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Cuando los pasajeros subieron a cubierta al día siguiente para ver a los animales antes del desayuno, aún podía verse tierra a ambos lados del Pflichttreu. Las máquinas funcionaban vigorosamente y la hélice dejaba en el agua una estela de espuma. Sin embargo, como una mujer gorda que anda con pies activos y rápidos pero avanza despacio, el barco parecía moverse con lentitud a pesar de sus esfuerzos. El capitán Schilz estaba en cubierta, observando a la tripulación regar con mangueras para eliminar del suelo por lo menos un poco del hollín acumulado durante la noche. No obstante, como el buque se movía a un ritmo tan lento, no podía escapar de sus propias emanaciones y el hollín seguía acumulándose casi tan de prisa como era eliminado.

Guten Morgen, enanito —dijo el capitán en tono amable.

—Eso de allí aún no es Europa —respondió inmediatamente Tim Trimm, con voz aguda—. ¿Está seguro de que este cubo se mueve?

El capitán Schilz le dirigió una mirada altanera.

Herr Miniatur, ¿ha llamado lento a mi buque? No es lento. Es moderado.

—Y además tiene ratas —dijo Sarah. Se volvió hacia Edge—: En tierra, Jules ya se había acostumbrado a que los ratones corrieran por su caja. Pero anoche, cuando fui a cambiarle las vendas, estaba muy nervioso. Había visto trepar hasta su cama unas ratas muy grandes y feas.

El capitán replicó, con pesado humor teutónico:

Gnädige Frau, ¿le gustaría de verdad viajar en un buque abandonado por las ratas?

—Lo que a mí me gustaría, querido capitán —dijo Pimienta—, es que su moderado barco se moviera por lo menos moderadamente más de prisa que su propio mal aliento. ¿O tendremos que soportar la suciedad y el mal olor hasta el otro lado del charco?

Damen und Herren —anunció el capitán, sonrojándose por el esfuerzo de dominar su genio—, mi profesión ser antes la de oficial de la marina hasta que, en contra de mis deseos, se me nombró capitán de esta caldera. A bordo de un buque decente, yo no haber aceptado nunca algo tan abominable como un Zirkus. —Su voz se tornó más alta y airada—. Ustedes estar aquí sólo porque ahora yo ser un simple Mechaniker, ¡y no importarme nada la mísera carga que llevo en esta maldita olla!

Los artistas hicieron muecas de indignación, pero no se atrevieron a interrumpir cuando el capitán Schilz prosiguió con furia contenida:

—Estar condenado a este Schmutzfink hasta el día en que los propietarios darse cuenta de que ser imposible cruzar el Atlántico sólo con vapor. Ja, un barco carbonero como éste, con cuatro mil quinientas toneladas de carbón en sus bodegas, poder hacerlo, ja. Pero consume veinticinco toneladas diarias. Si usar las máquinas durante todo el viaje, no quedarme nada de carga al llegar a puerto. Así que yo no quemar más carbón del necesario. En cuanto nosotros llegar a mar abierto, y aunque soplar un viento mínimo, les prometo que yo parar las malditas máquinas e izar unas buenas velas.

—Sentimos haber criticado su buque —dijo Florian con diplomacia—. Lo hace mucho mejor usted mismo.

El capitán, después de soltar su propio vapor, se calmó.

—Ahora, venir todos a tomar Frühstück.

Como podían haber esperado en un navío bajo mando prusiano, el desayuno fue bueno, alimenticio y abundante. El cocinero renano, conocido por el nombre de Doc —según Florian, todos los cocineros de barco se llamaban así—, tenía muy mal genio, algo también común a todos los cocineros de barco, dijo Florian. Raramente salía de su pequeña cocina, donde mantenía una conversación ininterrumpida consigo mismo, consistente en su mayor parte en quejas sobre su despensa, equipamiento, sueldo y horario de trabajo y el paladar indiferente del marinero medio. El camarero, Quashee, era diferente. Un caribeño negro y corpulento, hablaba un inglés casi oxfordiano y servía la mesa con los modales educados de un mayordomo profesional.

El primer y segundo oficial y el ingeniero jefe también comían en la mesa del capitán cuando no estaban de guardia. Eran, respectivamente, de Hesse, Sajonia y Baviera, pero todos hablaban inglés casi tan bien como el capitán. En realidad, pese al hecho de que la tripulación incluía casi todas las nacionalidades de Europa occidental, el inglés era prácticamente la lengua oficial de todo el navío. Quizá porque Gran Bretaña era la principal constructora de máquinas para buques, casi toda la «pandilla negra» del barco y un buen número de marineros eran ingleses, galeses o irlandeses, así que todos los insultos, órdenes, instrucciones y preguntas, fuera cual fuese la lengua en que se proferían, tenían que repetirse en inglés para que todos los entendieran.

Sólo las personas blancas del circo comían en la mesa del capitán. Sin embargo, al cortés Quashee no le importaba llevar bandejas al camarote de los Simms ni a cubierta para Hannibal, y tampoco, por supuesto, a Rouleau. Aquella primera mañana, los miembros de la compañía consiguieron escamotear de la mesa del desayuno algunos panecillos, encurtidos y lonchas de carne fría que luego llevaron al carromato del museo para los agradecidos chinos. Poco después, no obstante, resultó evidente que el capitán Schilz consideraba a los chinos igualmente detestables que cualquier otra persona relacionada con un Zirkus y no le importaba nada que hubiesen pagado o no el pasaje, así que al cabo de unos días, cuando Magpie Maggie Hag hubo cortado y cosido trajes de acróbata para los tres, por lo que pudieron vestirse decentemente, les permitieron salir del carromato y mezclarse con sus nuevos colegas. Quashee les daba de comer al mismo tiempo que a Hannibal y sólo volvían al museo para dormir.

El segundo o tercer día, los miembros del circo que se habían quejado de la lentitud del buque en salir de la bahía de Chesapeake tuvieron razones para desear haber gozado más de aquellas horas y rezongado menos. Porque cuando el Pflichttreu dobló por fin el cabo Charles y puso rumbo al este para entrar en el Atlántico, el capitán Schilz dio una orden en alemán que el contramaestre pasó a la tripulación, gritando en inglés:

—¡A tender la colada, muchachos!

Los hombres treparon a los obenques para largar las velas de las vergas. Cuando las velas estuvieron izadas, el capitán dio otra orden, y al detenerse las máquinas se produjo un silencio súbito y casi escalofriante. Los pasajeros se habían acostumbrado tanto al continuo rumor mecánico, que no oír otra cosa que los sonidos normales del barco y el viento entre las jarcias los sobrecogió como si se hubieran vuelto sordos de repente. Florian gritó:

—¡Rápido, Abdullah, ve a calmar a Brutus! ¡Barnacle Bill, corre al furgón de la jaula para tranquilizar a Maximus! ¡Sir John, Hacedor de Terremotos, coronel, venid a popa conmigo para sujetar a los caballos! ¡De prisa!

Algunos le miraron sorprendidos, pero le obedecieron y pronto vieron por qué. De los pasajeros varones, sólo Florian había navegado una vez a vela, así que fue el único en comprender lo que iba a ocurrir. Mientras navegaban por la bahía, el carbonero sobrecargado se había mantenido horizontal y estable como una pista de circo, pero ahora, navegando a vela y en mar abierto, el Pflichttreu, a pesar de su mole y su peso, dio un bandazo largo y crujiente y se inclinó mucho a babor. Los animales tuvieron que bailar para no perder el equilibrio en la cubierta inclinada —al igual que los hombres, mientras los acariciaban y les hablaban en tono cariñoso—, y todos se tambalearon unos momentos hasta encontrar el equilibrio, pues la cubierta permaneció ladeada.

Cuando los caballos y cerdos parecieron haberse adaptado a su nueva postura, Edge se apresuró a ir al camarote de Rouleau para cerciorarse de que su pierna no había perdido la inmovilidad.

—No se ha movido, menos mal —dijo Edge—. Y mientras no lo haga, el balanceo del barco tiene que ser bueno para ella. Hará circular la sangre. ¿Cómo te encuentras, Jules?

—Me duele —contestó Rouleau, cansado—. Pero merde alors, siento más tedio que dolor. Maggie dice que las heridas se están curando. Espero que ocurra lo mismo con los huesos.

—Creo que mejoras mucho. Dentro de una semana, subiremos tu jergón a cubierta un rato todos los días, para que tomes el sol.

—Entonces, entretanto, déjame laisser pisser les mérinos. Di a Clover Lee que traiga cada día sus libros, y también los otros niños, y continuaremos las lecciones.

El buque conservó la inclinación a babor durante las cuatro horas siguientes y para entonces los pasajeros —y probablemente los animales— creyeron que ya habían aprendido a navegar. Pero entonces oyeron otro grito: «¡A sotave-ento!», que ocasionó más gritos del puente a cubierta y viceversa:

—¡Media vuelta!

¡Virar la vela mayor!

—¡A las escotas!

—¡Soltar y virar!

Ondeó la lona, chirriaron los motones, resonaron los mástiles y el buque entero crujió, dio bandazos y se inclinó acusadamente hacia el otro lado, el de estribor, y todos los pasajeros, humanos y animales, tuvieron que encontrar un nuevo equilibrio. En lo sucesivo, durante cada trecho de la travesía en que el capitán Schilz podía navegar a vela, mantuvo el mismo rumbo a lo largo de unas cuatro horas y dio la orientación contraria a las velas para las cuatro horas siguientes. Las primeras veces que esto ocurrió, los miembros de la compañía tuvieron que soportar las burlas de los marineros que los observaban —«¡Mira cómo bailan!»—, pero a los pocos días todos ellos, incluso la pesada Peggy, los chinos dentro de su jaula y Rouleau, acostado en posición supina, aprendieron a adaptarse a los bandazos sin ningún esfuerzo y lo hacían incluso dormidos.

Sin embargo, no sólo tuvieron que adaptar las piernas, sino también los estómagos. Los primeros dos días en el océano fueron muy desagradables para casi todos los que no habían viajado nunca por mar. Cuando, en un momento dado, la borda estuvo ocupada por Mullenax, Trimm, Hannibal, Sarah y Clover Lee, Fitzfarris, Domingo, Lunes, Martes y Quincy —todos arrojando la buena comida que Doc y Quashee les habían dado—, Florian se sorprendió de no ver a Edge y Yount en el mismo estado y posición.

—Oh, nosotros estamos vacunados —explicó Yount—. El ejército de los Estados Unidos tuvo la bondad de fletar un barco de vapor para llevarnos de Nueva Orleans a México. El Portland era un vapor de ruedas laterales, y bastante estable, pero en el Golfo nos alcanzó una borrasca y todos devolvimos la primera papilla, puedo asegurárselo.

—Sí, es cierto que un ataque de mal-de-mer suele inmunizar a las personas —asintió Florian—. Haríais un gran favor a los mareados si se lo dijerais.

Al día siguiente, la mayoría se había restablecido y, al otro, todos estaban bien menos Tim Trimm, que resultó ser uno de los pocos desafortunados que al parecer no adquieren nunca un estómago marinero. Pasaba casi todo el día agarrado a la borda y tenía que salir corriendo de su camarote todas las noches, a intervalos imprevisibles. Nunca entraba en el comedor, subsistiendo a base de galletas y agua, el único alimento que podía aguantar, y sus ojos de pescado moribundo no tardaron en parecer los de un muerto.

—Ya es bastante desgracia encontrarse tan mal —confió Tim a sus colegas—, pero aún es peor que ese capitán Sauerkraut entre todas las mañanas para preguntar si estoy mareado. ¿Es que no puede verlo, el hijo de puta?

Paprika se rió, burlona.

—Si entendieras el alemán, hombrecito, te darías cuenta de que el capitán sólo bromea. Te pregunta: «¿Cómo está?», pero en plan de chunga. «Wie hefinden Sie sich?» ¿Comprendes? Es un juego de palabras.

—En realidad, el capitán es un tipo decente —dijo Pimienta—. Está claro que desprecia a los que se marean, pero es galante con nosotras, las damas.

—E impide que algunos marineros lo sean demasiado —observó Sarah—. Todo lo que hacen es mirar de reojo y con lascivia cuando enseñamos una pierna.

—Mierda. Espero que el galante capitán se caiga por la borda y se ahogue —gruñó Tim, y continuó pasando los días junto a la regala.

No obstante, siempre que le era posible elegía la borda a la que estaba atada Peggy, para que el elefante le ocultara a la vista de los mirones.

Los otros miembros de la compañía, en cuanto la novedad de viajar por mar cedió el paso a la monotonía de la navegación, se dedicaron a sus diversas especialidades. Magpie Maggie Hag, después de hacer las pequeñas mallas de acróbatas para los tres chinos, cosió otra vez la banda de desgarre del Saratoga y luego hizo trajes nuevos para los otros artistas —mucho mejor cosidos y adornados con más lentejuelas que los viejos—, incluyendo uniformes de pista para el coronel Ramrod y Barnacle Bill, totalmente cubiertos de trencillas doradas, alamares y charreteras. Las mujeres del circo estuvieron más encantadas que los hombres con estos trajes de repuesto, que les permitirían pasar menos tiempo lavando, por lo menos cuando llegasen a tierra, ya que en un barco carbonero no había modo de estar limpio.

El buque estaba mucho menos cubierto de hollín desde que habían parado las máquinas y soplaba el viento, pero aun así, la bodega parecía despedir polvo de carbón y siempre salía un poco de humo de la chimenea. Los marineros, que en cualquier otro tipo de buque habrían pasado su tiempo libre rascando óxido o dando capas de pintura, en el Pflichttreu tenían que dedicarse a la tarea propia de Sísifo de barrer y fregar sin interrupción. Así, pues, los trajes circenses, tanto viejos como nuevos, se guardaron en los baúles de los camarotes y los artistas sólo llevaban monos usados o vestidos viejos y raídos. Y cuando éstos estaban demasiado sucios, las mujeres los lavaban del modo que los marineros llamaban «limpieza de Maggie», atándolos juntos a un cabo, lanzando el bulto al mar y arrastrándolo por el agua salada.

Algunos artistas podían ensayar sus rutinas y trabajar en números nuevos aunque el buque navegara a vela y, por lo tanto, escorado. Hannibal podía hacer malabarismos con cualquier cosa que tuviera a mano, desde pasadores a la mejor cristalería del comedor, por muchos bandazos que diera el barco, y también los chinos, usando los pies y dedos de los pies, y Yount podía hacer sus ejercicios con una bala de cañón en la nuca. Edge, usando una de las carabinas Henry de repetición, disparaba a las gaviotas que se congregaban siempre que Doc vaciaba por la borda los desperdicios de la cocina.

—¿Por qué gastar municiones en aves que no podemos comer? —le preguntó Sarah.

—Tengo que aprender las querencias de la carabina —contestó Edge—. El mejor tirador del mundo no acertaría a Peggy con una arma desconocida, aunque hubiera usado siempre el mismo modelo y marca. Cada arma salida del mismo armero tiene sus peculiaridades. Esta dispara un poco hacia arriba y a la izquierda, pero creo que ahora ya la domino.

Y para probarlo, se llevó la Henry al hombro y acertó de pleno a un petrel que sobrevolaba el buque.

Bajo la tutela de Pimienta y Paprika, Domingo y Quincy Simms continuaron sus ejercicios de calistenia. Además de hacer otras contorsiones más complejas, los dos tenían que llevar cada día a cubierta una silla del comedor y, cogidos al respaldo, practicar los «ejercicios complementarios», extender de lado la pierna izquierda y luego la derecha, después hacia adelante y por último hacia atrás, manteniendo cada posición durante cinco minutos sin el menor temblor. Y tendrían que hacerlo toda su vida, dijo Pimienta —como hacían ella y Paprika—, para asegurar el mantenimiento de su «equilibrio». Quincy, como ya se esperaba, era el más flexible de la familia Simms. Ahora era capaz de mantenerse derecho incluso en una cubierta inclinada, echarse hacia atrás sin ayuda y no sólo poner las manos en el suelo, sino agarrarse con ellas los tobillos y sacar la cabeza por entre las rodillas.

Mullenax tuvo la prudencia de no entrar en la jaula para ensayar con Maximus los números viejos o intentar algunos nuevos, y Pimienta no levantaba la pértiga, ni con Paprika ni sin ella, excepto cuando el buque navegaba totalmente horizontal, lo cual hacía, por otra parte, con bastante frecuencia. El Pflichttreu, chato, pesado y provisto de escaso velamen, requería para moverse un viento raudo, incluso de popa, y era incapaz de moverse ciñendo el viento. Por esto ardía siempre un pequeño fuego bajo las calderas y los oficiales e ingenieros de guardia habían desarrollado un sexto sentido que les decía cuándo había que atizar el fuego porque era probable que se necesitaran las máquinas. Así, cuando el viento empezaba a amainar, o venía de través, y el oficial del puente indicaba que pusieran en marcha las máquinas, los negros marineros podían hacerlo antes de que el buque perdiera velocidad.

Lunes Simms era igualmente sensible en lo referente a las máquinas. Después del primer día a bordo, había dejado de frotarse continuamente los muslos uno contra otro al ritmo de los temblores del barco. Ahora sólo caía en su peculiar trance cuando, por razones de navegación, el puente ordenaba un cambio en la velocidad de las máquinas o cuando, por razones mecánicas, los marineros hacían algún reajuste en el funcionamiento de las mismas. Hiciera lo que hiciese —lustrar los arneses, lavar al «estilo Maggie» o ayudar a Quincy a recoger con una pala excrementos de los animales y echarlos por la borda—, Lunes sentía el cambio de ritmo antes que nadie y los ojos se le ponían vidriosos y los muslos empezaban el frotamiento.

Mullenax también estaba hechizado por las máquinas del buque, pero de un modo diferente. Como había demostrado guardando como un tesoro el artefacto que resultó ser el globo Saratoga, Abner era un hombre interesado en aparatos y accesorios, inventos nuevos y armatostes en general. Así, pues, por curiosidad, solía bajar a las entrañas del buque siempre que se le presentaba la ocasión. Durante unos días no se aventuró más abajo del angosto pasillo donde pendía la pizarra del ingeniero y varios indicadores de cristal verdoso en que el nivel del agua subía o bajaba según el balanceo del buque. Desde allí, Mullenax podía contemplar el espacio largo y estrecho entre las carboneras, un lugar atestado de maquinaria: hierro negro, acero resplandeciente, balancines protuberantes como patas de saltamontes gigantescos, tuberías enrolladas y entrelazadas, cubiertas por una capa de sal y de hongos. La iluminación de la sala era escasa, salvo cuando la puerta abierta de un horno alumbraba el lugar como una visión del infierno. Los que trabajaban allí podrían haber sido demonios —medio desnudos, ennegrecidos por el carbón, relucientes de sudor— moviéndose arriba y abajo del pasillo, entre el alto volante y el eje horizontal en movimiento, engrasando perpetuamente cosas con sus aceiteras de pico largo.

Al final Mullenax llegó a ser allí una figura tan familiar que el ingeniero jefe —un muniqués bajo, rechoncho, rubicundo, calvo y de edad mediana, llamado Carl Beck— sintió simpatía hacia él y le llevó abajo, entre las máquinas, y le enseñó y explicó los detalles.

—Los hombres siempre engrasar porque el bloque, el eje del túnel y el collar deber estar siempre lubricados. —El ingeniero Beck también tenía tendencia a quejarse de la actitud hacia los ingenieros adoptada por el capitán Schilz y la jerarquía superior de la marina mercante—: Los oficiales de la antigua escuela, todos marinos muy rígidos, llamarnos simples atizadores. Desaprobar el rango y los privilegios que nosotros tener. Scheisse! Aunque todavía mandar todos los barcos y hacer todas las leyes, ellos no saber nada de nuestras habilidades, de la vigilancia requerida, de las complicadas máquinas compuestas y del control del vapor letal.

—A mí me parece que usted lo hace a la perfección —dijo con sinceridad Mullenax—. Supongo que el vapor no elevaría un globo, ¿verdad?

Wie, bitte? —preguntó Beck, sorprendido—. ¿Querer decir Luftballon? Nein, nein. Para globo necesitar Wasserstoff hidrógeno.

—Alguien dijo que necesitaríamos un generador.

Ja. Para hacer el hidrógeno. Ein Gasentwickler.

—¿Podría usted fabricar uno?

—Creo… bueno, haber diferentes tipos. Para generar por descomposición del agua, usted necesitar un aparato grande como este buque. Lo mejor ser un generador móvil. Emplear la acción del aceite de vitriolo sobre limaduras de hierro. Ja, esto poder hacerlo. Veamos… —Bajó la pizarra que registraba la presión del vapor, la presión del vacío, la temperatura del agua, etc. Limpió un pequeño espacio y cogió un poco de yeso—. Zunächst… ¿cuánto gas necesitar su globo?

—Setecientos metros cúbicos. Lo recuerdo bien.

Beck escribió y murmuró después:

Sagen wir… setecientos kilolitros.

—Dicho así, parece mucho más pequeño.

Pero Beck ya no le escuchaba; estaba calculando y murmurando para sus adentros, así que Mullénax subió a cubierta y buscó a Florian.

—Ese hombre sería una buena adquisición, señor Florian. Está harto de ser un simple ingeniero de barco. Apuesto algo a que si le ofreciera el puesto de nuestro ingeniero de gas, lo aceptaría al instante. Pero además de esto, Carl tiene una gran afición. Suspira en secreto por ser músico. Dice que sabe tocar tres o cuatro instrumentos.

—¡No! ¿Un mecánico aficionado a la música?

—¿Y sabe qué más? Ha juntado su oficio y su afición y en su casa de Mernchin, dondequiera que esté, ha construido uno de esos calíopes que usted siempre dice que le gustaría poseer.

—Maldita sea —exclamó Florian con los ojos brillantes—. Casi demasiado bueno para ser cierto. Un ingeniero jefe que es músico y tiene además su propio órgano de vapor. Sí, el jefe Beck es sin duda un hombre a quien merece la pena cultivar.

—Bueno, tengo una sugerencia que hacer sobre esto. Carl se preocupa siempre por el estado de su hígado, por su calvicie y por lo insalubre que es trabajar todo el día con ese estrépito, calor y mal olor. De vez en cuando le doy un trago del tónico de mi jarra. Pero he pensado que tal vez… si la vieja Maggie tiene alguna receta para hacer crecer el cabello…

—Maldita sea —repitió Florian—. Para tener sólo un ojo, Barnacle Bill, ves mucho más que la mayoría de nosotros con dos.

Mientras tanto, Pimienta había conseguido un favor de Stitches, el velero del barco, un galés enjuto que podía tener la edad de Florian pero parecía mucho más viejo. Lo había convencido para que hiciera, bajo su dirección, un accesorio para el número en que se colgaba de los cabellos: un artilugio pequeño pero resistente que consistía en una tira de lona fuerte, un aro de metal y una hebilla también de metal. Mientras Stitches dejaba libre una polea y una tira de aparejo del mastelero de proa, Pimienta se recogía los largos cabellos en una trenza apretada, la ataba con la tira de lona, pasada por la hebilla, y le daba unas vueltas complicadas hasta formar un bonito moño en la nuca, sujeto firmemente al aparato. Stitches cogió el extremo del cabo y lo anudó con manos expertas al aro de metaly luego, obedeciendo, aunque con aprensión, el «houp… là!» de ella, tiró del cabo, con suavidad y fuerza al mismo tiempo, levantando a Pimienta de la cubierta y elevándola entre los obenques.

Para entonces ya se habían congregado los miembros de la compañía y varios marineros y oficiales, que vitorearon a Pimienta cuando, colgada a unos seis metros de altura sobre la cubierta, suspendida sólo de sus propias trenzas —tan tirantes, que tenía los ojos oblicuos y una sonrisa de máscara—, ejecutó una serie de poses, giros y volteos acrobáticos. Después indicó por señas al velero que la bajara, saludó para agradecer los aplausos de admiración, se deshizo el moño, agitó los cabellos hasta que soltó la trenza y lució la melena ondulada de siempre y se llevó el nuevo accesorio para guardarlo en el camarote de las mujeres. Luego, como había hecho Mullenax, dio un informe confidencial a Florian.

—Es muy hábil con aguja, dedal y palma, y no le asusta probar trabajos nuevos. Habiendo perdido a nuestro pobre Ignatz, quizá necesites un encargado de la lona. Estoy segura de que este viejo odia el vapor tanto como el capitán, porque hoy en día tiene muy poco que hacer. Su oficio está desapareciendo. Podrías tantearlo para saber qué opina de unirse a nosotros.

—Lo haré —respondió Florian—. ¿Cómo has dicho que se llama?

—Dai Goesle. Uno de esos horribles nombres galeses más fáciles de decir que de escribir. —Lo deletreó—. Pero se pronuncia Gwell.

Fitzfarris era el único de la compañía que no tenía ningún número que ensayar o mejorar, así que era el más expuesto al aburrimiento. Por esto, a fin de encontrar una ocupación, tanto para sí mismo como para Rouleau, fue al camarote del convaleciente y pidió ser instruido en el arte de la proyección vocal.

—Bien. Para empezar —contestó Rouleau—, el engastrimitismo y la ventriloquia, lo que prefieras, significan «hablar con el vientre». Sin embargo, los griegos y romanos lo llamaban así sólo para impresionar a los patanes. El vientre no interviene para nada en esto y en realidad no hay nada que aprender, es cuestión de práctica. Todo lo que debes hacer es emplear una voz que no es la tuya y no mover los labios mientras hablas. El resto es distraer la atención del público con tus gestos y expresiones faciales.

—Pedro el pianista pisó un pie… —Fitz lo intentó y se dio por vencido—. Vamos, Jules, es imposible decir esto sin mover los labios.

C’est vrai, así que no lo dices. No dices ninguna palabra que tenga consonantes labiales. No obstante, si has de decirlas sin falta, hay un modo de disimular. Di Fedro el Pianista en vez de Pedro el pianista. En vez de bola, di dola y en vez de manta, di nanta. Ningún movimiento de labios. Nadie se fija en una palabra de éstas dentro de una frase. La gente siempre oye lo que espera oír. De dónde lo oiga dependerá de tu buena actuación. Como harás el número en cubierta, trabajarás más cerca de tu público que yo en la arena del circo y espero que tengas más éxito.

—Gracias, Jules —dijo Fitz, manteniendo los labios un poco abiertos e inmóviles—. Me voy a practicar… hum… fracticar.

—Oh, otra cosa. No trabajes nunca con animales a tu alrededor. Puedes convencer a los patanes de que has atrapado a un bebé bajo una bañera, pero los animales son más listos. Te mirarán fijamente, porque el grito del bebé sale de ti. Y esto estropea todo el efecto.

Fitzfarris fue a sentarse a la sombra de los botes salvavidas colgados fuera de borda, frente a los camarotes, y ensayó. Cuando pasó un marinero por delante de los botes para comprobar sus pescantes, Fitz señaló y dijo, muy preocupado:

—Marinero, creo que hay un polizón en ese bote.

El muchacho le dirigió una mirada indiferente, pero luego miró con más atención el bote hacia el cual Fitz tendía una oreja y mantenía la vista fija, cuando una voz incorpórea, muy ahogada, gimió: «¡Oh, dejarnos salir!» Fue necesario un buen rato y lamentos repetidos como «¡Nos ahogamos aquí dentro!» y «¡Señor, tráiganos agua!». Pero cuando el atónito marinero empezó a desatar y levantar a toda prisa la cubierta de hule del bote, Fitz se alejó, sonriendo.

Luego se encontró con Chips, el carpintero de a bordo, que estaba clavando un nuevo revestimiento de hojalata alrededor de una escotilla, y la mirada de Fitz se detuvo, especuladora, en los trozos de hojalata que caían de las tijeras del hombre.

—Para abreviar —contó después Fitz a Florian—, le convencí de que un pobre infeliz había quedado atrapado en la bodega cuando cerraron la escotilla en Baltimore. Cuando Chips cayó en la cuenta y quiso matarme, le dije que él podía hacer el mismo truco con otras personas. Para proyectar su voz, sólo tenía que ponerse bajo la lengua un trozo de hojalata de esta forma. —Fitz enseñó la palma, en la que había un disco de hojalata del tamaño de una moneda de cincuenta centavos, un poco doblada para que semejara vagamente una almeja entornada—. Le enseñé a darle forma y lo agradeció tanto que recortó, a petición mía, un montón de discos. Ahora Chips está practicando en alguna parte y yo tengo una provisión de algo para vender. Durante el espectáculo del intermedio, haré mi número de ventrílocuo y diré a los patanes que ellos pueden hacer lo mismo con uno de estos proyectores de voz…

—Engañifas —dijo Florian, admirado—. En jerga circense, un artículo como éste para la venta se llama engañifa.

—Si usted lo dice. Comoquiera que se llamen, significan dinero para nosotros. Y además, Chips es nuestro amigo para toda la vida… o hasta que descubra la engañifa. ¿Tiene algún trabajo de carpintería pendiente?

—Hum… —pensó Florian—. Me pregunto si le sobra un poco de pintura…

Así era o, en cualquier caso, Chips fingió que la pintura azul que les proporcionó le sobraba, efectivamente. Todos los hombres de la compañía contribuyeron a remendar, calafatear y pintar los carromatos viejos, que quedaron casi tan bien como los dos nuevos. Entonces Chips dedicó su tiempo libre a repintar los letreros de los costados de los carromatos. Dejaron iguales algunas palabras, pero Florian quiso cambiar otras. Chips resultó poseer un talento artístico considerable y añadió hermosos adornos y volutas a las letras rojas y amarillas, ribeteadas de negro. Incluso pintó el nombre del circo, en lugar del ejército de los Estados Unidos, en el gran bombo de Hannibal. Cuando Edge vio en los carromatos los brillantes títulos recién pintados, miró con aprobación el «FLORILEGIO FLORECIENTE DE FLORIAN», pero le sorprendieron las líneas de debajo:

CIRCO AMERICANO MIXTO CONFEDERADO

¡ZOOLÓGICO Y EXPOSICIÓN CULTURAL!

—Creía que le gustaba alardear de prosperidad —dijo a Florian—. Con este «Confederado», daremos más bien la impresión de ser refugiados indigentes.

—En absoluto, Zachary. Es evidente que ignoras el clima de la opinión europea en estos últimos años. Casi todas las naciones e individuos europeos esperaban que la Confederación ganase la guerra. Esto nos granjeará simpatía, cariño y una buena acogida. Ya lo verás.

—Usted es el jefe. Me basta su palabra.

—Y hay otra cosa. Tengo que informar a la compañía de que ya no soy el jefe. En Europa será más propio que os refiráis y os dirijáis a mí como el director. Y el pabellón se llamará la carpa, no la gran carpa. Existen otras diferencias en la terminología. El campamento es la arena, los patanes son los mirones o la plebe. La cuerda de caída es una lungia. Un lleno de paja es un sfondone y un lleno es una bianca

—Por lo visto, en Europa casi toda la jerga circense procede de Italia.

—¿Y por qué no? Fueron los antiguos romanos los que inventaron el circo. —Florian suspiró levemente—. Es una lástima que los italianos no funden otro Imperio romano. De hecho, Roma, el Estado papal, es su único reducto, ahora que el resto de la península se ha unido recientemente en un reino. Aun así… Italia es el lugar de nacimiento del circo. Sólo una coincidencia de circunstancias nos lleva primero a ese país, pero, ¿no podría ser un buen augurio?

—Diablos, me hará feliz llegar a cualquier parte. Viajar por mar es tan aburrido como el servicio de guarnición en las llanuras de Kansas.

—Por favor, no digas estas cosas. En el mar, la alternativa del tedio es el desastre. Intenta no provocarlo. También se lo he advertido a Maggie. Últimamente está sombría y nerviosa, murmurando algo sobre una fatídica rueda de agua.

—Creo que tiene ruedas en el cerebro —dijo Edge—. Sus últimas predicciones siempre se han referido a ruedas. Y es seguro que no veremos ninguna rueda hidráulica hasta que hayamos desembarcado. —Miró más allá de Florian y frunció el ceño—. ¿Qué hacen estos amarillos?

Los tres chinos habían visto que Florian no tenía más trabajo para el carpintero del buque y le encargaban algo para ellos. Chips, rodeado de enanos parlanchines y gesticulantes, parecía alarmado, pero pronto se relajó y sonrió cuando uno de ellos le puso en la mano un pedazo de papel y todos señalaron el dibujo que lo llenaba.

—Ah, sí. ¿Queréis una cosa como ésta, compañeros? —Fue a enseñar el papel a Florian y Edge—. Sus chinos me piden que les construya esto. Pero usted es el piloto.

El dibujo era elegante y fácil de reconocer.

—Un trampolín —dijo Florian—. Para su número. Bien, no tengo nada en contra, Chips, siempre que usted quiera tomarse la molestia.

—Depende del tamaño que deseen. —Consultó con los chinos y éstos charlaron con excitación, cogieron las manos de Chips y las sostuvieron a diversas distancias mientras señalaban los diferentes detalles del dibujo. Por último Chips llamó a Florian—. Es muy pequeño; puedo hacerlo. —Y se fue al almacén para buscar los materiales.

Dos días después ya había terminado el trampolín y lo subió a cubierta para someterlo a la aprobación de los antipodistas. Era una tabla ancha de un metro veinte de longitud, colocada sobre una sólida base de no más de cincuenta centímetros, y Chips había puesto un cojín de cuero acolchado en ambos extremos del trampolín. Los chinos gritaron exclamaciones al verlo y se columpiaron en él de dos en dos. Luego volvieron a gritar a Chips.

—Me parece entender que lo quieren más pesado —dijo éste—, más resistente y con goznes.

—No veo por qué —observó Florian—. Los tres son pesos pluma. Si le causa molestia, amigo mío…

—No, no —murmuró Chips—. Quiero hacerlo bien.

Lo tuvo listo al día siguiente y los chinos lo sometieron a una prueba rigurosa. Uno de ellos se colocó en un extremo del trampolín y otro saltó con fuerza sobre el otro extremo, haciendo volar al primero que, dando saltos mortales en el aire, fue a aterrizar de pie sobre los hombros del tercer hombre. Entonces, el que estaba arriba saltó al trampolín, despidiendo hacia el aire al hombre del otro extremo que, tras más volteos y contorsiones, aterrizó sobre los hombros del tercero. Luego todos se convirtieron en un confuso revoltijo mientras saltaban uno tras otro sobre el trampolín, volaban por el aire, aterrizaban sobre un compañero y volvían a saltar, hasta que los tres parecieron hacerlo todo simultáneamente.

Cuando por fin disminuyeron el ritmo y volvieron a ser tres personas distintas y el trampolín dejó de balancearse y los espectadores aplaudieron, los chinos se colocaron en hilera, saludaron con cortesía y luego arrastraron el trampolín hasta donde se hallaba Peggy y empezaron a hablar a Hannibal. Al cabo de un momento, éste anunció con voz incrédula:

—Querer que la vieja Peggy subirse a este balansín.

—Bueno —dijo Florian, tras una breve deliberación—, sabe subir a un pedestal, así que veamos si puede hacer esto, Abdullah. Al parecer los chinos han visto alguna vez un número de elefantes con trampolín.

Hannibal hizo una mueca, como desentendiéndose de las consecuencias, pero obedeció y habló a Peggy. Las cadenas del elefante eran lo bastante largas para permitirle levantar las cuatro patas y dar uno o dos pasos. Cuando se apartó de la borda, dejó al descubierto al mareado Tim Trimm, que vomitaba, acurrucado allí como de costumbre. Con gran cuidado pero sin vacilar, Peggy subió lentamente al trampolín. Pareció un poco sorprendida cuando el peso de la parte anterior de su cuerpo imprimió un balanceo a la tabla y la inclinó un poco hacia adelante, pero no se asustó. Después de un momento de reflexión, y sin mover las grandes patas, el elefante trasladó un poco su peso y la tabla se balanceó de nuevo hacia atrás. Peggy volvió la cabeza para mirar al público con ojos brillantes, trompa levantada y una sonrisa casi humana de orgullo y deleite. Entonces, sin recibir ninguna orden, continuó cambiando de posición y balanceándose hacia adelante y hacia atrás.

—Que me maten si lo entiendo —dijo el admirado Chips, iniciando los aplausos.

A partir de aquel día, los chinos ensayaron casi cada día con el trampolín, consiguiendo acrobacias cada vez más espectaculares, y al terminar siempre dejaban que Peggy jugara un rato con él, aunque sólo los días en que el Pflichttreu navegaba a vapor y se mantenía estable. Cuando el elefante se hubo acostumbrado a balancearse solo, lo convencieron poco a poco para que hiciera lo mismo con uno de los chinos sobre su lomo, hasta que pudieron encaramarse los tres y hacer poses y pirámides, y al final Lunes y Martes también se unieron a ellos, mientras el enorme animal se balanceaba, feliz, anunciando su alborozo con un barrito.