MAISON DE L’EMPEREUR
Palais des Tulleries, Premier Chambellan
le 3 mai 1870
Monsieur Florian,
Par ordre de l’empereur, j’ai l’honneur de vous prévenir que vous êtes invité, ainsi que…
—Bueno —dijo Florian con gran satisfacción, mostrando a sus principales subordinados la invitación, exquisitamente grabada, que acababa de entregarle un mensajero con librea—, empezaba a pensar que el emperador nos había olvidado. Pero estamos todos invitados (menos el personal eslovaco, claro), junto con cualquier consorte civil o los amigos que deseemos incluir, primero a cenar en el palacio de Saint-Cloud y después a un baile de disfraces en el Grand Trianon de Versalles. El día primero de junio. Según la nota del chambelán, muchos otros personajes destacados de todas las artes estarán presentes en la cena. Y supongo que alrededor de mil miembros de la aristocracia asistirán al baile. ¿Queréis hacer correr la noticia por el recinto del circo, caballeros? Averiguad el número exacto de personas dispuestas a ir, incluyendo las ajenas al circo, para que pueda informar de ello al chambelán.
—¿Significa el baile de disfraces —preguntó Edge— que podemos asistir con el traje de pista?
—Todos aquellos que deseen llevarlo —contestó Florian—, pero me imagino que la mayoría de nosotros preferirá asumir una personalidad diferente con la excusa de semejante acontecimiento.
—Creo —dijo Willi— que uno de nosotros debería invitar a Monsieur Nadar. Nos será útil para identificar a los otros invitados.
—Te refieres a que nos ofrecerá los últimos y más jugosos chismes acerca de ellos —observó Florian con una sonrisa—. Sí, tiene que acompañarnos. Muy bien, id a comunicarlo a los artistas. Aún faltan tres semanas para la gran noche, pero este plazo puede ser corto para las damas que deseen adquirir vestidos lujosos para la ocasión. Y, Stitches, ¿prepararás carteles anunciando que el Florilegio no actuará aquel día? Ni la víspera, para los preparativos, ni al día siguiente, para nuestra recuperación.
Cuando los demás hubieron salido de la oficina, Fitzfarris se quedó rezagado.
—Me gustaría hablar un momento en privado, director, acerca de las chicas del cancán.
—¡Dios mío! Me temo, sir John, que se sentirían tan desplazadas como los eslovacos en una cena de gala.
—Oh, estoy de acuerdo. No se trata de esto. Quería decirle que las chicas me han abordado en grupo para pedir un aumento de sueldo.
—¿Qué? Les pagamos el doble de lo que dijiste que ganaban en aquella mísera revista de café. Y deben de ganar aún más con sus, ejem, actividades extralaborales.
Fitzfarris, incómodo, explicó:
—Bueno, sí, lo hicieron durante un tiempo, pero ahora ya no. Ignoro cómo decirlo exactamente, director. La portavoz de las chicas (no, no es esto, supongo que debería llamarla la portavoz de las putas) dijo que han perdido su negocio del patio posterior. Une putain amateur se… ejem… se ofrece gratis a todos los clientes.
—¡Cielos! ¿Una aficionada hace el trabajo de diez profesionales? Pues no he visto a ninguna desconocida en el patio trasero.
Fitzfarris respiró hondo y dijo:
—Describen a su competidora como «ce petit blanc ver». Si he comprendido correctamente…
—«¿Ese gusanito blanco?» Dios mío, sólo podría ser…
—Sí. Yo también lo encuentro increíble, pero las chicas insisten en que es así. Aún no he pedido cuentas a Sava ni a su madre; no sabría cómo hacerlo. Por esto le paso el problema a usted. Lo siento.
—No lo sientas —dijo Florian, preocupado—. Después de todo, el papel de pater familias de esta compañía es mío. Pero vete de prisa y envíame a Gavrila.
A Edge también le hacían una consulta en privado. Se trataba de Clover Lee, a quien acababa de comunicar la noticia de la velada palaciega.
—Ya sabía que se estaba planeando —respondió ella—. Me lo dijo un… un amigo de la corte. También estará en el baile. Pero me gustaría pedirle un favor, coronel Zack. ¿Querría conocerle fuera del circo antes de que lo presente a Florian en el baile? Tengo una razón para pedírselo.
—Está bien. ¿Cuándo y dónde?
—Domingo me ha dicho que frecuenta un café donde a veces come al mediodía.
—Sí, pero no es lugar para llevar a nadie. Le Commerce, en los mercados de pescado de les Halles. Si tu amigo es duque o conde, no creo indicado…
—Será perfecto. Allí no es probable que alguien le reconozca. ¿Mañana a mediodía?
En cuanto Fitzfarris hubo pedido a Gavrila que acudiese a la oficina de Florian —por un motivo sin especificar—, tuvo que afrontar otra situación inquietante, al menos durante un rato. Cuando habló a Brunilda y Kostchei de la invitación imperial, ambos rogaron ser excusados, él por la razón de siempre, porque no quería provocar una pérdida de apetito general, ella porque su familia era demasiado conocida por muchos miembros de los círculos cortesanos imperiales y su presencia en calidad de atracción circense podía ser causa de bochorno para todos. Fitz no se sorprendió de que rechazaran la invitación, pero se quedó estupefacto cuando la giganta añadió:
—A Timoféi y a mí no nos importa la soledad ocasional porque nos hacemos compañía el uno al otro. Y para que esta compañía sea permanente, sir John, hemos decidido casarnos.
Fitzfarris calculó instantáneamente: constituían el veinticinco por ciento de su espectáculo.
—Bueno —dijo, decepcionado—, desde que está con nosotros la hemos llamado siempre Olga, pero todos sabemos que es princesa y una mujer rica. Supongo que no podemos lamentar que, habiendo encontrado un marido de su gusto, decida disfrutar de su fortuna, y de su buena suerte, en un retiro permanente, pero no cabe duda de que este espectáculo perderá mucho sin los dos.
—Oj, nyet, nyet! —exclamó Kostchei, alarmado—. No nos despedirá porque nos casamos, ¿verdad?
—Pues claro que no. Diablos, no. Sólo suponía que se iban a comprar un palacio en alguna parte para vivir allí eternamente felices, como suele decirse.
Brunilda rió con alivio y dijo en tono alegre:
—¿El ogro y la ogresa buscando un palacio sombrío en medio de un oscuro bosque? Eso sería demasiado aislamiento y demasiada soledad. Nyet. Aquí hemos hecho amigos, sir John, que no nos consideran monstruos. Y aquí podemos ver a otras personas y procurarles distracción o un breve estremecimiento sin tener que mezclarnos con ellas y fingir ser como ellas. Esta es la vida que deseamos seguir viviendo, si nos permiten quedarnos.
—¡Maldita sea, pues claro que sí! —exclamó Fitzfarris, alborozado—. ¡Y menuda fiesta, cuando se casen! Puedo garantizarles que Florian organizará una boda por todo lo alto…
—¡Oj, no, por favor! —suplicó la giganta—. Esto lo estropearía todo. Mi familia de Rusia moriría sin duda de mortificación ante semejante publicidad.
—Ah, bueno, supongo que tiene razón —concedió Fitz, aunque decepcionado—. Qué lástima. Habría sido una boda mucho más sonada que la de Tom el Pulgarcito.
—No deseamos ningún boato, ninguna mención pública, sólo una ceremonia civil en una oficina municipal. Si puede enterarse de las gestiones pertinentes, se lo agradeceremos mucho, sir John.
—Sí. Está bien. Lo averiguaré.
Gavrila entró bailando en el furgón rojo, diciendo con gran entusiasmo:
—John Fitz me ha comunicado la estupenda noticia. Por favor, ¿me permitirá invitar a Gospodín Maretic?
—Por supuesto. En cierto modo deseaba hablarte de tu amigo Maretic. Siéntate, querida. —Florian jugueteó un minuto con los objetos de su mesa y entonces dijo con cautela—: Por lo visto la pequeña Sava no ha olvidado todo lo ocurrido la noche de su, ejem, rapto. De hecho, parece ser que le gusta repetir algunas cosas de esa noche. —Se atusó la perilla—. Supongo que una madre debe de ser la última en saberlo.
Gavrila levantó una mano trémula para ocultar el temblor de sus labios. Florian tuvo que continuar y hablarle de las actividades de Sava, pero se abstuvo de mencionar su presunta voracidad y el efecto de ésta sobre las ganancias de diez prostitutas profesionales.
—¿Lo hace con un eslovaco? —preguntó Gavrila, casi vomitando—. Svetog Vlaha! Pero… pero… ¿no podría usted… expulsarlo, gospodín? ¡Un hombre así!
Florian no explicó que tendría que despedir a todos los peones, a la banda, a los cuidadores de elefantes y sólo Dios sabía a cuántos más. En vez de esto, dijo:
—Creo que en esta ocasión no hay un culpable. Ahora la culpa es de Sava. O mejor dicho, el problema, la enfermedad. Lo que la profesión médica llama citeromanía. La niña necesita vigilancia. Si invita a intimidades (y considerando su tierna edad, su atrayente inocencia y su innegable carácter único), tendría que ser muy fuerte el hombre que la rechazara.
Gavrila murmuró con tristeza:
—No puedo vigilarla cada minuto.
—Me hago cargo. Y esto nos lleva a Gospodín Maretic. Dices que es un hombre bueno y, por lo que he visto y oído de él, estoy totalmente de acuerdo. ¿Te ha pedido por casualidad que te cases con él?
—Casi —musitó ella—. Si yo le diera a entender que respondería afirmativamente, me lo pediría.
—Entonces, ¿por qué no lo haces? Y acepta cuando te lo proponga.
Gavrila pareció tan sobresaltada ahora como ante la revelación de las indiscreciones de Sava.
—¡Porque no es del circo! Es un blagajnik, un cajero de un banco.
—En este caso me temo que deberías considerar las ventajas de abandonarlo.
—¿Después de toda mi vida? —gimió ella.
—Una decisión terrible, lo sé, y un paso muy doloroso, si lo das. Yo mismo no querría tener que contemplarlo nunca. Pero es evidente que Maretic se gana bien la vida como empleado de banca y tú no necesitarás trabajar. Una existencia segura y tranquila te compensaría pronto de la pérdida de las lentejuelas, la excitación y los aplausos.
—Pero… pero… ¿y los pasovi?
—¿Los terriers? ¿Le disgustan los perros a Maretic?
—No, no. Le gustan.
—Pues asunto arreglado. Otras familias tienen animales en casa. Los tuyos sólo se diferencian en que tienen un talento extraordinario. —Y su público sería un solo hombre.
—¡Entiéndelo, mujer! No estamos hablando de ti ni de tus perros ni de los patanes del circo. Estamos hablando de lo que es mejor para Sava.
—Es cierto. Soy tonta y egoísta.
—La niña nació diferente de los demás, al menos en apariencia. Tuvo un padre desapegado que mereció su terrible fin. Además, Sava perdió a su hermano, que era la única persona igual que ella en su mundo inmediato. Entonces, el primer amigo que encontró fuera del recinto del circo abusó brutalmente de ella. No es extraño que la niña se haya vuelto… bueno, revoltosa. Pero podría redimirse si tuviera un hogar, una familia, la escuela, seguridad. Compréndelo, no te estoy ordenando que te cases y entiendo tu resistencia a abandonar la única clase de vida que has conocido. También entiendo a Gospodín Maretic. Tal vez cargue con más responsabilidades de las que un típico empleado de banca esperaría encontrar en el matri monio. Gracias a Dios es un yugoslavo decente y de carácter firme, no un francés frívolo propenso a los caprichos. Sólo te insto, Gavrila, a considerar lo que es mejor para vosotras. Si es el matrimonio, no lo retrases demasiado. Entretanto yo daré órdenes estrictas de no acercarse a Sava a todos los hombres de este recinto. Pero no puedo ordenar ni controlar a la propia Sava. Eres tú quien debe hacerlo, y sin tardanza.
Al día siguiente Clover Lee y su amigo llegaron tarde al café Le Commerce, así que Edge ya tenía delante un plato y una carafe en su mesa de la acera y, mientras comía, leía el único periódico inglés de París, Galignani’s Messenger. Las mesas exteriores del café estaban muy juntas y todas ocupadas y los clientes que no hablaban, reían o gritaban «Garçon!» ruidosamente, comían haciendo casi el mismo ruido al sorber bisques y sopas, partir los caparazones de cangrejos, langostas y écrevisses y manejar cubiertos, platos y copas. Los camareros pasaban a toda prisa por entre las mesas con las bandejas en alto, gritando con fuerza: «Par’n, ’sieurs, ’dames!», pero a pesar de ello dando codazos a los comensales y ladeando sombreros.
El bullicio y la animación no terminaban en el bordillo del café, porque se trataba de la rue Coquilliére. Por esa calle circulaban grandes carros tirados por grandes caballos y bueyes que transportaban barriles recubiertos de sal y hielo. Los mozos que iban a pie hacían casi el mismo ruido porque llevaban zuecos de madera y caminaban bajo el peso de cestas rebosantes de arenques o de esturiones enteros, grandes como ellos mismos. También se lanzaban mutuamente joviales insultos o chocaban entre sí y entonces intercambiaban invectivas muy poco joviales. En medio del miasma general de pescado crudo, tripas, escamas, lodo, algas y agua salada de la calle, Le Commerce era un oasis olfatorio, ya que olía mucho más dulcemente a pescado cocido, vino, café, mantequilla caliente, cebollas, alcaparras, escalonias y ajo, ajo, ajo.
Edge se apresuró a levantarse, cogiendo y dejando caer torpemente la servilleta y el periódico, cuando Clover Lee y un apuesto caballero de unos treinta años —vestidos ambos como para una presentación en palacio— aparecieron junto a su mesa.
—Zachary, te presento a mi buen amigo Gaspard, comte De Lareinty. Gaspard, el coronel Zachary Edge.
Edge tragó lo que tenía en la boca, murmuró «Excelencia» y estrechó la mano del conde.
—Zut, Zachary, llámeme Gaspard. O Jasper, si prefiere la versión inglesa. Después de todo, ya casi soy medio miembro de su familia circense. Siéntese, por favor. Termine su déjeuner.
Edge indicó con la mano, como excusándose, su entorno bullicioso y poco elegante y dijo:
—Nunca en mi vida he podido hartarme de ostras, así que aquí en París me atiborro de ellas y en este lugar sirven las mejores. Señaló la bandeja, con su pirámide de ostras abiertas: las Finesde Claire de un verde brillante, las portuguesas de un verde apagado, las Belons plateadas y, añadidos por el chef por el contraste de su color, algunos mejillones de vivo tono anaranjado.
El conde se ajustó su monóculo en su ojo, miró a los toscos y mal vestidos comensales y observó con aire condescendiente:
—Un estaminet des pieds-humides. Singulier, oui.
—Desde luego las ostras tienen muy buen aspecto —dijo Clover Lee, mientras el conde le acercaba una silla—, pero nunca como nada antes de una función. ¿Tal vez, Gaspard, un apéritif?
El conde levantó una mano y chasqueó los dedos sin levantar la vista. Quizá no fuera conocido en aquel ambiente, pero mientras todos a su alrededor gritaban «Garçon!», él tuvo al instante un camarero a su lado. Pidió un absinthe para sí mismo y un cassis sin alcohol para Clover Lee.
Edge terminó rápidamente sus ostras para que el camarero pudiera llevarse la bandeja cuando trajera las bebidas. El conde convirtió en una pequeña ceremonia el hecho de verter la copita de claro ajenjo en la copa de agua clara y contemplar cómo la mezcla adquiría un color opalino e irisado. Edge bebió un sorbo de su vino y dirigió a Clover Lee una mirada alentadora.
—Bueno, ya debes haberlo adivinado, Zack —dijo ella, un poco nerviosa. Se quitó el guante de la mano izquierda para enseñar el anillo con un brillante del tamaño de una uña—. Gaspard y yo estamos prometidos.
El conde bebió un sorbo de su copa y, como si no fuese en absoluto el tema de la conversación y la reunión, declaró con sentimiento:
—¡Ah! Cuando lleguemos al paraíso, amis, comprobaremos que sólo es la hora del aperitivo, prolongada hasta el infinito.
—Me alegro por ti, Clover Lee —dijo Edge—. Te deseo buena suerte y toda clase de alegrías. Y le felicito a usted, Gaspard. Y estoy seguro de que ninguno de los dos necesita mi consentimiento.
—Lo que nos gustaría pedirte —contestó Clover Lee— es que seas nuestro intermediario, por así decirlo. Verás, Zack, al convertirme en comtesse de Lareinty, dejaría… bueno, abandonaría el circo, ya que tendría mi hogar en París.
El conde comentó con frivolidad:
—Es mejor morir a los treinta años en París que vivir hasta cien en cualquier otro lugar.
—De modo que quieres que le dé la noticia a Florian —dijo Edge. Clover Lee respondió:
—De todos los artistas del espectáculo, yo he estado en él más tiempo que nadie, excepto Jules y Hannibal. Temo que nuestro viejo y querido director se disguste.
—Hélàs —dijo el conde—, pero todo el mundo ha de soportar alguna vez su mauvais quart d’heure.
—Sí —contestó Edge—, puede significar un mal cuarto de hora para Florian. Pero ya sabes, Clover Lee, que siempre ha querido lo mejor para su compañía y conoce tus ansias de siempre por…
—Oh là! —exclamó alegremente Clover Lee, con cierta precipitación, para impedir que Edge añadiera algo más—. Me sentí abrumada cuando se me declaró un hombre no sólo bueno, elegante y guapo sino también de noble cuna. Jamás habría esperado tal honor. —Y al decirlo clavó en Edge una significativa mirada de sus ojos color cobalto—. He intentado una y otra vez convencer a Gaspard de que soy indigna, de que sólo soy…
—Ha sido muy franca y honesta, Zachary —interrumpió el conde, y Edge arqueó involuntariamente las cejas—. Le he citado ejemplos previos. La comtesse de Chabrillan fue en un tiempo, como Clover Lee, équestrienne de circo, le Cirque Franconi. Y la marquise de Caux era y aún es cantante, la diva Patti. Ahora bien, estas mujeres poseían fortuna propia y compraron a estos maridos con títulos. En cambio ésta… —Posó una mano cariñosa sobre la de ella—. Le citaré sus palabras exactas, Zachary. Dijo: «Soy una muchacha pobre, excelencia. La inocencia que usted admira es toda la dote que puedo aportar al matrimonio».
—Ah —profirió Edge, incapaz de pensar en otro comentario, y ahora Clover Lee no le miró a los ojos.
—Sin embargo —prosiguió el conde—, por mucho que valore la habilidad y la gracia de Clover Lee en el circo, y su bien ganada celebridad, no necesita y no puede continuar a la vista del público. La Patti debe hacerlo, a fin de mantener a su marquis de Caux. Yo, en cambio, tengo una buena situación financiera. Y lo que es más importante, mi familia es bastante conocida y yo mismo ocupo una posición de cierta prominencia en la corte de su majestad. —Se encogió expresivamente de hombros.
—Gaspard es ayudante de campo militar del emperador —explicó Clover Lee.
—Comprendo la situación —dijo Edge—. La esposa del césar y todo eso. Pero Gaspard, si desempeña un cargo militar tan alto, con todos los rumores de una guerra inminente, ¿es éste el momento apropiado para tomar esposa? ¿Un hombre que será rehén de la suerte?
Gaspard replicó con voz suave:
—Soy francés, mon colonel. ¿Muerte? ¿Captura? ¿Rendición? ¡Jamás! Me daré a la fuga.
Las sentenciosas declaraciones previas del conde no le habían granjeado el cariño de Edge, pero la última le obligó a sonreír. Esto, por desgracia, consiguió que su expresión pareciese tan severa como si hubiera tomado en serio la frivolidad de Gaspard, el cual añadió con rigidez, un poco ofendido:
—Estaba bromeando, claro.
—Oh, ya lo sabe, Gaspard —terció Clover Lee, riendo—. Cuanto más satisfecho está el coronel, tanto más feo parece. ¿De modo que contamos con tu bendición, Zachary?
—Sin reservas. Ahora sería mejor que tú y yo volviésemos al circo para vestirnos. Acorralaré al director en la primera oportunidad.
Esperó a que Florian estuviera descansando solo en su remolque, después de la función, y le comunicó la noticia.
—No sé si Clover Lee será muy feliz —añadió Edge— casada con un jaspe llamado Jasper cuya conversación consiste principalmente en charlas de café y banalidades, pero siempre ha deseado un hombre rico con título y en éste tiene el artículo genuino.
—Nada está más lejos de mi ánimo que poner trabas al verdadero amor —dijo Florian con cierta ironía—, pero empiezo a tener la sensación de que todo el Florilegio se desintegra en aras de la domesticidad. Creo que aún no estás enterado de otros dos ejemplos. —Contó a Edge los planes de Kostchei y Brunilda, el problema de Sava y la posibilidad de solucionarlo con el matrimonio de Gavrila—. Lo único que me falta es que venga a verme la modista para decirme que se convierte en Madame Fontanero Delattre. O que Monsieur Roulette y el barón Wittelsbach me anuncien que montan casa para compartir un hogar.
—Bueno, no lo diga como si fuese el fin del mundo, director. Me imagino que podemos reclutar a nuevos talentos cuando sea necesario.
—Supongo que sí —asintió, Florian, fatalista—. En cualquier caso, nadie desertará antes de la cena y el baile del emperador. Después, ya veremos.
Una vez más, como ya ocurriera en San Petersburgo, los artistas que necesitaban trajes de etiqueta para la cena y el baile tuvieron que repartirse entre diversas tiendas de ropa porque todas las de París, desde Worth y Dobergh hasta la costurera más humilde, estaban inundadas de encargos. Los couturiers de ropa femenina se hallaban especialmente solicitados y, a menudo, entre la clientela se veía a hombres fornidos vigilantes. Eran los lacayos que habían traído los diamantes, esmeraldas y rubíes de sus señoras para que los cosieran en corpiños o tocados y que no se marcharían hasta que pudieran llevarse consigo las valiosas prendas. Sin embargo, con la participación de Ioan Petrescu, que trabajó todos los días hasta el anochecer y, a la luz de una lámpara, hasta altas horas de la madrugada, todos los artistas tuvieron su vestuario terminado la víspera del gran día. Algunas mujeres dijeron:
—Querida Ioan, has trabajado con ahínco para todas nosotras. Pero ¿y tu traje para el baile?
—Ah —respondió ella, frotando sus ojos enrojecidos—. Mi Pierre me lo está terminando.
—¿Un fontanero te hace el disfraz? ¿De qué irás disfrazada?
—Ya lo veréis —contestó Ioan con una sonrisa cansada pero feliz, y no quiso dar más detalles.
El palacio de Saint-Cloud estaba a apenas cuatro kilómetros de los límites del Bois de Boulogne. La gente del circo acudió vestida de etiqueta para la cena en fiacres alquilados y un solo conductor eslovaco los seguía con uno de los carromatos del equipaje cargado con los disfraces para el baile. El llamado palacio no se parecía en nada a la majestuosa estructura de los jardines de las Tullerías, pues era simplemente una casa de campo inmensa, hogareña y cómoda situada sobre una colina de un parque desde donde se dominaba todo París. Cuando los artistas se apearon de sus carruajes a la luz del crepúsculo, se señalaron mutuamente los edificios que podían reconocer desde aquella distancia: Notre-Dame, el Panthéon, los Invalides, su propia carpa en el Bois.
—Debe perdonarme, mi querido Florian —dijo el emperador cuando saludó al grupo—, por descuidarle todo este tiempo. Me he visto obligado a dedicar todo el invierno y la primavera a los más deprimentes asuntos de estado.
—No deprimentes, angustiosos —le corrigió bruscamente la emperatriz.
Eugenia era casi veinte años más joven que Luis Napoleón, pues apenas pasaba de los cuarenta años y aún era una mujer hermosa, aunque su hermosura pareciese frágil y quebradiza, como si la hubiesen barnizado recientemente. A pocos pasos detrás de ella se mantenía, y se mantuvo durante toda la velada, un corpulento servidor nubio con túnica recamada de oro.
Luis y Eugenia presentaron a la gente del circo a los otros miembros presentes de la realeza: su hijo, el príncipe imperial, Eugenio Luis, de sólo catorce años, pero varonil y educado, y el primo del emperador, rechoncho, calvo, de mejillas fofas, que era Jérôme, príncipe Napoleón. Los recién llegados saludaron a estos personajes con inclinaciones y reverencias y se dirigieron respectivamente a los príncipes como «alteza imperial» y «alteza»; Monsieur Nadar, en cambio, era una figura tan familiar en aquella casa que sólo se dirigía formalmente al emperador y a la emperatriz y llamaba al joven príncipe «Lou-Lou» y al adulto «Plon-Plon».
Plon-Plon atendió distraído a las presentaciones porque estaba impaciente por acaparar a Clover Lee. Esta había optado por llevar aquella noche su color distintivo fuera del circo e iba ataviada con aquel mismo vestido de brocado Clover Pink que había visto por primera vez en el Printemps.
—Mademoiselle —dijo el príncipe, inclinándose tanto que casi metió su carnosa nariz en el escote de ella—, he asistido a tres actuaciones suyas y quedado encantado, extasiado y esclavizado. He insistido en que mi prima nos sentara al lado esta noche en la mesa.
—Pero ahora deseo introducir un cambio en los asientos de la mesa principal —anunció Eugenia, a quien Edge había hablado consideradamente en español al serle presentado. Hizo una seña al corpulento criado negro y dijo—: Scander, el coronel debía sentarse con mademoiselle Leblanc. Coloca su tarjeta a mi derecha. —Y añadió, dirigiéndose con coquetería a Edge—: Espero que no le importe, monsieur le colonel, hablar con una aburrida matrona española en lugar de con una actriz joven y bella. De todos modos, su encanto se habría malgastado en Léonide porque es más aburrida que yo e inaccesible, en caso de haberla usted seducido, ya que es amante del duc d’Aumale. Ahora vengan todos a conocer a los demás invitados.
La mayoría de éstos daban vueltas y sorbían aperitivos en un grandioso salón de enormes ventanales que ofrecían una vista panorámica de París extinguiéndose y desapareciendo en la oscuridad para ser reemplazado por una galaxia de innumerables puntos luminosos contra el terciopelo violáceo de la noche. Los invitados incluían a un buen número de duques, condes y marqueses, algunos acompañados de esposas —«no necesariamente las propias», observó Nadar, sotto vote— además de otros artistas. Estaba la actriz Léonide Leblanc, más famosa por su belleza sensual que por su talento de actriz. Estaba Sarah Bernhardt, de cabellos rizados y aspecto de muchacho, que consumía licores y cigarrillos en cadena. Estaba Adelina Patti, excesivamente gorda, cuyos pechos amenazaban constantemente con salirse del décolletage à la baignoire. Estaba Hortense Schneider, la comédienne estrella de casi todas las operetas de Offenbach, que ahora pasaba algunos años de la flor de la edad. Y estaba Giuseppina Bozzacchi, muy joven, muy bonita, que inmediatamente corrió a abrazar a Clover Lee.
Mientras el emperador y la emperatriz se encargaban amable e informalmente de las complejas presentaciones cruzadas, en el gran salón los invitados fluctuaron y se ondularon en saludos y reverencias, de modo que la reunión llegó a parecer un mar bastante turbulento. Entretanto, como era de esperar, Nadar daba a los artistas que se encontraban cerca y deseaban escucharle un resumen muy jugoso sobre este o aquel invitado.
—Existe una divertida anécdota relacionada con Hortense Schneider. En su juventud le dieron el apodo de «le Passage des Princes», nombre de aquella galería de tiendas del centro, porque no sólo entretenía horizontalmente a Luis Napoleón, sino también al jedive de Egipto, al zar Alejandro de Rusia y Dios sabe a cuántos más falos coronados. Pues bien, una vez, el jedive Ismail tomaba las aguas en Vichy y estaba tan aburrido que dijo a su secretario: «Haz venir a Schneider». El secretario, que era nuevo en el puesto, llamó a Adolphe Schneider, el fabricante de municiones que suministra a Egipto la mayor parte de su armamento. Adolphe llegó con el primer tren, fue recibido por el séquito del jedive, conducido a un apartamento rebosante de flores y metido en un baño perfumado. Al cabo de un rato entró Ismail, también él perfumado, empolvado y listo para un revolcón. Y allí, rodeado de burbujas, estaba el viejo Adolphe, desnudo, gordo, con su bigote de morsa. Yo habría dado cualquier cosa para ser una mosca en la pared.
Fitzfarris preguntó, riendo:
—Bueno, ¿y qué ocurrió?
Nadar se encogió de hombros.
—Para ser egipcio, Ismail dio pruebas de una sangre fría casi francesa. Encargó allí mismo a Schneider un gran cargamento de armas nuevas para su ejército. ¿Qué otra cosa habría hecho usted?
Nadar no era en absoluto la única persona presente que contaba chismes picantes o malévolos. Las habladurías eran por lo visto moneda corriente en las conversaciones de las reuniones palaciegas.
—… todo el mundo, absolutamente todo el mundo, murmura todavía sobre el modo en que ganó la Grand-Croix de la Légion d’Honneur. Se escabulló del salón de baile con el duc de Loury y volvió, alrededor de una hora después, con la medalla de él enganchada inadvertidamente entre las cintas del corpiño. La Légionnaise de Déshonneur, la llaman ahora. Incluso su marido.
—… tiene un amante para cada día de la semana y cada uno debe pagar una parte de su manutención. El duque de los miércoles paga el alquiler, el conde de los jueves paga a su sombrerera, el marqués de los viernes surte de vinos su bodega, y así sucesivamente. El señor de los sábados no es un hombre de grandes medios, sólo un tenor de ópera de tercera clase, pero también ha de contribuir con algo, así que le hace personalmente la pedicura de sus callos y juanetes.
—… inició su carrera en el burdel más bajo del puerto. Hoy gasta cinco mil francos al mes sólo en la limpieza de sus encajes de Chantilly.
—… cuando Carpeaux le pidió que posara para una escultura, consintió con la condición de posar derecha. Carpeaux le dijo que sería una postura muy cansada y preguntó por qué insistía en estar derecha durante todas las sesiones. Ella contestó: «Me descansa».
—Messieurs, ¿quieren venir conmigo? —preguntó Napoleón a Florian y Edge—. Deseo enseñarles algo muy curioso antes de la cena.
Mientras los dos le seguían por un tramo de escaleras, el emperador preguntó, como de paso:
—Coronel Edge, ¿continúa negándose a considerar siquiera la reanudación de su antigua profesión de militar?
—Sí, majestad.
Luis Napoleón los precedió por un pasillo y abrió la puerta de una habitación iluminada que olía a acres productos químicos y parecía una mezcla de estudio, taller y laboratorio. El mobiliario consistía casi exclusivamente en diversas clases de aparatos y diversas piezas de maquinaria imposibles de identificar.
—Lo llamamos el cuarto de jugar de los adultos —explicó el emperador con una sonrisa—. Aquella caja, por ejemplo, es el último juguete de Plon-Plon, el aparato Dubroni. Mi primo cree que lo convertirá en un fotógrafo mejor que Nadar, pero no me pregunten por qué. Lo único que sé es que no deja de verter líquidos malolientes en sus orificios. Aquel objeto tan complicado era el hobby anterior de Plon-Plon. Lo compró a un charlatán de feria que lo llamaba el microscopio de gas hidróxido. Plon-Plon nos fastidió mucho durante un tiempo, paseándose con un alfiler y pinchando los dedos de todo el mundo. Examinaba y comparaba bajo el microscopio las gotas de sangre de, por ejemplo, una chica soltera y una mujer casada, un fraile ascético y un borracho empedernido…
—Muy interesante, majestad —dijo Florian, intentando parecer muy interesado.
—Y esto, el appareil Casilli, es mi juguete actual. No se trata de un juguete sino de un invento muy ingenioso y útil. Maître Casilli lo llama el pantelégrafo. ¿Pueden creerlo, messieurs? Por medio de este artilugio, un prefecto de policía es capaz de enviar un dibujo del rostro de un delincuente, o un facsímil de su caligrafía, a la prefectura de cualquier otro arrondissement de París, de toda Francia e incluso, gracias a los cables transatlánticos, a las agencias policiales de todo el hemisferio occidental. ¡Imagínenselo! Un dibujo, un garabato, puede traducirse a los puntos y rayas de la clave Morse, transmitirse y formar un conjunto idéntico al original. Ningún delincuente podrá volver a eludir a la justicia traspasando simplemente los límites de una ciudad o las fronteras de una nación. Puede ser reconocido y arrestado por cualquier policía en cualquier parte.
—Muy interesante, majestad —dijo Florian.
Su majestad, sin embargo, pareció perder de improviso todo interés por aquella maravilla eléctrica. Fue hacia un caballete de pintor, tiró de un cordón y se desenrolló un mapa de tela que cubrió por completo el caballete. Era un mapa a gran escala de la Francia oriental y los estados alemanes limítrofes.
—Otro hobby mío, messieurs. —Encendió uno de sus desagradables cigarrillos contra el asma y apuntó con él al mapa—. Estudio el terreno de mi imperio, estimo sus riesgos y determino sus puntos vulnerables. Quizá tendría usted la amabilidad, coronel Edge, de comentar una reciente causa de preocupación. Mi agregado militar en Berlín me envió un mensaje cifrado. Sus espías han concluido que el general prusiano Von Moltke tiene ahora cuatro ejércitos de cien mil hombres cada uno. El agregado opina que, en caso de guerra, Von Moltke invadiría simultáneamente Alsacia, cruzando el Rin, y la frontera de Lorena. —Los ademanes del emperador al describir esos ataques anticipados dejaban rastros de humo de cigarrillo, como si fuera humo de las batallas—. Unas pinzas, por así decirlo, que se cerrarían sobre la ciudad de Nancy y aislarían toda la zona nordeste de Francia. ¿Qué opina usted, coronel?
Edge miró largo rato el mapa, frotándose la barbilla con expresión pensativa. Por fin asintió.
—Parece concordar, majestad, con las observaciones que pude hacer.
—¿Y sabe la mejor manera de contrarrestar este plan de ataque?
—En mi tiempo, majestad, era sólo un comandante táctico, no un estratega, pero creo que podría deciros qué hubiera hecho Jubal Early o incluso Phil Sheridan en un caso semejante.
—Y por una desgraciada coincidencia, Von Moltke tiene al general Sheridan para aconsejarle. Hélàs, yo no tengo al general Early. Y, hélàs de beaucoup, usted se ha retirado de toda empresa militar.
—En efecto, majestad.
—¡Ah, pero he olvidado algo! —exclamó el emperador, perdiendo de repente todo interés por el mapa—. No les he enseñado, messieurs, el eficiente funcionamiento del pantelégrafo Casilli. —Los tomó del brazo y los condujo a la mesa donde estaba el aparato—. A fin de tener la prueba absoluta de que funcionaba, he querido experimentar con totales desconocidos, así que espero que me perdone, monsieur Florian, que para la práctica haya usado a las personas de su compañía circense. Lo he hecho sólo porque sabía que eran desconocidos en París… y para la policía parisiense.
Florian y Edge le miraron estupefactos y silenciosos mientras empezaba a hojear un montón de papeles que había sobre la mesa.
—La oficina del procureur général destacó a un detective de considerable habilidad con el lápiz para que fuera a su circo e hiciera furtivos dibujos de diversos hombres de su compañía, hombres seleccionados al azar. Sólo hombres, messieurs; la caballerosidad prohíbe la intrusión en la intimidad de las damas, incluso damas de actividades públicas. Después de la función, aquel agente se declaro admirador de dichos artistas y les pidió autógrafos. Más tarde me personé en la Prefectura de París cuando estas fotografías firmadas pasaron por el maravilloso aparato Casilli y fueron así telegrafiadas a todos los países recorridos por su circo. Ah, sí… miren, aquí están.
Extrajo dos hojas del montón y las puso sobre la mesa ante los aturdidos Florian y Edge. Una de las fotografías, aunque imprecisa, era sin duda alguna el semblante sin nariz y lleno de cicatrices de Kostchei el Inmortal; las letras cirílicas de la parte inferior eran seguramente su firma. La otra fotografía no podía reconocerse con tanta facilidad hasta que se leía el autógrafo —John Fitzfarris—, pero entonces se veía claramente que era él, con la máscara cosmética para ocultar el rostro desfigurado.
El emperador prosiguió, en tono casual:
—Por respuesta telegráfica casi inmediata, la excelente Tercera Sección de la cancillería de mi amigo Alejandro de Rusia identificó al hombre Timoféi Somov como al convicto de acuñar moneda falsa que fue azotado, mutilado y enviado al exilio. Por desgracia, los estados americanos no tienen una agencia tan eficiente como la Tercera Sección y la respuesta de Washington tardó mucho en llegar. Sin embargo, las autoridades de allí parecen pensar que el otro hombre, Fitzfarris, tiene algún interés para diversas jurisdicciones (gobiernos civiles en el norte y militares en el sur) como sospechoso de estafa en varias ocasiones, empleando el sistema postal y no se qué más para sus fraudes.
Florian carraspeó, pero su voz aún estaba ronca cuando dijo:
—Somov ha expiado su crimen, majestad, y Fitzfarris se ha reformado por completo.
Luis Napoleón pareció enormemente ofendido.
—¡Mon cher ami, no me cabe la menor duda! De lo contrario, no les permitiría viajar con usted. ¡Seguramente no piensa que yo abrigaba algún motivo ruin para realizar tan trivial experimento! Confieso que el resultado me sorprendió un poco, pero le aseguro, monsieur Florian, que he ordenado al prefecto sellar todos los documentos relativos a estos casos.
—Pero no destruirlos —replicó Edge con voz seca.
—¿También usted, coronel, sospecha que tengo motivos ulteriores? Debe comprender que ni siquiera yo puedo interferir en los deberes oficiales de la policía. Una de sus obligaciones es conocer la presencia en París de cualquier persona que pudiera, por muy remota que fuera la posibilidad, constituir un riesgo para la paz pública o la seguridad del Estado en una fecha futura. Si estallase una guerra, por ejemplo.
—En cuyo caso tales personas serían un peligro —dijo Edge, a menos, quizá, que otra persona respondiese de ellas. Aceptando ayudar en el proceso de la guerra, por ejemplo, si ésta llega a declararse.
—¡Exacto! —respondió jovialmente el emperador—. Si. Tanto usted como yo hemos dicho si. Ahora vamos, messieurs, bajemos a cenar.