Desde Versalles, sólo Florian fue directamente al recinto del circo, con objeto de comunicar a los peones que al día siguiente reanudarían las funciones circenses. Hacía un rato que estaba allí cuando un coche de alquiler atravesó el Bois a toda velocidad y, antes de que se detuviera, Jovan Maretic se apeó de él y se acercó a Florian. Vestía traje de calle y llevaba el disfraz al brazo, bastante deteriorado, sobre todo las alas, pero Maretic aún tenía la mirada vengadora en los ojos.
No dijo si había alcanzado al lascivo marqués o, de ser así, si le había hecho algo; se limitó a observar con brusquedad:
—He venido a devolver este maldito zbrka a Gavrila. Ya he terminado de hacer el ángel.
—Está en el hotel, gospodín. Casi todos fueron directamente allí a dormir o a descansar.
—Entonces le diré a usted lo que también le diré a ella. —Maretic hablaba una vacilante amalgama de francés, inglés y servocroata, pero en su tono no había ninguna vacilación—. No permitiré más zakasnjenje, más barguignage, más tonterías. Gavrila debe casarse conmigo, odmah, inmediatamente, tout de suite. Esa criatura hija suya debe ser sometida, castigada, domesticada.
—En efecto. Ya he dicho a Gavrila que una mano firme…
—Aunque estropee un poco la porcelana sans couleur de la niña, hay que broncearle el trasero.
—Sí, sí. Será lo mejor para ella.
—Sin embargo, no puedo hacerlo hasta que sea legalmente su otac, su père. Así que Gavrila y yo nos casamos. D’accord?
—D’accord, franchement.
—Cuando nos casemos, su predstava, su cirque las perderá. ¿No se opone a ello?
—Point du tout. Como es natural, lamentaremos la pérdida, pero tanto Gavrila como Sava merecen la vida mejor que usted les dará. Si puedo hacer una sugerencia… hay otras personas de nuestra compañía a punto de casarse. Quizá podamos conseguir que las épousailles se hagan al mismo tiempo, a fin de evitar a todo el mundo una gran cantidad de fil rouge et routine.
—Me es indiferente hacerlo por decreto papal o ante el funcionario más humilde, con tal de que se haga.
—Le prometo que lo arreglaremos en cuanto todos los interesados estén despiertos. Reúnase con nosotros en el hotel esta noche, gospodín.
Durante aquella tarde, a medida que los artistas salían de sus habitaciones de uno en uno o de dos en dos, Florian habló en privado con varios de ellos. Después convocó a sus jefes en el fumador contiguo al vestíbulo del Grand Hôtel y les dijo:
—Gavrila Smodlaka y su amigo Maretic contraerán matrimonio, lo cual significa que la perderemos, así como a la Hija de la Noche y los terriers saltimbanquis. También perderemos a nuestra équestrienne estrella, que se casa con el conde de Lareinty, a quien creo que todos conocisteis anoche. La princesa Brunilda y Kostchei el Inmortal también se casan, pero se quedarán en el espectáculo. Acabo de saber asimismo por Ioan Petrescu que su monsieur Delattre le ha pedido que se case con él.
—Ach y fi —murmuró Goesle—. Está bien claro que debe de haber algo en el aire de París.
—Nadie pedirme a mí en matrimonio —gruñó Beck.
—Bueno —dijo Florian—, en cierto modo puedes compartir a monsieur Delattre, que se ha ofrecido a abandonar su negocio de fontanería para quedarse con nosotros, si le aceptamos. Yo quería preguntar tu opinión, ingeniero jefe, antes de decidirlo.
—¿Se pasaría al Zirkus, im Ernst? —exclamó Beck—. ¡Entonces yo decir ja! Ja, gewiss! Poder encargarse del Gasentwickler, ahora que Jules subir dos veces por semana en el Saratoga. Además, siempre ser necesario remendar los tubos del Dampforgel, para no mencionar los retretes, que necesitar mantenimiento. Ja, poder sernos útil.
—Esperaba que dirías que sí. De lo contrario, perderíamos a nuestra inestimable modista.
—Director —dijo Fitzfarris—, he estado gestionando la boda del Inmortal y la giganta. Como me dijo que la policía se interesa por Kostchei, he pensado que lo mejor sería celebrarla en un lugar donde no atraiga mucha atención oficial, así que he ido con Zack a las afueras de la ciudad, a Montmartre.
—No hay ningún problema —terció Edge—. El propio alcalde los casará. De prisa y sin alharacas. Y tengo entendido que el resto de París no hace mucho caso de lo que ocurre en el decimoctavo arrondissement.
—Muy bien —aprobó Florian—. En este caso, ¿queréis hablar con el alcalde por segunda vez? Preguntadle si puede casar a cuatro parejas en una misma ceremonia.
—¿Cuatro parejas? —Edge y Fitz le miraron, perplejos.
—¿Por qué no? ¿Cortaríais la cola de un perro en varias veces basándoos en la teoría de que así le duele menos?
—Pero, ¿quiénes son los cuatro? —Fitzfarris contó con los dedos—. Brunilda y Kostchei, loan y Pierre, Gavrila y Jovan…
—Y Clover Lee y Gaspard.
—¿Qué? ¿En aquella sórdida oficina? —exclamó Edge—. Ellos querrán seguramente hacerlo con bombo y platillo.
Florian movió la cabeza.
—El conde me confió anoche, y por lo visto a Clover Lee no le importa, que desea que su familia no se entere de su matrimonio hasta que sea un fait accompli. Dicen que entonces habrá una ceremonia religiosa y una grand fête en el palacio familiar. —Florian suspiró—. Sólo espero que no signifique un comienzo poco propicio para la vida conyugal de la nueva comtesse de Lareinty.
—Bueno… si esto es lo que quieren… —dijo Edge—. Fitz, iremos hacia allí a primera hora de la mañana. Si el alcalde está de acuerdo, mañana podremos llevar a todas las ovejas al matadero antes de la hora de la función.
Al día siguiente, toda la compañía, excepto los peones, abandonó el recinto del circo y Aleksandr Banat se hizo cargo de la taquilla del furgón rojo por si llegaban personas puntuales en busca de entradas. Naturalmente, todos los miembros del circo asistirían a la boda múltiple y era necesario no dar la impresión de que desfilaban, ya que con ello llamarían la atención por las calles. Florian envió a las diversas parejas protagonistas en fiacres separados y a grupos de sus colegas y amigos en otros, además de su propio carruaje, y los vehículos salieron del circo a intervalos y tomando rutas diferentes del Bois al Butte Montmartre. Todos se reunieron al pie de dicha colina, en la place Blanche, donde terminaban las aceras, y subieron en fila por un camino de tierra que serpenteaba entre las casas desperdigadas —algunas casitas modestas, pero en su mayoría cabañas y cobertizos ruinosos— y las torres destartaladas de molinos con inmensos brazos de lienzo y celosía que crujían al ser empujados por la brisa de las alturas, y las cabras y vacas que pacían en estrechas franjas de hierba entre rocas de piedra caliza y árboles enanos. A media colina los carruajes se detuvieron ante la mairie de Montmartre, un ayuntamiento no mucho más impresionante que los demás edificios de su alrededor.
Las cuatro felices parejas no se casaron al mismo tiempo, naturalmente, aunque sólo fuera porque no había sitio para todas en la oficina del alcalde. Desde luego no lo había para sus acompañantes, que se vieron obligados a apiñarse en el pasillo, en las desvencijadas escaleras que conducían al piso de arriba o en el exterior, ante las ventanas abiertas de la planta baja. Y tuvieron que compartir incluso estos lugares con funcionarios y greffeurs de las otras oficinas municipales, todos ellos equipados con puños de papel y plumas sucias detrás de las orejas, que también quisieron verlo todo y hacer expresivos ruidos durante las diversas ceremonias, como succionar a través de los dientes.
Los artistas habían ido con sus mejores trajes de calle, que constituían un espectáculo en aquel barrio pobre de la ciudad, aunque algunos de ellos habrían causado sensación en cualquier parte. Por lo visto Edge y Fitzfarris habían puesto sobre aviso a monsieur le Maire en cuanto a la naturaleza peculiar de algunos novios, porque consiguió no mostrar sorpresa, estupefacción ni nerviosismo cuando reconoció a la famosa chica «Clover Pink» y al primer noble del imperio que no había puesto jamás los pies en aquella maire, o cuando vio ante sí a una bella novia mucho más alta que su prometido de rostro mutilado, que carecía de nariz, o cuando descubrió que la novia era de sangre mucho más azul que el conde francés, o cuando la dama de honor de dicha novia resultó ser una bonita enana que le llegaba apenas a las rodillas. Como si se tratara de casos cotidianos, el alcalde sólo empleó las palabras y los gestos rutinarios al leer a cada pareja la dispense des bans y el pacte de mariage —que implicaba la naturalización automática como francesas de las novias que se casaban con súbditos franceses, la prohibición absoluta de divorcio, etc.—, y cada pareja murmuró a su vez sus «comprendo», «acepto» y «quiero». En cada ritual Florian actuó de padre simbólico de la novia, y Sava de doncella, esparciendo pétalos de flores en torno a cada pareja, mientras Nella hacía de dama de honor de Ioan, Daphne de Gavrila y Domingo de Clover Lee. La esposa del alcalde cumplió con sus deberes de rútina —sollozando y secándose maternalmente las lágrimas durante cada ceremonia y más tarde presenciando como testigo la firma de los certificados de matrimonio— tan impasible como si todos los novios fuesen pastores de cabras locales o los todavía inferiores poetas y artistas residentes.
Cuando todo hubo concluido —las firmas, los sellos y el lacrado de los documentos— y monsieur le Maire hubo besado a las novias y madame le Maire a todos los novios excepto Kostchei, que se escapó afuera, los artistas que estaban dentro del edificio tiraron confeti y arroz, e incluso los funcionarios municipales lanzaron al airetrocitos de papel secante. Cuando las parejas salieron de la mairie, tuvieron que someterse a otra lluvia de confeti y besos de más colegas artistas. Entonces los ocho recién casados, incluso la nada religiosa Clover Lee, subieron hasta la cima de la colina, donde se alzaba la humilde y pequeña iglesia de Saint-Pierre, sola y solitaria en la misma cumbre, para encender una vela y rogar por su futuro. La cuesta era excesiva para los coches de alquiler, así que los novios tuvieron que subir a pie, y la princesa YusupovaSomova tuvo que sostener a su nuevo consorte durante todo el camino porque su postura echada hacia atrás le hacía propenso a caerse de espaldas. Mientras los otros artistas esperaban en la mairie, charlando con los funcionarios, Carl Beck caminó despacio hasta la otra ladera en dirección al descuidado y abandonado Cemeterie du Nord, con objeto de rendir homenaje a dos tumbas: la de su compatriota el poeta Heine y la recién cavada de su colega músico Berlioz.
Una vez reunida de nuevo, la compañía subió a la caravana de coches, que los llevó un poco más abajo, al Moulin de la Galette, el único molino cuyas aspas no daban vueltas y tenían los lienzos completamente plegados. Según los letreros recién pintados en el portal de madera y en la pared enyesada y cubierta de juncos que rodeaba el molino, el propietario de la Galette, «M. Devray», había convertido el local en un salon-cabinet-café donde había de todo, desde bière a «Siam».
—¿Siam? —preguntó alguien, extrañado.
—Un juego de bolos —explicó Florian—. Pero nosotros no hemos venido a jugar. He reservado el local para el déjeuner de noces.
Todos se sentaron, pues, en torno a las mesas del patio tapiado y madame Devray guisó en la cocina, que antes había sido el cuarto de moler, en la base de la torre, mientras monsieur Devray y una colección de pequeños Devray trotaban de un lado a otro, sirviendo omelettes, terrines, crépinettes, café, chocolate caliente, vino Muscadet de un verde dorado y, por supuesto, la especialidad de la casa, las galettes. («¡Vaya, qué sorpresa! —exclamó Yount, feliz—. ¡Tortas de maíz como las de casa!») El antiguo molino de tablas de chilla y sus grandes aspas ociosas crujían al moverse como desgraciados en su retiro, pero aquel rumor no podía apagar la alegre charla y las risas de los invitados a la boda múltiple. En cualquier caso, la mayor parte de su charla era alegre. Fitzfarris aún lamentaba la perdida oportunidad de publicar en la prensa esta fiesta única y Florian decía a Clover Lee con un poco de tristeza:
—Supongo, comtesse, que nuestras funciones de hoy serán saludadas con hortalizas en vez de flores cuando los patanes noten la ausencia de la équestrienne vestida de rosa que ha sido durante muchos meses nuestra atracción estrella y la admiración de todo París.
—Me gusta oírme llamar condesa, pero no por mi padre adoptivo —dijo ella con afecto—. Y deje de lamentarse. Sigue teniendo el mejor circo de París. De todos modos, usted mismo dijo que las modas van y vienen. Que nosotros sepamos, el rosa Clover puede haber pasado de moda durante estos tres días de descanso.
Una vez terminada la comida, los carruajes llevaron de nuevo a la compañía al pie de la colina y allí, en la place Blanche, se detuvieron una vez más para que quienes se quedaban en el Florilegio y quienes lo abandonaban pudieran despedirse con besos, abrazos y apretones de mano. El equipaje de la nueva comtesse de Lareinty ya había sido recogido en el hotel por el criado del conde, así como su remolque del circo, y llevado a la Gare Saint-Lazare, donde los recién casados tomarían el tren aquel mismo día para pasar su luna de miel en Deauville, a la orilla del mar. Gospodín Maretic llevaba a las nuevas Gospodja y Gospodjica Maretic a su apartamento, en un aburrido barrio bancario de la orilla izquierda, para que se acostumbrasen a él antes de trasladar sus posesiones y sus perros del remolque. Brunilda y Kostchei volvían al recinto del circo a trabajar como en otro día cualquiera, pero la nueva madame Delattre se tomaba un día libre para ayudar a Pierre a empaquetar todo lo que necesitaba de su taller y de sus habitaciones del quartier Marais.
Cuando se hubieron alejado los vehículos de los que se marchaban, Florian volvió a dar instrucciones a los otros para que regresaran al Bois por diferentes rutas. Él y Edge iban en el carruaje, con Daphne y Domingo en el interior, y cuando llegaron al boulevard de Courcelles vieron a los golfillos que vendían periódicos corriendo con una excitación inusitada, agitando los diarios y gritando: «Querelle à Prusse!» Florian detuvo a Bola de Nieve el tiempo suficiente para comprar un periódico. Recorrió con la vista la primera plana, hizo una mueca, lo pasó Edge y dijo:
—Vaya, la emperatriz no te habló en vano. Prusia ha propuesto a su príncipe Leopoldo como nuevo rey de España y Francia exige con truculencia que su nominación sea retirada. La situación es tensa. —Chasqueó al caballo—. Nous verrons.
En las dos funciones de aquel día, el director ecuestre mandó al Démon Débonnaire que prolongase sus diversos números con animales para compensar la pérdida del número de los terriers y Lunes alargó su atracción de alta escuela con Trueno para compensar la pérdida del número de Clover Lee. Nadie del público tiró hortalizas; como de costumbre, habían llevado flores y las lanzaron para celebrar el trabajo en el trapecio de Mademoiselle Papillon y Maurice LeVie. No obstante, varios espectadores preguntaron al portero Banat después de la función qué se había hecho de «la fille de rose-de-trèfle». Él les dijo la verdad, que se había marchado para convertirse en condesa, y todos exclamaron algo parecido a: «Merecía semejante recompensa. ¡Un feliz final de su carrera!», y no se quejaron de que les hubieran privado de su actuación. Al cabo de pocos días, confirmando la opinión de Florian sobre las modas parisienses, los artículos de Clover Pink empezaron a desaparecer de los escaparates y de los vestidos de las mujeres en las calles.
A esta moda siguió inmediatamente otra llamada por las clases superiores «l’art pugilistique» y por las inferiores «la boxe». Él boxeo, antes objeto de burla como otra aberración nacional de la pérfida Albión, era ahora el tema principal de conversación en todos los zincs y en todas las mesas de café. Casi todos los teatros, menos la augusta Opera, erigieron en el escenario un cuadrilátero de cuerdas, contrataron a púgiles y árbitros profesionales y organizaron campeonatos según el reglamento inglés de Queensberry, incluyendo asaltos cronometrados, guantes para los puños y prohibiendo el uso de los pies. Los cabarets más vulgares juntaron más las mesas para dar cabida a «un ring de boxe». Buscaron por las calles a los mozos más fornidos del mercado y a cualquier rufián musculoso que estuviera dispuesto a desnudarse hasta la cintura y librar una combinación de la boxe y la savate —una lucha con los nudillos sin protección y calzando botas de punta metálica o sabots de madera en salvajes rounds, que no terminaban hasta que un hombre quedaba fuera de combate— por la simple perspectiva de unos pocos francos si dejaban inconsciente al adversario.
Reconociendo la moda, el director ecuestre coronel Ramrod resucitó la parodia del boxeo hecha en el pasado por los payasos muertos hacía tiempo, Alí Babá y Zanni. Asignó el número a Ferdi Spenz y Nella Cornella y el público saludó esta actuación con todavía más hilaridad porque ahora era una mujer bonita y bien formada la que golpeaba a un hombre enano y antipático, mientras el cariblanco Fünfünf hacía de árbitro colérico pero ineficaz:
—¡No, no, Mam’selle Emeraldina! ¡Nunca se golpea a un hombre cuando está en el suelo!
Entonces ella enviaba de un golpe al Kesperle al otro lado de la pista y, sonriendo, se acostaba antes de que él se levantara e intentara vengarse… y el público se desternillaba de risa.
Mientras tanto, en las calles, los crieurs des journeaux continuaban gritando con un clamor comparable en la arena política internacional. «Retraite de Prusse!» era el último grito, un grito alegre, porque Bismarck había cedido ante la presión francesa y retirado al príncipe Hohenzollern como aspirante a la corona española.
Sin embargo, Francia en general, especialmente las ciudades, y el Florilegio en particular, pronto tuvieron que afrontar otra contingencia. El tiempo veraniego había provocado muchos comentarios sobre su clemencia y sus cielos claros, pero entonces el calor se intensificó cada día más, hasta que dominó una sequía cálida y sin aire. El largo jardín que era la avenida de los Campos Elíseos —rosas y geranios de todos los tonos, begonias, peonias y fucsias de dimensiones prodigiosas— empezaron a marchitarse, arrugarse y perder sus brillantes colores. Los castaños que bordeaban las aceras tenían las hojas lacias y dejaban caer tristemente sus capullos como una continua lluvia rosada y seca bajo las ramas arqueadas. Edge se acostumbró a trepar, antes de la función de la tarde, por la escala de cuerda hasta la plataforma del trapecio —se había aficionado a ello desde el tiempo ya muy lejano en que Autumn le enseñara a hacerlo— y un día bajó de allí y dijo a Florian que cancelaría el número del trapecio de Maurice y Domingo y la actuación de Lunes en la cuerda floja.
—Corren el peligro de desmayarse —explicó—. Hasta que remita este horrible calor, no permitiré que nadie trabaje tan cerca de la cúpula excepto en las funciones nocturnas.
—No pienso contradecir al director ecuestre —dijo Florian, pero su rostro expresó preocupación—. Vamos a tener que alargar enormemente el resto de los números y no todos pueden alargarse. Este maldito tiempo está perjudicando mucho a la pobre Miss Eel. Su número de klischnigg le resulta cada vez más doloroso; estoy pensando seriamente en mandarla de vacaciones a las montañas. Pero en este caso, es seguro que el Hacedor de Terremotos querría irse con ella. —Exhaló un largo suspiro de resignación—. Sin embargo, hay cosas peores de qué preocuparse.
Desdobló un ejemplar del día de Le Monde, que llevaba debajo del brazo, para que se viera el titular: «NOUVELLE DEMANDE PAR FRANCE».
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Edge.
—La nueva exigencia de Francia es que Prusia garantice que nunca más propondrá al príncipe Leopoldo para el trono de España. Maldita sea. Esto es como pedir a Prusia que se rebaje y sin una razón de peso. Me pregunto si será el tiempo caluroso lo que hace a la gente tan irascible. ¿O es el tiempo un simple reflejo de esta acalorada disputa entre monarcas?
—Diablos, yo puedo decírselo —respondió Edge—. Es obra de la emperatriz Eugenia. Esa mujer no puede dejar las cosas tal como están.
Un día o dos después, dos tropeles de hombres y mujeres parisienses —gente de clase baja, a juzgar por sus trajes— marcharon por las calles del centro urbano y los seis u ocho hombres más fuertes de cada grupo sostenían una tarima sobre la que se levantaba una estatua de madera, dorada y pintada con colores chillones, una de hombre y otra de mujer. Siempre que las efigies se encontraban por casualidad en sus peregrinaciones, los portadores las inclinaban para que se saludaran cortésmente una a otra.
—En nombre de la nación, ¿qué ocurre aquí? —preguntó Yount.
—Son las imágenes de san Marcelino y santa Genoveva —explicó Pemjean—. La gente las saca de sus altares y desfila con ellas para pedir un cambio de tiempo. Parecen creer que si los santos sienten el calor que hace fuera de sus iglesias (o el frío o la humedad o lo que sea), Genoveva, Marcelino o ambos ejercerán su influencia sobre los elementos.
Los santos, sin embargo, no hicieron caso. El calor veraniego aumentó todavía más y Edge tuvo que ordenar a los peones que enrollaran las paredes laterales de la carpa durante las funciones de tarde para que el público no se marease. Dos días después, Florian volvió de una excursión al centro de la ciudad y anunció:
—El Museo Carnavalet ha colgado fuera un termómetro gigante y marca treinta y ocho grados centígrados. ¡Es insoportable!
—Bueno —observó Edge—, es posible que Maurice, Domingo y Lunes me maten, pero de hoy en adelante voy a prohibirles subir al trapecio también en las funciones nocturnas.
—Es asimismo insoportable que dispongamos de un programa tan exiguo —dijo Florian—. Tenemos que presentar más números. Tú, sir John y yo nos turnaremos de nuevo en las visitas a otros circos de la ciudad para dar otro repaso a sus talentos y ver si hay alguno digno de ser secuestrado. Números ecuestres, de animales… consideradlo todo menos a los monos. Todavía me niego a tener simios en mi espectáculo.
Así, al día siguiente por la tarde Edge salió al calor agobiante para dirigirse por segunda vez al Cirque de l’Empereur. Por el camino encontró a un vendedor de periódicos que gritaba con vigor, en esta ocasión una sola palabra: «Insulte!», así que compró el Quotidien de Paris y leyó mientras caminaba. No tenía que preocuparse mucho de tropezar con otros viandantes, porque muy poca gente salía a pie en aquellos días tan calurosos. La palabra más grande de la primera plana era la misma que el chico había gritado: «INSULTE!» La noticia era que el canciller Bismarck había replicado a la última exigencia francesa con un rotundo «Nein!». No prometería que el príncipe prusiano Leopoldo no volvería a presentarse nunca como candidato a la corona española. Y esta brusca negativa boche, decía el Quotidien, era una afrenta a las buenas intenciones de Francia, al deseo altruista de Francia de mantener la paz, al orgullo de Francia, a los intereses comerciales de Francia, al honor nacional de Francia, al prestigio de Francia entre las potencias de Europa, al cran de los hombres franceses y a la dulce naturaleza de las mujeres francesas…
Por lo visto, a todo menos a las nobles salsas de Francia, pensó Edge mientras tiraba el periódico en el cubo de la basura de una verdulería.
Cuando compró su entrada en el edificio del circo, Edge vio un cartel que anunciaba a una nueva artista del programa, una tal «Mademoiselle Mystère!… Merveille des âges… Vainqueur du continent!» y otras exageraciones por el estilo, pero el cartel también era un misterio porque no daba ninguna pista sobre la índole de su actuación. Edge contempló los mismos números que ya viera unos meses atrás —charla excesiva y no muy cómica de los payasos, aburridos números de animales— y tomó nota de que la cabra acróbata había sido relegada al final de la primera parte, antes del intermedio, lo cual indicaba que la nueva Mademoiselle Mystère ocupaba el lugar estelar al final de todo el espectáculo. Edge, por lo tanto, se quedó toda la segunda parte, esperando que la nueva estrella mereciera la pena.
El director ecuestre la presentó con superlativos casi tan floridos como los de Florian —la maravilla del siglo, el asombro de incluso los mejores conocedores del circo, etc.—, pero manteniendo aún el misterio de la especialidad de Mademoiselle Mystère. De pronto la banda del circo, numerosa pero mediocre en comparación con la de Beck, tocó una fanfarria. Por la puerta trasera de la arena entró otra équestrienne, una mujer rubia platino en equilibrio sobre un solo pie en la grupa de un caballo al trote. La banda pasó al ritmo del galope y ella comenzó sus posturas y piruetas. Lo único nuevo de ella era que llevaba —además de un leotardo de lentejuelas, mallas de color carne y un tutú de tul— una máscara de cartón piedra que le cubría toda la cara. Era la máscara de una Colombina, con lunares redondos y muy rojos en las mejillas, pestañas muy largas y una boca de Cupido.
Edge tenía una silla de respaldo en la primera fila, así que estaba lo bastante cerca de la pista para darse cuenta de que, aunque la mujer fuese una mademoiselle, no era joven. Mostraba una gran competencia y gracia en la grupa, pero aprendida, no vivaz y espontánea. Tampoco su traje ni su caballo eran muy jóvenes. Al leotardo le faltaban lentejuelas y las mallas formaban bolsas en las rodillas y los codos, o quizá las rodillas y los codos eran demasiado gruesos. El caballo no llegaba a tambalearse de vejez, pero era lento y de paso un poco inseguro. Edge suspiró y se levantó para irse. Estaba de espaldas a la pista cuando la música cambió el galope inicial por una melodía más sincopada. Nadie la cantaba, pero era la música al son de la cual Monsieur Roulette había cantado hacía mucho tiempo «Sentado en el circo, la miraba dar vueltas…».
Edge volvió, se sentó de nuevo y miró con atención. Después de la cabalgata final entró sin ser molestado por la puerta trasera de la pista y buscó hasta que encontró su camerino. Sarah se había puesto una bata muy gastada sobre el traje, pero aún conservaba la máscara de cartón. Su expresión era más vivaz que su voz cuando dijo:
—Te he visto en seguida junto a la arena, pero era demasiado tarde para indicar por señas a la banda que cambiara mi música.
—¿Por qué hacerlo? Es casi seguro que hubieras topado con uno de nosotros, si no conmigo. Y en cualquier lugar de la ciudad, si no aquí. Debías de saber que estamos en París desde hace meses.
—Sí, pero esperaba pasar inadvertida. Monsieur Degeau me contrató por sólo tres semanas. Mis servicios no tienen exactamente una gran demanda. —Alargó la mano para estrechar la de él—. Hola, Zachary. Es agradable volver a verte.
—¿No das un beso a un viejo amigo?
—No. A Gerald no le gustaría, si entrase de repente.
—¿Gerald?
—Le has visto actuar con el apolillado oso bailarín. Orphée et l’Ours. En Inglaterra eran Bruno y Bruin. Allí fue el último lugar donde trabajamos. Yo era Miss Masked Mystery.
—Conmigo puedes dejar el misterio. Y quitarte la máscara.
—No. Nunca me la quito, hasta que estoy en nuestro cuarto de la pensión. Ni siquiera el director Degeau me ha visto sin ella. Probablemente es la única razón por la que me contrató. Cuando no te queda mucho talento, belleza y juventud, tienes que inventar alguna artimaña. Debes de haber notado que he perdido mucha rapidez y he de teñirme los cabellos grises, así que lo único vendible en mí es el misterio. Esto, y el oso, nos consiguen a Gerald y a mí algún que otro breve contrato como éste, con un salario de feria. Pero al diablo con todo esto. —Hizo un amplio ademán de indiferencia y adoptó un aire alegre—. Puedo estar contenta por el tremendo éxito alcanzado por mi pequeña Edith. ¡Imagínate! Su nombre es famoso. Clover Lee Coverley… ¡la équestrienne más amada por París en todos los tiempos!
—¿Has ido al espectáculo a verla trabajar?
—No. Ya te lo he dicho. Quiero pasar inadvertida. —Se volvió y fingió buscar algo en el tocador—. No la he visto, no.
—Es igual que no hayas venido. Se ha marchado.
—¿Qué?
La máscara se volvió súbitamente hacia Edge y los ojos azules de Sarah brillaron detrás de los agujeros.
—Ya no es una niña pequeña —dijo Edge con una gran sonrisa—. Incluso ha prescindido de su nombre infantil. Ahora se llama Edith, condesa de Lareinty. Y está de luna de miel en Deauville.
—Vaya, que me cuelguen si… —profirió Sarah con una risa de alivio y felicidad—. Y deja de sonreír, Zachary; eso no ha mejorado con los años. De modo que Clover Lee lo consiguió, ¿eh? Me alegro de que lo haya hecho una de nosotras. Yo lo predije, ¿te acuerdas? Hace muchísimo tiempo.
—Me acuerdo. Dijiste al diablo con la moral, le enseñaré modales dignos de un baile palaciego. Pues bien, ahora asistirá a muchos.
—¿Y tú, Zachary? ¿Te has casado con tu bella Autumn?
—Aún no. —Y continuó en seguida—: Te alegrará saber que Clover Lee no ha conseguido sólo el oropel de un título. Su Gaspard de Lareinty es un hombre rico, así que está arreglada para toda la vida. Escucha, si algún día deseas retirarte y descansar, Clover Lee podría…
—No.
Edge replicó, exasperado:
—No, no y no. Es todo lo que me has dicho. Si te invito a volver al Florilegio, con Gerald, si quieres, ¿también contestarás que no?
—Sí.
—Maldita sea. La marcha de Clover Lee es la razón de que esté aquí hoy. Busco números de repuesto. Y escucha una cosa, Sarah. No queda nadie en el espectáculo a quien no desees volver a ver. Pimienta y Paprika han muerto. Otros también murieron o se marcharon a otra parte. Pero siguen con nosotros muchos de tus viejos amigos: Jules, Fitz, Hannibal y las chicas Simms. Y sabes que Florian te recibiría con los brazos abiertos. Aún tenemos a tu Bola de Nieve, una montura mucho mejor que ese rocín que montas aquí. Ahora somos un espectáculo de primera categoría. Podemos permitirnos los mejores trajes, accesorios y aparatos. —Como hasta entonces sólo le había dicho la verdad, Edge intentó pasar una pequeña mentira—: Eres una équestrienne tan buena como antes. Volverías a ser Madame Solitaire y…
—No me digas embustes, Zachary. Antes no lo hacías. Gracias por el ofrecimiento, pero no. Me quedo con la vida gitana y con mi Gerald de tercera categoría entre los espectáculos de tercera categoría. No son gran cosa, pero yo tampoco. Y ahora vete, te lo ruego, viejo amigo, y por favor no menciones a nadie, ni siquiera a Autumn, que todavía existo.
—Pero, ¿por qué, Sarah?
Ella suspiró.
—Siempre has necesitado convencerte, maldito seas. —Empezó a soltar las cintas que sujetaban la máscara—. Solía quejarme de que los caballos siempre echaban sus cabezas huecas hacia atrás y me daban en la nariz. Pues bien, uno de ellos lo hizo con demasiada fuerza. —Se quitó la máscara y Edge deseó tener una para ocultar la expresión de su propio rostro. Sarah habría sido todavía una mujer hermosa, pero ahora tenía una nariz monstruosamente grande, granulada como una coliflor y moteada de manchas rojas y púrpuras—. Todas esas fracturas y magulladuras provocaron un estado que los médicos llaman bacchia. —Lo dijo con voz fría y serena—. Y no deja de empeorar. ¿Creerás ahora que no quiero ser descubierta ni rescatada ni siquiera recordada?
Edge asintió, movió en silencio la cabeza y se dirigió a la puerta. Ella ya volvía a ponerse la máscara cuando él se volvió para decir:
—Adiós, entonces, Sarah. Buena suerte. Si algún día puedo hacer algo…
—Sólo una cosa. Puedes decirme esto. ¿Habla de mí Clover Lee? ¿A menudo?
Edge pensó brevemente en intentar otra mentira, pero rechazó la idea.
—No, nunca.
—Está bien —dijo la máscara de Colombina—. No lo hagas tú tampoco. Adiós, Zachary.
Al salir y cruzar la pista, Edge se detuvo un momento. La arena estaba tan vacía como lo había estado la tienda del Florilegio la primera vez que vio montar la gran carpa. No había lona arriba ni alrededor, pero sí serrín bajo los pies y los olores eran muy parecidos. Podía cerrar los ojos y, en el silencio hueco del lugar, oír casi un débil eco de aquella música en un tiempo alegre y pegadiza:
Solitaire será la reina de todas las amazonas,
pero, ay, está lejos, muy lejos…
Cuando volvió al recinto del circo, Domingo leía en voz alta un periódico a otros artistas agrupados a su alrededor, traduciendo un editorial de Le Gaulois de aquel mismo día:
—«… Si Francia no obliga a Prusia a satisfacer sus exigencias, ni una sola mujer europea consentirá jamás en coger del brazo a un francés…»
Florian era un miembro del grupo y al ver acercarse a Edge le miró con expectación.
—No ha habido suerte, director —dijo Edge—. Nada que podamos usar en el Cirque de l’Empereur.
—Quizá no es tu día de suerte —contestó Florian con la cara larga—. Siento decirte que ha estado aquí un lacayo de las Tullerías. Se te ordena presentarte ante su majestad Luis Napoleón.
—Oh, cojones. Bueno, no puedo decir que no lo esperase. Pero hoy ya me he saltado una función. Puedo ir mañana…
—No, no, muchacho. Si le haces esperar toda la noche, sabrá que has desobedecido deliberadamente y, sea cual sea su estado de ánimo, esto no lo mejorará. Volveré a hacerme cargo de tus obligaciones de director en la función nocturna y llenaremos de algún modo tu número de puntería, si no has llegado para entonces. Ve a ver qué quiere el emperador.
—Sé lo que quiere —gruñó Edge—, pero estoy muy seguro de que no voy a participar en esta guerra, por muchas mujeres que se nieguen a cogerme del brazo.