponer que sus hombres lleven al establo a nuestros animales y carromatos? Que les den pienso y comida para el gato… y preparen un lugar cercano donde puedan descansar Abdullah, Alí Babá y los chinos.

Edge afrontó con cierta vacilación la tarea de abordar por primera vez a un italiano. Resultó, sin embargo, que el mozo de cuadra hablaba con fluidez numerosas lenguas y era tan mundano que no se mostró nada sorprendido cuando le pidieron que cuidase —además de ocho caballos— a un elefante, un león, tres cochinillos, dos hombres negros y tres amarillos. Cuando todo estuvo dispuesto, Edge dio la vuelta para entrar en el hotel por la puerta principal. El vestíbulo del Gran Duca era una sala inmensa de magnificencia un poco sombría, con mobiliario de caoba oscura y cortinajes y tapicerías de terciopelo granate. Aparte de las personas de estentórea jovialidad que ocupaban la taberna contigua, había otras más sobrias sentadas en los divanes y butacas del vestíbulo: mujeres bien vestidas charlando ante sendas tazas de té y hombres bien vestidos que leían el periódico, fumaban cigarros enormes o dormitaban. Como Edge llevaba su único traje de calle un poco pasable —el viejo uniforme, botas y tricornio—, se sentía como un palurdo en aquel ambiente.

Entonces oyó llamar:

Signore, per favore. Monsieur, s’il vous plât.

Se volvió y vio a una mujer joven, baja y muy bien formada que le hacía señas con la mano.

Iba vestida de amarillo pálido —amplia falda con crinolina, corpiño de escote casi atrevido y un sombrerito muy gracioso, y bajaba una sombrilla de color amarillo pálido mientras se acercaba a él—, por lo que refulgía como un rayo de sol en el severo vestíbulo, y su resplandor atraía la mirada admirativa de todos los hombres y ojeadas glaciales de todas las mujeres. Tenía cabellos largos y ondulados del color de los castaños rojizos. Los iris marrones de sus ojos estaban tan salpicados de oro que parecían provistos de pétalos, como las flores, y tenía hoyuelos en torno a la boca, que parecía así dispuesta a sonreír a la menor provocación. Se acercó a Edge, a quien sólo llegaba hasta el pecho. Su cintura era la más estrecha que Edge había visto en su vida, pero resultaba evidente que esto no se debía a ninguna clase de corsé, pues se movía con demasiada agilidad, y sus pechos con demasiada naturalidad para llevar semejante prenda. Alzó la mirada hacia él con aquella sonrisa en torno a los labios y ladeó la cabeza, como dudando sobre qué lengua emplear. Cuando Edge se quitó el sombrero y arqueó las cejas en un gesto inquisitivo, ella afirmó:

—Usted es Zachary Edge.

—Gracias, señora —dijo él con solemnidad y una inclinación de cabeza—, pero esto ya lo sabía.

Ella pareció desconcertarse un poco porque Edge no había dicho: «A su servicio» o cualquier otra frase convencional. Le temblaron un poco los hoyuelos y en seguida probó con una lengua diferente:

Je suis Automne Auburn, monsieur. De métier danseuse de corde. Entendez-vous français?

—Lo suficiente, sí, pero ¿por qué no seguimos en inglés?

Ella volvió a enseñar los hoyuelos, agitó con descaro sus rizos color de bronce, hizo girar la sombrilla con desenvoltura y dijo en el inglés más londinense:

—Oh, muy bien, señor. Soy una equilibrista llamada Autumn Auburn y…

—No me lo creo.

—¡Cómo, está aquí impreso! —exclamó ella, desdoblando el periódico que llevaba bajo el brazo—. El Era, ¿lo ve? El periódico del circo. Seis peniques el ejemplar, pero se lo daré gratis. Mire aquí, en los anuncios. Este me ha costado cinco malditos chelines.

Señaló una columna y Edge leyó en voz alta:

—«PADRE OFRECE a directores a su joven hija de catorce años…»

—¡No, ése no! —Tiró del periódico, pero él continuó leyendo con expresión seria:

—«… catorce años, que sólo tiene un ojo, situado sobre la nariz, y una oreja sobre el hombro. Interesados diríjanse a este periódico». —Le devolvió el Era—. Se diría que tiene más de catorce años. Pero, bueno, los enanos suelen parecer…

—Quiere divertirse, ¿verdad? Mire. Éste es el mío.

Le tendió otra vez el periódico y él leyó, obediente:

«MISS AUTUMN AUBURN, la plus grande équilibriste aérienne de l’époque —ne plus ultra— affatto sensa rivale. Frei ab August de este año». Bravo, señorita, admiro la lingüística. Cuento cinco lenguas en estas pocas palabras. Aún me niego a creer, sin embargo, que alguien haya sido bautizada con el nombre de Autumn Auburn.

Ella ladeó tímidamente la cabeza y transformó su sonrisa en una risa confidencial.

—Oh, no es mi verdadero nombre, claro. —Lo miró a través de sus tupidas pestañas—. Pero si Cora Pearl, que en Cheapside era sólo Emma Crouch, pudo hacer fortuna en París con el nombre de Cora Pearl… —hizo girar la sombrilla— ¿por qué, me dije a mí misma, la pequeña Nellie Cubbidge no puede hacer lo mismo con un bonito nom-de-chambre como Autumn Auburn?

—Tampoco doy crédito a este horrible acento. He oído bastantes acentos auténticos en el barco.

Ella rió de nuevo y dijo, en un inglés simplemente melodioso:

—¿Lleva una coraza contra las bromas, señor Edge? Ni siquiera sonríe.

—Usted lo hace mucho mejor, señorita. Me gustaría que sonriera por los dos durante el resto de nuestras vidas.

A lo largo de un momento silencioso, pero lleno de reverberaciones, se miraron mutuamente. Luego ella meneó la cabeza, como para despertarse, y volvió a su actitud traviesa.

—Deme trabajo, señor, y reiré hasta caerme muerta.

—¿Cómo ha sabido quién soy?

Contestó con voz normal, pero todavía en broma.

—Lo sé todo acerca de usted. Vi llegar los carrozzoni del circo y corrí a preguntar al portinaio, el cual me dijo que todos los miembros de la compañía se estaban bañando menos el signor Zaccaria Edge, que por lo visto no se baña. Me negué a creer que alguien se llamara Zaccaria Edge, así que le obligué a enseñarme su salvoconducto. Es americano y cumplirá treinta y siete años el veinte de septiembre, y es director ecuestre del Floreciente Florilegio de Florian, etcétera. Y todos estos detalles estaban escritos por una mano femenina, de modo que tiene esposa… o una amiga… —Hizo una pausa, como esperando que él dijese algo, y luego añadió con ligereza—: No me imagino cómo la consiguió, si es contrario a bañarse.

—¿Se llama de verdad Nellie Cubbidge?

—Caramba, ¿cree que podría inventar un nombre así?

—Entonces te llamaré Autumn, si me dejas. Y, si no me equivoco, una équilibriste es una bailarina de la cuerda floja…

—Cuerda o alambre. Floja o tensa. Y tengo mi propia utilería.

—Quien contrata es el señor Florian, pero le torceré el pescuezo si no te contrata. Y ahora que está todo arreglado, ¿puedo ofrecerte un refresco en el bar, para cerrar el trato?

—Si he de ser franca, preferiría que me ofrecieras algo de comer. —Bueno, nos reuniremos todos en el comedor para la colazione, que, según creo, significa comida.

—Oh, magnífico.

—Por si he de hablar italiano, ven conmigo para decir al recepcionista que te incluya en la lista de comensales. Después, si me disculpas un momento, abandonaré mi eterna aversión y tomaré un baño.

—Oh, todavía mejor.

—Y me reuniré contigo en la mesa, para presentarte a tus nuevos colegas.

Cuando estuvieron todos reunidos, los camareros juntaron varias mesas para acomodarlos. Todos llevaban sus mejores galas, lo cual no era decir mucho, y Clover Lee olía a Extracto Dixie Belle de Heliotropo Blanco y Carl Beck a los aromas no identificables de la loción para el cabello que Magpie Maggie Hag había elaborado para él. Hannibal, Quincy y los chinos comían con los mozos de cuadra, naturalmente, y a Monsieur Roulette le servían la comida en su habitación, dijo Florian, y añadió que el médico del hotel subiría a examinarle después de comer. Así, pues, eran catorce a la mesa, pero Edge puso otra silla entre él y Florian y a continuación fue a buscar a Autumn Auburn, que esperaba en un reservado.

La presentó a la compañía con el aire orgulloso de un experto que ha descubierto un objet d’art en una tienda de baratijas, y Autumn hizo lo posible para parecer tímida y agradecida por el descubrimiento. Todos los hombres de la compañía le sonrieron con admiración y, aunque Autumn iba mejor vestida que cualquiera de ellas, las mujeres hicieron lo propio… menos dos. Sarah Coverley y la pequeña Domingo Simms habían leído al instante en el rostro entusiasmado de Edge y miraron a la recién llegada con cierta melancolía. Florian le dedicó una cálida bienvenida, al igual que casi todos los demás. Carl Beck miró con fijeza a Autumn cuando se la presentaron.

Fräulein Auburn, es usted la imagen de otra belleza que he conocido, o cuya fotografía he visto, pero cuyo nombre no recuerdo.

Domingo sólo murmuró al estrechar la mano de Autumn:

Enchantée.

Sarah, por su parte, observó en tono ligero:

—Te felicito, Zachary, pero estoy decepcionada. La señorita Auburn no es una klischnigg.

Edge replicó, hoscamente:

—He decidido apartarme de tu estampida de duques y condes.

—Un caballero habría esperado —dijo ella, sin abandonar la ligereza—, por lo menos hasta ser pisoteado por el primero de ellos.

Autumn, cuyos ojos entre castaños y dorados se habían detenido en uno y otro durante este intercambio, dijo:

Madame Solitaire, debió de ser usted quien escribió en su salvoconducto.

—Sí. Y le aseguro, querida, que se conducirá a su completa satisfacción.

—Oh, querida, debió escribirlo en el documento. Ahora tendré que juzgar por mí misma.

Touché —dijo Florian—. Ahora, señoras, bajen los floretes. Un hombre viril detesta que hablen de él en tercera persona, como si fuese mudo, necio o difunto, y el coronel Edge no es nada de esto.

—¡Vaya! ¿Es usted un coronel auténtico? —preguntó Autumn a Edge, con sorpresa exagerada—. Y yo sólo le he llamado señor.

—Sentaos todos —dijo Florian—. Aquí llega nuestro antipasto y, aunque no champaña, todavía no, un decente vino bianco. Sin duda conoce usted el vino local, señorita Auburn. ¿Se aloja en este mismo hotel?

—No exactamente —respondió ella, mientras se servía con avidez de una bandeja—. En la cochera del hotel, en mi propia caravana. Así me hospedo a precio de establo. Y, por cierto, con raciones de establo.

—Bueno, debemos informarla, antes de que decida unirse a nosotros —dijo Florian—, de que éste es nuestro primer alojamiento bajo techo en mucho tiempo, y quizá sea el último. Pero no hablemos de negocios hasta que estemos bien alimentados. Cuéntenos cómo ha llegado hasta aquí.

Entre voraces bocados de carne fría, setas encurtidas y fondos de alcachofa, Autumn contestó con sincopada economía:

—La vieja historia. Espectáculo de cabras. Circo Spettacoloso Cisalpino. Montamos la tienda aquí. El director hizo un número de Johnny Scaparey. Nos dejó plantados a todos. Algunos nos quedamos. No había mucho donde elegir. Dábamos representaciones para los veraneantes. Pasábamos el sombrero. Casi siempre volvía vacío. Ahora ha concluido la temporada. Y seguimos aquí.

Los camareros sirvieron la sopa, un fragante cacciucco, y empezaron a llevarse los platos del antipasto. Autumn se apresuró a decir: «Prego, lasciate», para detenerlos, y luego dijo a la mesa en general:

—Por favor, ustedes han pagado estos entremeses. Si no desean terminarlos, podría…

—Espere, señorita —interrumpió Stitches—. Traerán muchos más platos dentro de poco. No es necesario que se llene con los preliminares.

—No me refería a mí. Pensaba que podríamos envolverlos para otros artistas hambrientos, abandonados por el Cisalpino, que les estarían muy agradecidos.

Florian dio al instante órdenes en italiano y los camareros se inclinaron en señal de asentimiento. Autumn prosiguió:

—Yo soy más afortunada que los otros. Tengo mi propia utilería y mi propio transporte. De hecho, recibí una oferta para incorporarme al Circo Orfei, pero ahora están lejos, en algún lugar del Piamonte. La gente de este hotel ha sido muy noble en cuanto al pago de mi cuenta, pero no me dejarán enganchar mi rocín a la caravana hasta que la haya saldado, así que esperaba simplemente sobrevivir hasta que el Orfei pase por aquí, si es que lo hace algún día.

—El Orfei es un buen espectáculo —dijo Magpie Maggie Hag—. Muy famoso en todas partes. Y próspero también. No es de medio pelo. Harías bien en irte con ellos.

Edge la miró con el ceño fruncido y Florian le dirigió una mirada de contrariedad y dijo:

—Maldita sea, Maggie. No quería hablar de negocios, pero… —Se volvió de nuevo hacia Autumn—: Admito que la familia Orfei te pagaría más y con mayor regularidad. Nosotros sólo podemos ofrecer una parte de sueldo y otra de promesas.

—También deberíamos confesar que no siempre comemos tan bien —dijo Edge, indicando las bandejas de salmonetes y espagueti que los camareros estaban poniendo sobre la mesa.

—Soy libre, blanca y tengo veintiún años —contestó Autumn—. ¿No es así como se dice en su país, coronel Edge?

—Veintiún años —murmuró Sarah sobre su copa de vino.

—Y soy capaz de decidir por mí misma —añadió Autumn—. Si hay un lugar para mí, señor Florian, lo aceptaré encantada.

—Esto es hablar irlandés, querida —exclamó Pimienta—, aunque seas inglesa. Engancha una estrella a tu carromato. —Levantó la copa de vino y exageró su pronunciación—: ¡En París brindaremos con buen champaña, paseando en carruaje por los Champs Elysées! ¿Verdad, Pap? —Como no hubo una respuesta inmediata, repitió, molesta—: ¿Verdad, Paprika, mavourneen?

—Oh —dijo la aludida, que estaba contemplando el rostro nostálgico de Sarah—. Sí, sí. Claro que sí, Pim.

—Además, señor Florian —añadió Autumn—, si usted es el único de la compañía que habla italiano, puedo ayudarle también en este aspecto.

—¿Lo hablas con fluidez? —Cogió de la mesa unas vinagreras, con los dos cuellos inclinados en direcciones opuestas—. En italiano correcto, esto es una ampollina. ¿Sabes el nombre idiomático?

Autumn sonrió con los hoyuelos y dijo:

—Es suocera e nuora, suegra y nuera. Porque los dos pitones no pueden verter al mismo tiempo.

Florian le sonrió con aprobación.

—Zachary, no cabe duda de que nos has encontrado un tesoro. —Se volvió hacia Fitzfarris—. Sir John, hasta que aprendas lenguas, tendré que llevar todos los tratos con las autoridades, encargarme de todas las gestiones necesarias y hablar durante el espectáculo.

—Aprenderé tan de prisa como pueda —prometió Fitz.

—Mientras tanto —continuó Florian—, esta tarde visitaré una imprenta y encargaré un papel nuevo. Zachary, tú y yo debemos elaborar además un nuevo programa, que incluya a la señorita Auburn y a los chinos. Y ante todo tengo que visitar el municipio de Livorno y alquilar un solar para mañana. Claro que nuestra permanencia aquí, antes de viajar tierra adentro, dependerá del éxito que tengamos.

Miró a su alrededor, a los comensales bien vestidos, que comían con apetito y charlaban amistosamente entre sí, como si calculara sus deseos de divertirse y sus posibilidades económicas.

—Si puedo hacerle una sugerencia —dijo Autumn, y esperó el asentimiento de Florian—. Pida permiso al municipio para levantar la carpa en el parque de la Villa Fabbricotti. Nuestro modesto Cisalpino no lo consiguió, pero ese parque está en la parte más elegante de la ciudad.

—Gracias, querida. Cada momento que pasa me resultas más valiosa. ¿Sabes por casualidad tocar la corneta?

Ella rió y negó con la cabeza y Carl Beck terció:

—Yo soy su Kapellmeister. Necesito una banda de músicos, nein?

Florian levantó las manos en señal de impotencia.

—Tenemos un tambor enérgico, un acordeonista neófito y un corneta transitorio. Empezamos con poco, Herr Beck, pero esperemos que pronto…

Stitches Goesle agitó su tenedor y dijo:

—Diablos, estamos rodeados de latinos que pueden cantar como los galeses y tocar cualquier instrumento que les pongamos en las manos.

—Es cierto —respondió Florian—, pero la mayoría de italianos, excepto las clases altas, temen viajar a mucha distancia de su casa. No, aquí en Europa… bueno… Paprika, Pimienta, Maggie, estoy seguro de que cualquiera de vosotras puede decirlo al maestro velero.

Las más jóvenes cedieron la palabra a Magpie Maggie Hag, la cual explicó:

—Lo que necesitas son eslovacos. Los eslovacos son los negros de Europa. Todos los circos los usan. Trabajan como peones, desmantelan, conducen vehículos, montan, y luego tocan música de banda. Su país es tan pobre, que se marchan y trabajan en todos los circos europeos. Cuando tienen dinero en el bolsillo, lo llevan a sus familias y vuelven a sus circos.

—¡Diantre! —exclamó Goesle—. Tanto mejor. Contrataremos a eslovacos, Carl, para que sean tu banda y mis ayudantes. He estado mirando su lona, señor Florian, y tengo una idea que doblará la capacidad de la tienda.

—Bueno, hasta que sepamos cuánta gente vamos a atraer… —empezó Florian, pero Carl Beck le interrumpió.

—También deseo empezar con el generador para el Luftballon. Necesitaré mano de obra para fabricarlo.

—Caballeros, caballeros —rogó Florian—. Creía haberos dicho con claridad que iniciamos esta gira con un capital muy exiguo. Hasta que lo incrementemos…

—¿Qué puede costar un Gasentwickler? —preguntó Beck—. Un poco de metal, unas ruedas y mangueras de caucho. No es un gasto muy grande. Para su funcionamiento, podemos conseguir limaduras de hierro de cualquier herrero. Las bombonas de vitriolo serán lo único caro.

Herr Kapellmeister, en estos momentos, cualquier gasto es excesivo.

Beck miró a Goesle y dijo:

—Tenemos nuestra última paga de a bordo. —Ambos asintieron y Beck miró de nuevo a Florian—: Hagamos un trato. Usted nos procura a los eslovacos y Dai y yo invertimos en lona, láminas de metal, Musikinstrumente y todo lo necesario. Cuanto antes tengamos un buen espectáculo, una buena banda y una buena carpa, tanto más de prisa prosperaremos, nicht wahr?

—Indudablemente —convino Florian—. Os agradezco a ambos este gesto de buena fe, pero temo que este acuerdo entre caballeros no convencerá a los eslovacos. Pertenecen a la clase trabajadora y pensar es el único trabajo que no saben hacer. La idea de trabajar por participaciones sería demasiado sutil para sus sencillos intelectos. Sólo entienden el dinero contante y sonante.

—Pero también están acostumbrados a la retención —dijo Autumn—. ¿No pagan de este modo en los Estados Unidos? —Se ruborizó un poco y añadió—: Me parece que me entrometo demasiado a menudo, pero nuestro Johnny Scaparey también dejó plantados aquí a un grupo de eslovacos.

—La retención, sí —murmuró Florian, mirándola con aprobación—. Lo hacen los circos de todo el mundo y yo también lo hice en los años solventes del salario semanal. —Explicó a los no iniciados—: A cada novato se le retenía siempre el sueldo de las tres primeras semanas, que no se pagaba hasta el final de la temporada. Es una vieja costumbre, en parte para desanimar a los trabajadores eficientes de marcharse para aceptar otro empleo mejor remunerado, pero en parte por razones filantrópicas, para que los borrachos y malgastadores tengan por lo menos dinero para volver a sus casas cuando cierra el espectáculo.

—Pues ya está —dijo Pimienta—. Los eslovacos sólo te costarán la manutención y serán felices de asegurársela. No sabrán que no podemos pagarles. Supondrán que se trata de la retención habitual. Y si aún no podemos pagarles al cabo de tres semanas… bueno, tendremos preocupaciones peores que ésta, amigos míos.

—Cierto, cierto —asintió Florian—. Y tenemos fondos suficientes para la manutención. Muy bien. Herr Beck, señor Goesle, tendréis a vuestros peones y músicos eslovacos. Podéis llevar adelante vuestros planes. —Los dos juntaron inmediatamente las cabezas, mientras Florian se dirigía de nuevo a Autumn—. Has mencionado que otros artistas se quedaron sin empleo. ¿Qué números hacían? ¿Y están también ellos tan apurados que se incorporarían a nosotros sobre la base de la retención?

—Bueno… —dijo Autumn—. Ahora pensará que soy una egoísta, porque encuentro un empleo para mí y me olvido de los demás. Pero es que de verdad no creo que le interesen.

—Dime por qué.

—Los únicos que aún permanecen en la ciudad son los Smodlaka. Yugoslavos. Un número familiar. Parachoques caninos.

La mitad de los ocupantes de la mesa expresó incomprensión. Florian tradujo para ellos:

—Un número de perros amaestrados.

—Tres terriers cruzados —dijo Autumn—. Nada bonitos, pero muy buenos. Los Smodlaka les dieron nombres yugoslavos (impronunciables, claro), así que yo siempre los llamaba Terry, Terrier y Terriest y ahora sólo atienden a estos nombres.

Florian rió y preguntó:

—¿Y qué inconveniente tiene contratar a estos yugoslavos? —Bueno, incluyen a dos niños, más pequeños que cualquiera de este espectáculo. Una niña de seis años y un niño de siete. Ha sido para la familia Smodlaka que he pedido los restos de la comida.

—¿Son los críos meros apéndices o sirven para algo?

—Sí. Para exhibición. Ambos son albinos. Pelo blanco, piel blanca, ojos rosados.

—¿Albinos auténticos? ¡Cómo, éste vuelve a ser el comienzo de un espectáculo secundario para nosotros, sir John! Una pareja de Fantasmas para presentar junto a nuestra pareja de Pigmeas Blancas. ¿Por qué diablos no tendría que querer a semejante familia, señorita Auburn?

—Porque Pavlo, el padre, es un bastardo integral. Todos le detestaban en el otro espectáculo.

—Ajá —murmuró Florian, dirigiendo a Edge una mirada de complicidad—. ¿Cómo se manifiesta esta condición de bastardo?

—Maltrata a su familia. Nunca habla a los niños, y cuando dice algo a su esposa, lo hace ladrando, igual que uno de sus terriers. También le ha pegado alguna vez. Y Gavrila es una persona tan dulce y amable que todos odiaban a Pavlo por ello.

—¿Zachary? —dijo Florian—. ¿Nuestro foco de repuesto?

—Si usted lo dice, director. Cuando se ponga realmente insufrible, siempre podemos echarlo a sus propios perros como comida. Tal vez tengamos que hacerlo. Para alguien que no puede pagar sueldos, está cargando con un gasto considerable sólo de manutención.

—Hablando de manutención —observó Florian—, aquí llega lo dulce y lo amargo para redondear nuestra comida. Zabaglione y expresso. Señorita Auburn, ¿puedes encontrar a toda esa gente? ¿A los eslovacos y los Smodlaka?

—Están diseminados por toda la ciudad. Si pudiera llevar un acompañante…

—Iré contigo —dijo Edge, antes de que pudiera ofrecerse otro hombre—, pero antes permíteme presentarte a Jules Rouleau. Quiero saber qué dice el médico sobre su recuperación.

Cuando terminó la comida, Florian dejó un puñado de billetes para los camareros. Mullenax y Yount arquearon las cejas, y él les advirtió:

—Ser pobre sólo es una desgracia si te obliga a actuar como tal. De todos modos, esta propina no es tan generosa como parece. Una lira sólo vale veinte centavos yanquis. A propósito, todos los recién llegados tendrían que cambiar su dinero americano y aprender a calcular en liras.

La compañía entera fue al mostrador de recepción para hacerlo. El médico residente del Gran Duca, un tal doctor Puccio, esperaba allí, y Florian le condujo a la habitación de Rouleau, acompañado por Edge y Autumn. Carl Beck y Magpie Maggie Hag los siguieron.

Madonna puttana —murmuró el médico, cuando levantó la sábana de la cama del inválido y vio la caja de salvado—. E una bella cacata. —Autumn rió entre dientes al oírle, pero no tradujo las palabras a Edge.

El doctor Puccio tenía razón al exclamar aquello. Habían ido añadiendo más salvado a medida que los ratones o ratas, o ambos, lo comían, pero el grano estaba mezclado con excrementos de los roedores y una buena dosis de hollín. En el fondo de la caja, donde el salvado se había humedecido con el goteo de los diversos medicamentos aplicados a las heridas de la pierna, había una capa de moho verde.

La pierna tenía también muy mal aspecto cuando la levantó de la caja: encogida, descolorida por el salvado y arrugada como una rama. El médico siguió refunfuñando: «Sono rimastocose da pazzimannaggia!», mientras limpiaba la pierna y después la tocaba, manipulaba y examinaba. A pesar de todo, la pierna estaba entera, sólo se doblaba en los puntos donde debía hacerlo y las heridas ya eran sólo cicatrices.

El doctor Puccio miró a los que le rodeaban con expresión ceñuda y amenazadora y preguntó en un inglés perfecto:

—¿Quién prescribió este tratamiento demencial para las heridas? No fue un médico, seguro.

—La caja de salvado fue idea mía —confesó Edge—. En una ocasión sirvió para un caballo al que me resistía a matar de un tiro.

El doctor gruñó y luego dirigió a Florian una mirada colérica.

—Signore, no he sido informado de que se me llamaba para examinar a un paciente de veterinario. —Volvió a mirar a los demás—. Aparte de esta caja merdosa, ¿qué atenciones se le han dedicado?

—Le he limpiado las heridas con ácido fénico —respondió Magpie Maggie Hag— y después he usado ungüento de basilicón, gotas de dicloroetano y cataplasmas de hierbas emolientes.

Gesù, matto da legare —murmuró el médico. Entonces anunció, enfadado—: Nada de esto debería haberse hecho. Ha sido una gran estupidez, remedios campesinos, curas de caballo, una intromisión imperdonable. —Los miembros de la compañía parecían contritos y Rouleau preocupado. Sin embargo, el médico se encogió de hombros a la italiana, con hombros, brazos, manos y cejas, y continuó—: A pesar de ello, todo ha servido. Ustedes no pueden saber por qué, así que voy a decírselo. Ninguna de estas ridículas panaceas de curandera, signora, podían evitar que los microbios y bacilos de la corrupción infectaran las heridas. Este paciente habría tenido que morir de fiebres. En cuanto a esta… esta merda, estas cáscaras recrementicias —pasó con repugnancia una mano por el salvado—, igual podrían haber envuelto el miembro en serrín. Salvo por una cosa. Todos ustedes eran demasiado ignorantes para saberlo, pero el salvado generó espontáneamente estos hongos aspergillus. —Tocó la verde capa de moho—. Es conocido por los médicos, pero sólo por los médicos, no por aficionados como ustedes, que ciertos aspergilli producen un efecto destructor sobre los microbios de la enfermedad. Este moho verde, sólo este determinado moho verde, ha curado el miembro del paciente y salvado su vida.

—Así que lo hicimos bien, ¿eh? —dijo Magpie Maggie Hag, con una risa senil.

El doctor Puccio le dirigió una mirada hosca.

—Por lo menos, el pronóstico es bueno. La pierna requerirá frecuentes masajes con aceite de oliva para recobrar la musculosidad y flexibilidad. Será dos o tres centímetros más corta que la otra pierna. Andará con un cojeo, signore, pero andará.

—Soy acróbata de oficio, dottore. ¿Volveré a saltar? ¿Brincar, voltear, dar saltos mortales?

—Lo dudo y no se lo recomiendo. Después de todo, el miembro no ha sido escayolado ni cuidado por un profesional, sino por ignorantes, por muy buena que fuera su intención. —Les dirigió otra mirada reprobadora.

—Pero tienes ante ti una carrera nueva, Monsieur Roulette —dijo Florian—. La de aéronaute extraordinaire. El jefe Beck va a empezar la construcción de un generador de gas para el Saratoga.

Zut alors! Entonces mi accidente me ha librado para siempre de la monótona tierra llana. Debo estarle agradecido. Y a vosotros, Zachary y Mag, mis entrometidos e ignorantes amis.

Los visitantes abandonaron la habitación y, en el vestíbulo, Carl Beck preguntó:

Bitte, Herr Doktor. ¿Puedo pedirle un consejo? Se habrá dado cuenta de que mis cabellos empiezan a escasear.

—Sí. ¿Y qué? Los míos también.

—Sólo deseo conocer su opinión profesional de este medicamento.

Beck se sacó del bolsillo un frasco de la loción que le había dado Magpie Maggie Hag.

—¿Es esto lo que he olido en usted? —El médico se volvió hacia la gitana—. ¿Qué es?

En una buena imitación de la propia altanería del galeno, contestó ella con orgullo:

—Una panacea de curandera.

Los ojos del médico centellearon por primera vez. Destapó el frasco de Beck y lo olió.

—¡Ajá! ¡Sí! Per certo. Puedo distinguir los ingredientes secretos. Pero no tema, signora, no los divulgaré. Ja, mein Herr, este remedio servirá tan admirablemente como cualquier otra cosa conocida por la ciencia médica.

Danke, Herr Doktor. —Beck se inclinó y en seguida dijo a Magpie Maggie Hag—: No era suspicacia, se lo aseguro, gnädige Frau. Pero consuela tener la garantía de un profesional.

Los otros se fueron, reprimiendo una carcajada. Edge y Autumn salieron del hotel, el primero cargado con la gran papelina de restos de la comida. Florian y Magpie Maggie Hag los siguieron con la mirada y Florian preguntó:

—¿Qué dicen tus instintos de gitana sobre la contratación de los nuevos artistas, Mag?

—Que los contrates a todos, excepto a la rakli.

—¿La chica? —Florian parpadeó—. No me digas que ves algún peligro en Autumn Auburn.

—No. Es una rakli bella y afectuosa y será una buena artista. Y una buena romeri para Zachary.

—¿Esposa? Vaya, vaya. ¿Es que presientes celos de…?

—No. Ni siquiera Sarah tendrá celos de una esposa tan buena. En Autumn Auburn no hay peligro, sólo dolor.

—¡Oh, maldita sea, Mag! Reserva tu mística ambigüedad para los incautos. ¿Cómo diablos debo interpretar esto?

Ella se encogió de hombros.

—No veo nada más. Nada de peligro, sólo dolor.

En la piazza, donde Autumn abrió su sombrilla de color amarillo pálido y el sol poniente brilló todavía más sobre sus cabellos castaños y cara traviesa, Edge no pudo por menos de exclamar:

—Eres lo más bonito que he visto en mi vida.

Grazie, signore. Pero aún no hace un día que estás en Italia. Espera a ver una muestra de las signorine por estas calles.

—No las veré. Me deslumbras demasiado. ¿Quieres casarte conmigo?

Ella fingió meditar la respuesta y al final dijo:

—Señora Edge. Suena a mujer tragasables.

—Cualquier cosa es mejor que señorita Cubbidge. Pero, si insistes, me convertiré en señor Auburn.

—Yo no insisto en nada, Zachary, incluyendo al matrimonio. ¿Por qué no hacemos durante un tiempo lo que la gente corriente llama «ensayo de matrimonio»?

Él tragó saliva y buscó las palabras.

—Bueno… muy bien. Pero ésta es una proposición aún más directa que la mía.

—Espero que no te ahuyente. No soy disoluta, pero tampoco dolorosamente respetable. Te deseé en cuanto te vi, a pesar de tu arisco saludo.

—Fue en defensa propia. Verte casi me hizo perder el sentido.

—Entonces, los dos lo hemos sabido desde el principio. ¿No sería tonto pasar por todas las trivialidades del coqueteo, el noviazgo, las bromas de los amigos, la publicación de las amonestaciones y…?

—Sí. ¿Por qué no volvemos al hotel ahora mismo y…?

—No. Puedo no ser virtuosa, pero seré justa. Te haré mirar lo que podrías estar cortejando. Mira hacia allí, a esa esbelta muchacha. ¿No es maravillosa?

—No está de mal ver, no, señora. Pero apostaría algo a que engordará antes de los cuarenta.

—¿Cómo sabes que yo no engordaré? Muy bien… esa otra. No le puedes encontrar ningún defecto. La chica que lleva flores en el pelo.

—Autumn, tú llevas flores en los ojos. Deja de señalar a posibles novias. Ya tengo a la que quiero.

—¡Ay de mí! Un hombre impetuoso.

—¿Podemos volver ahora?

—Ni hablar. El director nos ha confiado una misión. Ahora, Zachary, deja de contemplarme y echa una mirada a tu alrededor. Es tu primer día en un país nuevo, en un continente nuevo. Tendrías que devorar las vistas como cualquier turista de la Cook.

Ahora que Edge y Autumn se habían alejado bastante de los olores portuarios de humo de carbón, vapor, sal y pescado, Livorno era más atractivo para el olfato que para la vista. Envolvía y endulzaba el crepúsculo incipiente el humo de leños que salía de las puertas de las cocinas. De cada jardín y ventana emanaban los olores acres, picantes, nada parecidos a un perfume, de flores anticuadas: cinnias, caléndulas, crisantemos. Autumn enseñó incluso a Edge un pequeño parque urbano que era pura fragancia: una fresca fuente en un bosquecillo compuesto exclusivamente de aromáticos limoneros. Incluso ahora, a principios de otoño, estaban aún cargados de fruta, que era a todas luces propiedad pública. Numerosos golfillos trepaban a los árboles para coger los limones y llenaban después latas y tarros con agua fresca de la fuente para mezclar el zumo de la fruta y el agua y vender la limonada por las calles.

Había mendigos por doquier, incluso en los barrios más elegantes, y no todos eran tan emprendedores como los chicos de la limonada. La mayoría se limitaba a permanecer en cuclillas o tendida sobre las aceras, con las mangas, faldas o pantalones levantados para exhibir horribles llagas. Alargaron la mano hacia Edge y Autumn, gimiendo uniforme y monótonamente: «Muoio di fame…»

—«Me muero de hambre» —tradujo Autumn—. No te apiades de ellos. Más de la mitad son farsantes sanos y fuertes e incluso los verdaderos lisiados podrían encontrar trabajo cosiendo redes en los muelles.

Así, pues, Edge sólo dio limosna a un mendigo, porque parecía auténtico y porque no los importunó. De hecho, sólo podía identificarse como mendigo por el cartel colgado de su cuello: «CIEGO». Llevaba gafas opacas y lo arrastraba por las calles un perro que tiraba de la correa con demasiado ímpetu para darle ocasión de acercarse a alguien. Edge casi tuvo que pararlos a la fuerza para poner una moneda de cobre en la mano del hombre. El ciego suspiró y dijo en un murmullo:

Dio vi benedica. —Sacudió la cabeza con desesperación, señaló al perro que aún pugnaba por seguir su camino y murmuró algo a Edge.

Autumn lo oyó, rió y dijo:

—Dale un poco más, Zachary. Dice que antes tenía un perro bien amaestrado, que se paraba por iniciativa propia siempre que veía a alguien dispuesto a la caridad, y esperaba con paciencia a que él contara la triste historia de que en el pasado había sido un curtidor próspero hasta que cayó en una de sus tinas y el ácido le cegó. Pero aquel perro murió y este nuevo es un inútil. Dice: «Ahora, cuando se detiene, suelo encontrarme contando la historia de mi vida a otro perro». —Rió otra vez, y también rió el ciego, aunque con tristeza—. Dale más, Zachary. Estas monedas sólo son centesimi. Dale una lira.

Mientras caminaban, Edge observó a Autumn que los yugoslavos vivían en un barrio demasiado distinguido para artistas de circo sin trabajo, pero cuando ella le condujo a la parte posterior de una de las mansiones, vio que los Smodlaka vivían en el fondo de un cobertizo de la propiedad. El cabeza de familia, un hombre de la edad de Edge, con abundante barba y cabellos rubios, se hallaba sentado en el umbral sin puerta, afilando ociosamente un palo.

Levantó la mirada al ver a Autumn, no saludó, hizo una mueca de disgusto, siguió cortando el palo y dijo en inglés:

—Hay que hacer algo cuando no se tiene nada que hacer.

—En vez de astillas, podrías hacer una muñeca para las niñas. Pavlo, te presento a Zachary Edge, director ecuestre de un nuevo circo que acaba de llegar del extranjero. Está aquí para ofrecerte un puesto en el espectáculo.

Svetog Vlaha! —exclamó el hombre. Se puso en pie de un salto, sacudió la mano de Edge y lo saludó en una serie de lenguas. Edge contestó:

—Encantado de conocerle.

Y a partir de entonces Smodlaka habló casi exclusivamente en inglés, incluyendo la orden que gritó hacia el oscuro interior del cobertizo:

—¡Venid, queridos! ¡Venid a dar la bienvenida!

Edge estaba ansioso por conocer a los niños albinos e incluso a la maltratada esposa, pero lo que salió en tropel de la oscuridad, profiriendo sonidos de alegría, fueron tres perros cruzados, pequeños y flacos. Smodlaka dio órdenes inmediatas —«Gospodin “Terry”, pravo! Gospodja “Terrier”, stojim! Gospodjica “Terriest”, igram!»—, y los perros empezaron a dar vueltas en tomo a Edge, uno sobre las patas traseras, otro cabeza abajo sobre las delanteras y el otro dando alegres volteretas.

Autumn dirigió a Pavlo una mirada de reprobación, se asomó al cobertizo y llamó:

—¡Gavrila, niños! ¡Salid también vosotros!

Cuando la primera se acercó tímidamente al umbral, retorciendo las manos contra un delantal de remiendos, Pavlo interrumpió sus órdenes a los perros gimnastas —«¡Mujer, trae vino!»— y ella desapareció de la vista como impulsada por un muelle.

Pavlo continuó ladrando como un perro a sus perros, mientras éstos, con el mismo silencio y eficiencia de los tres chinos del Florilegio, seguían con sus cabriolas. La mujer reapareció al cabo de un minuto con un pellejo de vino y tres tazas de madera pintada. Sin esperar otra orden, llenó y alargó las tazas a Autumn, Edge y su marido y siguió retorciendo su delantal. Detrás de este delantal asomaban, una a cada lado, dos caras de cera coronadas por cabellos de color paja.

—Mi mujer —gruñó Smodlaka, señalando con la cabeza en su dirección—. Su prole. —Hizo chocar su taza contra la de Edge y bebió un sonoro sorbo.

—Tienen nombres —dijo Autumn—. Gavrila, te presento a Zachary Edge. Zachary, los pequeños son Velja y Sava.

Zdravo —dijeron todos, estrechándole la mano con timidez. La madre era una rubia eslava, de tez clara y ojos azules como el padre, y era muy bonita, pese a la cara ancha y el cuerpo macizo.

Los dos niños eran tan extremadamente blancos que no podía distinguirse su sexo, y sus rostros de color paja casi parecían no tener rasgos —nariz pálida, labios pálidos, cejas y pestañas blancas—, exceptuando los ojos, impresionantes: pupilas rojas en el centro de unos iris plateados que lanzaban destellos de un rosa vivo cuando captaban un rayo de luz.

Gavrila miró de soslayo a su marido antes de preguntar a los visitantes:

—¿No han comido, gospodín, gospodjica? Tenemos pan y queso. Tenemos vino. Tenemos de todo.

—Ya hemos comido, gracias —respondió Autumn, y le alargó la bolsa de papel—. Aquí tienes algunos bocados para complementar tu abundancia, querida. Ahora hemos de atender a otras diligencias.

—Pero aún no han visto todo el número de mis protegidos —protestó Pavlo.

Los perros continuaban ejecutando sus frenéticas cabriolas, saltando uno sobre el otro en una complicada secuencia de baile.

—Toma a tus protegidos y a tu familia —dijo Autumn— y enséñalos a monsieur Florian en el hotel Gran Duca. Estoy segura de que le gustarán y los contratará. ¿Sabes dónde puedo encontrar a los eslovacos?

Prljav —dijo con desprecio Smodlaka—. Todos mendigan en la estación de ferrocarril. Llevando paquetes y esperando propinas. Degradándose.

—Mientras tú estás sentado, afilando un prestigio sin mácula —replicó Autumn, y añadió, dirigiéndose a Gavrila—: Espero veros mañana en el circo, a ti y a los niños. Vamos, Zachary. Sé dónde está la estación.

No estaba lejos. Como la mayoría de estaciones de ferrocarril, era bastante nueva y —como el ferrocarril, pese a todo su ruido y suciedad, era para cualquier comunidad una valiosa adquisición— había sido erigida en el mismo centro urbano, grande y ornamentada, con una fachada de mármol de Carrara. Tenía dos inmensos andenes de mármol a lo largo de dos parejas de vías, una de entrada y otra de salida, y esa zona de la estación no parecía nueva ni orgullosa, pues ya estaba cubierta de hollín y sombreada por una permanente cortina de humo que pendía de la bóveda de cristal sostenida por vigas.

Acababa de entrar un tren de Pisa y los pasajeros se empujaban y abrían paso a codazos, casi luchando para salir de los compartimientos y correr a hacer sus necesidades a los lavabos de la estación. Edge observó con interés que las locomotoras europeas funcionaban con carbón, como el buque de vapor Pflichttreu. Las máquinas despedían nubes de humo menos voluminosas que las de los trenes americanos, alimentados con leños, que Edge estaba acostumbrado a ver, y, desde luego, menos chispas; estas locomotoras no tenían las grandes y abultadas parachispas sobre sus chimeneas.

Sin embargo, el humo y ceniza que producían eran más grasientos y sucios y ennegrecían más los vagones del tren, a los pasajeros, los alrededores de la estación e incluso el paisaje que bordeaba las vías.

Tras la desesperada salida de los pasajeros, el tren descargó una asombrosa cantidad de equipaje: bolsas, baúles, maletines, maletas y gran número de enormes cajas de madera, cada una capaz de contener la tabla de una mesa grande, lo cual era evidente que no contenían, pues un solo mozo bastaba para bajarlas del furgón del equipaje al andén. Edge miró más de cerca una de ellas y vio que llevaba grabado: «CRINOLINA».

—¿Significa esto lo que me imagino? —preguntó a Autumn—. ¿Que en esta enorme caja sólo hay miriñaques?

—Uno solo —contestó ella—, la falda plegable de un vestido. Una en cada caja. ¿Cómo creías que transportaban las mujeres la subestructura de su vestuario? Ah, mira. Uno de esos mozos es Aleksandr Banat.

Llamó por señas a un hombre bajo, chato y mal vestido, que se le acercó al instante, quitándose la gorra informe para tirar de un mechón de sus cabellos. Autumn le habló en italiano y él respondió con gruñidos y alguna que otra palabra en la misma lengua. Luego tiró con tal fuerza del mechón que se inclinó hacia adelante. Indicó a Autumn y Edge que le siguieran por el andén, hasta donde los rieles salían a la luz del día.

—Dice que él y todos sus compatriotas eslovacos viven en cobertizos abandonados en el patio de carga —explicó Autumn—. Pana Banat es más o menos su jefe. Como debes haber observado, tiene un dedo y medio de frente. También sabe algo de italiano y entiende un poco el inglés.

Caminaron entre vías, traviesas, agujas, vagones viejos y furgones de mercancías. Al fondo de los desviaderos llegaron a una verdadera ciudad de cobertizos construidos con materiales de desecho: metal ondulado cubierto de óxido, cartón, lona, pero sobre todo cajas unidas de CRINOLINAS. La población de hombres sucios y andrajosos y algunas mujeres sucias y harapientas estaba sentada, aburrida y apática, o removía el contenido de latas colgadas sobre fuegos de desperdicios o arrancaba sabandijas de las costuras de su ropa o miraba con expresión sombría a los recién llegados. Banat caminó entre los cobertizos y volvió con media docena de hombres. Podían haber sido parientes próximos suyos, tan grande era el parecido: morenos, peludos, corpulentos. Banat los presentó con gesto ceremonioso, individual y efusivamente, pero Edge sólo entendió el prefijo general de Pana y unos nombres que sonaban como gargarismos.

—Dice que Pana Hrvat sabe tocar la corneta —tradujo Autumn— y que él toca el acordeón y que Pana Srpen incluso posee un trombón y Pana Galgoc y Pana Chytil saben tocar diversos instrumentos. En cualquier caso, todos ansían trabajar. De peones, músicos o lo que sea. —Dio instrucciones a Banat—. Pana Banat los reunirá a todos, hay cinco o seis más, y los llevará en seguida a ver a Pana Florian.

Pero antes Banat acompañó a Autumn y Edge hasta el final de los cobertizos, a la ciudad propiamente dicha, para que no tuvieran que regresar por el apartadero en la inminente oscuridad. Se encontraron en la parte comercial de Livorno, el barrio de la clase obrera, donde la noche y la niebla nocturna del mar se deslizaban juntas por las calles estrechas y tortuosas. Los faroleros hacían su trabajo a toda prisa, para mantener a raya a la oscuridad. Los faroles encendidos brillaban confusamente a través de la niebla, iluminando los escaparates de las tiendas, los tenderetes de la calle y las carretillas de afiladores, vendedores de pasta y de queso, talladores de coral, recogedores de malvas, vendedores de alpiste, reparadores de porcelana, todos gritando sus mercancías y servicios a los transeúntes que se dirigían a sus casas.

Entonces vieron bajar por la calle a un número considerable de gente que formaba un apretado grupo. Cuando pasaron bajo un farol, resultó evidente que eran una banda de mendigos —todos harapientos y sucios, algunos cubiertos de úlceras, otros lisiados y cojos, unos cuantos arrastrándose sobre manos y rodillas—, pero había algo todavía más extraño en el hombre que conducía al grupo y que caminaba con normalidad.

—Es el caballero John Fitzfarris —dijo Edge, y le llamó—. Hemos estado reclutando a nuevos colegas, Fitz. ¿Quién diablos son tus reclutas?

—Malditas garrapatas —respondió Fitz—. He salido a dar un paseo, porque me gusta encontrar los mejores lugares de cada ciudad nueva —sonrió—, y también los peores. Y en vez de esto, he terminado dirigiendo este desfile de repugnantes mendigos. —Miró con ira a la multitud de personas jóvenes y viejas, de sexo masculino y femenino. No buscaban piojos en su ropa ni gimoteaban «Muoio di fame»; le estudiaban simplemente, con una especie de muda admiración—. Les he echado todas las monedas que poseo, pero no puedo deshacerme de ellos. Creo que piensan que soy de su clase.

Autumn preguntó en italiano y un par de mendigos murmuró una respuesta. Dijo a Fitz:

—Esperan descubrir cómo te has pintado media cara azul. Por lo visto eres único en la profesión. Sin duda quieren probarlo en sus caras.

—Maldita sea —gruñó Fitz—. Me gustaría enseñarles cómo me lo hice. Jamás había visto un grupo de farsantes como éste. En algún momento de mi vida, yo también he caído en ello, de modo que sé distinguir lo falso de lo auténtico. ¿Veis aquel de allí? ¿El que tiene esas repugnantes úlceras y costras en la cara y los brazos?

—A mí me parecen reales —dijo Edge—. Y horribles.

—Es la escaldadura falsa. Te pones sobre la piel una gruesa capa de jabón y la salpicas de vinagre. Forma burbujas y ofrece un aspecto repugnante, como la lepra o algo así. Y aquel otro tipo es un epiléptico falso. Se cae en medio del arroyo, agita los miembros y saca espuma y atrae a una multitud de buenos samaritanos. Y aquella mujer flaca (su esposa, tal vez) se desliza entre los samaritanos y les vacía los bolsillos. Espero que esta basura no me persiga por toda Italia.

Autumn gritó inmediatamente a la plebe furiosas invectivas en italiano. Acobardados, se dispersaron y desaparecieron por diversos pasajes. Fitzfarris expresó a Autumn su más sincero agradecimiento y dijo que en lo sucesivo no saldría a la calle sin su máscara de cosméticos y acompañó a Edge y Autumn hasta el Gran Duca. Cuando los tres cruzaron el umbral, encontraron el vestíbulo lleno de personas que no eran los habituales huéspedes bien vestidos.

—Florian ha congregado a toda la gente nueva enviada por usted, señorita Auburn —explicó Mullenax, mirando y fumando un negro y retorcido cigarro italiano, cuyo rancio aroma no dominaba del todo el fuerte olor de su aliento, que sugería una temprana y bien aprovechada visita al bar del hotel—, y está examinando sus salvoconductos. Ya ha contratado a la familia de los perros y encargado una habitación para ellos. Ahora habla a esos trabajadores.

—Supongo que debería ayudarle en esta conversación —dijo Edge a Autumn—. Tú puedes hacer de intérprete.

—No —respondió ella, con firmeza—. Tenemos que ensayar, algo, ¿recuerdas?

Así, pues, aunque era muy temprano, dijeron buenas noches a Fitzfarris y Mullenax y se retiraron. Edge tenía una habitación para él solo y fueron allí en lugar de a la caravana de Autumn, porque ella quería aprovecharse del cuarto de baño del hotel. Una sirvienta corrió a llenar la bañera y volvió poco después para acompañar a Autumn y ayudarla en sus abluciones. Autumn fue al baño completamente vestida, exceptuando el sombrero y la sombrilla, porque no tenía bata y el cuarto de baño se hallaba a una distancia considerable a través de los pasillos. Y por la misma razón, volvió completamente vestida a la habitación de Edge.

—Para no provocar un escándalo —dijo a éste—, me he tenido que desabrochar todos los botones y deshacer todos los lazos y luego, después del baño, abrocharlos de nuevo. Ser modesta es una tarea muy ardua.

—Entonces, seamos inmodestos —sugirió él— y realmente escandalosos. Permite que sea yo quien te desabroche ahora.

Por primera vez en su vida, Edge experimentó el inefable placer de desnudar con sus propias manos a una mujer deliciosa, vestida con las numerosas capas de tela y adornos del atuendo europeo para calle. Durante el resto de su vida no olvidaría nunca la novedad, los matices y las sutilezas que precedieron aquella noche al acto de hacer el amor. Fue como disfrutar de una desfloración casta antes de la unión en sí… como arrancar suavemente los pétalos, uno tras otro, de una peonia o una camelia o cualquier otra flor de muchos pétalos.

Mientras Autumn se sometía a sus manipulaciones, mostraba —además de todo lo que llevaba puesto— aquel esbozo de sonrisa traviesa, acompañado de los hoyuelos. Se mantenía, paciente, en medio de la habitación iluminada, como una niña que se deja preparar por su niñera para ir a la cama. Como Edge no era una niñera, tardó mucho en desnudarla, pero para él fueron unos preliminares encantadores. Y mientras se dedicaba a esta ocupación, su mezcla de cuidado minucioso y torpe ansiedad pareció excitar también a Autumn, que temblaba, de un modo ligero pero perceptible, cada vez que sentía su contacto en el cuerpo.

Edge, tras cierto estudio y deliberación, empezó por desenganchar el adorno de bolitas de ámbar que rodeaba el generoso escote. Cuando lo hubo quitado, el percal amarillo pálido de debajo se onduló lo suficiente para dejar ver el espacio entre las suaves redondeces de sus pechos, lo cual hizo detener a Edge para sumirse un minuto en la más pura admiración, y esto provocó en Autumn un suspiro hondo y trémulo que convirtió la observación de sus pechos en algo todavía más interesante. Entonces Edge se sobrepuso y consideró el paso siguiente, decidiendo que consistiría en desabrochar los diminutos botones de perla gris de sus puños bordados. Para sus dedos grandes e inexpertos, fue una tarea muy difícil, pero entonces siguieron los botones más grandes que cerraban en la espalda la blusa de percal, y éstos fueron más fáciles. Sin embargo, cuando estuvieron desabrochados, algo mantenía unidas las dos mitades de la blusa entre las clavículas de Autumn. Esta tuvo que ayudar por primera vez, alargando las manos hacia atrás para enseñarle cómo funcionaba un corchete. Después, para ayudarle más, agitó los hombros, se bajó las mangas de la blusa y la tiró sobre la cama.

La capa siguiente era un complejo de cintas de satén elástico que le pasaban por los hombros y se cruzaban sobre la camisa de batista para sujetar la falda de percal amarillo. Edge investigó y descubrió que podían quitarse deshaciendo los lazos de la cinturilla de la falda. Luego tuvo que quitar la cinturilla, y a continuación, aflojar todas las cintas que pasaban por unos pequeños ojales desde la cintura al bajo de la falda, ocultos bajo un volante. Una vez hecho esto, Autumn desenvolvió la falda amarilla y también la tiró sobre la cama. Todavía iba envuelta de la cintura a los tobillos por el artilugio que había sostenido la amplia falda, aros horizontales de alambre tieso, colgados de tiras de ropa, cuyo tamaño aumentaba a partir del talle hasta alcanzar dimensiones extravagantes en torno a los tobillos. Sin embargo, sólo fue preciso desabrochar las tiras para que los aros cayeran a sus pies en un montón de círculos concéntricos. Autumn salió de este cerco, lo apartó de un puntapié y se quitó al mismo tiempo las zapatillas de fina piel amarilla.

Autumn no estaba todavía desnuda, pero sí mucho más que la mayoría de mujeres en esta fase de la operación. No llevaba cubrecorsé ni corsé con ballenas para estrecharse la cintura y tampoco una combinación «rellena» para darle un busto falso. No necesitaba semejantes ayudas artificiales. Aunque continuaba de pie como una niña obediente a quien preparan para ir a la cama —y quizá no era más alta que una de las chicas Simms—, Autumn Auburn no podía confundirse con una niña. Encima y debajo del talle que Edge podía abarcar con sus dos manos, los pechos, caderas y nalgas tenían bellas proporciones femeninas.

La siguiente capa visible de ropa era la camisa de batista blanca, larga hasta la cintura y sin mangas, sostenida por finos tirantes, y unas amplias enaguas con volantes de barato encaje de Valenciennes, hecho a máquina. Cuando Edge desató las cintas que sujetaban las enaguas al talle, haciéndolas resbalar hasta el suelo, quedó al descubierto otra capa de ropa. Autumn aún llevaba un par de calzones —con finos pliegues y ribeteados de encaje de Hamburgo— y medias de hilo de Escocia acanalado, sostenidas por ligas, con rayas blancas y azules bastante marcadas en la parte alta de los muslos, pero de tono amarillo pálido en el resto de las piernas y un adorno en los tobillos.

Edge hizo resbalar las medias hacia abajo una por una y con mucha lentitud, tanto para gozar de la gradual y provocativa revelación de las piernas desnudas como para disfrutar del temblor que inducía este movimiento lento en la propia Autumn. No temblaba de vergüenza; sus piernas no eran nada de que avergonzarse; habrían hecho honor a cualquier estatua clásica de una ninfa danzarina. Eran firmes y tenían músculos duros, sin ser musculosas, delicadamente moldeadas y cubiertas por una piel color de melocotón que invitaba tanto a una caricia como los melocotones auténticos. Edge no se habría extrañado de encontrar duras y encallecidas las plantas de los pies de una volatinera, pero las de Autumn eran tan aterciopeladas al tacto como los muslos y pantorrillas, y comprendió que probablemente tenían que conservarse suaves… sensibles a cada temblor de la cuerda floja.

Una vez quitadas las medias, Edge se levantó para contemplarla, entre satisfecho y calculador: la capa siguiente debía de ser la última. Ahora sólo llevaba la fina camisola en el torso y los calzones debajo. Cuando le levantó la camisa hacia la cabeza, ella alzó los brazos y así vio él que Autumn no era partidaria, como Pimienta y Paprika, de conservar el pelo bajo los brazos para excitar al público masculino. Iba bien afeitada y tenía en cada axila una constelación menor de pecas castañas. Esto resultaba un poco extraño, porque no tenía una sola peca en la cara, garganta o los hombros o —como resultó evidente cuando la camisa estuvo fuera— en cualquier otra parte del tronco. Más adelante Edge consideraría otro atractivo de Autumn, conocido sólo por él, que todas sus pequeñas pecas castañas estuvieran escondidas bajo los brazos y que ninguna otra interrumpiera la nacarada perfección de su cuerpo. Ahora, sin embargo, estaba demasiado complacido observando sus encantos más obvios y aún más atrayentes.

Al quitarle la camisa, los pechos le saltaron alegremente, como felices de liberarse incluso de aquel confinamiento tan ligero, y eran una vista para hacer feliz a cualquier hombre. Pero Edge sólo les dedicó un momento. Cuando se inclinó para coger la cinturilla elástica de la última prenda de la muchacha, plantó un rápido beso en cada uno de los pezones castaños que sobresalían de su aureola también castaña, y pasó la leve prenda por el triángulo de rizos castaños, todavía húmedos del baño de Autumn —que de paso también besó— y la bajó hasta los bonitos pies, cada uno de los cuales besó mientras ella salía de la última pieza de su atuendo.

Arrodillado como estaba, Edge pudo observar ahora que Autumn tenía deliciosos pétalos en sus partes más secretas, igual que los de sus ojos. Los muslos un poco separados revelaban la excitación y el invitador resquicio abierto entre delicados y brillantes labios rosados, parecidos a los bordes de las petunias húmedas de rocío. Tras un minuto de amante contemplación de esta parte de ella, Autumn dijo con voz trémula, pero traviesa:

—No has terminado del todo tu tarea. Aún no estoy completamente desnuda. —Levantó su ondulante cabellera castaña para enseñarle las perlas grises de imitación que cubrían los lóbulos de sus orejas.

—Puedes dejártelas puestas, si quieres —dijo Edge—. Si no quieres ser completamente inmodesta, desvergonzada y escandalosa.

—¡Oh, pero quiero serlo! —gritó ella, quitándose los pendientes y tirándolos—. ¡Quiero serlo! —cantó, echándose sobre la cama—. ¡Quiero serlo, quiero serlo!