5

En la función nocturna, el número de Clover Lee volvió a provocar el delirio entre la multitud. No podían ser muchos los espectadores de la tarde que repetían su asistencia, comunicando así al nuevo público su entusiasmo por la chica, y sin embargo volvió a ser la artista aplaudida con más frenesí y a la que se solicitaron más encores, y la única a quien inundaron de flores. Clover Lee no estaba segura de que la causa de su popularidad por la tarde hubiera sido su escandaloso atuendo, pero existía una máxima en el mundo del espectáculo: no cambiar nunca «nada que te haya traído buena suerte una vez», así que lavó y retorció a toda prisa los leotardos y la falda rosa y volvió a ponérselos para la función nocturna. Y en esa ocasión hizo también todo lo que pudo —manteniéndose en movimiento constante, usando sus palomas como pantalla— para minimizar el efecto de su involuntaria falta de modestia. Aun así, esto tampoco disminuyó esta vez las tumultuosas ovaciones del público.

—Ya lo comenté —le dijo Florian cuando por fin el público permitió a Clover Lee abandonar la pista aquella noche—, los entusiasmos franceses son difíciles de prever. Simplemente, te adoran, querida. Yo te sugeriría que encargues inmediatamente a Ioan unos leotardos algo menos ceñidos, pero insiste en que sean del mismo tono de rosa.

Ioan cumplió estos requisitos y en las funciones subsiguientes Clover Lee pudo añadir sus prendas interiores de sostén y cache-sexe que oscurecían debidamente lo que ella había llamado «todas sus curvas, protuberancias y rendijas». Aun así, la pasión de la muchedumbre siguió sin cambios en cada función. Al cabo de unos días Clover Lee descubrió que su popularidad rebasaba los límites del recinto del circo. Siempre que pasaba una mañana libre curioseando en las tiendas y pasajes de París, anónima en traje de calle, seguía oyendo menciones de «l’étonnante Giuseppina», pero ahora oía con la misma frecuencia comentarios admirativos sobre «la fantasque Clover Lee». Era una celebridad suficiente para alegrarla, pero una mañana, alrededor de una semana después, cuando paseaba por los pasillos de los Magasins du Printemps, descubrió que había alcanzado algo parecido a una apoteosis. Volvió casi corriendo al Grand Hôtel. Florian y Rouleau estaban sentados en el vestíbulo, charlando y fumando cigarros.

—¿De modo que Offenbach ofrece un acercamiento?

—Sí. Ha venido a decir que nos permitía tocar su música y, antes de marcharse, casi nos ha rogado que lo hagamos. Cualquier cosa, ha dicho, excepto esa imitación del Joven temerario

—¡Florian!… ¡Jules! —jadeó Clover Lee, sin aliento—. ¡No lo adivinaríais nunca! En el Printemps… en una vitrina… hay un traje de noche muy elegante… en mi tono de rosa…

—Bueno, bueno —dijo Florian con indulgencia—. Si tanto te gusta, querida, seguramente puedes permitirte comprarlo. No necesitas mi permi…

—¡No, no, no! —Jadeaba y reía al mismo tiempo—. ¿Te acuerdas, Jules? Hace mucho tiempo… en Virginia… contaste que el artista del trapecio… Léotard… había prestado su nombre a muchas cosas… llamadas así en su honor…

—Sí, claro que me acuerdo —contestó Rouleau—. El otro día vi un pâté Leótard en la carta de un restaurante.

—Y yo dije… que si alguna vez era famosa en Francia… quizá pondrían mi nombre a algo… ¿Te acuerdas?

Florian y Rouleau la miraron, expectantes. Clover Lee los dejó un minuto en suspenso mientras recobraba el aliento, a fin de poder hablar con la dignidad, el orgullo y el énfasis debidos:

—Ese traje de la vitrina del Printemps tenía un letrero: «ROBE DE SOIR, BROCART DU COULEUR À LA MODE, ¡CLOVER PINK

—¡No! —exclamaron a la vez los dos hombres.

—Así mismo. En inglés. Clover Pink. Y debajo, en letras más pequeñas, supongo que para quienes no saben qué significa: «COULEUR DE ROSE DE TRÈFLE». El color rosa de trébol[30].

—¡Válgame Dios! —exclamó Florian—. Si esto es cierto, hija mía, nos has conquistado una fama más valiosa que cualquier función especial. —Ella rió, feliz, y corrió al ascensor para difundir la noticia por los pisos superiores. Florian dijo a Rouleau—: Sólo espero que la niña no se haga ilusiones sobre la base de una mera coincidencia. Después de todo, la flor del trébol es rosa.

Sin embargo, no fue una ilusión. El Printemps, que ocupaba el segundo lugar en la confección de prendas a medida, era el heraldo, promocionador y a menudo instigador de las modas populares. Al cabo de otra semana, las boutiques de los mejores distritos de París exhibían vestidos o peignoirs o pañuelos o guantes hechos en aquel color pastel y debidamente etiquetados «CLOVER PINK» o incluso «CLOVER LEE PINK» y su ubicuidad pronto hizo innecesaria cualquier traducción de la etiqueta al francés. En las semanas siguientes, el color pasó a otras cosas, además de las prendas de vestir. La primera guarnicionería de la ciudad, Hermès et Fils, puso en su escaparate una silla de amazona hecha a mano del característico color caramelo de Hermès, pero estaba colocada sobre una manta de Clover Pink. La galería de arte Susse sacó al escaparate un grupo de acuarelas de Constantine Guys, todas sobre temas de circo, y un satén Clover Pink hacía de fondo y rodeaba en artísticos pliegues los adornados marcos. El peluquero Raymond Pontet puso en su escaparate una caprichosa peluca de carnaval en Clover Pink. La épicerie Fauchon, el Printemps de las tiendas de alimentación, ofrecía —entre sus hortalizas de Italia, trufas de Périgord, pâté de foie gras de Estrasburgo y otras delicadezas— saumon fumé Clover Pink, bombones Clover Pink y petits fours Clover Pink. Una noche sirvieron en el comedor del Grand Hôtel a todos los miembros del Florilegio un nuevo postre confeccionado por el chef de sucrerie de la cocina; una mousse de fresa Clover Pink. La multitud de las graderías estaba salpicada liberalmente de Clover Pink en todas las funciones del circo —sombreros, abrigos, blusas, pañuelos de cuello—, y en las calles de París, Clover Lee figuraba entre las escasas mujeres que no llevaban algo rosa. Se negaba en redondo a llevar su color característico en cualquier lugar que no fuera la pista.

Desde su primera aparición en París, Clover Lee recibía comunicaciones de los peces gordos de las sillas, como solía ocurrirle en todas partes. Después de cada función, Banat o uno u otro de los eslovacos le llevaban ramos de flores o cajas de bombones con la nota correspondiente. Había aceptado dos o tres de las primeras invitaciones a cenar o al teatro, pero había encontrado a los ricachones indignos de una segunda salida. Sin embargo, cuando su Clover Pink se convirtió en el furor de todo París, Clover Lee empezó a recibir obsequios más valiosos —joyas buenas, frascos de perfume caro, cajas de vinos escogidos— y los sobres que los acompañaban ostentaban a menudo coronas o escudos heráldicos. En tiempos pasados, Clover Lee habría corrido a aceptar las invitaciones contenidas en aquellos sobres, pero ahora sólo enviaba corteses agradecimientos y excusas, mientras reflexionaba sobre cómo sacar el mejor partido de su vertiginosa popularidad.

Una mañana fue al hotel Crillon, donde residía Giuseppina Bozzacchi. Las dos muchachas conversaron largo y tendido porque Giuseppina también se veía asediada por invitaciones firmadas por nombres notables y albergaba las mismas dudas sobre cuáles debía aceptar o si no debía aceptar ninguna. Después Clover Lee abordó a Monsieur Nadar, que era un visitante casi cotidiano en el Florilegio, y le pidió consejo. Nadar echó una ojeada a la colección de billets recibidos hasta entonces y comentó cada uno de ellos, algunos con una mueca de desdén, mientras los separaba en dos montones.

—Un libertino desenfrenado, el tal comte Zichy. Desechado. Éste sólo querría a una joven bonita como pantalla, por así decirlo, mientras merodea en torno a adolescentes bonitos. Desechado. Un debauché empedernido, este Chabrillan. Desechado. El tal Persigny ya está casado, él por dinero, ella por su título, así que si algún día te ofreciera a ti el título, chérie, seríais los dos pobres de solemnidad. Desechado. Y este que firma el billet como marquis de Persan, es en realidad marquise de Persan. Un miembro de ese círculo llamado «el pequeño Eldorado de Saint-Germain». Un círculo muy distinguido en algunos aspectos, incluye a la princesa Troubetskoi y a la condesa d’Adda, pero no creo que desees pertenecer a él. Desechado.

Cuando Nadar terminó, a Clover Lee le quedó un pequeño montón de sobres, pero estaba segura de que sus remitentes eran por lo menos todos hombres, heterosexuales, solteros, dueños de credenciales impecables y provistos de riqueza propia. Así, pues, en lo sucesivo, cuando alguno de ellos le mandaba otro regalo u otra invitación, Clover Lee no los rechazaba inmediatamente. Mantenía contacto con Giuseppina y durante varios meses las dos muchachas se enviaron mutuamente mensajeros entre el Bois y la Opera o entre sus dos hoteles, portadores de notas en los siguientes términos: «Tengo a dos buenos partidos para cenar a medianoche, un príncipe de baja alcurnia y un conde. ¿Te interesa uno de ellos?» Y en general, cuando las jóvenes aceptaban invitaciones, incluso de ricachones probadamente aceptables, se las arreglaban para salir las dos parejas juntas, no tanto por seguridad ni siquiera por decoro sino porque Clover Lee y Giuseppina habían convenido en que así daban más una impresión de inaccesibilidad y desinterés, lo cual haría que fuesen más codiciadas por los pretendientes mejores, más ricos y con más títulos.

Durante aquel invierno muchos otros miembros de la compañía circense recibieron regalos y notas de los ocupantes de las sillas, y no sólo las mujeres, sino también los hombres, incluyendo a algunos que nunca habían llamado esta clase de atención. Como es natural, artistas tan consumados y gallardos como Jean-François Pemjean, Arpád, Gusztáv y Zoltán Jászi podían casi elegir entre las parisiennes impresionadas después de cada función, pero los tipos mayores y menos apuestos —Jörg Pfeifer, Carl Beck y Dai Goesle— también tenían suficientes admiradoras para mantenerlos entretenidos en su tiempo libre. El francamente feo Gombocz Elemér era visto a menudo por los bulevares conduciendo el vistoso faetón de una matrona francamente guapa que se sentaba muy cerca de él. El modesto «profesor» eslovaco del órgano de vapor recibía frecuentes invitaciones a «soirées musicales» ofrecidas por ávidas solteronas.

Sin embargo, Clover Lee continuaba siendo el blanco de todas las miradas, tanto de hombres como de mujeres. Y cuando el manto gris invernal del humo de las chimeneas desapareció del cielo de París, la moda del Clover Pink se puso más que nunca en evidencia porque aquel color armonizaba tanto con las pálidas mañanas rosadas de la primavera parisiense como con las pálidas neblinas azuladas que flotaban sobre el Sena cuando sus aguas se calentaban y con las brumas verdosas que anunciaban el brote de la hierba en el Bois y de las hojas de los castaños en los Champs-Elysées.

Los miembros del Florilegio habían visto la llegada de la primavera en muchos lugares diferentes del planeta, pero pocos la habían contemplado allí y por esta razón no estaban preparados para las bellezas y deleites de un abril en París. Después de las mañanas rosadas, el cielo adquiría un tono claro y diáfano y por la noche no se volvía negro sino de un intenso color violeta. Incluso antes de que sus árboles tuvieran todo el follaje, los Champs-Elysées eran una avenida llena de color y de todos los colores; narcisos, azafranes y tulipanes crecían a ambos lados, en el centro y en las plazas. Pasear ante los puestos de flores en los quais de la Cité era invitar al vértigo por la mezcla de perfumes; estar en el mercado de frutas cerca de la Ste. Chapelle equivalía a correr el peligro de intoxicarse con el aroma de las fresas salvajes; andar por el Quai St. Bernard era exponerse a una borrachera real por los vapores de los barriles de coñac descargados de las barcazas fluviales.

La primavera en París no era una novedad para Florian, pero había surgido un elemento nuevo desde la última vez que viera allí la llegada del mes de abril. Los cafés, estaminets, brasseries y restaurantes no sólo abrían de par en par sus puertas sino que se proyectaban hacia afuera, sacando a las aceras mesas y sillas, todas las que podían colocar ante su fachada sin bloquear del todo el paso de los transeúntes. Florian expresó su sorpresa, y Nadar, que paseaba con él, explicó:

—Empezó con la Gran Exposición del sesenta y siete, cuando afluyeron a la ciudad tantos extranjeros y gente de provincias. Y ya conoces, ami, la codicia de los taberneros. Simplemente adquirieron más mesas y sillas y se apropiaron de las aceras que hay frente a sus establecimientos. Al principio fueron maldecidos por todos los pobres viandantes que se vieron obligados a andar por los charcos del arroyo y quizá arriesgarse a que una herradura o una rueda les aplastara los pies. Pero ahora se ha convertido en una costumbre aceptada. E incluso yo debo convenir en que una mesa de acera es, cuando hace buen tiempo, un lugar agradable para pasar largo rato ante un café o un licor, fumando y hojeando un periódico, charlando con amigos o cultivando simplemente las lánguidas artes del flâneur y del observador.

Gavrila Smodlaka y Katalin Szábo no se habían mostrado en absoluto dispuestas hasta ahora, por diferentes razones, a trabar nuevas amistades masculinas, pero de repente, inspiradas tal vez por la alegría hedonista de sus colegas —o por la propia primavera de París—, salieron de su voluntario aislamiento. En cualquier caso, cuando Gavrila fue abordada por un caballero yugoslavo expatriado, de edad mediana y rostro agradable, que no se dirigió a ella en servocroata sino en el propio dialecto «kaj» de Gavrila —«Mogu li da se predstavim, gospodja? Moye ime Jovan Maretic»—, aceptó su invitación a cenar, no sin expresar antes algunos recelos acerca de dejar sola a Sava, pero la niña respondió con petulancia que ahora ya era lo bastante mayor como para quedarse sola y quizá incluso para hacer amistades propias. Y fue, de hecho, por la insistencia de Saya que Gavrila continuó después saliendo una o dos veces por semana con Gospodín Maretic.

La pequeña Katalin-Grillo-Grillon recibía casi tantos ramos de flores, cajas de bombones y mensajes como la estrella, Clover Lee.

Katalin se quedaba con todos los regalos y abría todos los sobres que los acompañaban. No obstante, rompía inmediatamente algunas de las notas, diciendo sólo a sus colegas que eran «repugnantes». Otras, en cambio, la hacían reír y las enseñaba; eran garabatos apasionados escritos a todas luces por muchachos que la consideraban una chica de su misma edad, precozmente desarrollada. Katalin conservaba algunas notas, al menos brevemente, mientras iba a asomarse a la puerta trasera y pedía al eslovaco que le había llevado las notas que le señalara a los remitentes. Ninguno era enano como ella, pero a veces algún hombre le parecía tolerable y entonces Katalin decía al eslovaco que lo acompañara al patio trasero. Allí, lejos de cualquier oído indiscreto, hablaba un poco con él. En estos casos los hombres adoptaban una expresión de incredulidad y asombro y se alejaban a toda prisa. Por fin, uno de ellos no huyó, y Katalin aceptó su invitación a cenar. Después continuó aceptando sus invitaciones: a la Opera, a cafés concierto, al Théâtre Lyrique. Florian, curioso como cualquier otro, preguntó finalmente a Katalin por qué este caballero en particular le parecía más satisfactorio que todos aquellos a quienes había entrevistado. La enana titubeó antes de contestar, hasta que Florian le juró que no lo diría a nadie.

Entonces respondió con brevedad:

—Es impotente.

Incluso la rechoncha y fea Ioan Petrescu, siempre entre bastidores, entabló una relación romántica. Dai Goesle encontró en alguna parte y llevó al recinto del circo a un maestro fontanero que había inventado un retrete que no dependía solamente de un pozo cavado por debajo, sino que empleaba un depósito de zinc que contenía sustancias químicas disolventes. Este excusado, contó Goesle a Florian, no tendría que trasladarse con tanta frecuencia ni habría que llenar el pozo antiguo y cavar uno nuevo; el depósito químico disolvería gran parte de los desechos depositados y hasta cierto punto los desodorizaría. Entusiasmado, Florian encargó al maître Delattre seis unidades para uso de la compañía circense y de su público y le asignó a varios eslovacos como ayudantes. Fue mientras el maestro fontanero supervisaba esta tarea de construcción cuando conoció a Ioan y, a pesar de la considerable barrera lingüística, cuando los retretes estuvieron terminados los dos empezaron a salir juntos con regularidad.

Fitzfarris, siguiendo el consejo del pintor Renoir, visitó un día el Folies Bergère, llevando consigo a Maurice LeVie para que actuara de intérprete. En dicho café, repartiendo con buen criterio algunas entradas del circo, ahora muy codiciadas, consiguieron introducirse entre bastidores y una vez allí no necesitaron muchas dotes de persuasión ni mucho regateo sobre el salario para contratar a las tres chicas más bonitas de la compañía del Folies, las cuales prometieron buscar entre sus amigas a alguna que estuviera sin empleo o empleada en otro lugar. («En las calles, sin duda», dijo LeVie en inglés a Fitzfarris, quien replicó: «Diablos, no me importa la procedencia»). Así, después de seleccionar a las amigas prometidas, Fitz presentó orgullosamente a Florian un corro de diez bailarinas de cancán, bellas, bien formadas y serviciales.

Cuando Florian preguntó a las muchachas si poseían pasaportes, se quedó un poco atónito cuando le entregaron lo que ellas llamaban sus brémes —o «lenguados»—, las tarjetas blancas expedidas por el departamento de policía, donde figuraban las fechas de sus periódicos exámenes médicos.

—Bueno —dijo Florian después de mandar las chicas a Ioan para que les probara los vestidos—, pueden ser putains, pero al menos no son poivrières.

—¿Qué? —preguntó Fitzfarris.

—Son prostitutas, pero no pimenteros. No contagiarán a nuestra compañía, ejem, infecciones engorrosas.

—Y además son cojonudamente bonitas —añadió Fitz, muy contento—. Y lo mejor de todo, bailarán el cancán sin nada absolutamente debajo de las faldas.

—Vamos, vamos, sir John. Si deseas añadirlas a tu osado espectáculo, vístelas, o desnúdalas, como quieras, pero cuando bailen en la pista deben ir decentemente tapadas por debajo. Daré instrucciones a la modista en este sentido.

Ioan tardó una semana en terminar los trajes de aquellas muchachas. Todos eran idénticos de estilo, ceñidos y muy escotados, con faldas de mucho vuelo hasta la rodilla y muchas enaguas, pero cada vestido tenía dos colores y no había dos colores iguales en los diez conjuntos. Así, cuando bailaban el preludio de cada función, formaban una mêlée deslumbrante y caleidoscópica en la pista. Su danza frenética y bulliciosa de piernas alzadas, cinturas dobladas hacia atrás, pasos vistosos y súbitas despatarradas —al son del obsceno cancán de Orphée aux Enfers del maître Offenbach—, no podría haber sido más excitante y erótica si la hubiesen bailado completamente desnudas. Más tarde, después de cada función, las chicas se dirigían al anexo de sir John para un posludio «sólo para hombres» del cuadro de la Doncella y Fafnir. Entre las funciones, las chicas demostraron que «carecían totalmente de prejuicios» poniéndose a disposición, a precios de colega, de todos los hombres de la compañía —Hannibal, Banat y otros eslovacos— que no habían encontrado compañía femenina de las graderías. Luego, vestidas con su propia ropa, desaparecían del recinto del circo para ir o bien a sus viviendas de la ciudad o a trabajar de madrugada por las calles.

Algunos de los ricachones disolutos e importunos de las sillas no habrían sido aprobados por Monsieur Nadar si las artistas que sucumbieron a sus halagos hubieran pedido su consejo. Una noche, cuando Jovan Maretic acompañó a Gavrila al hotel después de una cena de medianoche en Fouquet, ella le deseó buenas noches y subió en el ascensor… para volver a bajar casi inmediatamente e irrumpir en el vestíbulo a tiempo de encontrar todavía allí a Maretic, que compraba un cigarro en el bureau de tabac. Corrió hacia él, le agarró por la manga y dijo, llena de pánico:

—¡Sava! Moj kci! Ona ne ovo u mojoj!

—¿No está en tu habitación? Quizá ha ido a pasearse por el hotel.

—¡Ne, Jovan! ¡Tampoco están el abrigo y el manguito!

—Entonces, quizá ha ido a dar una vuelta por las calles. No debes…

—¡Es más de medianoche! ¡Sólo tiene once años!

—Aun así… no nos alarmemos, Gavrila. Déjame pensar qué podemos hacer…

En aquel momento entró Sava por la puerta del vestíbulo casi vacío. Sonreía beatíficamente, pero a nadie ni a nada en particular. Se tambaleaba un poco al andar y daba la impresión de haberse puesto la ropa con prisas y sin cuidado. No se fijó en Gavrila y Jovan hasta que su madre exclamó:

—¡Sava! ¿Dónde estabas?

—¡Ah, hola, mati! —la saludó la niña con vaga cordialidad y una dificultad manifiesta para fijar la mirada—. Hola, Gospodín Maretic. —Parecía más blanca y transparente que nunca y el aliento le olía a anís—. He salido.

—Ya lo vemos. ¿Adónde?

—Con mi amigo Paul. ¿No te he hablado nunca de Paul? Hemos salido muchas veces. Hoy me ha dado un jarabe muy bueno. Tres o cuatro copas.

—¿Es un niño este Paul?

—No lo creo —gruñó Maretic—. Apesta a absinthe.

—Y esta vez me ha escrito un poema. Sólo para mí. —Sava sacó un pedazo de papel manchado y arrugado—. ¿Ves, mati?

Gavrila lo miró, furiosa.

—Jovan, ¿puedes leer esto?

A él le costó un poco descifrar las líneas de garabatos, llenas de tachaduras y palabras añadidas, pero logró leer en voz alta un par de versos —«Mignons, pâles, doux tetins d’enfantd’elle pas encore en puberté»—; entonces tragó saliva y leyó el resto en silencio.

—¿Qué más dice? —preguntó Gavrila.

—Bueno… —Maretic tosió—. Quienquiera que sea, parece conocer… ejem… bastante íntimamente… ejem… el cuerpo de la niña.

—¡Sava! —exclamó Gavrila con voz ronca—. ¿Qué… qué habéis hecho tú y ese hombre?

—Hemos ido a sus habitaciones. No son muy bonitas. Hemos tomado bebidas dulces. —Se llevó la mano a los labios para disimular un delicado eructo y luego sonrió, feliz, y movió sus blancas pestañas—. Después nos hemos ido a la cama y hecho lo que solíais hacer de noche tú y papá.

Gavrila dirigió una mirada avergonzada a Maretic, quien clavó los ojos en un lejano rincón del techo del vestíbulo. Entonces Gavrila dijo a Sava, con una vaga esperanza:

—No puede ser. Yo soy una mujer adulta y tu padre era un hombre adulto.

—Paul es un hombre adulto, pero las mujeres adultas son gordas y peludas. Y Paul ha dicho que sé hacer todo lo que hacen las mujeres adultas. —Sava adoptó una expresión muy adulta de satisfacción y complacencia—. Porque he tenido mucho, mucho cuidado de imitar todo lo que tú hacías con papá. —Gavrila no volvió a mirar a Maretic con apuro; se limitó a encoger los hombros como una vieja. Sava continuó, murmurando ahora con voz gangosa—: Paul ha dicho que se llama igual que papá, que su nombre es la traducción francesa de Pavlo. ¿Lo sabías?

Su madre dijo, deshecha:

—Debes de haberlo inventado, niña. No eres más que una niña. Es imposible… inconcebible…

Maretic tosió de nuevo y replicó:

—Inconcebible, tal vez, pero siento decirte que no es imposible. A juzgar por lo que el hombre ha escrito tan explícitamente en este…

Gravrila le arrancó el papel de las manos, apretó contra ella a Sava con un gesto protector y casi gritó:

—¡Jovan, vete ahora, te lo ruego! Enseñaré este papel a Gospodín Florian; él sabrá qué hay que hacer. Pero tú vete. Pensaba que ya había terminado con los hombres para siempre y tenía que haber sido así. Ahora he terminado en serió. Zbogom, Jovan.

Zbo’m, Jovan —repitió Sava, medio dormida.

—Me iré —dijo Maretic, inclinándose—, pero no para siempre. Digo hasta la vista pero no adiós. Perdóname por decirte esto en un momento tan inoportuno, Gavrila, pero creo que tu pequeña familia necesita a un hombre.

A la mañana siguiente Monsieur Nadar volvió al recinto del circo y Florian le enseñó el trozo de papel manchado que Gavrila le había dado antes. Nadar se ajustó en el ojo el monóculo cuadrado, leyó el poema y dijo:

—El abominable Verlaine, no cabe la menor duda. ¿Por qué me enseña esto?

—El abominable Verlaine, si fue él quien ha escrito estos versos, violó anoche a una niña de once años.

—¿De veras? ¿A qué niña?

—A nuestra Enfant des Ombres. A la pequeña albina.

—¿A una hembra de corta edad? Paul debía de estar borracho como una cuba y desesperado. ¿Desea informar a la policía? Conozco a un inspector muy influyente.

—No, no. Sólo quería estar seguro de la identidad del violador. Y le ruego, monsieur, que no hable a nadie de este triste incidente. Si cualquier hombre de este circo llegara a saberlo, Verlaine sería perseguido y descuartizado. Yo me limitaré a despedazarle a latigazos la próxima vez que le vea.

—¡Calma, amigo! No estropee un buen látigo y no se exponga a un ataque de apoplejía. Paul Verlaine es capaz de acostarse con cualquier cosa caliente que no pueda escapar, pero prefiere con mucho a los efebos. Ya ha leído el poema. Es evidente que ha usado a la niña sólo porque su cuerpo es liso como el de un muchacho. Pero ahora, zut alors, ha hecho de ella una mujer. A partir de ahora le resultaría repugnante y se mantendrá alejado de ella. La niña no debe temer nada de él y es probable que el resto de ustedes no vuelva a verle nunca más.

Nadar no se equivocó. Ningún miembro de la compañía vio más a Verlaine, ni en el circo ni en ningún otro lugar de París. Y aquel mismo día Florian acababa de dejar a Nadar cuando Gavrila se le acercó para decirle:

—Lamento, gospodín, haberle molestado tanto esta mañana. Ha sido antes de que Sava se despertara. Al despertarse tenía un terrible dolor de cabeza y mareo de estómago, pero no recuerda el motivo. Incluso me ha preguntado por qué le dolía un poco allí abajo y por qué tenía un poco de sangre. Le he dicho rápidamente una mentira, que ayer intentó despatarrarse como una chica del cancán. Es la primera mentira que digo a Sava en toda su vida.

—Enteramente justificada, Gavrila, y muy oportuna. Es una suerte que la niña no recuerde lo sucedido; suele pasar después de una borrachera. ¿Qué recuerda de anoche?

—Que visitó las habitaciones de un hombre llamado Paul. Nada más. Y que hoy se ha despertado en su propia habitación.

—Alégrate, entonces, de que el bastardo la emborrachara. Y no insinúes siquiera lo ocurrido. Quizá con el tiempo llegue a olvidar al hombre y cómo se llama. Esperemos que sea así. Mientras tanto, hazla permanecer en cama hasta que se encuentre mejor y tú vuelve y quédate a su lado. Prescindiremos de tu número mientras…

—No, gospodín, trabajaré. —Gavrila se ruborizó levemente—. No todos los hombres son malos. Un hombre muy bueno está ahora vigilando a Sava. Es incluso mejor padre que el auténtico.

En la tienda vestidor de las mujeres, donde las dos chicas Simms preparaban sus trajes para la primera función del día, Domingo preguntó por decir algo a su hermana:

—¿Dónde pasas tu tiempo libre últimamente? Ya no vas de tiendas con las otras mujeres y nunca te veo acompañada a ninguna parte por algún ricachón.

Lunes rió y dijo:

—Mira. —Cogió su abrigo, sacó de él un bolsito que tintineaba mucho, lo volcó sobre el tocador y dejó caer un montón de monedas de oro—. Estoy ganando más dinero fuera que dentro del espectáculo.

—¡Dios santo! —exclamó Domingo, mirándola fijamente—. ¿Cómo?

—¿Te acuerdas de aquel hombre que me dibujó?

—Sí. Monsieur Doré.

—Ahora le llamo Gus. Fui a su estudio tal como me dijo para que me pusiera algo sobre el retrato que evitara los borrones y le he visto mucho desde aquel día y también a sus amigos pintores. —Rió—. Y ellos también han visto mucho de mí.

—¡Lunes!

—Gus hace dibujos para un libro sobre los ocios de un rey y he posado para todos los retratos de damas elegantes, vestida con trajes muy estrafalarios. Pero los amigos de Gus (Edgar, Edward, August y Jean-Baptiste) prefieren pintarme sin trajes y me pagan mejor así.

—¡Lunes! ¿De verdad te desnudas delante de desconocidos?

—Claro. Dicen que adoran el color de mi piel y que no hay muchas francesas que lo tengan.

—¿Cómo puedes saber qué dicen? No conoces más de una docena de palabras en francés.

Oui, oui —replicó Lunes con sarcasmo—. No necesito muchas más. Oui, oui. Pero la mayoría habla un poco de americano. Y déjame decirte una cosa, hermanita: ellos no se burlan de mí como tú haces siempre. Esos caballeros piensan que el acento sureño es distinguido y gracioso.

—En este caso encontrarían adorable a Hannibal Tyree. Pero esto no importa. ¿Posar desnuda es todo lo que has hecho? ¿Lo único por lo que te han pagado?

Lunes dio un bufido.

—Diablos, no. ¿Crees que pagarían con oro sólo para mirar carne morena? Les gusta probarla.

—¿Y tú se lo permites? ¿A todos esos hombres que has mencionado?

—Bueno, no a todos a la vez. Y a veces posan otras mujeres y se suman a nosotros. —Y añadió vagamente—: De uno u otro modo.

—Lunes, esto es… —Domingo agitó las manos, sin saber qué decir—. Hacerlo con promiscuidad y por dinero… vaya, esto es pura…

—¡Cállate! Te juro que dejaré de llamarte hermana para llamarte tía. Tú no tienes a ningún hombre que desee desnudarte y por esto no quieres que yo me divierta.

Domingo suspiró.

—Quizá tengas razón. Quizá sea por esto.

—Consérvate pura e inocente para ese Zachary Edge, que de todos modos es demasiado viejo para ti… Quizá demasiado viejo para cualquiera. No le he visto nunca acompañando a damas de las sillas.

—La otra noche me llevó a cenar a Vefours.

—Junto con el señor Florian y Daphne Wheeler. ¿No es romántico? —Lunes miró a su hermana entornando los ojos—. Voy a enseñarte una cosa que tengo guardada. Está en el remolque. Quédate aquí.

Lunes tardó sólo unos minutos en volver con un pedazo de papel doblado y amarillento.

—¿Recuerdas que después de la muerte de miss Auburn, el viejo Zack distribuyó todas sus cosas?

—Claro. Aún tengo su caja de música.

—A mí me dio un grabado suyo. Pasó mucho tiempo antes deque encontrara esto oculto detrás del marco. Supongo que el viejo Zack estaba aturdido aquellos días y olvidó que lo había metido allí. En cualquier caso, calculo que miss Auburn debió de escribir esto cuando pensaba que moriría de muerte natural, mucho antes de que decidiera suicidarse.

Lunes alargó el papel a Domingo, quien observó, titubeando:

—Probablemente su intención fue que sólo lo leyese Zachary.

—Bueno, pero hay tu nombre escrito, así que, ¿quién tiene más derecho a leerlo?

Domingo lo desdobló con manos un poco trémulas y leyó con lentitud una parte del papel:

—«… Zachary, yo podría haber escrito este mismo sentimiento, pero otra mujer lo hizo mucho mejor. Amor mío, cuando haya muerto… no me cantes canciones tristes…» —Domingo sollozó y luego siguió leyendo en silencio hasta que llegó a la mitad de la hoja—. «Como es natural, puedes conocer a alguien fuera del circo, quizá una gran dama realmente distinguida…»

Lunes observó, insensible:

Como aquella gran condesa tan distinguida de la que se enamoró. Domingo levantó la vista y dijo lealmente:

—Sólo fue porque le recordaba mucho a Autumn. —Volvió a la nota—: «Pero, Zachary, entre nuestra propia compañía…» —Y se interrumpió con una exclamación ahogada.

—Ya te lo he dicho —advirtió Lunes—, debías de gustarle muchísimo a esa miss Auburn. Nunca en mi vida he oído decir a una mujer blanca tantas cosas buenas de una mulata. Ni echarla en los brazos de su propio hombre blanco.

Domingo dijo con voz temblorosa:

—Me pregunto si Zachary leyó esto alguna vez.

—No creo que ella lo dejara donde yo lo encontré. ¿Quieres decir que no te ha hablado nunca de esto?

—No. Y tú tampoco debes decir nada, Lunes. Aunque supongo que todavía es propiedad tuya. —Y le alargó la nota.

—Diablos, ¿para qué lo quiero? Te diré la verdad, hermanita. Sólo lo guardaba por despecho, porque nadie me ha llamado nunca inteligente, bondadosa y tantas cosas buenas. Ahora es tuyo. Podría ser un argumento bastante poderoso si realmente quieres cazar a ese… ¿por qué lo rompes?