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—«¡PROCLAMADA LA REPÚBLICA!» Éste es el titular —dijo Domingo, traduciendo la noticia a un grupo de artistas vestidos para actuar. Dio una ojeada al artículo y lo resumió lo mejor que pudo—. Primero, al premier De Palikao le ofrecieron la dictadura de Francia mientras durase la guerra, pero él la rechazó y sugirió en su lugar la formación de un Consejo de Defensa Nacional. De modo que el gobierno se llamará así hasta que haya pasado la emergencia del tiempo de guerra y se puedan celebrar elecciones en todo el país y pueda conocerse la voluntad del pueblo francés.

—Diablos, la voluntad del pueblo está ya bastante clara —dijo Fitzfarris—. Tengo la impresión de que quieren cualquier cosa menos un emperador. He estado en el centro hace un rato y pasado por delante del palacio de las Tullerías. Está cubierto de frases sarcásticas como «Propiedad nacional», «Entrada libre» y «Se alquilan habitaciones».

—Mientras dure la emergencia —continuó Domingo—, el general Louis Trochu será el presidente en funciones, monsieur Jules Favre, ministro de Asuntos Exteriores, monsieur Léon Gambetta, ministro del Interior y monsieur Adolphe Thiers, presidente de los diputados. —Rió—. Sé quién es el presidente (el viejo Que Cede), pero nunca he oído hablar de los otros.

—Son en su mayoría diputados y miembros del Tercer Partido —explicó Pemjean—. Por lo menos, gracias a Dios, ninguno es un furioso communard. Creo que el presidente, Trochu, seguirá siendo flexible, un simple títere. El ministro de Asuntos Exteriores será el portavoz del gobierno ante el pueblo y el verdadero poder estará en manos del ministro Gambetta.

—Debes de tener razón —dijo Domingo, mirando todavía el periódico—. Aquí hay un resumen de un largo discurso de monsieur Favre, dirigido al público. —Sonrió y levantó el puño en un gesto burlonamente heroico mientras leía—: «No cederemos un centímetro de nuestro territorio ni una piedra de nuestras fortalezas…» Parece repetir lo mismo una y otra vez con palabras diferentes.

—Entonces, o Favre está loco —observó Jörg Pfeifer— o cree que su pueblo lo está. Todo el mundo sabe que los prusianos están llegando al centro de Francia. Y las fortalezas francesas caen por doquier.

Un silbato repentino sobresaltó a todo el grupo.

—¡Córcholis! —exclamó Clover Lee—. Pongámonos en fila para la cabalgata o Zachary nos asediará a todos.

Una vez terminado el espectáculo de aquella noche, mientras el resto de la compañía se marchaba al hotel para una cena tardía, Florian y Edge se demoraron en el furgón de la oficina, sorbiendo vino y fumando. Edge comentó:

—Me alegro de tener aún pintado en nuestros carromatos e incluso en la marquesina el letrero de «Americano Confederado». He oído decir que las turbas se enfurecieron cuando se enteraron de que fue un yanqui quien sacó a la emperatriz del país.

—Su dentista americano, nada menos —rió Florian, y añadió con gravedad—: Sí, al populacho le habría encantado dar a Eugenia el tratamiento de María Antonieta. Pero ahora está a salvo en Inglaterra y los cazadores de cabezas se sienten frustrados, de modo que durante un tiempo imperará un sentimiento antiamericano.

—¿No cree que deberíamos salir de aquí mientras podamos? Después de todo, director, ya hemos hecho lo que queríamos. París era el pináculo que ambicionábamos, La Meca de todos los circos del mundo, y hemos venido y triunfado. Diablos, incluso hemos aportado una nueva frase al vocabulario francés: Clover Pink. Y hemos ganado muchísimo dinero. ¿Qué hacemos, pues, nos quedamos o nos vamos antes de que nos invadan los prusianos?

—Creo que los prusianos sólo vendrán a recorrer los bulevares a paso de ganso. Para poder decir, como tú has dicho hace un momento, que han conseguido lo que se proponían. El rey Guillermo no tiene nada contra el pueblo francés. Su objetivo era frenar el poder del emperador y lo ha aniquilado por completo. Ahora, entre Gran Bretaña al oeste y Rusia al este, no hay ninguna gran potencia excepto Prusia y sus aliados. Guillermo, o más exactamente, su canciller Bismarck, tiene todo lo que quería: una federación de pueblos germanos y ninguna otra nación europea capaz de disputar la hegemonía de esta federación. Así que este nuevo gobierno de Francia tiene que suplicar la paz. Su principal representante, Thiers, ya se ha ido a visitar Viena, Florencia y quizá San Petersburgo para pedir a los otros jefes de estado que ayuden a arbitrar unas satisfactorias condiciones de paz.

—Bueno —dijo Edge—, no todo el mundo en París está tan ansioso de una tregua rápida. ¿Sabe qué hacen ahora? Su ejército está destrozado, pero la marina francesa no ha sufrido ningún daño en esta guerra, así que están enviando artilleros de Dieppe y Calais para que manejen los cañones de los fuertes próximos a París.

—No es perjudicial prepararse para un ataque a la ciudad, incluso aunque nunca se lleve a efecto. Una buena defensa de la capital sería una ayuda para Francia durante las negociaciones de paz. Pero a menos que Thiers fracase completamente en su misión de representante, Guillermo y sus ejércitos sólo vendrán aquí para bailar una especie de danza de la victoria mientras se firman los tratados.

—¿Entonces el Florilegio se quedará?

—Creo que es lo mejor, Zachary. Aunque peque de optimista, aunque este gobierno sea inepto en las negociaciones con el enemigo, aunque no consiga la paz y continúe absurdamente en guerra, permanecer aquí será menos arriesgado que viajar por esos caminos. ¿Qué dirección tomaríamos? Habría tropas de ambos ejércitos por doquier y escaramuzas Dios sabe dónde, para no mencionar las habituales hordas de saqueadores que no respetan a amigos ni enemigos. Creo que la caravana de nuestro circo encontraría muchas más ocasiones de peligro en la carretera que aquí en el Bois.

—Es probable.

—Y hay otras consideraciones. Estos días son tristes para los parisienses y han sido muy generosos con nuestro circo. Creo que les debemos el favor de nuestra presencia continuada. Desde que se prohibió la música de Offenbach, casi ningún teatro, desde la Opera al Odéon, se ha atrevido a poner en escena comedias u operetas ligeras. Incluso la Comédie-Française se limita a presentar lúgubres dramas heroicos y tragedias dolorosas. Nosotros ofrecemos casi la única diversión y frivolidad que puede encontrarse en todo París. Y esto, como es natural, significa prósperos llenos para nosotros. Si, cuando los vencedores entren en la ciudad, todos los amantes parisienses del circo se retiran tras las cortinas de sus casas en penoso aislamiento, pues bien… no cabe duda de que podemos esperar públicos prusianos. Les gustamos mucho cuando actuamos en sus propios países.

A fin de reconocer que aún duraba la guerra y ya no existía un imperio francés, Florian ordenó algunos cambios tópicos en el ambiente y el programa del circo. Dijo a Stitches Goesle que pusiera gallardetes en los extremos de los postes laterales de las tiendas —alternando los tricolores con los rojos— y a Bum-bum Beck que no tocase durante la cabalgata del principio y fin ni el imperial Partant pour la Syrie ni la revolucionaria Marsellaise, sino el imparcial Champs de la Patrie. Sin embargo, mantuvo, desafiante, la música del Orfée de Offenbach para el baile de las chicas del cancán antes de cada función.

El caballito de la enana Grillon ya no era presentado como Rumpelstilzchen sino como Petit Poucet. Por el contrario, a las dos hienas se les dieron nombres aún más claramente alemanes que Abogado-Anwalt y Abogado-Berater; su jaula en la tienda de la ménagerie ostentaba ahora un gran letrero que las identificaba como Hyène Wilhelm y Boueur Bismarck. Los payasos elaboraron un número en que Fünfünf era el rey «Vilain», Ferdi Spenz, el emperador «Lourdeur» y Nella Cornella, «La Belle France». Los dos falsos monarcas insultaban, maltrataban y casi violaban a la pobre France, hasta que ella coqueteaba para inspirarles celos, provocando un duelo entre ambos con pistolas prestadas por el coronel Ramrod. El número era más vulgar que cómico, pero los espectadores se desternillaban siempre de risa, en especial cuando los dos rufianes caían «muertos» de un tiro. El público también se reía mucho —aunque debía de haber entre ellos muchos especuladores— cuando, en el espectáculo del intermedio, sir John interpretaba a un campesino pobre y su Miss Mitten a una verdulera regañona y codiciosa:

Mon Dieu, madame! ¿Pide cuatro francos por una col? ¡Pero si el frutero de enfrente las vende por uno!

—Entonces, ¡cómprala enfrente, pignouf!

Hélàs, las ha vendido todas.

Tiens! Cuando no me quedan más coles, yo también las vendo a un franco.

Estos tópicos no eran obras maestras de la sátira, pero por lo menos tenían más gracia que los sucesos de fuera de la carpa. Los periódicos publicaban cada día boletines más desesperanzados. Los ejércitos prusianos continuaban su avance hacia París, pero con más sombría deliberación que impetuosidad. Después de tomar las tres ciudades mayores del este de París —Châlons, Reims y Troyes—, los ejércitos enemigos se dividieron para rodear la capital desde cierta distancia. Por el camino tomaron con facilidad comunidades menores —Sens en el sur, Compiégne en el norte— y destacaron las fuerzas suficientes para sitiar y aislar a las ciudades que oponían alguna resistencia —Chartres en el sur, Amiens en el norte—, mientras sus fuerzas principales seguían avanzando para formar un nudo de hierro en torno a París, que iban apretando a medida que se aproximaban a la ciudad desde los cuatro puntos cardinales. Entretanto, el emisario Thiers no tenía ningún éxito en su petición de intervención diplomática de las potencias extranjeras. Todas se negaron unánimemente a arbitrar en favor de un dudoso y autoconstituido «gobierno» de Francia.

La única nota ligera que aparecía en la prensa parisiense de aquellos días de septiembre eran las cartas de los lectores —incluyendo a algunos respetados científicos— que proponían ingeniosos métodos e «inventos» con que derrotar a los prusianos cuando llegaran. Un escritor sugería que, como no había bastantes armas de fuego ni siquiera espadas para todos los hombres de la ciudad capaces de defenderse, una fábrica debía dedicarse inmediatamente a la manufactura de lanzas de madera parecidas a las de los torneos. Otro lector proponía el reparto entre todas las mujeres de París de un dedal provisto de una aguja venenosa que clavarían en la carne de todos los boches que las atacaran, defendiendo así simultáneamente su honor y la ciudad. Cualquier clase de veneno serviría, agregaba el lector, aunque recomendaba —¿cómo no?—, por ser el más apropiado, el ácido prúsico. Varios patriotas sugirieron lanzar olas de «fuego griego» a la superficie del río Sena y otros sugirieron usar el propio río como arma, bombeando veneno en la desembocadura y matando así a todos los boches y sus caballos que bebieran sus aguas. Otros creían que sería una buena idea, cuando todo estuviera perdido, soltar a los leones, tigres y demás fieras del zoológico del Jardin d’Acclimatation.

El 16 de septiembre la ciudad estaba rodeada por tres lados, Taverny en el noroeste, Lagny en el este y Villeneuve en el sur. Gran cantidad de personas abandonaban París, en carros, carruajes y tartanas, por los caminos del oeste que aún estaban abiertos; uno de los últimos en entrar en la ciudad fue el enviado Louis Thiers, que volvía de su infructuosa misión de paz. Dos días después, los prusianos llegaron al suburbio de Argenteuil, al norte de París, a Le Bourget y al recodo del río Marne al este del distrito de Charenton, y no sólo habían tomado Versalles, al sudoeste de la ciudad, sino que establecieron orgullosamente su cuartel general en el gran castillo del mismo nombre. El 20 de septiembre los dos brazos de los ejércitos se encontraron en Saint-Germain-en-Laye, al oeste de París, y la ciudad quedó totalmente rodeada, sin que ninguna de las líneas enemigas estuviera a más de doce kilómetros de Notre-Dame.

Siguió una espera tensa del ataque que casi todos daban por seguro. Durante varios días París semejó una ciudad desierta, pues prácticamente toda su población permaneció en su casa. Por las calles sólo se veían patrullas de soldados, sédentaires y moblots para desanimar a ladrones, saqueadores, agentes secretos con intención de colocar bombas, espías en busca de información para el enemigo o malhechores de cualquier índole.

Florian era uno de los pocos convencidos de que los prusianos no arrasarían París, sino que esperarían simplemente su rendición. No obstante, como todos los demás lugares públicos de París habían cerrado en espera de los acontecimientos y como el mismo público se había aislado en sus hogares, el Florilegio suspendió también sus actividades. Y, por si Florian estuviera equivocado, Edge ordenó tomar medidas de precaución. Después de todo, señaló, el circo estaba situado en una de las posiciones más expuestas al borde de la ciudad, porque ahora el enemigo ya había ocupado la colina y el palacio de Saint-Cloud, desde donde dominaba los cinco kilómetros de suburbios, el Sena y el Bois e incluso podía ver el recinto del circo.

Por lo tanto, Edge cargó sus armas con municiones reales, incluyendo el antiguo rifle de Florian, y asignó las diversas armas de fuego a los hombres que mejor sabían usarlas: él mismo, Yount, Fitzfarris y los tres hermanos Jászi. Los seis hombres, más todos los eslovacos —armados con almádenas, hachas y estacas de tienda—, acamparon en el circo, mientras todos los demás miembros de la compañía permanecían cómodos y a salvo en su hotel del mismo centro de la ciudad.

De vez en cuando retumbaba un cañón, desde una dirección u otra, sobresaltando a todos los ciudadanos. Sin embargo, todos aquellos disparos provenían del propio círculo de fuertes de París y sólo se efectuaban para hacer saber al enemigo que la ciudad estaba preparada para defenderse. Los prusianos habían establecido sus líneas lejos del alcance de aquellos antiguos cañones de avancarga de bronce, de modo que los comandantes de los fuertes sólo hacían fuego de vez en cuando, reservando sus municiones para cuando pudieran causar algún efecto. Los exploradores enviados por los fuertes volvieron con la noticia de que los boches traían consigo su artillería del este y ya estaban colocando los cañones en posición —casi todos al sur y este de la ciudad—, y aquellos pesados cañones de retrocarga, hechos de acero, sí que tenían el alcance suficiente para causar daños en los fuertes que no podían alcanzarlos a ellos. Sin embargo, por el momento los artilleros boches no se dignaban, casi con desprecio, contestar a los ladridos inofensivos de los cañones franceses.

Del Hôtel de Ville salía un flujo constante de noticias periodísticas y carteles conjurando a los parisienses a permanecer tranquilos y a ser valientes y no escuchar rumores sino sólo las declaraciones oficiales y esperar con ánimo firme la liberación que no tardaría en llegar gracias a los ejércitos franceses que se reclutaban en provincias. Durante un breve período el público de París recibió efectivamente algunos boletines oficiales de sucesos ocurridos en otros lugares de la nación porque, según se supo, los ingenieros del gobierno —antes de que los prusianos rodearan la ciudad y cortaran todas las demás líneas de comunicación con el mundo exterior— habían tendido en secreto un cable telegráfico por el cauce del Sena, que se extendía bajo el agua más allá de las líneas de asedio actuales en el sur, de modo que seguía habiendo comunicación —cifrada— entre el Hôtel de Ville y los agentes secretos del exterior. Sin embargo, y como era natural, el gobierno sólo pasaba a sus ciudadanos las noticias más alentadoras, como la afirmación de que muchas ciudades francesas —Chartres, Tours, Amiens, Le Mans, Estrasburgo y otras— continuaban resistiendo firmemente los numerosos ataques enemigos. Y se dedicaba mucho espacio en la prensa y en las paredes a animar a los parisienses con el sonoro grito de guerra del general Antoine Chanzy, que estaba organizando febrilmente en Orléans un nuevo Ejército del Loire: «Los boches sólo tienen París; ¡nosotros aún tenemos a Francia!»

La línea telegráfica subacuática funcionó sólo unos días antes de que los zapadores prusianos descubrieran su existencia, dragaran un trozo y la intervinieron. Ya fuese porque no podían descifrar las transmisiones o, más probablemente, porque encontraron que la información que entraba y salía de la ciudad era inútil para ellos, cortaron el cable. A partir de entonces, privados incluso de las noticias que su gobierno consideraba que podían saber, los parisienses tuvieron que depender de rumores, que eran abundantes. El gobierno se apresuró a desmentir algunos con autoridad, pero los otros proliferaron sin comentario, muchos fomentados sin duda por el propio gobierno «en interés de la moral pública».

Uno de los primeros rumores que se difundieron —cuando hacía más de una semana que la ciudad estaba rodeada, pero no se había producido ningún ataque enemigo— fue que los boches prolongaban a propósito, con malicia y astucia, la tensa situación a la espera de que los nervios de los ciudadanos estallaran y fueran víctimas del histerismo y la impotencia cuando se produjera el ataque. El gobierno no hizo nada para neutralizar este rumor, ya que muy bien podría ser cierto, y animó en cambio a la ciudadanía a demostrar que no estaba desmoralizada ni lo estaría nunca. La gente, pues, se aventuró a dejar sus residencias y salir a la calle. Unos pocos cafés, luego más y por fin muchos sacaron sus sillas a las aceras; algunos lugares de diversión desatrancaron sus puertas; incluso cierto número de personas visitó el recinto del Florilegio para preguntar cuándo abrirían de nuevo la taquilla.

No cabía la ilusión de que la vida parisiense se reanudaría y continuaría como antes; el sentimiento general era que se reemprendería mientras fuera posible, antes del ataque inevitable de los boches. Así, pues, los comerciantes también abrieron sus tiendas y puestos, y los vendedores ambulantes reaparecieron en las calles, pero ahora no pedían precios exorbitantes por sus mercancías. Bien al contrario, los precios eran más bajos que nunca y se fueron reduciendo más y más a medida que pasaban los días y la tensión aumentaba. Los tenderos decían a sus clientes, con aires de gran patriotismo y sacrificio, que preferían mil veces vaciar sus estanterías para proveer a sus amados conciudadanos, incluso a costa de grandes pérdidas personales, a tener que tratar con clientes prusianos, si la ciudad era ocupada. No mencionaron que no esperaban de los prusianos de la ocupación que fueran alguna vez clientes, sino confiscadores y saqueadores que no les pagarían ni un céntimo.

La avidez de los tenderos por ganar el dinero que pudieran, mientras fuese posible, podía deberse también a otro rumor. Como el gobierno había logrado tender en secreto un cable telegráfico, la gente se preguntaba: ¿no podía también haber construido un túnel bajo las líneas enemigas para salir de la ciudad? La pregunta pronto se convirtió en afirmación: ese túnel existía y por él podían pasar rebaños y carros de verdura, si era necesario para el aprovisionamiento de la ciudad. La prensa ridiculizó esta idea, ya que habría significado un proyecto de la magnitud del tan discutido túnel del canal de la Mancha y habría requerido años de trabajo no precisamente secreto. Sin embargo, muchos franceses continuaron creyendo tercamente en él y fueron bastantes los que incluso buscaron la entrada del túnel.

El gobierno y la prensa dejaron sin réplica otros dos rumores. Uno era que los boches que ocupaban Versalles saqueaban a la comunidad, esclavizaban a los hombres y violaban a las mujeres —incluyendo a las monjas de las parroquias de Notre-Dame y Saint-Louis— y se llevaban a Berlín todos los tesoros de arte del château y de los Trianons. El otro rumor se refería al cañonero Farcy, que la marina francesa había llevado río arriba antes del bloqueo de la ciudad. París no necesitaba tener ningún miedo de los boches, decía el rumor, porque el cañonero podía navegar libremente por las sinuosidades del Sena a través de toda la ciudad y por el canal Ourcq y el Marne hasta Charenton. Casi sin ayuda de los cañones de los fuertes podría reducir a escombros todas las baterías de artillería prusianas desde Argenteuil a Saint-Cloud y Medon, etc. Esta creencia era sin duda consoladora para los ciudadanos, salvo para aquellos que paseaban hasta el quai donde estaba amarrado el cañonero y echaban una ojeada al antiguo obús que era su único cañón.

Monsieur Roulette no se había elevado con el Saratoga del Florilegio desde el 6 de agosto, cuando Florian había ordenado la ascensión para ayudar a celebrar la noticia de aquel día —falsa, como resultó después— de la «victoria» del maréchal MacMahon en Alsacia. Durante el mes y medio subsiguiente, el Saratoga había estado doblado bajo su lona encerada en la carreta del globo, oculto con la esperanza de que París olvidase su existencia y no fuera requisado para alguna clase de uso castrense o sólo como una fuente de seda de primera calidad.

Así, pues, un grupo de los artistas que salían de su hotel una dorada mañana de finales de septiembre tuvo una agradable sorpresa al ver otro globo en el cielo. Flotaba lejos, en el sudeste de la ciudad, y no se movía en vuelo libre sino que al parecer estaba anclado y se usaba para observación. Por lo que podían juzgar a aquella distancia, era de un tamaño semejante al del Saratoga, pero de un color amarillo descolorido. Lo que no podían distinguir era si estaba sobre el lado francés o prusiano de la línea de asedio, así que Florian y Rouleau fueron al atelier fotográfico de Monsieur Nadar para preguntarle si sabía algo de él.

Mais oui. Es mi Céleste —respondió con orgullo Nadar y continuó con su acostumbrada locuacidad—: No tenían que temer por su Saratoga, mes amis. Siempre que las autoridades, o cualquier francés, piensan en globos, piensan también, natural e inmediatamente, en Nadar. Doné a las Gardes Mobiles tres globos viejos que tenía guardados desde hacía tiempo en un almacén. Todos estaban muy deteriorados y el Céleste es el único que los cabos de mar fueron capaces de remendar y barnizar de nuevo para el servicio. Como es natural, el trabajo se hizo bajo mi supervisión, pero con apresuramiento y me temo que sin esmerarse mucho. Lo han hinchado con gas de hulla en la Gare de Lyon y elevado en el Quai de Bercy, sujeto por un cable, para que el observador que lleva a bordo pueda vislumbrar si los boches del sur de Charenton se preparan para atacar. Eh bien, con tanta precipitación, el Céleste sigue estando bastante epuisé y les confieso con franqueza que me alegro de no haber subido a él. Tengo entendido que el observador desearía no haberlo hecho. Las únicas notas que ha dejado caer de la góndola desde la ascensión esta mañana dicen que los boches no hacen absolutamente nada allí abajo, excepto apuntarle y dispararle con sus rifles. Se encuentra a demasiada altura para que le alcancen las balas, pero teme ser víctima de una crise de nerfs. ¡Bah! Si yo estuviera en su lugar, temería mucho más que las viejas cuerdas de lino del aro de suspensión se deshilachen y rompan, haciendo caer del cielo a la góndola.

—Conque los boches no hacen absolutamente nada, ¿eh? —murmuró Florian—. Es justo lo que me imaginaba. No piensan atacar la ciudad, simplemente esperar a que París se quede sin provisiones y sin paciencia y se rinda por pure ennui. Muy bien. Para contribuir modestamente a reducir el ennui, nuestro circo reanudará las representaciones.

—Y yo —dijo Nadar— estoy trabajando en un invento de utilidad en tiempo de guerra en colaboración con un colega, monsieur Dagron. Es nuestra contribución para aliviar el ennui.

Nom de Dieu —gimió Rouleau—, espero que no sea unas de esas ideas timbrées como el fuego griego o el ácido prúsico.

—No, no —contestó, riendo, Nadar—. Un invento fotográfico muy práctico, pero no alardearemos de él hasta que lo hayamos perfeccionado.

—Estoy impaciente por conocerlo —dijo Florian—. Y, monsieur, debido a su gran familiaridad con lo castrense, debe de ser la fuente de información más fidedigna de París. Le agradecería que nos mantuviese al corriente de cualquier circunstancia nueva que pudiera afectar a nuestra propia situación.

—Lo haré sin falta —contestó Nadar.

Sin embargo, la compañía circense pudo ver por sí misma unos días después las portentosas circunstancias que se produjeron a continuación. En la otra orilla del lago, frente al recinto del circo, donde pacían las vacas y ovejas, los pastores las rodearon a caballo, separaron a los cuarenta animales más gordos y se los llevaron del Bois en dirección a la place de la Muette y, sin duda, hacia los mercados de les Halles.

—Las provisiones de la ciudad se deben estar acabando —comentó Edge—, si ya empiezan a echar mano de las reservas.

—Y estas reservas no durarán mucho en una ciudad de este tamaño —dijo Florian—. Cuando se acaben, la ciudad capitulará y la guerra tocará a su fin.

—La comida puede durar más de lo que cree, director —observó Domingo—. ¿No ha leído los periódicos de la tarde? —Le alargó un ejemplar de Le Moniteur—. El gobierno ha iniciado lo que llama rationnement de la carne disponible con objeto de alargarla y que todos reciban una parte equitativa de las existencias. Cada persona tendrá una cartilla dividida en columnas de raciones semanales que se irán cortando.

—Parece un sistema sensato —dijo Edge.

—No, no lo parece, maldita sea —replicó Florian—. Lo que parece es que el gobierno piensa aguantar lo máximo posible antes de rendirse.

—Si es lo que el pueblo quiere —dijo Domingo— y si está dispuesto a apretarse los cinturones, ¿qué hay de malo en ello?

—Cuanto más tengan que esperar los prusianos, querida, tanto más severas serán sus condiciones de paz. O tal vez se cansen de esperar (fue Francia quien declaró esta guerra, no lo olvides) y opten por vengarse.

Domingo se volvió hacia Edge.

—Tú tienes experiencia en ciudades sitiadas, Zachary. Richmond, Petersburg. ¿Qué opinas sobre las posibilidades de París?

—Bueno, si los franceses se parecen en algo a los confederados, no será la falta de alimentos lo que los haga ceder. Se apretarán el cinturón hasta que la hebilla les rasque la espina dorsal. Pero pronto llegará el invierno y el invierno trae enfermedades. Es posible encontrar sustitutos para cualquier clase de alimento, pero no para las medicinas.

—Aquí leo —dijo Florian mirando el periódico— que los cabezas de familia tienen que solicitar en sus prefecturas locales las cartillas de racionamiento para todos los suyos. Supongo que aquí soy el cabeza de familia, así que iré allí con los documentos de todos. Teniendo en cuenta que todavía nos alimentamos bien en el hotel, no usaremos las raciones de carne y las reservaremos para los gatos, osos y hienas. Pero no tardarán en escasear otras cosas, además de la carne, así que conservemos nuestras reservas. En circunstancias diferentes nunca estropearía un hermoso parque, pero si el ganado del gobierno puede pacer en el Bois de Boulogne, también puede hacerlo el nuestro. En la oscuridad, por lo menos. Coronel Ramrod, da instrucciones a Abdullah de que sus muchachos saquen a nuestros caballos de tiro y de pista, elefantes, camello y restantes cuadrúpedos, con correas, si es necesario, después de cada función nocturna para que se harten de hierba y follaje.

—Está bien, director —contestó Edge. Cuando Florian se hubo ido, Edge miró a Domingo con afecto y le dijo—: Miss Butterfly, nunca dejas de sorprenderme. Cuando te marchaste de Virginia, no sabías deletrear Richmond y Petersburg y es probable que ni siquiera las hubieses oído nombrar, y aún menos el asedio yanqui a que fueron sometidas.

—Leo mucha historia, ya lo sabes. Y no sólo la de Europa. Quiero aprender cosas de mi país de origen, además de los países donde me encuentro.

—En ningún libro has leído que yo estuve en esos lugares.

—No. Bueno… —Desvió la mirada y añadió con cierta confusión—: Ya sabes cómo corren los chismes. Todos se han enterado de que rechazaste un grado de oficial en el ejército del emperador, negándote a luchar de nuevo. Y algunos se preguntaron si… —Volvió a mirarle a la cara—. Yo estaba segura de que no eres un cobarde. Dios mío, el primer día que te vi mataste a tres hombres armados sólo para proteger al resto de nosotros. Pero… bueno… no debería confesarte esto, pero pregunté a Obie qué habías hecho en tus días de soldado y así me enteré de que habías sufrido dos asedios. Obie me lo contó todo… incluso lo que hiciste en México. Que encontraste a dos soldados sin montura y heridos en una emboscada y les diste tu propio caballo y te quedaste solo, manteniendo a raya a los mexicanos hasta que los dos hombres estuvieron a salvo y continuaste disparando incluso después de caer herido, hasta que llegaron refuerzos. Y que ganaste el Certificado del Mérito y la recomendación de tu coronel para la escuela de oficiales y…

—Alto, alto. La historia es una cosa, pero todo esto es historia antigua. ¿Por qué debería importarte que yo sea o no un cobarde?

—No me importa, en realidad. Te amaría del mismo modo. Sólo quiero saber todo lo que pueda del hombre que…

—Domingo… Domingo… —suspiró él, moviendo la cabeza—. No sólo soy lo bastante viejo para ser tu padre. Ahora me acabas de recordar que ya estaba matando hombres antes de que nacieras.

—Si no hubiera nacido cuando nací, nunca te habría conocido.

Y desde que te conozco he crecido lo más de prisa que he podido. Tal vez… Zachary, tal vez vayamos al mismo ritmo de ahora en adelante.

Edge contestó, casi para sus adentros:

—Hay otras cosas. —Se volvió y miró hacia las alturas de Montmartre, al fondo de la ciudad—. Anoche mismo soñé… que estábamos allí y ella me señalaba los distintos puntos, como solía hacer en otros lugares… la torre de Pisa, la catedral de Viena. Era un día rosado y diáfano de primavera y llevaba aquel vestido amarillo. Le dije: «Mira, por fin estamos aquí, en París, y podemos empezar de nuevo». Pero ella respondió que no. Lo dijo con tristeza, no quería decirlo, pero se negó y yo no pude comprender por qué. En sueños, ¿sabes?, yo no me acordaba, pero ella sí. Ella sabía que había muerto.

Domingo parpadeó muy rápidamente varias veces para aclararse los ojos, aunque Edge no la miraba, y tragó mucha saliva antes de poder decir en voz baja:

—Jamás interferiría en tus recuerdos. Ni en tus sueños o tu intimidad. Sólo estaría en ellos cuando me necesitaras. —Y cuando Edge se volvió por fin, ella ya se había ido.

Mientras Florian y la mayoría de cabezas de familia de París se apresuraban a solicitar sus cartillas de racionamiento, los comerciantes de París daban con la misma rapidez otra volte-face. Ante la evidencia de que la ciudad iba a tratar de resistir el asedio y de que las provisiones de la ciudad no tenían posibilidad de aumentar, los vendedores —no sólo los de carne sino también de toda clase de alimentos, ropa, combustible y otros artículos necesarios— volvieron a cambiar los precios, elevando los irrisorios de la víspera a unas alturas sin precedentes.

Como el gobierno también estaba apurado económicamente, no se limitaba a distribuir sus existencias acaparadas entre el público en general, sino que las vendía a los minoristas por el máximo precio que podía obtener, de ahí que estuviera en una posición éticamente débil para prohibir el acaparamiento de los civiles. El resultado fue que, en lo sucesivo, la gente pobre consiguió cada vez menos cantidad de mercancías y éstas cada vez eran peores, mientras que aquellos que podían y querían pagar los precios exigidos descubrían que el asedio les causaba un gasto extravagante, pero no muchas privaciones. Los cafés y restaurantes servían las comidas que sus clientes podían pagar, desde la bazofia más inmunda en los estaminets más baratos hasta el filet mignon, quizá un poquito duro, en lugares como Vefour, el Jockey Club y el Grand Hôtel du Louvre.

En el circo, durante una función de tarde, Florian estaba cerca de la puerta trasera de la carpa, contemplando al Démon Débonnaire en su número del «puente» a cargo de Brutus y César, cuando Nadar apareció a su lado y le preguntó:

Monsieur Florian, ¿tiene usted a seres queridos en el extranjero que pudieran estar preocupados por su seguridad aquí en París?

—¿Qué? No, yo no, no tengo a nadie en el mundo. ¿Qué significa esta pregunta?

—Pensaba que tal vez querría comunicarse con ellos. Por medio del primer correo aéreo del mundo.

—¿Cómo?

—Ya no hay servicio postal ni por carretera ni por ferrocarril. Los boches han cortado la única línea telegráfica entre París y el mundo exterior. El gobierno teme que el aislamiento sea peor para la moral pública que todo cuanto pueda faltarnos en cuestión de alimentos o comodidades. Ya sabe que los franceses tenemos que conversar.

Su propia conversación fue ahora dominada por los aplausos del público a Pemjean, Peggy y Mitzi. Florian alejó a Nadar de la puerta para llevarlo a la tranquilidad del patio trasero. Rouleau estaba allí y, cuando vio al visitante, se acercó. Nadar prosiguió, dirigiéndose a los dos hombres:

—Como las tropas boches no hacen nada digno de ser observado por el observador del globo, nuestro ministro de Correos, monsieur Duroux, se ha apropiado del Céleste. Piensa enviarlo, cargado de correo, por encima de las líneas enemigas hacia las provincias no ocupadas. Como es natural, llevará un mayor porcentaje de mensajes oficiales, pero los ciudadanos dispuestos a pagar una tarifa elevada podrán también mandar cartas personales.

—¿A qué lugar de las provincias no ocupadas? —preguntó Rouleau.

Alors, esto es difícil de decir. Como ya saben, los vientos dominantes aquí son los del oeste y llevarían al aerostato hacia las zonas ocupadas por los prusianos. El Globo Correo, como lo ha llamado monsieur Duroux, tiene que esperar al viento del este. Y yo, asesor experto de este proyecto, determinaré el día y la hora apropiados enviando globos desechables en miniatura, hechos de papel encerado. Luego, por supuesto, si el aeronauta logra volar hacia el oeste sobre las líneas enemigas y aterrizar en un lugar seguro, lejos de ellas, no regresará. No es razonable esperar que aterrice cerca de alguna fuente de gas para hinchar de nuevo su aerostato.

—Bueno, la idea es ingeniosa y atrevida —observó Florian—, pero me parece un poco improvisada. Tiene usted un solo globo, que solamente puede hacer el vuelo de ida y que tal vez entregue el correo en un pueblo donde nadie sepa leer…

—No, porque cuando esté a salvo, con los prusianos a sus espaldas, el aeronauta puede seguir por tierra con su valiosa carga y dirigirse a… a Orléans, por ejemplo, donde está el general Chanzy, o a cualquier ciudad que tenga comunicación con el resto de Francia y el mundo.

—¿Y entonces qué? —preguntó Rouleau—. No pueden comunicarse con nosotros. Ni siquiera sabrá si su Globo Correo ha aterrizado sano y salvo en alguna parte.

—¡Ajá! Eso sí —respondió Nadar, levantando un dedo—. El aeronauta del Céleste llevará también consigo cierta cantidad de palomas mensajeras. Una o más regresarán con las buenas noticias. Entretanto estamos reparando y acondicionando para el servicio otro de mis globos. Si el primer vuelo tiene éxito, habrá otro y luego muchos más. Mi tercer globo ya está siendo desmontado cuidadosamente para que sus triángulos sirvan de modelo. Formaremos todo un cuerpo de costureras y convertiremos la Gare d’Orléans en una fábrica de globos. No perderemos nada con ello, ya que no la utiliza ningún tren; en cambio, puede suministrar gas de hulla. Estos globos producidos en cantidad serán baratos (usaremos sólo percal y cáñamo para las redes y cuerdas; no hay suficiente seda y lino) y Dios sabe cómo serán las válvulas de charnela y demás accesorios, fabricados por mecánicos reclutados, de dedos inexpertos. Pero los aerostatos no estarán destinados a un uso repetido o un servicio prolongado, sino a un vuelo único.

—Repito que es ingenioso —dijo Florian—, pero aún no veo la ventaja de enviar cartas y mensajes oficiales si no se pueden recibir las respuestas. Una paloma mensajera sólo es capaz de llevar, ¿qué?, me parece que ni siquiera el peso de una sola carta.

—Cincuenta gramos. Algo menos de dos onzas americanas. De ahí el invento que les he mencionado antes, ideado por mí y por monsieur Dagron. Fotografiamos una página escrita, después tomamos el negativo y, por medio de una lente de disminución, lo reducimos casi a un punto y lo trasladamos a un fragmento minúsculo de una hoja de papel de arroz sensibilizado. En un fragmento casi ingrávido de papel de arroz de este tamaño —formó un pequeño rectángulo con los dedos— podemos imprimir todo un periódico de París o el equivalente en cartas personales, documentos cifrados del gobierno y cualquier otra cosa.

—Pero, ¿quién puede leerlos?

—Cualquiera… con una lanterne magique de luz de calcio y una lente de aumento. Si el primer Globo Correo tiene éxito, el segundo vuelo llevará a bordo a Dagron, que se establecerá en la delegación del gobierno en Tours como mi comunicante en el exterior, pero también enseñará el proceso a cualquier otro fotógrafo francés que desee imitarlo. Así nuestros aerostatos podrán llevar, en miniatura, todo el correo y todas las noticias de París, y las palomas mensajeras nos traerán una cantidad sustanciosa. Por supuesto que dos o más palomas llevarían paquetes duplicados en previsión de pérdidas debidas a halcones, cazadores, accidentes…

—Fantástico —murmuró Rouleau.

—La nueva palabra de argot es élefantasque —dijo Nadar con una sonrisa, haciendo un gesto hacia donde acababa de ver a Brutus y César—, posiblemente inspirada por el hambre elefantina de la población. Otra palabra nueva y popular de argot es cola.

—¿Cola?

—Sí, cola, por la cola de esa letra del alfabeto. ¿Acaso no describe a la perfección la hilera que formamos ante cada tienda y puesto, a veces durante horas, para comprar cualquier cosa? Por cierto, debo decir que ni sus elefantes ni ustedes parecen sufrir hasta ahora la escasez alimentaria.

—Nos arreglamos —respondió Florian—. Vivir en el Grand Hôtel y dar nuestras raciones del mercado a nuestros animales, sin subir el precio de nuestras entradas, es un gasto tremendo, pero vamos tirando. Sólo espero compensar de nuestra buena vida a los que no pueden pagarla con las emociones y alegrías que les ofrecemos a tan bajo precio. Y gracias, monsieur, por decirme lo de la cola; tengo que aprovechar la popularidad de la palabra incluyéndola en uno de nuestros números cómicos. Siempre intentamos estar al día. Escuche.

Condujo a Nadar bajo la marquesina para que oyera a Fünfünf y el Kesperle enfrascados en una de sus charlas.

—¿Que hacías qué, pignouf? —preguntaba el cariblanco. El payaso tonto se encogió de hombros modestamente y dijo:

—Enseñaba a mi caballo Mouflard a vivir sin comida en estos tiempos difíciles.

—¿Qué? ¿Cómo?

Eh bien, le fui dando cada vez menos. Y al final, nada. El público rió entre dientes y Fünfünf ladró:

—¿Y qué?

—Fue una gran pérdida —gimoteó el Kesperle—. Cuando Mouflard ya había aprendido a vivir sin comer… —sollozo—, se murió. El público estalló en carcajadas.