A medida que la compañía se aproximaba al extremo alsaciano del puente, fue apareciendo a través de la nieve un grupo de edificios con empalizadas, casi una fortaleza pequeña, erizada de armas que apuntaban al Rin y rebosante de soldados armados. Cuando la caravana fue detenida dentro del recinto de la guarnición, Florian reunió su paquete de credenciales: los salvoconductos de la compañía, la carta del zar Alejandro, los pasaportes rusos que ahora poseían todos y demás documentos pertinentes —visados prusianos, visados de Hesse, etc.— para enseñarlos a los funcionarios del Bureau d’Immigration. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, Pemjean y LeVie fueron a entregarle dos cuadernos más y Pemjean le dijo:
—Tome, monsieur le gouverneur, tendrá que enseñar también nuestros pasaportes internos.
—¿Pasaportes internos? ¿Qué diablos son?
—Nos permiten viajar por el interior de Francia —respondió LeVie.
—¿Qué? ¿Un francés necesita permiso para viajar por su propio país? Jamás oí nada parecido.
—Supongo que es una innovación desde que estuvo aquí por última vez —dijo Pemjean.
—¡Es increíble!
—Pero cierto. Una vez admitido en Francia, un extranjero tiene bastante más libertad de movimientos que nosotros los franceses.
Florian meneó la cabeza mientras se dirigía a la oficina, cargado con su montón de papeles. Pero allí se animó y saludó de buen humor al funcionario a quien presentó la documentación:
—Bonjour, monsieur le fonctionnaire! ¡Qué agradable es regresar a casa! Pisar suelo francés y hablar francés a un compatriota. Ver la amada bandera tricolor ondear sobre la propia cabeza. Respirar el dulce aire de Alsacia. Oír…
—Assez! —interrumpió el funcionario—. Ninguno de estos pasaportes extranjeros lleva un visado de entrada en Francia. ¿Por qué no se lo ha procurado ninguno de ustedes por el camino en algún consulado francés?
—Ha sido culpa mía como jefe de la compañía, monsieur. Desconocía las nuevas restricciones, al parecer numerosas, impuestas desde que yo…
—La ignorancia de la ley no es ninguna excusa.
—Je suis désolé. Pero esto es el Bureau d’Immigration. Seguramente usted mismo, monsieur, puede facilitarnos los visados. —Florian miró a su alrededor, vio a otros cuatro o cinco funcionarios ocioso, y preguntó—: ¿O quizá interrumpo otras actividades más urgentes?
—Exacto —replicó el funcionario—. Nos han ordenado que nos mantengamos siempre alertas a cualquier movimiento hostil de los boches de la otra orilla del río. ¿Cómo puedo estar alerta si me inundan de papeleo? C’est insupportable.
No obstante, aunque con indolencia, empezó la tarea. Con deliberada languidez examinó el salvoconducto de cada miembro del circo y sólo después de buscar en vano alguna reprobación entre los numerosos comentarios en muchas lenguas estampaba el sello de visado en los pasaportes rusos. Florian, aunque no fue invitado a hacerlo, se sentó, preparándose para una fatigosa espera. Cuando el hombre llegó al salvoconducto del propio Florian, dijo con malicioso placer:
—Tal como ha observado, monsieur, ha nacido usted en Alsaci ¿Por qué no posee un pasaporte interno francés? Si quisiera, podio acusarle de infringir la ley sólo por viajar desde la mitad del puente a esta oficina.
—He estado en el extranjero durante muchos años y no he sabido hasta hace…
—La ignorancia de la ley no es una excusa.
—Sin embargo, espero que usted pueda facilitarme dicho pasaporte, monsieur le fonctionnaire.
—Oui, oui —contestó el hombre, exasperado—. Todavía más trabajo sobre mis hombros cuando mi atención y mis facultades deberían estar fijas en la amenaza boche. Muy bien, monsieur, tenga la bondad de traer a dos testigos que respondan de su respetabilidad, solvencia y rectitud moral. —Miró con desprecio por la ventana a la compañía circense—. Ninguno de su canaille extranjera servirá par, este fin.
—Entre esa canaille —gruñó Florian— hay dos ciudadanos franceses…
—Súbditos.
—Dos súbditos franceses de buena reputación y posición. Tienen sus pasaportes internos delante de usted.
El funcionario resolló y dijo:
—Supongo que tendrán que servir.
Así, pues, Pemjean y LeVie entraron y juraron con la mano derecha levantada que Florian no derrocaría a Napoleón III ni cometería indecencias graves ni se convertiría en una carga para la ciudad pública. También firmaron documentos al mismo efecto, tras lo cual los despidieron y el funcionario, con muchos suspiros por semejante abuso de su persona, empezó a rellenar laboriosamente el pasaporte interno de Florian.
Cuando por fin terminó de escribir, firmar, sellar y ordenar los papeles y los empujó al otro lado de la mesa, Florian los recogió y dijo con dulzura:
—Permítame elogiar, monsieur, su estricta minuciosidad y eficiencia. —El hombre pareció sorprendido, pero también complacido.
Es usted la prueba de una vieja teoría mía: que la oficiosidad está siempre en proporción inversa a la importancia del cargo.
—Ah, merci, monsieur! Importancia del cargo, eso es. Merci beaucoup. No está enfadado, ¿eh? Bon voyage, monsieur, et bonne chance.
Hasta que Florian hubo enseñado a los douaniers de la aduana contigua que los documentos de inmigración de la compañía estaban todos en regla no se dignaron iniciar la inspección de la caravana en busca de artículos que pudieran gravar con un impuesto o confiscar en la frontera. Como daban muestras de ser tan refractarios como el funcionario de inmigración, Florian hizo pasar de nuevo antes que nadie a Willi y su equipaje y lo envió por delante, con instrucciones:
—Por culpa de la nieve y esta maldita demora, el resto de nosotros no podrá llegar esta noche a Colmar, pero tú sí. Intenta reservar para nosotros el grande y abierto Champs de Mars situado justo en el centro de la ciudad.
Entonces Florian se volvió hacia Edge, que discutía sin mucho éxito con los aduaneros.
—Venga, director, encárguese usted de esto. Mi profesor de francés no me enseñó nunca las palabrotas que debería usar aquí. Estos fanfarrones quieren prohibir la entrada de casi todo, desde el pajarraco de Fitz a mis armas de fuego. Dicen que ya hay bastantes coqs de bruyère en este país y que los civiles no pueden poseer armas. Maldita sea, pensaba que los aduaneros rusos y prusianos eran odiosos, pero…
—Permíteme, muchacho. —Y dijo en tono animado a los inspectores—: Allons done, messieurs les douaniers, c’est assez cet enculage de mouches! —Se molestaron al ser instados de manera tan poco delicada a interrumpir sus mezquinas objeciones, pero entonces vieron que Florian les mostraba la carta del zar Alejandro y su temor reverente fue aún mayor que el del funcionario de inmigración—. Observarán, messieurs, que acudimos a una audiencia con el emperador, quien sin duda estará interesado en oír si hemos sido acogidos con cordialidad en su reino.
Florian continuó largo rato en esta vena y quizá algún dinero cambió de manos, al final toda la caravana del circo y la compañía obtuvieron autorización para pasar con todos sus efectos intactos y libres de impuestos.
La opinión inicialmente mala que los artistas concibieron de Francia mejoró mucho cuando el día siguiente amaneció soleado y radiante. Antes de abandonar el campamento al borde de la carretera, vistieron sus mejores trajes de pista y en seguida se envolvieron en pieles o capas. El profesor del órgano llenó su caldera de vapor, Goesle ajustó sobre todos los vehículos las nuevas cumbreras de filigrana, los músicos de Beck sacaron sus instrumentos y Hannibal calzó al camello y a los elefantes sus botas de piel de cordero. Entonces la caravana se puso en marcha bajo un cielo azul celeste y entre campos nevados que refulgían de modo tan prismático como un paisaje de cuento de hadas. A medida que la procesión se acercaba a Colmar, los lados de la carretera se fueron poblando de hayas de corteza púrpura y sus frondas colgantes estaban tan cubiertas de nieve que parecían esculturas de mármol y amatista. La propia ciudad, cuando apareció en la distancia, era una vista atrayente: puntiagudos campanarios, agujas y torres de iglesia elevándose sobre tejados de bálago o tejas, curvados o arqueados por la antigüedad.
La caravana hizo una pausa para que los artistas se despojaran de sus capas y abrigos —el sol ya calentaba lo suficiente para ello—, los músicos treparan al techo de su carromato y el profesor abriera las válvulas de la caldera del órgano. Entonces el Florilegio entró en su primera ciudad francesa en un desfile ruidoso, alegre y multicolor. Cuando traqueteaba entre las primeras hileras de casas —de las que salieron mujeres asombradas secándose apresuradamente las manos en sus delantales, seguidas por una multitud de niños asombrados vestidos con batas y calzados con zuecos—, Willi, que ya los esperaba, saltó al pescante del carruaje de Florian.
—No he podido conseguir el Champ de Mars, Herr gouverneur. Quizá era un gran espacio abierto cuando estuvo aquí la última ver, pero ahora es un parque lleno de árboles muy juntos y unas estatuas horribles.
—Supongo que no debería sorprenderme —contestó Florian con cierta tristeza—. Veo aquí muchas cosas nuevas.
—No obstante, he conseguido el Jardin Mequillet, si sabe dónde está.
—Claro que lo sé. Y nos irá muy bien. Gracias, Willi.
Florian conocía el camino y condujo a la cabalgata por calles que no fueran demasiado estrechas para su paso, atrayendo a una retaguardia de excitados seguidores, niños en su mayoría, pero también bastantes adultos. Los miembros de la compañía observaron que las calles, cuando estaban marcadas, tenían nombres franceses alemanes: la rue des Clefs, por ejemplo, conducía a la place des Un terlinden. Colmar era una ciudad simpática y pintoresca. Exceptuando los rectilíneos edificios públicos y las iglesias, las casas no pare cían tener líneas ni ángulos rectos. No sólo se arqueaban los tejados, sino que las paredes se abombaban y presentaban protuberancias, de modo que las casas semejaban hogazas de pan en diferentes fases de cocción. Las ventanas eran pequeñas y muchas de ellas redon das, con postigos de media luna. Algunos edificios ostentaban fechas esculpidas sobre sus umbrales bajos; una posada y establo databa de 1529. Estrechos canales serpenteaban a través de la ciudad, con cisnes flotando serenamente en ellos, blancos como la nieve de las orillas.
Por fin la cabalgata se detuvo en el pequeño parque reservado por Willi y los eslovacos comenzaron inmediatamente la descarga y el montaje y la gente congregada se quedó a mirar. Florian preguntó a Edge y LeVie si querían dar un paseo con él cuando se hubieran cambiado de ropa.
—Tengo una razón para pedirlo, caballeros. —Y después dijo a Beck—: Ingeniero jefe, parece que el buen tiempo se mantendrá por lo menos durante todo el día de mañana. ¿Puedes organizar con Monsieur Roulette una ascensión del globo para celebrar nuestra llegada a Francia?
—Ja, no hacer demasiado frío. Pero no tener ácido. ¿Dónde, en una ciudad pequeña como ésta…?
—La Université de Technologie está por allí —señaló Florian—, estoy seguro de que su Ecole de Chimie te hará este favor.
—En cuanto terminar la instalación, ir con el carromato.
Cuando Florian y sus compañeros invitados abandonaron el parque, eran cinco, porque Daphne iba con él y Nella con LeVie.
—Nunca imaginé —dijo Florian— que debería pedir algún día consejo respecto a mi propio país, pero esto es lo que desearía pedirte, Maurice. Después de ser cogido desprevenido en aquel asunto de los pasaportes internos, he comprendido que carezco de contacto con la Francia moderna. Luis Napoleón y yo somos más o menos de la misma edad y en mi juventud, cuando él sólo era pretendiente a la diadema de su famoso tío, seguí sus diversos avatares (sus encarcelamientos y destierros intermitentes y sus rehabilitaciones) y por fin su ascenso a una presidencia de títere. No he estado en Francia desde que logró convertirse en emperador por aclamación popular. Cuéntame, pues, Maurice, todo lo que sepas sobre el hombre que se cubre con el armiño imperial.
—A mí también me gustaría preguntar algo —terció Edge—. Todo el mundo conoce al gran Napoleón I, pero éste es Napoleón III y nunca he oído hablar de ningún Napoleón II.
—Fue el hijo de Bonaparte, primo del emperador actual —contestó Florian—. Era un niño muy pequeño cuando su padre fue destronado y murió joven, así que no llegó a reinar. Luis podría llamarse legítimamente Napoleón II, y corre un chiste popular sobre el motivo de que sea Napoleón III. Dicen que durante su campaña para ser nombrado emperador, ordenó que en todas las ciudades ondearan banderas con esta leyenda… —Florian se arrodilló y escribió en la nieve con un dedo: «VIVE NAPOLÉON!!!»—. Al parecer tomaron los signos de exclamación por un numeral romano.
—Alors —dijo LeVie mientras los otros reían—, en cuanto Luis se convirtió en emperador, miró a su alrededor en busca de una emperatriz adecuada. Deseaba a alguien como una Hohenzollern, pero como es natural todas las familias antiguas le despreciaban como a un parvenu, así que se decidió por la condesa española Eugenia, a quien doblaba la edad y que era bella como una muñeca de porcelana y tenía la cabeza igual de vacía. Convengo en que la falta de cerebro es a veces una virtud en una mujer… ¿verdad, Nella? —Ella rió y le pellizcó el brazo—. Pero no en una emperatriz que ejerce mucha influencia sobre el emperador. Hace ya muchos años que Luis tiene piedras en la vesícula. Está prematuramente envejecido, chochea, es aburrido, apático, ni siquiera el libertino que fue en sus primeros años de emperador, mientras Eugenia sigue siendo casquivana y frívola. Y se entromete en los asuntos de Estado.
—Puede que no tenga mucho cerebro —murmuró Nella—, pero nunca me entrometo.
Eugenia es vanidosa y dominante. Luis es tan monótono como un metrónomo —prosiguió LeVie—. Pondré unos ejemplos: Eugenia no permite que su peluquero la atienda, lo cual ha de hacer varias veces al día, si no lleva calzones y una espada al cinto. ¿Y Luis? Insiste en que la hiedra de todos sus castillos sea obligada a crecer en ondulaciones regulares.
—Sí —dijo Florian—, son dos buenos ejemplos.
—Algunas personas se refieren a Eugenia y Luis como «Loquèle et Lourdeur».
Florian rió, pero Daphne se quedó perpleja y dijo:
—Si es un chiste, mi francés no está a la altura.
—Bueno —explicó Florian—, la traducción libre pero fiel seria. «Gorjeo y ronquido».
El grupo ya había llegado al Champ de Mars y Florian dijo:
—Willi tenía razón. Esto es un parque frondoso con fuentes estatuas y antes era un espacio vacío. Veo que hay un monumento al viejo general Rapp… y otro al almirante Bruat. Rapp fue ayudante de campo del primer Napoleón, si es que le importa a alguno de vosotros, y Bruat fue un héroe de la guerra de Crimea. Dos muchachos de Colmar que hicieron fortuna.
Mientras el grupo seguía a Florian por calles cada vez más estrechas, su discurso de guía turístico se hizo más grandilocuente —acompañado por amplios floreos de su sombrero de copa—, en una parodia deliberada de sus propias arengas en la pista:
—¡Amigos! Messieurs et madames! Juntos hemos visitado las cortes de reyes y emperadores. Hemos paseado por el Foro que una vez pisaron los poderosos césares. Pero ahora, damas y caballeros, tengo el gran placer y satisfacción de presentarles el lugar más merecedor de su admiración y veneración en toda Europa. Aquí, meine, Herren und Damen… —Estaban en una calle no mucho más ancha que un pasaje. Florian indicó con el sombrero una vieja casa estucada de dos pisos con una ventana de buhardilla bajo los aleros—. Aquí, rue du Lycée, número ocho, aquí está el humilde lugar de nacimient, y hogar infantil del mundialmente famoso director y entrepreneur… —Se le cortó la voz y concluyó, casi tímidamente—:… un servidor de ustedes.
Sus compañeros profirieron diversas exclamaciones… de sorpresa, alegría e incluso respeto.
—Sí, aquí es —continuó Florian en voz baja—. Por lo visto ahora son todo apartamentos. Cuando yo viví aquí de niño, en los bajo había un zapatero remendón. Vivía con su familia en el primer piso y alquilaba la buhardilla, que es donde residíamos nosotros; no podíamos pagar una vivienda mejor. Pero mi padre no me arrastró, como la mayoría de padres, a trabajar con él en la fábrica Jacquard a la edad de ocho o nueve años. No sé cómo logró ahorrar los francos suficientes para enviarme al Lycée des Jésuites, que está allí, al final de la calle, donde adquirí la poca educación fórmal que aprendí en mi vida.
—Si un general y un almirante merecen estatuas —dijo Daphne—, tu casa debería tener una placa de bronce como mínimo.
—Ah, querida, este barrio es famoso por otras cosas además de mí. Colmar es ahora una ciudad bastante grande, pero nos encontramos en el mismo punto donde nació… como un mero puesto de avanzada romano llamado Columbarium. —Florian hizo una pausa—. Habríamos ido a París por un camino más directo si os hubiera llevado a Estrasburgo a través del Rin, pero no pude resistir la tentación de venir hasta aquí, a ver de nuevo mi vieja ciudad. —Resolló ligeramente—. Incluso esperaba encontrar a algunos compañeros de juegos y… por Dios, ¿podría ser aquél Kestenbaum?
Habían salido del pasaje, desembocando en la pequeña plaza del Lycée. Sentado en un banco, calentándose al sol de la tarde, con los párpados de pergamino cerrados y las manos correosas, de venas hinchadas, aferradas al puño de un bastón, estaba un anciano reseco de barba blanca.
—Cielos —murmuró Daphne—, si era un compañero de juegos, Florian, eres muchísimo más viejo de lo que aparentas.
—No, no, claro que no. Era un hombre adulto, adobaba pieles y vivía en la casa de al lado. ¡Kestenbaum! ¿Es usted Lucien Kestenbaum?
Los ojos vagos y húmedos del anciano se abrieron. Su boca desdentada se abrió y cloqueó:
—¿Eh?
—M’sieu Kestenbaum, je m’appelle Florian. Vous rappelez-vous du temps passé? Florian! Me remettez-vous?
—Ah… ah, oui. Herrchen Florian. —Emitió algunos jadeos que podían ser una risa—. Le petit Balg Florian du numéro huit. Je me rappelle parlaitement les alten Zeiten.
Kestenbaum hablaba una mezcla tal de palabras francesas y alemanas y de palabras francesas con acento alemán y viceversa, que ni Edge ni Daphne pudieron seguirle. LeVie, en cambio, le comprendió y tradujo:
—El viejo dice que sí, que recuerda al chiquillo Florian de la casa número ocho, hace mucho tiempo. Ahora pregunta: «¿Le ha visto alguna vez, monsieur? ¿Cómo está? ¿Ha prosperado? Ma foi, siempre esperamos mucho de él».
Florian no se recató de secarse los ojos y luego se agachó para acercarse al rostro del anciano y dijo en voz alta:
—C’est moi, m’sieu. C’est Florian. Je suis cet Florian-lá. Moi. Ici.
—Horreur! Mais non! —exclamó el anciano, apartándose y abriendo mucho los enrojecidos ojos—. Chose fausse! Florian, il est ein Jüngling, fort et réjoui.
—Se niega a creerlo —dijo LeVie—. Dice que Florian es un muchacho, alegre y despierto.
—Vous êtes ein garstig alte Kauz aux cheveux gris! —le insultó Kestenbaum, esparciendo saliva—. Menteur! Schwindler!
LeVie continuó traduciendo:
—Dice que este desconocido es un impostor, un tipo raro, feo y canoso y…
—Basta —murmuró Nella, compadecida, poniendo una mano sobre el brazo de LeVie—. No digas nada más. En este momento el signor Florian parece viejo.
Kestenbaum agitó el bastón en el aire, encolerizado, mientras continuaba lanzando invectivas. Florian le susurró algunas palabras más, le metió una entrada de circo en el bolsillo del raído abrigo y se alejó. Caminó en silencio con los otros y luego suspiró y dijo:
—¿Ha prosperado aquel joven Florian? ¿Ha justificado sus esperanzas? ¿O sólo se ha hecho viejo? No levantan monumentos ni ponen placas para los hombres de circo, esto es seguro.
Daphne, que andaba a su lado, se inclinó y le besó en la mejilla. Edge dijo:
—Recuerde lo que contestó Catón, director, cuando alguien le preguntó por qué Roma no le había levantado ninguna estatua.
Por el camino de vuelta al Jardin Mequillet encontraron a va ríos de sus eslovacos clavando o pegando carteles del Florilegio —los escritos en alemán que habían sobrado de la gira del circo por Austria y Baviera—, rodeados de gente que se apiñaba para leerlos o hacer comentarios sobre ellos.
—Esto me recuerda algo —dijo Florian—. Continuad vosotros mientras yo busco una imprenta. Estos carteles y los programas en alemán nos servirán aquí en Alsacia, pero necesitaremos otros en el resto de Francia. Ah, y cuando lleguéis al circo decid a Bum-bum que ensaye con la banda Partant pour la Syrie. Será el himno de nuestra cabalgata de ahora en adelante.
Aunque ninguno de los cinco vio al anciano Kestenbaum en la función de la tarde siguiente, pudo encontrarse allí y pasar inadvertido porque la función registró un lleno absoluto. Y, como Daphne observó a Florian, el público vitoreó y aplaudió como nunca lo habría hecho en la reaparición de esos otros héroes paisanos suyos, el general Rapp y el almirante Bruat.
Como preludio de la función nocturna, Monsieur Roulette elevo el Saratoga —con Lunes escondida en la góndola a fin de que sir John y Domingo pudiesen hacer el número de la «chica desaparecida»— y flotó sobre una gran parte de Alsacia antes de descender Cuando lo hizo, no aterrizó en el recinto del circo —expresamente porque el parque de Mequillet era muy pequeño, y rebosaba de espectadores— sino en el patio pavimentado de la Ecole Normale del otro lado de la calle, a fin de que la «chica desaparecida» fuera visible para la admirada muchedumbre. Además, consiguió el aterrizaje sin tener que tirar del cabo de desgarre y deshinchar el globo. Después los peones sólo tuvieron que remolcar al Saratoga, cuya barquilla dio leves tumbos por el suelo, hasta su lugar de origen. Como al día siguiente el tiempo continuaba siendo espléndido y Beck disponía de una gran cantidad de ácido y limaduras para el Gasentwickler —y, según dijo, «la ciudad natal del Herr gouverneur merecer un segundo saludo»—, repuso el gas del globo y Monsieur Roulette, esta vez con Domingo a bordo, realizó otra ascensión al atardecer.
Las funciones subsiguientes del Florilegio registraron otros tantos llenos porque a la población de Colmar se habían sumado las familias del campo atraídas por la vista del Saratoga, y fueron aplaudidas con el mismo entusiasmo, ya que los artistas estaban decididos a presentar a todos los habitantes de la ciudad natal de Florian un espectáculo tan perfecto como el ofrecido a Alejandro II o el que brindarían a Napoleón III. En cada una de sus apariciones, Mademoiselle Butterfly —ahora Mademoiselle Papillon— ejecutó el emocionante número de dejar caer en silencio un pétalo de flor hasta el suelo de la pista antes de que sonara la música y ella iniciara su actuación en el trapecio. En el espectáculo complementario sir John dio más cosas que hacer a la princesa Brunilda además de aparecer y dejarse admirar. Ahora la giganta fingía un duelo con Grillo —aquí llamada Grillon—, blandiendo su larga espada mientras la enana empuñaba una daga no mucho mayor que un alfiler de sombrero.
Sólo un número no mejoraba, sino que poco a poco se iba haciendo más corto: las contorsiones de klischnigg de Miss Eel, ahora conocida como Mademoiselle Anguille. Todavía trabajaba con increíble elasticidad y sinuosa gracia, pero últimamente sólo podía hacerlo durante poco rato porque sus pulmones tenían que descansar. Y ya no era capaz de ocultar los ataques de tos que la atormentaban después y durante los cuales Yount sólo podía abrazarla, darle torpes palmadas en la espalda y mostrarse preocupado.
Florian aseguraba que no había vuelto a ver en Colmar a ningún conocido de su infancia. Edge pensaba que tal vez mentía acerca de ello para no tener que abordar a tal persona y ser quizá acusado nuevamente de impostor. Sin embargo, era un hecho innegable que en el cercano Park-Hôtel, donde Willi había reservado habitaciones para la compañía, los diversos documentos de identidad de Florian fueron recibidos por el conserje de la recepción con la misma indiferencia que los de los otros miembros del circo y las camareras y camareros del comedor del hotel no servían a Florian con más asiduidad que a los demás. En el circo ningún patán se levantó ningún día de su asiento para llamarle con exclamaciones de alegría y no se oyó observar a nadie que el nombre pintado con letras tan llamativas en la marquesina de la carpa le recordase a un chico de la localidad llamado Florian. En cualquier caso, Florian dijo que no fue la melancolía ni la dignidad herida —sólo su impaciencia por llegar a París— lo que le hizo ordenar el desmantelamiento después de una única semana de estancia en Colmar.
Así la caravana del circo se dirigió hacia el oeste cruzando el Haute-Rhin y atravesó los departamentos de los Vosges, el Haute-Marne y la Côte-d’Or, cruzando por el camino ríos cuyos nombres resultaban familiares por lo menos para los miembros más educados de la compañía —el Mosela, el Saône, el Marne y las estrechas aguas superiores del Sena—, además de una serie de ríos menos famosos. El circo realizó sólo breves paradas: cuatro días en la importante ciudad de Epinal, dos en el pequeño balneario de Bourbonnes-les-Bains —y aquí principalmente para complacer a Carl Beck, a fin de que pudiera pasar todas sus horas libres sumergido en los calientes baños salinos—, otros dos en Langres y dos más en Châtillon.
Entre estas localidades mediaba una distancia de tres o cuatro días, pero el viaje era fácil. Había pocas regiones montañosas que atravesar; la caravana recorrió durante la mayor parte del camino una altiplanicie de praderas onduladas y tierras de cultivo. Donde el terreno no estaba cubierto de nieve, era marrón y pardo y todo cuanto los habitantes humanos habían puesto en dicho terreno parecía elegido ex profeso para que armonizase con estos colores. Los caballos pequeños que pacían en las praderas eran de pelaje marrón oscuro, con crines y colas de tono amarillo pálido. El ganado vacuno y las ovejas de la región eran inexplicablemente de idéntico color crema. Las granjas y los establos eran todos de cálida piedra parda y, un bálago de color pardo cubría los tejados. Los pueblos, más o menos una docena de casas apiñadas en torno a un único campanario, eran de tonos marrones. Las localidades mayores donde se detuvo el circo, ya fuese para pasar la noche o para levantar la carpa, eran también de piedra parda, pero los edificios tenían tejados de tejas entre marrones y rojizas, en forma de lenguas superpuestas, de modo que todos parecían cubiertos de escamas.
Como aquellos pueblos no veían casi nunca descender sobre ellos al mismo tiempo a semejante horda de viajeros, no poseían grandes hoteles y la compañía tenía que distribuirse entre varias posadas. Todas eran notablemente parecidas y daban la impresión de ser todas regentadas por una viuda de formidables dimensiones y corsés crujientes, con un personal consistente en sus numerosas y corpulentas hijas. Nunca se veía a un marido identificable ni a ningún hijo o doméstico de sexo masculino, exceptuando quizá a un anciano que cuidaba los establos y el patio. Las habitaciones solían ser modestas, con frecuencia rústicas o algo peor, pero madame l’Aubergiste no ofrecía nunca excusas para las deficiencias. Todas las propietarias recibían a los huéspedes como si fueran mendigos y ellas la emperatriz Eugenia, aunque no tan regias como para no exigir le quibus por anticipado. Entonces conducía a los huéspedes a sus habitaciones que, por una peculiaridad arquitectónica común a todas las posadas, se hallaban siempre al fondo de un pasillo largo y oscuro. Por el camino madame encendía los pabilos de los quinqués y los apagaba siempre al irse, dando severas instrucciones a los huéspedes de que usaran las gastadas velas de sus mesillas para iluminarse cuando bajaran a cenar o siempre que debieran salir al hangar d’aisance.
—Director, me disgusta decir esto sobre sus compatriotas —gruñó Fitzfarris después de ser fieramente reprendido por una posadera por una leve infracción—, pero tienen tan poco humor como la Biblia y son tan poco atractivas como los abogados.
—Vamos, vamos, sir John —contestó, sonriente, Florian. El pueblo llano de Francia es bondadoso, afectuoso y encantador, excepto cuando está malhumorado por algo como el estado de la nación, por ejemplo, o la ineptitud del gobierno. O la insultante condescendencia de sus superiores sociales o el descaro de sus inferiores. O la presencia en su entorno de extranjeros de cualquier raza. O porque se hable mal el francés, lo cual se refiere al habla de cualquier persona nacida a más de quince kilómetros al norte, sur, este u oeste de su lugar de nacimiento. O puede ser desgraciado por la exigüidad de su renta, o estar furioso porque no ha aprovechado la oportunidad de sacar un sou extra de alguna transacción comercial. Un francés puede estar de mal humor por un sin fin de razones. Y huelga decir que está eternamente malhumorado por una o varias o la totalidad de estas razones. En suma, el francés corriente se parece mucho al hombre o mujer corriente de cualquier otro lugar del mundo.
Florian podía ser jovial porque acababa de cenar y estaba fumando cómodamente un buen cigarro. Toda la compañía tuvo que convenir en que sólo entrar en el comedor de una posada campestre bastaba para olvidar cualquier deficiencia en el alojamiento. Uno respiraba los aromas mezclados de vino, ajo, mantequilla derretida, humo de leña, cebollas cortadas, cera para muebles, humo de cigarro, café cargado, incluso el olor de la tinta fresca de los periódicos leídos por otros comensales —quizá monsieur le maire o monsieur le notaire, vestidos con largas levitas negras y zapatos amarillos de punta curvada hacia arriba como dictaba la moda—, hombres robustos cuya presencia garantizaba que aquél era un lugar condenadamente bueno para cenar.
Las rollizas y rubicundas hijas camareras podían moverse sin ninguna gracia con los platos de la cocina a las mesas, pero ninfas de puntillas con cornucopias no habrían servido manjares más exquisitos. El vino podía llegar en jarras de madera, pero era un claro y genuino mosela o rin. El primer plato podía venir en cuencos de madera, pero era un caldo diáfano como el topacio o una bronceada sopa de cebolla. El plato principal podía ser un simple pot-au-feu que uno debía servirse de una tosca escudilla de loza con una cuchara de peltre mate, pero vaya pot-au-feu. Para no hablar del incomparable pan crujiente francés y la rica mantequilla dorada que tenía un ligero gusto de avellana. Y después aparecía un cremoso queso coulommier, unas almendras verdes, una jarra de café negro muy cargado y quizá un licor de prunelle.
La ciudad de Auxerre en el departamento de Yonne era el final del viaje directamente hacia el oeste del Florilegio; a partir de allí se dirigiría al noroeste. Florian, cuyo nerviosismo y excitación aumentaban a medida que se acercaban a París —estaba más eufórico de lo que nunca le habían visto sus colegas—, declaró que Auxerre era un hito importante del viaje y que merecía una cabalgata. Fuera de la ciudad, el aire era muy frío, así que los artistas tuvieron que ocultar sus trajes de pista bajo gruesas capas, pero en cuanto la procesión hubo cruzado la hermosa arcada con torre de reloj que era la entrada de Auxerre, el aire se calentó casi mágicamente y pudieron despojarse de las prendas de abrigo y lucir toda la gracia y gloria de las lentejuelas. Pronto comprendieron que el cambio de temperatura en efecto de la arquitectura, no de la magia. Las calles de Auxerre eran ya bastante angostas a nivel del arroyo, pero se estrechaban progresivamente a nivel superior porque las fachadas de los viejos edificios eran como escaleras puestas del revés; cada piso se proyectaba más allá del inferior hasta que, al llegar arriba, las casas construidas en lados opuestos de la calle casi se apoyaban en los aleros respectivos. Esto convertía las calles en túneles que no dejaban pasar el frío invernal y conservaban el calor que emanaba de todas las chimeneas y estufas de las casas.
Willi había llegado con antelación, y cuando la cabalgata había sido admirada y vitoreada por la gente en todas las calles transitables, la guió hasta el terreno que había reservado cerca del río. Montaron el circo, llenaron la ciudad de carteles y al día siguiente los habitantes de Auxerre dispensaron al Florilegio una bienvenida aún más cálida que la callejera de la víspera. Esto indujo a Florian a conceder a la ciudad tres días de funciones y —ya que Beck podía procurarse allí lo necesario para su generador de gas—, como premio, una ascensión del Saratoga.
Después de los tres días, cuando Florian anunció que desmontaban el circo y proseguían el viaje, nadie gruñó ante la perspectiva de ponerse de nuevo en camino, porque añadió en seguida:
—A partir de aquí seguiremos el curso del río Yonne. Dentro de tres días llegaremos a Montereau, donde actuaremos, por última vea en provincias, porque en Montereau el Yonne desemboca en el Sena. Y después de seguir durante otros tres días el curso del Sena, llegaremos a la meta soñada por todos los artistas de circo del mundo. París, amigos míos, por fin París.