16

Cuando la Garde Nationale, falta de municiones, empezó a replegarse de sus fuertes y líneas exteriores y los versalleses se acercaron aún más, los dirigentes de la Commune parecieron decidir que no dejarían caer a la ciudad, sino que la demolerían ellos mismos rencorosamente. Una gran multitud se congregó en la place Vendóme el 16 de mayo para mofarse de Napoleón al ver caer su cabeza coronada de laurel junto con la columna aserrada que volcó y rodó al fin por el arroyo. Dos días después, los communards malgastaron parte de sus mermadas provisiones de pólvora y dinamita para volar la antes imperial Ecole Militaire del Champ de Mars. No obstante, sólo tuvieron los explosivos suficientes para estropear el interior; la fachada clásica y las paredes permanecieron en pie. A partir de entonces los communards recurrieron a los incendios; reclutaron a civiles por dos francos diarios para que, convertidos en pétroleurs y pétroleuses, rociaran de petróleo los edificios públicos menores y les prendieran fuego.

El 21 de mayo las unidades de vanguardia de los versalleses avanzaron hacia París desde el oeste y entraron por el Point du Jour, al sur del Bois de Boulogne. La compañía del Florilegio vio desde el recinto del circo precipitarse hacia aquel frente a una muchedumbre de defensores communards —una mezcla de Garde Nationale, soldados regulares y civiles, empuñando toda clase de armas, desde rifles modernos a antiguos mosquetes, guadañas y palos— por el boulevard Suchet, en el lado este del parque. Lo más conspicuo de aquella multitud apresurada era que la dirigían varias docenas de viejas y harapientas comadres. Estas mujeres no iban voluntariamente al combate; eran mendigas e indigentes que habían sido recogidas de su míseros pasajes y ahora las usaban como un escudo para los communards armados, con la esperanza de que los versalleses fueran más elegantes que ellos mismos y no disparasen contra mujeres ancianas. Esta esperanza resultó vana, como comprobaron los miembros del circo cuando oyeron empezar el tiroteo en el extremo sur del Bois.

—Dios mío —gruñó Yount—. Como ya he dicho, en esta guerra todos son bastardos.

Al caer la noche los versalleses habían llegado a los elegantes distritos residenciales de Auteuil y Passy y al puente de Jena, a dos kilómetros al este del recinto del Florilegio. Pero no podía decirse con verdad que había caído la noche. Por orden del procureur Rigault, los pétroleurs habían prendido fuego a los dos grandes palacios, las Tullerías y el Palais Royal, y todo París estaba bañado en el pálido resplandor de los incendios.

Aquella noche de luz antinatural cedió el paso a un amanecer ominosamente oscuro, con el sol y el cielo cubiertos por una mortaja de humo. El día se oscureció aún más cuando Rigault ordenó el incendio de otros edificios característicos: el Hôtel de Ville, el Quai d’Orsay, el palacio de Justicia, la biblioteca del Louvre. Lo que había sido el corazón de la ciudad no era más que una vasta pira, y las columnas de humo se convirtieron en un faro para las tropas versallesas en su avance por las orillas del Sena, llegando aquel día hasta el Arc de Triumphe en la orilla derecha y los Invalides en la izquierda.

La lucha pasó de largo al Bois con tanta rapidez que el Florilegio no tardó en estar a salvo detrás de las líneas y la compañía permaneció contenta en su recinto, aislada y sin peligro, mientras esperaba el resultado de todo ello. Durante varios días oyeron los sonidos de la batalla alejarse gradualmente hacia el centro de la ciudad, desde donde se elevaban nuevas columnas de humo y llamas de más edificios incendiados por los «defensores». Mientras las fuerzas communardes eran empujadas inexorablemente cada vez más atrás —a lo largo del elegante faubourg Saint-Honoré a un lado del río y por los populosos barrios de Montparnasse en el otro—, por fin hicieron uso de su plétora de barricadas. Luchaban desde detrás de cada una hasta que eran arrolladas y entonces se retiraban a la siguiente, mientras sus mujeres erigían a sus espaldas más barricadas con adoquines y muebles lanzados desde los edificios.

El propio presidente Thiers se acercó hasta el fuerte capturado de Mont Valérien, al oeste del Bois. Cuando miró hacia el centro de París —que estaba siendo destruido para impedir que lo tomara—, hizo correr la voz entre sus generales: «Je serai sans pifié», y en consecuencia sus versalleses fueron despiadados. Del mismo modo que no habían vacilado en disparar contra las ancianas que encabezaban la multitud en el Point du Jour, tampoco dudaron entonces en matar a heridos y adversarios desarmados, adversarios que intentaban rendirse. Mesdemoiselles Liberté con el pecho descubierto y cualquiera que tuviese siquiera el aspecto de ser un adversario. Como venganza, el airado procureur Rigault ordenó la ejecución de los rehenes más ilustres: el arzobispo Darboy, el curé Duguerry, el magistrado Bonjean, el general Bergeret y cuarenta y tres personas más. Entonces, llevando el uniforme de comandante de la Garde Nationale, Rigault dejó la Préfecture Centrale, ordenó quemarla, así como el Arsenal contiguo, y se fue a dirigir la defensa de su propio distrito natal.

Por breve que fuera la defensa que organizó, figuró entre las últimas dirigidas por la Commune, porque toda la orilla izquierda estaba en manos de los versalleses a la mañana siguiente. Los únicos combates que aún se libraban tenían lugar en el remoto distrito de la clase trabajadora de Belleville, al este de la ciudad. Cuando había una pausa en el tiroteo, los combatientes podían oír a un regimiento bávaro acampado justo fuera de los límites de la ciudad, que pasaba el tiempo tocando un concierto de banda. Aquel mismo día los miembros del Florilegio vieron pasar por el Bois al grueso de las fuerzas republicanas que iban a ocupar París. Las mandaba un oficial montado de rostro severo y cuerpo erguido que, según dijo Yount, «parecía tan marcial como el general Lee» y a quien LeVie identificó como el maréchal MacMahon.

El sábado, 27 de mayo, los versalleses arrollaron la última barricada communarde de París —en la rue Ramponeau, entre la altura de Chaumont y el cementerio de Pére Lachaise— y vieron que era defendida por un solo hombre. Sin embargo, la compañía del Florilegio aún podía oír fuego de armas pequeñas, ráfagas esporádicas y disparos aislados desde todas las partes de la ciudad, y desde la parte este, descargas regulares de fusil a intervalos fijos de unos cinco minutos.

—¿Qué puede ser eso? —preguntó alguien.

—Yo diría que piquetes de ejecución —contestó Edge—. Los otros disparos deben de ser brigadas que persiguen a los últimos combatientes, aunque no puedo creer que haya tantos communards escondidos y resistiendo.

Esto lo explicó Monsieur Nadar cuatro días después, cuando hizo la primera excursión al recinto circense desde el comienzo de la invasión. Iba otra vez vestido con elegancia, desde el sombrero de seda a polainas de gamuza, y volvía a llevar el monóculo y un bastón que hacía girar garbosamente. Y, como de costumbre, pudo ofrecer una versión chismosa y burlona de lo que había ocurrido más allá del Bois.

—En efecto, eran piquetes de ejecución, como usted supuso, coronel Edge. En el Pére Lachaise hay un muro admirablemente adecuado para este fin. Y los otros disparos frecuentes que todavía oyen son, como también ha supuesto, los de soldados provincianos vengativos que quieren apagar la última chispa de la Commune… y, hélàs, muchas otras chispas. Han ordenado a casi todos los habitantes de la ciudad que se presenten para el interrogatorio y la inspección (incluyendo a mi augusta persona y a la formidable Madame Nadar, ¿puede usted imaginarlo?) y han fusilado a todos los hombres que llevasen cualquier fragmento de un uniforme de la Garde Nationale, incluso botas militares que podían haber sido inocentemente requisadas, y a todas las mujeres sorprendidas con una cerilla o una caja de allumettes, porque podían haber sido pétroleuses. Ahora los versalleses recorren los hospitales militares, empezando por un extremo de cada sala y cruzándola mientras dan el coup de grâce a todos los pacientes de los lechos, heridos communards y alemanes por igual. Zut alors, hay que ver cómo gozan los rústicos de su visita a la metrópoli.

—Lo dicho, todos son unos bastardos crueles —volvió a gruñir Yount.

—Ah, bueno, son los gajes de la guerra —suspiró Florian.

Mais non, ami —dijo Nadar—, monsieur Terremoto tiene razón. Estoy avergonzado de mis compatriotas. Se lo explicaré. Cuando el procureur Rigault fue a las barricadas, fue capturado por una patrulla de versalleses. Como oficial, y además anónimo, podrían haberle hecho sólo prisionero de guerra. Sin embargo, declaró con desafío su identidad y le dispararon instantáneamente a la cabeza, dejando luego su cuerpo tirado en la calle. El monstruo lo tenía bien merecido, Dios lo sabe, pero al menos demostró valor y decisión. Cuando la patrulla siguió su camino, los habitantes del barrio salieron de sus escondites para patear y escupir al cadáver. Y se trataba de los propios vecinos de Rigault, de su misma clase trabajadora, de los que antes habían alardeado del muchacho del barrio que había llegado lejos y habían aprobado sus numerosas fechorías mientras desempeñaba su cargo. Merde et plus de merde!

—Pero ahora la Commune ha dejado de existir —dijo Florian—. Se ha borrado esa mancha del escudo de Francia.

—La Commune se ha acabado, oui, pero la mancha puede tardar mucho tiempo en borrarse —replicó Nadar—. La Commune ha durado setenta y dos días y, según mi estimación, durante este tiempo ha segado las vidas de unos quinientos parisienses. Ahora los versalleses han hecho unos cincuenta mil prisioneros. El bueno y decente maréchal MacMahon los transportaría a todos a Nouvelle Caledonie para que pasaran el resto de sus vidas hirviendo cocos para hacer copra. Pero MacMahon es incapaz de controlar la matanza indiscriminada de sus soldados porque el enfurecido Thiers los incita a ella. Este tributo puede ascender a veinte mil bajas. Una cantidad de sangre cuatro veces mayor que la derramada en el episodio anterior más vergonzoso de París, el Terror de hace ochenta años.

Edge hizo una mueca de aversión, pero dijo:

—Bueno, si usted se siente lo bastante seguro para pasear como un boulevardier, Monsieur Nadar, creo que yo también iré a dar un vistazo al centro de la ciudad.

—Ah, desde luego hay mucho que ver. Incluso las nuevas ruinas son pintorescas. Los escombros de las Tullerías, del Hôtel de Ville… las piedras ya no son sólo del color de la piedra. El petróleo que las quemó les ha prestado un bello barniz. Rojo, verde, azul. No obstante, coronel Edge, yo le aconsejaría que no se aventurase a salir por el momento. No debería salir nadie que no hable un francés impecable y que no pueda demostrar de modo incontrovertible que es francés y un firme partidario del presidente Thiers.

—Sí, quédate aquí, Zachary —dijo Florian—. Yo puedo simular que soy francés e hipócrita de una manera más plausible. Saldré y calibraré el estado de ánimo del populacho. —Hizo una pausa y miró a sus jefes congregados a su alrededor—. Pero mientras tanto no hay nada que nos impida ensayar y preparar de nuevo el espectáculo. París deseará… no, necesitará alguna clase de recreo cuando esta larga pesadilla toque a su fin. Para celebrar la liberación de la ciudad, para curar las heridas de la lucha fratricida, para encauzar a la gente hacia la normalidad. ¡Sí! Abriremos de nuevo el primer día que sea factible.

Hizo una seña a Stitches Goesle, cogió un pedazo de papel y su trozo de rotulador y se puso a dibujar.

—Maestro velero, di a tus hombres que empiecen a pintar carteles. Como éste, anunciando un gran desfile de la victoria del Floreciente Florilegio de Florian. Tantos como puedan pintar tus eslovacos. Después irán a fijarlos por la ciudad en el primer momento oportuno.

—Bien, bien, director —dijo Goesle, observando el dibujo.

Ah, l’optimiste —murmuró Nadar con una sonrisa—. Eternellement l’optimiste.

Pero Fitzfarris observó:

—Director, ¿no es esto un poco prematuro? ¿Cómo saber si esta pesadilla está a punto de terminar? Por Dios, es el cuarto gobierno que vemos desde que llegamos aquí. ¿Qué le induce a pensar que será el último o que París volverá a ser normal algún día?

—Llámalo intuición de un veterano del circo, sir John —respondió Florian—. Sé que la ciudad estará pronto madura para el circo, lo presiento. Ahora ve a ver si todos tus fenómenos y monstruos están listos para desfilar. La princesa Brunilda ha tenido accesos de náuseas matutinas, pero ahora ya debe de haber superado ese período del embarazo. Averígualo, pero te ruego que lo hagas con delicadeza.

Fitz replicó con altanería:

—¿Desde cuándo no soy considerado con todo el mundo? —Y se alejó a grandes zancadas hacia la tienda del anexo.

Florian continuó, volviéndose hacia Beck:

—Director de orquesta, ve a reunir a tus músicos. Enséñales algunas marchas triunfales políticamente neutrales. Quizá el Garry Owen… Marchando a través de Georgia

Jawohl, herr gouverneur.

—Y tú, coronel Ramrod, ¿te ocuparás de los otros en mi ausencia? Di a Abdullah y sus ayudantes que almohacen y engalanen a los animales para la cabalgata. Di a tus artistas que se cambien y se aseguren de que su traje no necesita una revisión de la modista.

—Está bien, director.

Eh bien —terció Nadar—. Veo que todo ha vuelto a la normalidad aquí. Y espero con impaciencia, messieurs, verles a todos en grande tenue cuando llegue ese gran día de la cabalgata.

Continuó charlando a Florian cuando se marcharon juntos:

—Debo decirle, mon vieux, que incluso ser francés no ha ofrecido cierta garantía de seguridad en estos últimos tiempos. Lamento comunicarle que uno de los últimos hombres muertos en las barricadas ha sido el viejo y querido maître Auber. Pobre Daniel, las largas privaciones habían afectado gravemente su cerebro, que al final le falló, y en su desvarío corrió a participar en la lucha de la rue Saint-Georges. ¿Se imagina a un francés apuntando con un rifle a aquel frágil y anciano caballero de melena blanca? Sin embargo, esto fue lo que ocurrió. En cambio, algunos traidores franceses han eludido a los vengadores. El pintor communard Courbet, el abominable Paul Verlaine se escabulleron de la ciudad y se pusieron a salvo. Hélàs, siempre mueren los mejores…

En el patio posterior del circo, Pemjean dijo a Edge cuando salió del remolque que compartía con Lunes luciendo su disfraz rojo de Démon Débonnaire:

Monsieur le directeur, ¿podría excusar a Mademoiselle Cendrillon de esta revista de la compañía? Se siente ligeramente indisposée.

—Espero que no sea nada grave. Nada que tenga que ver con su espalda o…

—Creo que no le duele nada específico. Según sus palabras, sólo se siente mal acerca de algo y desea estar sola.

—Vaya por Dios. Ya vuelve a hacer de Maggie Hag —murmuró Edge.

Comment?

—Nada, nada. Vamos a ver cómo están tus animales.

En la tienda de la ménagerie, Hannibal parecía inquieto.

—Mas’ Zack, señor Demonio, creo que nuestros animales han visto un fantasma. Los gatos pasean por las jaulas, incluso el viejo Maximus. Los caballos relinchan y hacen cosas extrañas, incluso las cebras. Y mire a los elefantes.

Los dos elefantes tenían los ojos cerrados y emitían un ruido semejante a un zumbido bajo y pensativo mientras se balanceaban al unísono de izquierda a derecha, con las trompas oscilando de un lado a otro. Edge no estaba seguro de si se debía a una emanación de la inquietud de los animales o a una premonición del tipo de las de Maggie, pero los pelos de la nuca se le pusieron de punta. Aun así, para no alarmar a Hannibal, se limitó a preguntar:

—¿Estás seguro de que nadie ha echado en su comida un poco de hierba loca o consuelda o algo parecido?

—No, señor, mas’ Zack. Estos animales no están drogados ni enfermos, sino espantados. Nunca los he visto así. Tengo miedo de tocarlos con el cepillo.

—Está bien, Abdullah, déjalos. Pediré al director que les eche una mirada cuando vuelva. Entretanto, tú y tus chicos manteneos alerta. Haced guardia toda la noche, por turnos. Y avísame en seguida si su inquietud va en aumento.

La compañía dedicó el resto del día a los ensayos y prácticas, a repasar sus trajes, accesorios y aparatos y dar a Ioan o Stitches algunas prendas para su reforma o reparación. Al atardecer, cuando izaron la bandera, todos se dirigieron a la cocina para cenar y después se retiraron a sus remolques, carromatos o tiendas. Florian no regresó hasta mucho después de anochecer. Al encontrar el recinto tranquilo, oscuro y casi desierto, decidió por lo visto no hacer su habitual ronda de inspección y fue directamente a su propio remolque. Edge se asomó varias veces a la tienda de la ménagerie y como los animales seguían despiertos y nerviosos, pero nada más, no creyó necesario molestar por ello a Florian. Dejó de guardia a un eslovaco y se fue a la cama.

Pero al día siguiente tanto él como los otros miembros de la compañía fueron despertados —o sobresaltados en su sueño— por un ruido más horrendo que todos los emitidos jamás por el órgano de vapor. Se componía de trompetazos de los elefantes, rugidos de los felinos, gritos de las hienas, relinchos de los caballos, gruñidos de los osos e incluso de los silbidos que podían proferir los avestruces. Hizo precipitar a los hombres hacia la ménagerie, la mayoría en ropa interior, mientras casi todas las mujeres de la compañía se asomaban extrañadas a las ventanas y puertas de sus vehículos. En la tienda de la ménagerie, el guarda eslovaco había corrido al exterior y permanecía allí, con los ojos desorbitados, señalando la tienda y farfullando palabras incoherentes. Sin embargo, cuando los hombres irrumpieron en el interior, todos los animales ya habían enmudecido. Algunos mordisqueaban heno o restos de otros alimentos; los demás se disponían por fin a dormir. Mientras los hombres miraban a su alrededor, observando a los animales con perplejidad y murmurando maldiciones, se sobresaltaron una vez más al oír la voz de una mujer que gritaba:

—¡Florian! ¡Oh, Dios mío! ¡Florian!

Y todos volvieron a salir en tropel al patio posterior.

—Volvió tarde —dijo Daphne a toda la compañía reunida, después de que las otras mujeres la hubiesen consolado y calmado un poco—. Había cenado con Nadar en la ciudad. Estaba cansado, así que… nos fuimos a la cama. Pero dormía mal. —Daphne hizo ruido con la nariz y se sonó con un pañuelo—. Yo suponía que hablaba en sueños… hasta que me incorporé para mirarle y vi que tenía los ojos abiertos. Hablaba con claridad, no con voz soñolienta. —Hizo una breve pausa para recordar—. Hablaba de personas… no, no de ellas… sino dirigiéndose a ellas. Personas anteriores a mi incorporación al espectáculo. Solitaire, Pimienta y Hotspur. Y otros nombres que yo no había oído nunca, como Zip Coon y Billy el Kink… si le he entendido bien…

Pronunció estos nombres en tono inquisitivo, mirando a los demás. Clover Lee y Hannibal Tyree asintieron, incapaces de hablar.

—Al final me quedé dormida, así que no sé si él se durmió o no. Pero cuando me he despertado esta mañana, ya se había levantado y se estaba vistiendo, poniéndose su traje de pista más elegante. Se… se ha inclinado para darme un, beso, luego se ha puesto la chistera gris y le ha dado una buena palmada. Ha abierto la puerta… y he visto que hacía un día espléndido…

De nuevo hizo una pausa, se secó los ojos con el pañuelo y tragó varias veces antes de poder continuar:

—Bueno… algunos debéis de haberle visto de pie allí. Ha abierto los brazos, como para agarrar… o abrazar al día. Entonces ha desaparecido… y ha estallado aquel espantoso ruido de los animales. He saltado a la puerta… y le he visto tendido al pie de los escalones. —Se apretó el pañuelo contra los labios para detener su temblor—. Entonces… habéis venido algunos… y le habéis traído de nuevo adentro…

—Obie —dijo Edge—, coge el carruaje y ve a buscar a un médico. Yount contestó en voz baja:

—Zack, el señor Florian ha muerto. Ningún médico puede…

—Ya sé que ha muerto, maldita sea. Quiero saber de qué ha muerto. Ve a buscar a aquel doctor Tonnelier que trató a Lunes Simms. En el hospital Marmottan. No está lejos.

—Zachary —dijo Pemjean, también en voz baja—. Era un médico de los huesos. No sabrá…

—Era un buen médico. Será suficiente. Ve con Obie y enséñale el camino.

—Ha sido lo que ustedes llaman en inglés un toque, monsieur Edge —dijo Tonnelier—, que en inglés es la abreviación de «un toque de la mano de Dios». O, para emplear la jerga médica, una hemorragia intercraneal, la rotura de un vaso sanguíneo del cerebro. La… la hinchazón y el color púrpura de la cabeza son signos suficientes para el diagnóstico y no es necesaria la autopsia para confirmarlo. Concuerda además con lo que usted me dijo de sus recientes fallos de memoria y confusiones ocasionales. Y puede llamarse con propiedad un toque de la mano de Dios, porque ha sido instantáneo.

—¿Sin dolor?

—Esto no se puede asegurar. El médico más sabio del mundo no lo sabrá hasta que él mismo sufra un ataque semejante. Pero rápida y misericordiosamente, sí. Monsieur Florian se ha ahorrado el gradual debilitamiento de la mente o incapacitación del cuerpo, lo cual habría sucedido si la hemorragia hubiera continuado en un goteo lento. Así, pues, alégrese por su amigo y limítese a darle la intimidad y decencia de un féretro cerrado en el funeral. Así ninguno de quienes le lloran le recordará de otro modo que como era en vida. Un anciano muy apuesto, creo recordar. ¿Desea que firme el certificado de defunción? Lo necesitará, además de muchas otras cosas, para las formalidades del entierro.

—No se moleste, doctor. Nos ocuparemos de las formalidades sin intervención de la autoridad.

Monsieur Edge, de acuerdo con mi licencia para ejercer, debo protestar y deplorar cualquier procedimiento irregular o extraordinario, pero, qué diablos, como dicen ustedes en inglés. Vivimos, y morimos, en tiempos extraordinarios, n’est-ce pas?

—Y el muerto era un hombre extraordinario. Gracias, doctor.

—¿Puedo hacer algo más? Ya he dado un vistazo a la joven que, ejem, estaba en su compañía en el momento de la muerte. Sobrevivirá a la experiencia; es inglesa. Beaucoup de sang-froid.

—Bueno… me gustaría su opinión profesional acerca de una cosa. Florian no parecía sospechar que estaba a punto de morir. Por lo menos, no iba de un lado a otro pronunciando últimas palabras memorables.

—Invente algunas, entonces. Era un artista y todos los artistas deben tener su frase al caer el telón.

—Me atrevo a decir que la leyenda le atribuirá muchas. Lo que quiero preguntarle es… los animales parecían esperar su muerte. Y también una de nuéstras artistas más jóvenes. ¿Es esto posible?

—Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que el médico más sabio podrá comprender jamás. Pero los animales inferiores, y por supuesto esto incluye a las hembras de nuestra propia especie, están más cerca de la naturaleza que usted y yo, monsieur. No veo nada imposible en que sus instintos los avisaran de la pérdida inminente de alguien próximo y querido. Sin embargo, yo soy francés. Debe usted resolver el prodigio de acuerdo con sus propias luces.

—¿No enterrar al Herr gouverneur en un cementerio como ser debido? —exclamó, horrorizado, Beck—. Pero, Herr Direktor, ¡él no ser un artista cualquiera! Tú pensar. En el cementerio de Montmartre yacer Heine, en el Pére Lachaise yacer Abélard y Héloise. ¡Allí él tener una compañía distinguida!

—Vamos, Bum-bum —replicó Edge—, sabes muy bien que si Florian fuese enterrado en otro lugar que bajo su propia pista, su espíritu rondaría a todos los circos de la tierra, desde aquí hasta el otro mundo. Ve a decir a Elemér que elija algunas piezas de címbalo bonitas y suaves para tocar durante el servicio. Y, Stitches, ¿quieres hacer una mortaja de lona? Usa un trozo de nuestra pared lateral rayada; a él le gustaría. Y luego prepara sus sermones mientras yo me ocupo de amortajarlo.

—En seguida. ¿De qué religión era el director?

—Lo sé tanto como tú. O bien no reconocía a ninguna o las reconocía a todas… y no me refiero solamente a las cristianas. Lo único que sé con seguridad es que era masón. ¿Existe una ceremonia fúnebre masónica?

—Si existe, muchacho, me temo que no la conozco.

—Bueno, pues haz un sermón no confesional. Ya lo has hecho muchas veces.

—Sí. ¿Y grabo una lápida para el director?

—Podría ser adecuado, sí.

—¿Conoce sus fechas, entonces?

—Sólo la última. Nunca dijo cuándo había nacido. Supongo que bastará su nombre y el RIP.

—¿Y cuál era su nombre? Completo, quiero decir.

Edge se quedó perplejo.

—Vaya, maldita sea. —Al cabo de un momento se rió—. En más de seis años nunca me he preguntado siquiera si Florian era su nombre de pila o su apellido. Preguntaremos a Clover Lee y Hannibal. Han estado con él más tiempo que nadie, excepto tal vez Jules Rouleau.

Sin embargo, Clover Lee expresó la misma perplejidad. Sólo entornó sus enrojecidos ojos y dijo, entre sollozos:

—¿No es extraño pensarlo? Jamás le llamamos de otro modo que mister Florian.

Hannibal, cuyos ojos casi sangraban, sugirió:

—¿Y si mister fuera su nombre de pila?

—Esperad —dijo Clover Lee—, debe constar en su salvoconducto, o en su pasaporte.

—Pero sólo Dios sabe dónde están —respondió Edge—. Es probable que todos nuestros documentos se quemaran durante el incendio de la Prefectura Central. Ya he registrado el furgón rojo y allí no hay ninguna información. ¿Sabéis? Esto es algo prodigioso cuando se piensa. Florian era único en todo. Cualquier otro miembro de este espectáculo tiene dos o tres nombres de pista, además de los verdaderos, y él nunca ha tenido siquiera un nombre completo.

Goesle preguntó:

—¿Entonces grabo sólo «Florian» en la lápida?

—Olvida la lápida, Stitches. De todos modos no duraría mucho después de nuestra marcha. Y justo fuera del recinto hay ese pequeño hito de piedra donde se elevó el primer aeronauta. Si alguno de nosotros vuelve alguna vez aquí y quiere rendir un homenaje a Florian, no nos costará ningún trabajo encontrar su lugar de reposo.

Todos los miembros de la compañía llevaban su traje de pista cuando se congregaron en torno a la tumba cavada en la arena y los montones de tierra y serrín que la rodeaban. Los artistas lucían sus amplios —o breves— trajes de lentejuelas, los músicos iban de uniforme y los peones llevaban sus mejores monos negros. Abdullah y el Démon Débonnaire habían conducido a la carpa a toda la ménagerie, tanto los animales libres como los enjaulados, incluso el coq de bruyère. Los caballos de pista, Brutus y César llevaban sus jaeces y adornos y todos los animales permanecían silenciosos y bien educados como si reconocieran la solemnidad de la ocasión. Aunque era media tarde, Stitches y sus hombres habían encendido todas las luces de carburo y ahora uno de los eslovacos encendió el foco de la puerta trasera de la tienda para iluminar la entrada de los dos caballos de tiro, conducidos por el coronel Ramrod, que arrastraban uno de los tanques rodados del generador de Beck convertido en catafalco. El cuerpo, envuelto en la llamativa lona blanca y verde, yacía en un jergón sobre la superficie plana. El foco siguió su lento avance hacia la pista, mientras a un lado Elemér Gombocz tocaba suavemente en su címbalo los trinos de la Träumerei.

Cuando colocaron el catafalco junto a la tumba abierta, los artistas y peones pasaron en fila para despedirse de Florian. Algunos murmuraron algo en voz baja, otros no pudieron decir casi nada y otros hablaron en tono lo bastante alto para ser oídos.

—Director —dijo sir John—, le envidio los milagros y maravillas celestiales que tiene ahora… para anunciar a los patanes celestiales. Adiós, viejo amigo.

—Querido Florian —dijo la princesa Brunilda—, fue usted la primera persona que me hizo sentir realmente una princesa. Dasvidánya, mílyi drug. —Y Kostchei el Inmortal se hizo eco de estas palabras.

Istenhozzád, barát Florian —dijo la enana Tücsók, y Elemér y los hermanos Jászi dijeron lo mismo.

Sbohem, Nadrzízeny —dijo Banat y los otros eslovacos y el Kesperle repitieron sus palabras.

Jairete, Kyvernitis Florian —dijo Meli la Medusa.

Addio… ed arrivederci, caro Florian —dijo la Emeraldina.

Voi ruga, Florian mosneag —dijo la modista Ioan.

Glückliche Reise, Freund Florian…

Adieu, ami, et bon voyage

Taraf, mas’ sahib, taraf —dijo Abdullah. Entonces se volvió, llorando, para explicar a los que no lo sabían—: Taraf ser lenguaje de elefante. Significa… vuelve.

Clover Lee no dijo un adiós audible a Florian, sino que arrancó un par de lentejuelas de sus leotardos y las colocó sobre la cabeza de la mortaja, donde centellearon alegremente bajo la luz del foco.

Cuando todos hubieron pasado, Goesle se colocó junto al camastro, bajó la cabeza, cruzó las manos, cerró los ojos, esperó a que los otros hicieran lo mismo y dijo:

—Aquí estamos de nuevo, Señor. Esta vez hemos venido para decirte que nuestro amigo y compañero Florian acaba de desmontar su tienda. Ha emprendido el largo camino al recinto final de su itinerario. Tú sabes, Señor, que lo último que Florian hizo en esta tierra fue abrir los brazos para abrazar el último día con que le bendijiste. Un hombre así, Señor, no necesita recomendaciones, ni siquiera ante el Todopoderoso. Pero cuando llegue allí, Señor, siéntate de vez en cuando a charlar largo y tendido con Florian. Somos conscientes, por supuesto, de que eres Director del circo mayor de todos, ya que el tuyo es este mundo, lleno de artistas, comediantes, juglares, acróbatas, bailarines de la cuerda floja, hombres forzudos, charlatanes, músicos, monstruos, peones, dueños de barracas, camorristas y estafadores y todas las clases de animales existentes… todos los cuales saltan alrededor de tu pista redonda o llenan tu espaciosa avenida o se reúnen en tus inmensos pabellones. Tal vez, Señor, comparado con la inmensidad de ese circo, este de Florian parece un espectáculo de tres al cuarto. No obstante, Florian puede contarte una o dos cosas, Señor, y no sólo chismes de circo y cuentos increíbles y chistes obscenos… aunque seguramente te divertirá oírlos. Puede darte además, de vez en cuando, algunos consejos útiles que te ayudarán a conseguir que tus artistas y peones trabajen al máximo de su capacidad… y sean felices trabajando… sin dejar de amar nunca a su Director… Amén.

Goesle empezó a levantar la cabeza, volvió a bajarla y añadió:

—Maldita sea, Señor, por poco me olvido. Deseamos pedirte un pequeño favor para nuestro amigo. Cuando se acerque a las Puertas del Cielo, di a san Pedro que las abra de par en par, para que Florian pueda entrar con elegancia. Permítele desfilar, Señor.

Mientras Stitches hablaba, un par de eslovacos ataron con discreción unas cuerdas al camastro de Florian. Ahora tiraron de otra cuerda y el camastro fue izado por la botavara, guiado suavemente hacia la tumba abierta y bajado hasta ella con lentitud. Por primera vez durante la ceremonia, el coronel Ramrod se adelantó, cogió un puñado de serrín —no tierra—, lo esparció sobre la mortaja verde y blanca y con voz ronca y entrecortada pronunció las últimas palabras:

Saltavit… Placuit… Mortuus est

Y varios artistas susurraron la traducción a otros:

—Bailó. Complació. Ha muerto.

—Si pudierais dedicarme vuestra atención —dijo Edge mientras los eslovacos llenaban en silencio la tumba y nivelaban el serrín que la cubría— mientras todos estamos aquí reunidos… o casi todos. Herr Lothar, supongo que puedes votar en nombre de Monsieur Roulette, y tú, Hacedor de Terremotos, puedes hacerlo por Miss Eel. En cualquier caso, decidamos qué vamos a hacer ahora. Tengo algunas ideas que me gustaría exponer, pero quizá votéis en contra de ellas, así que… los que entiendan mi inglés, que traduzcan mis palabras a los otros, por favor.

Esperó a que todos estuvieran debidamente atentos.

—Bien, he echado un vistazo a la caja de la oficina y a todos los papeles, libros y ficheros de Florian. Aún no he tenido oportunidad de abrir la caja que guardamos bajo la jaula de Maximus, pero en cuanto lo haya hecho podré deciros el estado de nuestras finanzas hasta el último penique. Lo que sí puedo decir ahora mismo es que Florian no ha dejado ninguna clase de testamento o última voluntad para indicar sus deseos en relación con el Florilegio. Imagino, por lo tanto, que lo más justo es que todos, incluyendo a los peones, reciban partes iguales de todo cuanto tenemos. Si alguno de vosotros piensa que las partes tendrían que hacerse de acuerdo con la categoría o la veteranía en el espectáculo, puede decirlo y lo someteremos a votación, pero os ruego que dejéis las objeciones para cuando haya terminado de hablar.

Nadie dijo nada, pero todos le miraban fijamente… y de un modo extraño, en su opinión.

—Si nadie se opone, cada uno de nosotros conservará todo lo suyo o lo que ha formado parte de su número: remolques, caballos de tiro, accesorios, aparatos, trajes y animales. Todo lo demás se repartirá: el dinero en efectivo, más lo que puedan valer en el mercado las otras propiedades, como los animales de la ménagerie, la lona, los postes, las graderías y luces, los carromatos, etcétera. Creo probable que los otros circos de París quieran renovarse y surtirse de nuevo a toda prisa, así que tal vez nos lo comprarían todo a buen precio. Y esto me lleva a otra cuestión. Algunos de vosotros podéis haber pensado ya en solicitar un empleo en otros circos europeos. Pero los circos de París también necesitarán nuevos números y artistas, así que aprovecharán ansiosos la oportunidad de firmar… ¿Qué ocurre?

Se había dado cuenta de los crecientes murmullos y gruñidos entre sus oyentes.

—¿Que qué ocurre? —gritó Clover Lee—. ¡Estás hablando de desmantelar y vender el Florilegio de Florian!

Se oyeron otros gritos similares en varias lenguas y diversos grados de desaprobación.

—Bueno, maldita sea —dijo Edge—, no podemos largarnos y dejarlo.

Más gritos y diversas versiones de «¿Quién se larga?».

—Entonces, ¿qué…? —intentó decir Edge, pero Fitz le interrumpió.

—Zack, me parece que nadie tiene intención de echar a correr y nadie va a convencerlos para que lo hagan. Apostaría algo a que si nos pides que levantemos la mano, se levantarían todas, incluyendo herraduras y patas.

Sir John, todo esto es muy bonito y leal, pero, ¿quién va a poner los salarios en esas manos? ¿Y comida en esas…?

—El mismo que ha pagado siempre —contestó Nella—. Il Florilegio.

—Si es una cuestión de dinero, Gospodín Zachary —intervino la giganta—, me haría muy feliz…

—Yo también podría ayudar —terció Clover Lee de Lareinty.

—Escuchadme todos —dijo Edge con paciencia—. Ya os he dicho que Florian no ha dejado ninguna disposición para el Florilegio. Ni siquiera tenía familia a la que podamos buscar para endosárselo. Nadie posee este estab…

Los gritos ahogaron su voz:

—¡Nosotros somos la familia! ¡Nosotros lo poseemos!

—Nuestra propia pequeña Commune, ¿verdad? —dijo Edge—. Ya habéis visto el desastre que ha organizado la anterior.

Más gritos:

«¡Nada de Commune!» «Zum Teufel mit jedem Kommune!» «¡Elijamos un gobierno!» «Oui, plébiscite!»

—Oh, diablos, coronel Zack. —La voz atronadora de Yount se impuso sobre todas las otras—. No puede estar más claro. Cuando el comandante de una tropa cae en el campo de batalla, el segundo jefe toma el mando. Y tú has sido el segundo jefe de Florian durante muchísimo tiempo.

—Sólo que esto no es el ejército, sargento. Es… una isla flotante, poblada por civiles. Y los civiles no toleran bien que se les imponga la ley marcial.

—No es preciso que sea marcial ni es preciso imponerla —dijo Jörg Pfeifer—. Has hablado de votar, director. Sehr wohl, si votamos a favor de que ocupes el lugar de Florian, ¿lo harás?

Edge pareció titubear y Daphne tomó la palabra.

—No pretendo ser la viuda de Florian, pero era su confidante y sé que habría querido que continuaras, Zachary. Y tú también lo quieres.

—No estoy seguro de saber hacerla, Daphne. ¿Quién diablos puede aspirar a sustituir a Florian?

—¡Debe hacerlo, mister Zack! —instó Lunes—. De lo contrario nunca más podré montar a caballo.

Hannibal se sumó al coro:

—¡Debe hacerlo, mas’ Zack! No puede abandonar a los americanos en esta tierra extranjera.

—No sé… dijo Edge.

—¿Y qué hay de todos los carteles pintados por mis muchachos? —interrogó Goesle—. Para el gran desfile. ¿Es que hemos de romperlos?

—No sé… —repitió Edge.

—Un hombre valiente —terció la pequeña Katalin— no debería tener miedo de parecer inmodesto o directo. Sólo consigue parecer tímido, coronel Zachary, y ansioso de ser cortejado y mimado. Deje eso para las mujeres.

Varias personas rieron y Edge las imitó, aunque un poco a la fuerza.

—Permitidme —dijo Willi Lothar, poniéndose en dos zancadas delante de todos—. No hagamos ruborizar al coronel. Zachary, ¿por qué no sales un momento? El tiempo de explicar todo esto a los que no hablan inglés, de discutir los pros y los contras y someter el asunto a una votación secreta. Alles in Ordnung.

Edge se encogió de hombros, resignándose a obedecer, y salió de la carpa por la puerta principal. Fue bastante más allá de la marquesina, hasta que no pudo oír la discusión de dentro, y paseó un poco mientras el hermoso día tocaba a su fin. Encendió un cigarrillo y ni siquiera lo había terminado cuando Yount salió como portavoz de los reunidos.

—¿Bien, Obie?

—¿Por qué lo preguntas? No tengo que decirte que ha habido unanimidad. —Yount llevaba en la mano la chistera gris de Florian y se la alargó a Edge—. Todos quieren que dirijas el espectáculo. Como ha dicho el caballero Fitzfarris, incluso las serpientes de Meli habrían levantado la mano, si tuvieran alguna.

Haciendo girar con respeto la chistera en sus manos, sin ponérsela en la cabeza, Edge contestó:

—No sé si seré capaz de hacerlo, Obie.

—Al diablo con eso. Qué diantre, te he visto aceptar cosas mucho más duras… ¡Mira hacia allí! Vaya, ¿no es esto una señal, Zack? ¡No puedes negar que es una señal! ¡Vuelven los buenos tiempos! —Entró en la carpa corriendo y gritando—: ¡Eh, todo el mundo! ¡Salid a mirar! ¡De prisa!

Todos se precipitaron a la avenida, miraron hacia donde señalaba Yount y exhalaron al unísono una gran exclamación de extrañeza y bienvenida. A gran altura sobre el verde follaje del parque, brillante contra el cielo azul, flotaba el globo bermellón y blanco del Saratoga.

Lieber Himmel! —exclamó Beck—. Él encontrar un Gaswerk en alguna parte…

—El bueno y querido Jules —suspiró Clover Lee—. Ha vuelto en cuanto ha pasado el peligro.

—Maldita sea —dijo Yount—. Me pregunto si habrá recogido a Agnete y ahora viene con ella…

—A tiempo para el desfile —murmuró Domingo.

—El desfile, sí… —dijo Edge con aire pensativo. Y en seguida, animándose—: Está bien, amigos. Ya que habéis votado en favor de continuar el negocio, empecemos a trabajar. Banat, envía a algunos hombres a coger el cabo de amarre de Monsieur Roulette. Se dispone a bajar y probablemente ha perdido la práctica.

Da, Pana Nadrzízeny.

—Meli, ¿quieres encender con Ioan los fogones de la cocina? Monsieur Roulette puede estar hambriento de un buen yantar circense. Yo lo estoy.

Amésos, Kyvernitis.

—Stitches, ¿qué dicen exactamente esos carteles tuyos acerca del desfile?

—Tengo uno aquí mismo —respondió Goesle, cogiéndolo de las manos de un eslovaco y desenrollándolo.

—Hum. «Estad atentos al inminente desfile de la victoria». Qué diablos, seamos más concretos. ¿Qué fecha es hoy… primero de junio? Fijémoslo para pasado mañana. —Escribió al final del cartel: «SAMEDI, 3 JUIN» y se dio cuenta de que utilizaba el viejo trozo de rotulador que había encontrado en el bolsillo del chaleco de Florian—. Di a los muchachos que escriban esto en todos los carteles con letras chillonas y visibles.

—Sí, sí, director.

Domingo consiguió de algún modo formular esta pregunta sin pararse a tomar aliento:

—¿No crees que el propietario del Floreciente Florilegio de Florian, Circo Americano Confederado, Ménagerie y Exposición Educacional en una sola pieza, debería tener una esposa? —Y entonces, rió, sin aliento.

—Florian no la tenía.

—Florian admitía haber tenido tres esposas. Cuatro, si cuentas a Daphne. Y apostaría algo a que fueron más. Sólo que nunca se casó con ninguna de ellas. Y no he dicho nada de casarnos. Nada de solicitar certificados a monsieur le Maire, nombrar testigos y todo eso. Sólo ser marido y mujer.

Tras un silencio reflexivo, Edge contestó:

—¿Te das cuenta… de que quizá no volvamos nunca a casa?

—Virginia es sólo el lugar de donde procedo. Durante una tercera parte de mi vida, Zachary, mi hogar ha sido donde estabas tú. Es el único hogar que necesito. Y tenemos el resto del mundo a donde ir, lugares donde no importa…

Él asintió con la cabeza.

—Recuerdo que Florian habló de recorrer los Países Bajos. Y Egipto. Y aún no hemos estado en la Grecia de Meli. Ni en la España de la vieja Maggie Hag ni en la Dinamarca de Agnete.

—Ni en la Inglaterra de Daphne —añadió Domingo y pensó al instante: «La Inglaterra de Autumn», y deseó no habérselo recordado, así que se apresuró a decir con voz alegre—: Bueno, ya es hora de vestirnos para el desfile. El espectáculo es lo primero. En cuanto a lo demás… tenemos el resto de nuestras vidas para decidirlo.

—Sí. Nos limitaremos a… a improvisar sobre la marcha. Hoy irás conmigo en el carruaje. Vamos, preparemos el desfile.

SALTAVERUNT

PLACUERUNT

MORTUI SUNT OMNES