Una vez cruzada la verja del parque, la berlina torció hacia el noroeste y pronto dejó atrás los últimos suburbios de Pest. Edge se apoyó en el respaldo para disfrutar del paisaje, pero la tierra era tan llana y poco interesante en esta carretera —nada más que praderas de hierba alta como las de Kansas, excepto algún que otro campo de centeno o trigo— que dormitó casi todo el trayecto. De vez en cuando, un bache del camino le despertaba y entonces buscaba en la canasta un trozo de pollo o una dobostorta o una botella de vino y volvía a adormecerse.
La última vez le despertó, justo al ponerse el sol, la súbita vibración del carruaje sobre una superficie adoquinada y al asomarse vio que estaban en la sinuosa avenida de un parque extenso, pero no ajardinado. Todo eran bosques y prados naturales y en dos ocasiones los caballos intentaron detenerse cuando un ciervo de abundante cornamenta cruzó a saltos la avenida. «Su casa de campo», murmuró con ironía Edge cuando apareció ante su vista: un hermoso castillo de sillería adornada con grecas, torres, ventanas medievales, puertas labradas y rosas y glicinas trepando por todas las altas paredes.
Curiosamente, sin embargo, la berlina no le dejó ante la entrada principal de aquella impresionante mole sino que entró por una portecochère y salió a la fachada posterior. «¿La entrada del servicio o de los proveedores?», se preguntó Edge, que se quedó realmente perplejo cuando el carruaje siguió pasando de largo otras dependencias, bien construidas, ciertamente, pero a todas luces las cocinas, habitaciones del servicio, herrería y despensas de la mansión. Por fin la berlina se detuvo ante las cuadras y el lacayo abrió la portezuela e inclinó la cabeza cuando Edge se apeó. De hecho las cuadras no ofrecían un aspecto mucho menos suntuoso que el castillo, pero ¿vivía ella allí? ¿Habría sido pura jactancia toda aquella charla sobre títulos y privilegios? ¿Sería sólo una parienta pobre de los Von Fulanos de Tal, o incluso una de sus pinches de cocina?
Entonces oyó música. Junto a un paddock circular, un hombre con aspecto de ser mozo de cuadra tocaba con su acordeón una alegre y trepidante música zíngara. Y dentro del paddock daban vueltas y más vueltas a un trote ligero dos gráciles caballos árabes sin silla. A lomos de ambos había una figura esbelta con camisa blanca y pantalones negros; Edge no pudo distinguir al principio en la penumbra del crepúsculo si se trataba de hombres o mujeres. Ejecutaban una rutina acrobática y de ballet casi tan bien como Clover Lee: poses artísticas, de pie sobre una sola pierna y de vez en cuando saltaban ágilmente de los caballos al listón superior de la valla, manteniendo allí el equilibrio hasta que sus monturas volvían y las montaban entonces de nuevo.
Edge miró, complacido, y al final una de las amazonas desmontó con un salto mortal, se introdujo por entre los listones de la valla y se acercó a él, echándose un bolero negro sobre la blusa blanca. Tenía la cara sofocada por el ejercicio, pero no respiraba con fuerza. Amelie no usaba cosméticos —no los necesitaba— y sus cabellos color de bronce estaban recogidos en la nuca, al estilo de las campesinas, y le colgaban en ondas hasta la cintura. Podría haber sido una moza de cuadra, muy hermosa, de no haber sido su blusa de la seda más fina y el bolero y los pantalones de terciopelo negro.
Le reprendió traviesamente:
—Como ya predije, está sonriendo, Edge úr. Le ruego que desista.
—Lo siento. La estaba admirando. —Se inclinó y ella le alargó la mano para que se la besara. Esta vez no estaba enguantada y no era la mano fuerte de una amazona profesional ni la mano áspera y roja de una criada. Se apresuró a añadir—: Alteza.
—¡Berni! —llamó ella al mozo de cuadra, diciéndole por señas que dejase de tocar. Entonces llamó a la otra amazona—: ¡Elise!
—¿Es éste su circo, condesa? —preguntó Edge.
—Una parte muy pequeña. Sólo nosotras dos. Debo pedirle perdón. Al invitarle olvidé por completo que había mandado a Achilleion a todos mis acróbatas y payasos. Pero ahora… quiero que conozca a Fräulein Elise Renz.
La señorita Renz era tan joven y casi tan bella como la condesa. Le tendió la mano para recibir un apretón, no un beso, y ésta sí que era la mano fuerte de una verdadera équestrienne.
—Guten Abend, Herr Edge —dijo.
—Elise es hija de Ernst Jakob Renz —explicó la condesa—, del Zirkus Renz, que usted tal vez conoce de oídas. Elise tiene la bondad de hacer novillos de vez en cuando y abandonar el circo de su padre para venir a enseñarme los nuevos números a pelo.
La señorita Renz hizo un mohín y dijo algo en alemán. La condesa tradujo:
—Elise dice que nosotras no tenemos director ecuestre para darnos órdenes y es cierto. Nos falta alguien severo que nos imponga disciplina. ¿Y si mañana viene a blandirnos el látigo, Edge úr? Nos gusta mucho tener una mano fuerte que nos dirija… y nos castigue, si es necesario.
—Ja, Strafe! —exclamó la otra, con los ojos brillantes.
—Lo haré encantado —respondió Edge.
—Bien. —La condesa dijo unas palabras en alemán a Elise, que rió, contenta—. Pero ahora venga, es mi invitado. Deseará refrescarse después del viaje. Elise y Berni atenderán a los caballos. —Llamó otra vez—: Schatten! —Y un perro inmenso y peludo salió de la cuadra y, cuando Edge y la condesa se dirigieron al castillo, caminó solemnemente a su lado.
—Este perro —observó Edge— ya es digno de un circo. Tan grande como Rumpelstilzchen, nuestro pony.
—Sí. Mi Schatten es un galgo irlandés. Un fiel compañero y guardaespaldas. Su nombre significa Sombra.
—Un perro afortunado —dijo involuntariamente Edge. En seguida añadió, para disimular su torpeza: ¿Así que miss Renz le ha enseñado equitación?
—Oh, no. Sólo me ayuda a conservar la práctica. Fue mi padre quien me enseñó. Convirtió su escuela de equitación en un zoo y un circo en miniatura y me enseñó equitación artística cuando era muy pequeña.
—¿Su padre dirigía una escuela de equitación? El mío trabajaba en una fundición de hierro. Cuando había trabajo.
—No me ha entendido. Las cuadras, los paddocks y el hipódromo de un palacio se llaman siempre, por modestia, la escuela de equitación. Mi padre era Maximilian Josef von Wittelsbach, duque de Baviera.
—¡Oh!
—¿Ha oído hablar de la locura de la familia Wittelsbach? Pues bien, mi padre tenía sólo una clase de leve locura: le apasionaba la vida circense. Una vez, cuando yo era muy pequeña, nos vestimos de vagabundos y recorrimos Baviera a caballo, sin ser reconocidos. Siempre que nos deteníamos en el patio de una posada, él tocaba la cítara y yo hacía acrobacias sobre el caballo sin silla. Luego pasaba el sombrero entre los espectadores. —Hizo una pausa, sonrió con nostalgia y añadió—: Fue el único dinero que he ganado en mi vida. Y también mi padre, supongo.
Edge rió entre dientes.
—No obstante, heredé la locura de mi padre y he conservado desde entonces una parte de su circo: los animales, los enanos. Cuando mi propio hijo tenía seis años, era muy nervioso y tímido, así que, para enseñarle a no tener miedo, le encerré toda una noche en el zoo lleno de animales salvajes. Oh, dejé al tutor de Rudi oculto cerca de él, por si acaso. No hubiera expuesto a mi hijo al peligro, claro.
—Claro. Aun así, debió de ser una noche difícil de olvidar.
—Todavía es muy nervioso —dijo ella, como de paso—. Siento mucho no tener aquí a los animales y el resto de mi circo para enseñárselos.
—Si sólo quisiera ver un circo, alteza, me habría quedado en Pest con el mío.
Ella le dirigió una mirada cálida para agradecer esta observación, pero continuó su charla banal:
—Como le he dicho, los envié a Achilleion, donde suelo pasar los inviernos. Es mi casa de Corfú. La diseñé yo misma al estilo griego.
Habían llegado a los senderos de grava blanca que rodeaban el césped y desembocaban en la gran terraza embaldosada de delante del castillo, adornada con muchas urnas de bronce, de la altura de un hombre, rebosantes de flores. En cada una de las gastadas columnas de piedra que flanqueaban la balaustrada de la terraza habían incrustado una piedra nueva, labrada con un escudo heráldico. Edge advirtió que la divisa era diferente de la que figuraba en la berlina de los Festetics, pero —de nuevo la sensación del déjà-vu— estaba seguro de haberlo visto en alguna parte.
—Ah, se ha fijado en las adiciones recientes —dijo la condesa—. Si, este castillo no ha sido mío hasta el año pasado. Estoy muy encariñada con él, más que con cualquiera de los otros. Excepto en invierno. Entonces me escapo hacia el sol.
Edge se preguntó quién le habría dado el castillo y cuántos tenía, Pero no dijo nada. Unos lacayos abrieron las puertas de par en par Y entraron en un vestíbulo abovedado lleno de estandartes, escudos Y armas antiguas. La baronesa Festetics esperaba para atender a la condesa y, después de hacerle una reverencia, incluso se inclinó un poco en dirección a Edge.
—Se acuerda de Marie, claro —dijo la condesa—, y éste es mi chambelán, el barón Nopsca. —El elegante caballero se inclinó y juntó los talones—. Este es Hirschfeld, que será su ayuda de cámara. Debo decirle que los domésticos de la casa sólo hablan húngaro. —Bajó la voz para murmurar—: Es para que yo pueda hablar en otras lenguas con toda confianza. Incluso con intimidad. —Y entonces prosiguió—: Descubrirá, no obstante, que Hirschfeld conoce sus deberes y no necesita instrucciones. Ahora le conducirá a su suite. Hoy la cena será a las ocho, pero no en el comedor grande sino en el salón Marfil, que es más cómodo. Hirschfeld también le guiará hasta allí.
Como aturdido, Edge se dejó conducir por la gran escalinata, advirtiendo que incluso su ayuda de cámara tenía sirvientes: un lacayo llevaba la maleta y otro una bandeja con una jarra de agua caliente, una palangana y diversos útiles de tocador. La suite —un dormitorio con una cama de dosel, una salita de desayuno y un cuarto de baño— era de un esplendor señorial que aturdió todavía más a Edge. Sin embargo, no sucumbió inmediatamente a la indolencia sibarítica e insistió en lavarse y afeitarse él mismo, aunque casi tuvo que echar por la fuerza a Hirschfeld para hacerlo. El ayuda de cámara fue a deshacer la maleta y arrugó la nariz varias veces, como despreciando la calidad de su contenido. Después Edge permitió que le ayudase a vestirse para la cena porque no estaba familiarizado con las complejidades de pechera falsa, cuello, gemelos, etc., y jamás habría podido hacerse el lazo de la corbata del frac.
Cuando Edge llegó al cómodo salón Marfil comprobó que era bastante más grande que la casa donde había nacido. La condesa estaba sentada ante un piano de cola de color marfil —o quizá de auténtico marfil—, tocando lánguidamente algo de Schumann. Se levantó y cedió su lugar a una joven sin identificar que llevaba gafas y que tocaría, muy suave y pausadamente, durante toda la cena.
La condesa ya no parecía ni remotamente una moza de cuadra o una équestrienne, sino la heroína de un romántico cuento de hadas. De cara seguía pareciéndose tanto a Autumn Auburn que Edge no pudo por menos de pensar: «Cómo desearía que lo fuera. Y cómo desearía haber podido ofrecer a Autumn un decorado como éste para su belleza». Pero la condesa Amelie estaba viva y presente y era una mujer espléndida por derecho propio y Edge no estaba muerto ni era inmune a su indudable atractivo. Llevaba el cabello recogido en un intrincado moño y la cabeza ceñida por una diadema de esmeraldas. También lucía esmeraldas en el cuello y en los dedos. Su vestido de brocado verde oscuro y encaje color marfil tenía un gran escote que dejaba al descubierto los bonitos hombros… y los pechos, casi hasta el borde de la indiscreción. Comparado con su esplendor, todo el marfil del salón parecía mate y polvoriento. Sobre el volante de la falda de crinolette, el talle era tan estrecho que daba la impresión de ser sumamente frágil.
—Cuarenta y dos centímetros —dijo ella, como adivinando el pensamiento de Edge. Y añadió, con un poco de nostalgia—: Pero mi cintura medía treinta y siete centímetros y medio antes de casarme.
Sí, estaba casada, se recordó a sí mismo Edge. Preguntó:
—¿No cenará el conde con nosotros, alteza? —Sólo había dos platos en la mesa no muy acogedora, que podría haber acomodado a doce comensales—. Había —no pudo decir «esperado»— pensado que tendría el placer de conocerle. Y también a su hijo.
—Mi marido se halla en el extranjero y los niños están con él. Y, Zachary, no es necesario que me hable formalmente cuando estemos solos. En tête-à-tête, le autorizo a llamarme Sissi. Todos mis amigos lo hacen.
—Un extraño diminutivo para Amelie, señora. Y no creo que pudiera llamar a una mujer por un diminutivo.
—Amelie, entonces, si insiste en una semiformalidad. —Tocó un cordón—. ¿Tomará un aperitivo? ¿Amontillado? ¿Bugac?
Entró un lacayo y se colocó ante las garrafas y las copas de un aparador de marfil. Tanto Edge como Amelie tomaron jerez y, cuando el hombre se hubo ido, Edge dijo:
—Ha mencionado a los niños. Me ha sorprendido saber que tenía uno, y de seis años, además. No parece lo bastante mayor para…
—Rudi ha cumplido diez años y su hermana tiene casi trece. Hubo otra hija antes que ella, pero no pasó de la infancia. ¿Cuántos años tiene la Autumn con la que me ha comparado?
—Aún no veinticuatro. Cuando murió.
—¡Oh, Dios mío, tan joven! ¿Y se ha muerto? Lo siento. Una mujer más joven ya es una rival temible. Si está muerta, es casi invencible. —¿Rival?
—Todas las mujeres son rivales entre sí, Zachary. Incluso diría enemigas, en especial cuando son de edades muy diferentes. Ay, la víspera de Navidad cumpliré treinta y un años y entraré en mi cuarta década.
—Desde la perspectiva de mis casi cuarenta años, no puedo ver una gran diferencia entre veinticuatro y treinta y uno. Sobre todo teniendo en cuenta que no aparenta usted ni un año más de los veinticuatro de Autumn.
—Ah, estoy bien conservada, ¿verdad? Este es un cumplido muy poco galante, Zachary.
—Yo no he dicho…
—Lamento su pérdida, pero ¿hemos de pasar toda la noche hablando de su amiga Autumn?
—Pero si ha sido usted quien la ha mencionado…
—Sentémonos y empecemos. —Volvió a tocar el cordón de la campanilla. Confundido y un poco exasperado, Edge se retrasó en apartarle la silla, lo cual pareció molestarla un poco, pero cuando les hubieron servido el primer plato iniciaron una amable charla sobre temas circenses, acompañados por el sonido pianissimo de la música. Amelie amonestó nuevamente a Edge—: Póngase cómodo, Zachary. Está tan erguido como… como el conde Hohenembs. Siempre tengo que reprenderle.
—Aprendí los modales a observar en la mesa en una escuela muy estricta.
Además, iba con mucha cautela al elegir los cubiertos entre la hilera que había a cada lado de su plato.
Edge ya había comido camarones en una salsa picante y ahora tomaba una sopa caliente de puerros, pero Amelie sólo había mordisqueado hasta entonces una hoja de lechuga. A medida que la cena proseguía resultó evidente que en las cocinas del castillo se habían preparado dos cenas totalmente distintas. La suya era abundante y variada mientras que la de ella sólo consistía en una pequeña porción de pescado blanco. «No me extraña que conserve la cintura de avispa», pensó Edge.
Cuando el lacayo llevó los postres —pastel de frutas para Edge y un puñado de cerezas para ella—, los criados entraron acompañados por la baronesa Festetics, que sostenía una bandeja de plata con un sobre amarillo. Murmuró algo en húngaro y Amelie abrió el sobre, leyó el delgado papel que contenía, rió y dijo:
—Un telegrama. En nuestra clave privada. ¿Se lo leo, Zachary? —No esperó la respuesta—. «Queridísima. Llego mañana tarde. Ponte sólo las joyas».
La baronesa, turbada, cerró los ojos. Edge, confuso, emitió algunos sonidos incoherentes antes de decir:
—¿Así que el conde regresa del extranjero, alteza? En tal caso, no querrá encontrar a un invitado en…
—¿Mi marido? ¡Cielos! Ferenc no tuvo nunca este ingenio… ni esta arrogante impetuosidad. Lo envía mi amante.
Ahora la baronesa parecía estar a punto de desmayarse. Edge farfulló:
—Bueno, entonces es seguro que él no querrá encontrar a un desconocido en…
—Pero está usted aquí, ¿no? —Ella le miró larga y fijamente—. ¿Acaso desea que le eche? ¿Para hacerle sitio a él?
Edge le devolvió la mirada.
—No.
—No esperaba menos de usted. Marie, contesta por favor con un telegrama al conde Andrássy. Dile que mañana estaré indispuesta. Y quizá también al día siguiente y al otro. De paso, Marie, encarga a la cocina que nos sirvan café y coñac en mis aposentos.
La propia condesa, no un criado, condujo hasta allí a Edge, donde él y la condesa se sentaron en lados opuestos de una mesa baja.
—Plus intime, n’est-ce pas? —dijo ella.
El enorme galgo irlandés entró desde otra habitación, se arrimó a su dueña, dedicó a Edge la más fugaz de las miradas y se echó con un gruñido junto a la silla de Amelie. Al cabo de un momento, los lacayos entraron el servicio de café, tazas y platillos de Sévres, garrafas de cordiales y frágiles copas. La condesa despidió a los criados y sirvió ella misma.
Lo que Edge podía ver de sus aposentos —la antesala por la que habían entrado y el salón donde se hallaban— hacía que su propia suite, que había considerado señorial, pareciera exigua y abarrotada. Sólo el salón ocupaba toda la anchura de una ala del castillo, de modo que tenía en ambos extremos una pared de vidrieras que daban a una espaciosa terraza. Las vidrieras estaban abiertas y los finísimos visillos ondeaban lánguidamente al viento de la noche templada, dejando entrar la fragancia de las rosas y glicinas. Edge no miraba a su alrededor para comparar el tamaño de las habitaciones, sino para no fijar una mirada de lujuria en el escote de carne marfileña, suave e incitante que Amelie le presentaba al inclinarse sobre la mesa baja para servir el café y el licor.
—Me has parecido escandalizado en exceso, Zachary —dijo ella—, incluso para un americano, cuando has oído que tengo un amante. Sin duda, antes de incorporarte al circo padecías el provinciano puritanismo americano, pero debiste superarlo después. Conozco los circos. —Sonrió, como si pudiera saber más cosas que él acerca del circo—. Pero quizá sigues aferrado a la opinión, tan querida por los mojigatos ignorantes, de que los de las clases altas llevamos una vida más pura. —Se tocó las esmeraldas del cabello—. Llevamos diademas y coronas, sí, pero sólo un campesino o un tonto las confundiría con aureolas. O quizá pensabas, quizá te hacías la ilusión de que serías mi primero y único amante.
—Durante toda la velada —dijo Edge con voz tranquila— ha estado hablando por mí y diciéndome lo que pienso. Si por una vez me preguntara lo que pienso, me encantaría decírselo.
—Adelante, pues.
—No dejo de pensar que es una mujer bella y seductora y que bajo esas joyas y esos encajes y brocados está… absolutamente… desnuda…
—¡Oh! —Se ruborizó desde el cabello color de bronce hasta el borde del escote—. ¡Eres tan audaz como Andrássy!
—Otra cosa que pienso es que aquí hay ratones.
—¡Cómo! —exclamó, totalmente desconcertada.
—Me refiero a que corren por el castillo. Los oigo rumorear detrás de las paredes.
—¿Has vivido sólo en tiendas toda tu vida? —preguntó ella, recobrándose—. ¿Nunca en una casa normal? Entre las paredes hay pasajes, naturalmente, para que en invierno los criados puedan llenar las grandes estufas de cerámica por detrás, sin estorbar a los ocupantes de las habitaciones. Ahora mismo puedes oír a mis doncellas llevando leche para mi primer baño.
—¿Primer baño? ¿De leche?
—Y sólo leche de Jersey. En todos mis viajes llevo conmigo a dos vacas de Jersey. Antes de acostarme me baño siempre en leche caliente. Verás que da a mi piel un tacto maravillosamente satinado. Después oirás correr de nuevo a las doncellas por detrás de las paredes en busca del aceite de oliva caliente para el segundo baño que siempre tomo después de acostarme con un hombre. Esto es con fines preventivos, claro. No deseo tener más hijos. Y más tarde tú también irás a tu suite por los pasajes entre las paredes. Mis criados son leales y callados, pero el decoro…
—Que me maten si lo hago. —Edge se levantó—. Ni siquiera una condesa puede ordenarme que joda y que después me escabulla…
—¡No hablo como una condesa! —se enfureció ella—. Hablo… —contuvo su genio— como una mujer, pero no una mujer tímida que lloriquea y se desmaya.
—Entonces déjeme ser un hombre y no un lacayo. ¿Acaso su audaz e impetuoso Andrássy tiene que salir de aquí a hurtadillas por una ratonera?
—¡Cómo te atreves! Él es de noble cuna y primer ministro de toda Hungría. Tú eres un plebeyo.
Edge se inclinó y preguntó fríamente:
—¿Tiene este plebeyo permiso de vuestra alteza para despedirse?
—No. Siéntate. —Él permaneció de pie y ella le miró con ojos sombríos y dijo en tono severo—: Hubo un tiempo, y aquí en Hungría no está lejano, en que si un plebeyo hablaba a un noble como tú lo acabas de hacer conmigo… te habría sentado en un trono de hierro candente, con una corona de hierro candente en la cabeza y un cetro de hierro candente en la mano. Cuando estuvieras bien cocido, pero todavía vivo —bajó la mano enjoyada para tocar el perro que yacía a su lado y que ahora levantó prontamente la cabeza, dispuesto a obedecer—, habrías servido de comida a Schatten.
Edge no dudaba de que sería capaz de ello, pero permaneció de pie y esperó. Ella se levantó y de pronto, sorprendentemente, su enfado desapareció. Había una expresión traviesa en los pétalos de sus ojos cuando dijo:
—Ahora no ordeno, sólo pido que te quedes en esta habitación hasta que yo vuelva. Si entonces aún deseas marcharte, tienes mi permiso para hacerlo.
—Alteza —dijo él, inclinándose de nuevo.
Ella abandonó rápidamente la estancia, entre un crujido eléctrico de sedas. Edge se sentó, cogió un cigarrillo de una caja de lapislázuli que había sobre la mesa y se sirvió una copita de Bénédictine. Reflexionó otra vez sobre el hecho evidente de que Amelie no era Autumn y, salvo de un modo superficial, no se parecía a ella en absoluto. Amelie era ella misma, pero Edge no podía saber qué significaba esto porque sus estados de ánimo cambiaban de forma radical y súbita. Era imperiosa en un momento dado, alegre el siguiente, franca y libre más tarde y altiva y glacial a continuación.
Tardó en volver el tiempo suficiente para que se preguntara, y no del todo en broma, si estaría esperando a que sus criados calentasen al rojo vivo un trono de hierro para él. Pero al parecer sólo había tomado su baño de leche porque, cuando regresó, llevaba la cabellera suelta y sus largas ondas de bronce hilado eran todo su atuendo. Permaneció quieta, regiamente altiva y nada vergonzosa, dejando que la contemplase. El hermoso rostro, el resplandor marfileño de su cuerpo, el talle diminuto, los pechos erguidos, las generosas aureolas oscuras y los pezones ya excitados, todo ello podría haber sido Autumn. De cintura para abajo, sin embargo, se diferenciaba en un pequeño detalle. Siguió la mirada de Edge, repasándola toda, y por fin sonrió y preguntó, segura de la respuesta:
—Y ahora, Zachary, ¿aún deseas marcharte?
Edge no volvería a oler nunca el perfume de las rosas o las glicinas, o a saborear la leche, sin recordar con claridad aquella noche. Había oído por primera vez en México, cuando era muy joven, el antiguo proverbio español: «De noche todos los gatos son pardos[22]» e incluso entonces se había reído de él, sabiendo que no era cierto, sabiendo que no había dos mujeres iguales, ni siquiera en la oscuridad. Pero Amelie resultó ser realmente única en el acto amoroso, como lo era en todo lo demás. No suspiraba ni gemía ni gritaba de placer como la mayoría de mujeres apasionadas que Edge había conocido, sino que, a partir de las primeras caricias con labios, lengua y dedos, empezó a emitir una risa ahogada, como una niña a quien se hacen cosquillas cariñosas.
Como Edge ya había notado, se parecía a una niña en otro aspecto. Dijo:
—Eres suave como un bebé… aquí. Ella contestó sin aliento:
—La doncella que me peina… me afeita en ese lugar. Creo que es higiénico. Y ahora calla. Ya tienes un cetro candente. Déjame gozar. Déjame reír.
Y lo hizo a conciencia. A medida que Edge incrementaba su excitación, la risa ahogada se convirtió en un alegre trino que fue subiendo de tono hasta que en el convulso y violento orgasmo se convirtió en una franca carcajada. Luego, mientras el punto culminante del éxtasis iba perdiendo intensidad, su risa hizo lo propio, recorriendo poco a poco toda la escala, de la exaltación al júbilo, a la alegría y por fin a la risita ahogada de la plena satisfacción. Esto se repitió varias veces hasta que ella lo interrumpió para decir con urgencia:
—No, no, no salgas. Quédate ahí. Yo… el mío volverá a excitártelo muy de prisa.
Y de hecho sólo usó aquella parte de sí misma, apretando, retorciendo y latiendo por dentro, a fin de reanimar aquella misma parte en él.
—¿Cómo consigues hacer esto? —se admiró Edge.
—Ejercicio. Ejercito todos mis músculos, incluyendo ése, o ésos, o los que tengamos ahí abajo. Ahora calla otra vez. Voy… voy… ¡oh, sí!…
Ahora con más rapidez, pasó de la risita al alegre trino hasta que, en el orgasmo, cuando Edge pudo notar el espasmo extasiado, la presión y la humedad, rió de forma tan contagiosa que él también se echó a reír.
Después de otras veces —muchas veces—, cuando descansaban de lado, ella permaneció un rato quieta y silenciosa, y de repente empezó a reír.
—Ni siquiera te he tocado —dijo Edge con languidez—. ¿Qué te pica ahora?
—Me acordaba de tu circo. Del número de payasos. Aquella parte donde se supone que la bonita Emeraldina es la esposa del viejo y arrugado Hanswurst y el Kesperle se le insinúa obscenamente y ella dice: «Mi marido no le agradecerá que le ponga cuernos, señor».
—Y el Kesperle replica: «Pero espero que usted sí, madame». —Edge volvió a reír con ella.
—Muchas gracias, señor —dijo Amelie—. Quizá ahora no censuras tanto a la esposa infiel.
—Y quizá ahora ya te he convencido de que no soy un puritano. No, no me escandalicé cuando dijiste durante la cena que tienes un amante. Sólo me sorprendió que lo dijeras.
—¿Qué mal hay en ello? Sólo en presencia de Marie. —Y en la mía.
—Fatzke! ¡Fatuo! —exclamó ella con desenfado—. Aunque lo repitieras, esto u otra cosa, nadie te creería.
Edge gruñó, resentido y un poco dolido por la inconsciente actitud desdeñosa de ella.
—Y no tengo secretos para Marie.
—¿Y para tu marido?
—Te lo diré, Zachary. Es un mari commode. Tiene que serlo, por miedo de que divulgue secretos. Hace siete años, ignoro a través de quién la contrajo, Ferenc me contagió una… una enfermedad vergonzosa.
Edge volvió a gruñir, esta vez en tono compasivo.
—Ahora sabes por qué digo que llevamos coronas o diademas, pero no aureolas. En cualquier caso fue entonces cuando viajé por primera vez de incógnito y sin séquito. A Berlín, bajo un nombre supuesto, sólo acompañada por Marie, para que me curasen. Y cuando estuve curada, descubrí que podía ser maravillosa y descaradamente infiel a Ferenc. De hecho, nunca he vuelto a dormir con él desde entonces y evito su compañía excepto en inevitables ocasiones de estado, cuando debemos fingir que somos los felices y enamorados conde y condesa Hohenembs. Ahora viajo a mi capricho. Tengo mis casas aparte de las suyas. Vivo mi propia vida. Pero no le deshonro abiertamente, ni tampoco a mi propia y elevada condición. Soy discreta en mis infidelidades y me aseguro de que no se conviertan en lazos o vínculos duraderos. El conde Andrássy, por ejemplo, tiene que proteger a una esposa y dos hijos, además de su reputación, así que no hay peligro de que me pida algo más que una relación ocasional. Igual que tú y yo, Zachary. Saborearemos este pequeño intervalo juntos y nos separaremos. Oh, podemos encontrarnos de nuevo en otra parte, algún día. Pero nunca por mucho tiempo.
Edge suspiró.
—Dicen que todo está permitido en el amor y en la guerra. Yo he estado enamorado y he estado en la guerra y he aprendido que tenemos otra cosa en común: no esperamos el mañana. Gozamos cuanto podemos del momento presente, del ahora.
—Eres sabio.
—¿Para ser un simple plebeyo?
—Y ahora debes irte. Necesito mi sueño de belleza y antes he de tomar la ducha y el baño de aceite de oliva. Hace mucho rato que las doncellas han abandonado los pasajes; espero que el aceite se mantenga caliente. Mientras tanto, como has sido tan insistente, te permito salir por la puerta y los pasillos. A esta hora estarán desiertos.
—Me imagino que sí. Casi ha amanecido. ¿Por qué no dormimos un poco y luego…?
—No. —Se sentó en la cama y alargó la mano hacia la mesilla de noche—. Duermo con este antifaz de seda, ¿lo ves? Dentro tiene lonchas de ternera cruda. No me desearías tanto si me vieras así.
—Dios mío, Amelie. ¿Para qué sirven?
—Para mantenerme joven como tu Autumn. No pondrás objeciones a esto, así que no te horrorices de los métodos que empleo. —Supongo que sólo usas ternera de Jersey.
—Y no seas impertinente. Si ahora fuese primavera, te dejaría quedar toda la noche. Porque en primavera, antes de retirarme, estrujo sobre mi cara y mis pechos fresas silvestres maduras aún húmedas de rocío. Me encontrarías sabrosa, entonces.
—Te encuentro sabrosa ahora mismo. Creo que incluso me olvidaría del antifaz y de…
—No. No hasta mañana por la noche. Ahora vete. —Le besó y sonrió satisfecha—. Es hat mich sehr gefreut.
Edge durmió hasta bien entrada la mañana y nadie le molestó. Al despertarse tiró de la campanilla, y antes de que tuviera tiempo de levantarse, Hirschfeld se acercó con una bata, pero le sugirió por señas que permaneciera en la cama. Edge obedeció y al cabo de un momento entró un lacayo con el desayuno y café en una bandeja y otro con un ejemplar recién planchado del Pest Világ. Mientras comía y echaba una ojeada a los borrosos grabados en boj, que eran todo lo que podía comprender del periódico, su ayuda de cámara y una serie de lacayos cargados con jarras de agua caliente le prepararon el baño. Mientras se bañaba, el ayuda de cámara repasaba concienzudamente el estado del traje de etiqueta de Edge, que se había quitado con prisas considerables la noche anterior y vuelto a ponerse con apresuramiento y despojado nuevamente de él cuando estaba medio dormido. Hirschfeld se lo llevó para zurcirlo, lavarlo y plancharlo, pero llegó a tiempo para ayudar a Edge a secarse, calzarse las botas y vestirse con pantalones de loden y una chaqueta de caza que Magpie Maggie Hag le había hecho reformando y aplicando codos de piel a su vieja guerrera del ejército.
Edge se dirigió hacia el inmenso vestíbulo y allí encontró a la baronesa Festetics, que le dijo amablemente:
—Tendrá que entretenerse solo durante un rato, Edge úr. Sissi, quiero decir la condesa Amelie, no aparecerá antes de mediodía.
—¿Siempre duerme hasta tan tarde?
—O jaj, ¡no! Se levanta a las seis y media, pero es que mi señora tiene un horario matutino muy apretado y estricto.
La baronesa enumeró sus ocupaciones con la misma reverencia, pensó Edge, que Homero al cantar a sus héroes, y tuvo que admitir que era un programa heroico, ya que no homérico.
—Primero toma un baño perfumado, somete su rostro a la aplicación de una crema hecha con bulbos de tulipanes holandeses y quizá le lavan la cabeza con huevo crudo y brandy. Luego llega el masajista que encontró en un balneario de Wiesbaden. A continuación, después de romper su ayuno con un té de hierbas y una tostada, se pone unos leotardos y hace ejercicios durante una hora en los diversos aparatos de su sala de gimnasia. Después viene el maestro de esgrima, con quien hace práctica durante una hora. Al cabo de tantos esfuerzos toma, como es natural, otro baño. Cuando la peluquera ha peinado y cepillado sus cabellos y los ha recogido en trenzas, la condesa elige entre su guardarropa el traje más apropiado para su primera actividad del día. Luego se sienta a estudiar durante una hora, con sus libros y el profesor que le está enseñando griego. Entonces toma un almuerzo ligero en sus habitaciones y ya es mediodía cuando da comienzo su jornada pública.
—Después de escuchar todo esto, me entran deseos de volverme a la cama —dijo Edge.
—O jaj, no lo haga, Edge úr —contestó en serio la baronesa—. Venga, le enseñaré el castillo.
Pasearon por espléndidas habitaciones y galerías mientras la baronesa explicaba la historia, la rareza, el valor y el método de adquisición de cada objeto de arte o antigüedad. Sin embargo, lo que más gustó a Edge fue la vista que se dominaba desde la torre más alta del castillo. Podían ver gran parte del parque; en una pradera pacía una familia de ciervos, en otra hocicaba una gran manada de jabalíes, corpulentos y de aspecto salvaje.
—Edge úr, ¿ha perseguido ciervos alguna vez?
—No, señora, pero sí algunos pécaris, en México.
—Entonces tiene que hacerlo aquí, con su alteza. Y quizá le iniciará también en la caza. Es una magnífica amazona, como ya sabe, y una auténtica Diana cazadora.
Cuando Amelie hizo su aparición, montar era por lo visto su primera actividad del día, porque iba acompañada por Elise Renz y ambas mujeres llevaban boleros y pantalones ceñidos, esta vez de terciopelo azul oscuro. Intercambiaron saludos y algunas frases con Edge, que Amelie tradujo para Elise, y luego los tres se dirigieron a las cuadras, donde Elise llamó con un silbido al mozo de cuadra, que condujo al paddock a los dos soberbios caballos árabes. Las mujeres los montaron a pelo y empezaron a calentarlos mientras el hombre volvía a la cuadra a buscar su acordeón y un látigo largo y fuerte, de cuero trenzado, con una borla que parecía de nueve colas. Era el korbács, como supo después Edge, el látigo usado por los jinetes de la pradera y los cuidadores de ganado de las llanuras húngaras. El hombre se lo tendió a Edge y lo dejó perplejo guiñándole exageradamente un ojo. Luego empezó a tocar su alegre música zíngara.
Edge no estuvo perplejo mucho rato. Hizo restallar el látigo para que las mujeres y los caballos iniciasen los círculos de su rutina de équestriennes, y cuando lo hubo blandido varias veces para indicar una u otra postura y otras tantas para que los caballos cambiaran el paso, Elise gritó algo en alemán. La condesa, que montaba derecha, llamó a Edge:
—Dice que no golpees a los caballos. Que nos golpees a nosotras con el korbács.
—No pienso azotar a una mujer —gritó Edge—. Maldita sea, este látigo es muy fuerte.
—¡Obedécela! ¡Yo también te lo ordeno!
—Conque es una orden, ¿eh? —gruñó Edge para sus adentros y blandió el látigo de modo que la borla golpease directamente las bien formadas nalgas de Amelie.
Ella gritó y se estremeció y casi perdió el equilibrio sobre el caballo. Edge se arrepintió al instante de haber usado más fuerza de la prevista. Esperaba sinceramente no haber marcado aquel trasero perfecto y casi temió que la condesa llamara a Schatten o pidiera un trono de hierro para castigar su presunción. Pero cuando recobró el equilibrio, se limitó a exclamar con alegría:
—¡Así está bien! ¡Más!
Edge se encogió de hombros y continuó obedeciendo sus deseos, golpeando con la borla primero a una y luego a la otra, pegándoles en las nalgas, en la parte posterior de los muslos y a veces, cuando montaban en arabesco, en las finas suelas de los zapatos de montar. Al cabo de un rato, ni siquiera esto fue suficiente para satisfacerlas. Elise, mientras montaba de pie con gran facilidad, se quitó el bolero y lo tiró. La condesa hizo lo propio y ambas mujeres siguieron montando con sus brillantes blusas blancas bajo las que saltaban alegremente sus pechos libres. Amelie llamó a Edge:
—Ahora, mira a ver si puedes hacer algo muy delicado. Intenta golpearnos la espalda con la fuerza suficiente para que duela, incluso para marcar los latigazos en la carne, pero sin rompernos la seda ni la piel.
Esto era difícil con un látigo desconocido y Edge se sentía reacio, pero obedeció con cautela. Y después de varios restallidos, Elise gritó y Amelie lo tradujo:
—¡Más fuerte, Zachary! ¡Casi no duele! ¡Márcanos!
Él volvió a encogerse de hombros y golpeó con un poco más de ímpetu, provocando en ellas chillidos y jadeos, pero no le ordenaron que parase. Entonces Elise, vigilando atenta el momento en que lanzaba el látigo, esperó a que le tocara el turno y ejecutó una rápida pirueta sobre el caballo, logrando que la borla la tocase exactamente en la punta de un pecho.
Profirió un grito largo y profundo —y Edge, horrorizado, dejó caer la borla del látigo—, pero el grito de Elise no fue de angustia. Se prolongó mientras ella daba media vuelta, se dejaba caer a horcajadas sobre el caballo, que iba a un trote ligero, y se echó cuan larga era sobre su lomo, con los brazos en torno a su cuello, y cabalgó así, frotándose contra el animal, profiriendo todavía aquel exuberante grito de felicidad. Amelie desmontó del caballo, lo apartó a un lado y miró sonriendo a Elise dar vueltas y más vueltas hasta que —según lo percibió Edge— su excitación perversamente provocada se fue extinguiendo poco a poco. Entretanto, el mozo de cuadra sonreía con lascivia mientras seguía tocando su música gitana. Fräulein Renz detuvo por fin a su caballo y desmontó, débil, sudada y temblorosa. Amelie la sostuvo hasta que se recobró, hablando ambas en voz baja y riendo con alegría. Después la condesa cruzó el paddock hasta donde se encontraba Edge, empuñando todavía el látigo.
—Tu amiga es un poco extraña, ¿no? —preguntó él.
—Entonces yo también lo soy, n’est-ce pas? Pero podrás juzgar por ti mismo. Elise se reunirá con nosotros esta noche en mis habitaciones. Este látigo es demasiado largo para usarlo allí. El mozo te encontrará uno más corto.
Y aquella noche, después de cierta reserva y modestia inicial por parte de los tres —sobre todo, de Edge—, la timidez y reticencia cedieron el paso a la familiaridad y luego a la intimidad. Edge, entre extrañado y divertido, y sintiéndose totalmente ridículo, complació a las mujeres usando el látigo corto, pero con suavidad, y sólo necesitaron unos cuantos golpes para que sus traseros quedaran sonrosados y calientes… y su interior mucho más cálido, supuso él al verlas retorcerse juntas. Entonces soltó el látigo y las miró jugar. Cuando se cansaron de darse mutuamente placer, le abrazaron a él y al cabo de un rato Edge era el único que guardaba silencio en el dormitorio. Elise profería sus gritos salvajes y exuberantes y Amelie su risa exaltada y salvaje y así continuaron, fuerte, prolongada y locamente. Muy locamente.