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Cuando la caravana del circo se acercaba a Rosenheim, a la derecha de la carretera seguía fluyendo el río Inn, muy ancho aquí, y a la izquierda se extendían los pantanos llanos, monótonos y al parecer sin límites que la gente de la región llamaba Gran Musgo, pero no de modo irrespetuoso porque aquella extensión de sal y azufre convertida en fango les proporcionaba el sustento. No podía esperarse que una ciudad cuyas dos industrias principales eran la exportación de sal extraída de aquellas ciénagas y la atracción de clientes hacia sus numerosos balnearios de fango salado y fango sulfuroso exhalara un olor demasiado bueno, pero por lo menos ofrecía la promesa de una estancia próspera, ya que ni siquiera la reciente guerra habría deprimido el mercado de sal y curas de salud.

Como de costumbre, Florian salió al encuentro del circo en la carretera para guiarlo a la ciudad, anunciando:

—Las autoridades municipales nos han asignado un buen terreno en el parque de Kaíserbad y anoche encargué a algunos niños que fijaran muchos carteles.

Sin embargo, cuando estuvieron en las calles bien empedradas de Rosenheim, Florian exclamó:

—¿Qué diablos han hecho esos chiquillos?

Había carteles por doquier, pero no eran del Florilegio. Se apeó para examinar uno y lo mismo hizo Edge, que sólo pudo leer el anuncio: «DER ZIRKUS RINGFEDEL».

—¿No es asombroso? —dijo Florian entre dientes—. Justo durante el rato que he tardado en reunirme con vosotros, esos bastardos de Fedel han pegado sus papeles encima de los nuestros.

—¿Como aquel mequetrefe de Maryland? —preguntó Edge—. ¿Vienen el mismo día que nosotros?

—Ni siquiera eso —contestó Florian con un gruñido—. Aquí dice: «¡Esperen al MÁS GRANDE! ¡El mayor espectáculo de Europa llegará dentro de poco! ¡Guarden su dinero para EL MEJOR

—Veo que usted no es el único director astuto en el negocio del espectáculo.

—¡Pero mira la fecha! —gruñó Florian—. ¡El Ringfedel no llegará aquí hasta dentro de seis semanas! Oh, esos chicos Fedel son astutos, desde luego, y famosos por sus golpes bajos, como éste, y aborrecidos por toda la profesión. Orfei me puso en guardia contra ellos. Y ni siquiera es un circo con carpa; tienen un tren con el que pueden llegar en un santiamén a cualquier lugar que les parezca maduro para un circo… o fácil de arrebatar a cualquier circo rival. Ni siquiera han de levantar una lona; se limitan a dar sus funciones en auditorios, armerías y locales por el estilo. Ya ves lo que dice aquí: «Herren und Damen, ¿por qué cruzar un terreno nevado y fangoso para asegurarse un banco duro en una tienda llena de corrientes de aire? Esperen a disfrutar del GRAN RINGFEDEL en la comodidad de un ambiente cálido y gemütlich».

—¿Cómo se habrán enterado de que veníamos aquí?

—Oh, diablos, los Fedel emplean a más oteadores que artistas y los pagan mejor. Siempre están espiando por todas partes. Y puedes apostar algo a que los Fedel pondrán un espía disfrazado de patán inocente entre nuestro primer público para que lo husmee todo con mañas de detective y pueda informar sobre cada número, innovación, idea y pieza de decorado a los muchachos Fedel, que así sabrán con exactitud cómo valorarnos como rivales. Y poco después un agente suyo se introducirá enmascarado en nuestro patio posterior para quitarnos a las mejores estrellas.

—Suenan a yanquis. ¿Qué haremos contra esta plaga?

—Vigilar, sobre todo. Primero dejemos que la compañía se instale en el campamento y los que así lo deseen vayan a cenar al hotel Kaiserbad. Mientras tanto diré a Stitches que, incluso antes de montar la carpa, mande a todos los peones disponibles a romper estos carteles y fijar los nuestros por toda la ciudad. Si encuentran a uno de los empapeladores de Fedel, bueno, ya sabrán cómo desanimarle. Y fijaremos carteles nuevos cada maldito día, si es necesario.

Sin embargo, una vez pegados los nuevos carteles del Florilegio, nadie volvió a taparlos y la breve aparición de los carteles del Ringfedel no pareció convencer a muchos habitantes de Rosenheim de que debían quedarse en casa, guardar su dinero y esperar seis semanas la llegada de otro circo. Aunque el día del estreno hacía frío, y por la noche todavía más, y en la tienda había corrientes de aire y el terreno pronto se convirtió en un cenagal, las dos primeras funciones tuvieron un lleno total, siendo la mayor parte del público propietarios y empleados de los balnearios y salinas locales y los huéspedes menos debilitados de los primeros, todos acompañados de sus esposas e hijos. Nadie se quejó de los inconvenientes de estar en un circo auténtico bajo una carpa auténtica y todo el mundo aplaudió con entusiasmo —pateando ruidosamente— todos los números y atracciones. De hecho, la población de Rosenheim demostró un interés especialmente intenso por la Princesa Egipcia del espectáculo de sir John y pasó mucho tiempo agrupada a su alrededor, especulando sobre qué sales y soluciones salinas se habrían usado para conservar aquel cadáver.

—Esto me da una idea —dijo Fitzfarris a Florian y Edge mientras observaban a la gente apiñada en torno a la momia durante el intermedio de la función nocturna—. Director, usted admiraba muchísimo lo que llamaba la biblia del Circo Orfei, ¿se acuerda? Pues ¿por qué no imprimimos un programa propio? Usamos un par de páginas para la lista de todas nuestras actuaciones y reservamos las otras para anuncios.

—¿Anuncios de sales momificadoras? —preguntó Edge.

—No, de los saludables balnearios de Rosenheim. Del Kaiserbad de este parque, del Marienbad, del Dianabad y de todos los otros. Podríamos darles mucho bombo: ¡las aguas de Marienbad transmiten a los enfermos la alegría de Zanni el payaso!, o la fuerza del Hacedor de Terrremotos, cualquier cosa que les gustara ver impreso. Y cobrar un buen precio a los propietarios de los baños porque seguiremos usando estos programas alemanes por toda Baviera y Austria.

—Una idea excelente, sir John —aprobó Florian—. Lo primero que haré mañana será solicitar a los propietarios…

Le interrumpió la llegada de un hombre que podía ser un patán cualquiera del público, pero que se presentó, en alemán, como un acomodador de circo sin trabajo. Florian tradujo a los demás:

—Dice que ha trabajado hasta ahora como cuidador de caballos para el Ringfedel, pero que lo ha dejado porque desprecia ese circo. Coronel Ramrod, ¿podrías dar trabajo a otro mozo de cuadra?

—Ese hombre no es eslovaco —respondió Edge—. ¿Por qué busca un empleo tan humilde?

—Eso es lo mismo que se me ha ocurrido a mí —dijo Florian—, pero le daré un trabajo a prueba y veremos cómo lo hace.

Intercambió unas palabras con el desconocido y entonces sacó un pedazo de papel y su rotulador. Apoyado para escribir en el mostrador de una barraca, añadió:

—Le he preguntado si sabe dónde está la oficina de telégrafos y ha dicho que sí.

—¿A quién conoce en Baviera para mandarle un telegrama? —inquirió Fitz.

Florian no contestó hasta que hubo terminado de redactar el mensaje, que entregó al desconocido, indicándole que corriera a enviarlo. Después dijo a los demás:

—He telegrafiado a nuestro representante para comunicarle que renunciamos a actuar en Munich porque he oído decir que hay un brote de peste allí y ordenarle que se dirija a otras ciudades y nos alquile en ellas buenos terrenos: Fürstenfeldbruck, Landsberg y tres o cuatro más.

—¿Qué representante? —preguntó Fitzfarris—. Yo soy el único que ha tenido jamás y no he trabajado desde que abandonamos los Estados Unidos.

—No tenemos ninguno —contestó Florian—, pero no importa. Antes apostaría en tu juego del ratón que por el hecho de que este telegrama llegue a enviarse. El tipo es con toda seguridad un espía de los Fedel. No volveremos a verle.

—Diablos, podríamos habernos limitado a echarle del campamento —observó Edge.

—¿Ha sido Bum-bum quien le ha dado la noticia de la peste? —preguntó Fitz.

—No he recibido tal noticia —explicó con paciencia Florian—. Y actuaremos en Munich, porque ahora confío en que el Zirkus Ringfedel no intentará hacernos la competencia allí. Como veis, muchachos, hay personas que se consideran muy listas al fisgonear en los asuntos ajenos, acechando y escuchando a hurtadillas. Pero ocurre que después han de creer las cosas que averiguan, por muy improbables que sean, pues de lo contrario, ¿de qué les ha servido tomarse tantas molestias para sonsacarlas? Los Fedel se convencerán a sí mismos de que yo tengo acceso a secretos desconocidos para ellos, de que en Munich hay peste y de que esos otros lugares son fruta madura. Ridículo, como sabría cualquier persona sensata sólo mirando un periódico y un mapa. Un brote de peste en Munich sería una noticia de primera plana. Las ciudades que he mencionado son meros puntos en el mapa, indignos de nuestra visita. Pero están en la línea férrea. Por lo tanto, si los Fedel son tan inteligentes como para dejarse embaucar por lo que husmean… —Florian sonrió y extendió las manos. Luego añadió con seriedad—: Sigue siendo un hecho, sin embargo, que viajamos por un continente lleno de circos y competidores. Me gustaría disponer de un representante competente que viajara por delante de nosotros.

Los días siguientes fueron tan activos y provechosos para el Florilegio como había sido el primero. Las buenas gentes de Rosenheim no sólo continuaron acudiendo en tropel al espectáculo, sino que también dieron pruebas de la famosa hospitalidad y Gemütlichkeit bávaras. Muchos pidieron permiso para presentarse a sus artistas favoritos y los invitaron, individualmente o en grupo, a fiestas, bailes, restaurantes e incluso a comer en su propia casa. Florian seguía en guardia contra espías y raptores pero no prohibió la fraternización: la única condición que impuso fue que los artistas más jóvenes no fueran a ninguna parte sin la compañía de una persona mayor.

Los miembros de la compañía aceptaron encantados muchas invitaciones, aunque en comparación con la vida libre y despreocupada del circo, la severa y eficiente domesticidad que encontraron en el seno de las familias locales los intimidaba bastante. Detrás de cada puerta principal había almohadillas de felpa que los invitados eran instados a pisar y a conservar bajo sus pies no para andar sino para deslizarse con ellas a fin de no manchar los brillantes suelos encerados y, sí, incluso, darles más brillo. Y los visitantes vieron además que muchos de los objetos que llenaban las casas ostentaban, por muy obvio que fuera su empleo o función, una etiqueta cuidadosamente escrita: Handtüche bordado en las toallas del cuarto de baño. Topfe y Pfannen en las alacenas de la cocina, Guten Appetit bordado en las servilletas. Fitzfarris juró solemnemente haber visto incluso en una casa un reloj de cucú identificado por una etiqueta: Kuckucksuhr.

Como es natural, las mujeres jóvenes, hermosas y solteras eran objeto de la mayoría de proposiciones. Paprika contestaba negativamente a todos los jóvenes apasionados que le mandaban flores, bombones y notas alegando que debía hacer de carabina e intérprete para las hermanas Simms, cuya tez tan poco bávara no repelía en absoluto a los muchachos bávaros. Lunes se quejaba de que Paprika no las dejaba ni a sol ni a sombra sólo para ponerles trabas. Domingo se llevó aparte a Paprika y le espetó sin rodeos que en Rosenheim había tantas mujeres atractivas como hombres solteros. Sin embargo, Paprika sólo les dirigió una sonrisa tolerante y maternal y continuó acompañando a las chicas y en especial a Domingo siempre que salían a cenar o iban a un teatro de varietés o a pasear en trineo por las orillas del Inn.

Desde luego había mujeres en Rosenheim y las solteras no vacilaron en presentarse a Florian, Maurice, los dos payasos y, en bandadas, al Hacedor de Terremotos, Los negros, los chinos y el tuerto Mullenax eran los únicos que no estaban asediados. A Mullenax, por lo menos, no parecía importarle; era feliz pasando sus horas libres en un Beisl o Weinstube, empapándose de schnapps. Cuando Obie Yount recibió el primer billet-doux perfumado, se lo hizo traducir a Florian y se enteró de que su admiradora era una viuda, se desanimó. Todavía conservaba sus recuerdos de infancia en Dixie sobre las viudas, casi siempre mujeres obesas que llevaban vestidos informes y cantaban himnos. Florian, mejor informado, se apresuró a sacarle de su error y Yount aceptó la invitación y muchas posteriores, descubriendo que las viudas europeas —por lo menos las que se atrevían a abordarle— eran de una clase muy diferente y entonaban canciones más dulces que los himnos.

—Una cosa me fastidia cuando me acuesto con una de estas fogosas mujeres —confió a los desdeñados de la compañía: los casados y otros indeseables—. Todas tienen colgado sobre la cama un bordado enmarcado que representa una tumba y un sauce llorón con una dedicatoria, que dice, según Florian: «A nuestro amado difunto» o «Amor eterno» o un sentimiento parecido, y las frondas del sauce están hechas con cabellos del marido difunto. Es bastante, bueno, casi es bastante, para que el pito de un hombre se desmaye como el sauce.

Una tarde Edge fue abordado entre las dos funciones por un hombre que sería unos años más joven que él y que llevaba el uniforme y las insignias de un mayor del ejército prusiano. Se presentó informalmente como Ferdinand y dijo:

—Tenemos algo en común, coronel. Yo también participé, de un modo modesto, en su guerra americana entre los estados. Debo confesar que en el otro bando. El bando equivocado.

—No se disculpe, mayor —contestó Edge—. Ya no soy coronel ni confederado. Pero ¿por qué dice el bando «equivocado»? Al fin y al cabo, fue el vencedor.

Ach, el canciller Bismarck lo predijo desde el principio. Pero en el ejército de la Unión había una falta deplorable de caballeros. Uno de mis oficiales yanquis me robó el paraguas y otro mi excelente barómetro inglés.

—Debió de ir a la guerra muy bien equipado.

—Fui sobre todo para observar. Y aprendí algunas cosas útiles. Vi que sus estribos americanos están cubiertos de cuero para evitar que se enreden entre las ramas y los matorrales. Cuando llegué a casa, recomendé su adopción en el ejército prusiano y ahora toda nuestra caballería los tiene.

—¿Y sigue observando aquí en Baviera?

—Ocupando. Sólo temporalmente. Participé en el reciente conflicto con Austria; mi batallón permanece en la frontera y estoy acuartelado en el Schloss de esta ciudad.

El oficial prusiano y el ex oficial virginiano continuaron charlando sobre los viejos tiempos de la guerra, intentando encontrar alguna batalla en que ambos hubieran tomado parte. Entonces Ferdinand mencionó que el auténtico «punto álgido» de su servicio en la Unión había sido su vuelo en un globo de observación. Edge le habló del Saratoga del Florilegio y lamentó no poder ofrecer de momento a Ferdinand un paseo en el globo, pero llamó al aeronauta de la compañía para que terciara en la conversación.

Monsieur Jules Rouleau, ¿puedo presentarle al mayor…?

—Ferdinand, Graf Von Zeppelin —dijo el hombre, con un profundo saludo y haciendo chocar los tacones de la botas—. Me interesan muchísimo los dirigibles, caballeros. ¿Quizá me harían ustedes el honor de cenar conmigo en el castillo?

Edge se disculpó, no queriendo dejar sola a Autumn, pero Rouleau aceptó encantado. Von Zeppelin levantó una mano y un ordenanza uniformado se acercó con un bonito landó y el Graf y el aeronauta abandonaron el terreno del circo.

—Magnífico —dijo Clover Lee, que había presenciado la escena—. Un Graf es un conde, pero ¿le conquisto? No. Me han hecho la corte media docena de jovencitos y todos han resultado ser hijos de dueños de balneario.

—Ferdinand ya tiene a una Gräfin en su casa de Berlín —contestó Edge—. La ha mencionado. Pero no importa, Clover Lee. Apostaría algo a que una familia dueña de un balneario es más rica que cualquier otra de la nobleza.

—No lo sé. Mis acompañantes sólo hablan de Ella Zoyara.

—¿Quién?

—La más grande y más bella équestrienne europea, que actuó aquí hace un año o dos. Se negó a flirtear, por lo que supongo que los jóvenes galanes de la localidad me han escogido como la mejor sustituta.

—Entonces es que no entienden de equitación. Ni de belleza. Ya eras tan experta como tu madre antes de que se fuera, pero desde que tomaste aquellas lecciones de ballet en Roma la has superado ampliamente. Y también en belleza.

—Bueno, espero que nos crucemos algún día con esa Zoyara para poder darle un vistazo. Mis más sinceras gracias, bondadoso señor, por sus cumplidos.

Cuando Rouleau volvió del castillo unas horas después no le acompañaba Von Zeppelin en el landó sino un joven rechoncho, de tez muy clara y bigote rubio, extremadamente bien vestido, que presentó a Edge como Herr Wilhelm Lothar.

—Willi estaba entre los distinguidos comensales —explicó Rouleau—. Florian necesita un representante y Herr Lothar busca un empleo que satisfaga su afición a los viajes. ¿Tendrás la bondad de enseñarle nuestras instalaciones, Zachary, mientras yo voy a avisar a monsieur le gouverneur?

Edge asintió, aunque encontró al gordinflón joven Wilhelm —«Oh, llámeme Willi»— casi divertidamente perfumado y untado de pomada. Mientras recorrían el terreno del circo y Edge le enseñaba cosas y le presentaba a otros miembros de la compañía, Rouleau decía con entusiasmo a Florian:

—… perfecto para el puesto. Habla tantas lenguas como tú y tiene entrada en todas partes. Deseaba confiarte en privado, antes de presentártelo, que Wilhelm y Lothar sólo son dos de sus nombres. Tiene un montón de ellos y terminan con Wittelsbach.

—¡No! ¿De la real familia bávara? Entonces, ¿qué hacía cenando con un enemigo prusiano?

—Willi sólo era una de las muchas lumbreras locales presentes. Von Zeppelin es muy hospitalario, así que es probable que no conociera a la mitad de ellos. De todos modos, Willi es apolítico, un dilettante, un animal social.

—Bueno, por lo menos Clover Lee, tan ansiosa de un título, estará encantada de tener entre nosotros a un príncipe.

—Ejem… he dicho, ami, que era un asunto privado. Willi me ha revelado su identidad en plan confidencial. La familia le ha prohibido hacer público su linaje.

—¿Prohibido? Sé que la familia es famosa por su excentricidad, pero creo que prohibir…

—Incluso los excéntricos pueden expulsar a uno de los suyos. Willi está perdonado y mantenido con esplendidez siempre que mantenga en secreto su filiación familiar. Está, que dis-je?, depuesto, degradado, lo que sea que hace una familia con un primo molesto.

—Su excentricidad debe de rayar en la locura. No me gustaría tener como representante del Florilegio de Florian a un loco en potencia.

Rouleau suspiró y dijo:

—Los otros Wittelsbach pueden estar locos; Willi es sólo un maricón. Pas plus qu’est un enculé, si he de describirle de un modo tan vulgar. ¿Es que no quieres entender, mon vieux?

—Sí, pero me alivia oír la verdad desnuda. Un inocuo Ganímedes no está necesariamente descalificado para nuestro empleo. No será aceptable para Clover Lee, claro, pero sus, ejem, predilecciones no interferirán en los deberes de un representante.

Au contraire —dijo Rouleau—, si estoy correctamente informado sobre la cantidad de… de miembros de su convicción y la mía entre las clases superiores europeas. Willi Lothar podría ser nuestro passe-partout para la alta sociedad, palacios, funciones de encargo…

—Llévame hasta él. Primero quiero comprobar su fluidez en la lengua húngara.

Así Edge y Rouleau escucharon, este último con aires de propietario complacido, mientras Florian y Willi conversaban tan volublemente y, para quienes los oían, tan incomprensiblemente como dos húngaros nativos. Luego cambiaron de lengua y después del italiano y el francés pasaron a otras que Edge ni siquiera podía nombrar. Por fin Florian dio por terminado el coloquio y anunció que Willi se incorporaría a la compañía, que ya habían acordado el salario y que la primera tarea de Willi sería diseñar para el Florilegio un programa impreso y vender los espacios para anuncios a los balnearios de Rosenheim. Después de esto viajaría como su representante en su propia calesa, conducida por su propio sirviente personal, y su primer viaje en tal cargo sería a Munich.

—Tal vez —dijo Rouleau, sonrojándose un poco—, como soy un polluelo sin alas hasta que Bum-bum vuelva con nosotros, podría ir con Herr Lothar… para enseñarle los trucos, por así decirlo.

—Hazlo, Monsieur Roulette —contestó Florian—. El joven parece muy experimentado en el trato con funcionarios, pero es probable que nunca en su vida haya regateado con un comerciante en piensos o un carnicero.

Menos de una semana después, Willi Lothar presentó a Florian la primera prueba de imprenta de un exquisito programa de tapas duras, impreso en azul y negro sobre varias páginas de un buen papel blanco. Las dos páginas centrales contenían la lista de todos los números y atracciones, con ampulosas descripciones llenas de adjetivos superlativos. Las demás páginas contenían anuncios casi igualmente fervorosos del Kaiserbad, Ludwigsbad, Marienbad, Johannisbad y otros varios, cada uno intentando superar las pretensiones de los demás de resurrecciones milagrosas debidas a sus baños de fango, baños ferruginosos, métodos esotéricos de masaje, curas de agua, curas galvánicas, curas de dieta, etc. Willi también entregó a Florian la pesada bolsa de dinero que había ganado con esta gestión.

—¡Magnífico! ¡Un inicio prometedor de tu nueva carrera! —exclamó Florian—. Di al impresor que encargue dos mil ejemplares de esta hermosa biblia. Y di al portero Banat que las ha de tratar como biblias, entregando los programas al público cuando entre en la carpa y recogiéndolos cuando salga, a fin de que podamos usarlos una y otra vez. Luego tú y Jules ya podéis partir hacia Munich cuando queráis.

Alrededor de otra semana después y a una hora temprana en exceso, toda la gente del circo se despertó, o mejor dicho saltó de la cama, camastro o paja, al oír un ruido estridente y ensordecedor. Incluso los animales se sobresaltaron, iniciando un concierto de rugidos, graznidos, relinchos, ladridos y ruidos de trompa que expresaban el mismo susto y la misma consternación que las exclamaciones de los humanos:

Ach y fi! —gritó Dai Goesle cuando saltó de la litera del remolque con sus largos calzoncillos, chocando con Zanni Bonvecino, que también saltaba y gritaba:

Che peto forte!

El tercer hombre del remolque, en cambio, se limitó a incorporarse en la litera, sonreír beatíficamente y decir:

—Carl Beck ha traído mi órgano de vapor.

—Por el camino yo encontrarme con Jules y su hombre nuevo —contó Bum-bum a Florian y a todos los otros que habían salido a la helada mañana, envueltos en batas, mantas y alfombras. Todos ponernos a cortar leña para encender la caldera del Dampforgel a dos kilómetros de aquí y así poder dar a todos una buena sorpresa.

La mayor parte de la compañía gruñó una opinión desfavorable sobre su buena sorpresa («Diantre, si los dos elefantes pudieran cantar —dijo Mullenax—, sonarían así») y volvió a sus calientes remolques y carromatos. Pero Florian, Edge, Fitzfarris y algunos otros permanecieron a la intemperie, con el aliento echando vapor como el órgano mientras expresaban su admiración. No es que su aspecto fuese muy admirable; Beck lo había construido con fines exclusivamente funcionales, de modo que sólo era una voluminosa maquinaria, maciza, compleja y tortuosa que asomaba por los lados de la carreta en que la había traído. Como una locomotora de tren, tenía una caja de fuego bajo la caldera, pero aquí terminaba su parecido con una locomotora. De la caldera salían tubos de cobre que serpenteaban en todas direcciones hasta culminar en una hilera de tubos verticales de diversos tamaños y aberturas con reborde como los de un órgano de iglesia, pero aquí acababa el parecido con un órgano. El teclado era exclusivo del órgano de vapor: nada de delicadas teclas de marfil sino sólidas teclas de madera, de unos diez centímetros de anchura porque había que tocarlas con los puños. La presión del vapor dentro de los tubos del órgano era tal, que sus tapones tenían que mantenerse cerrados con pesados muelles, de modo que la conexión de teclas con tapones requería golpes bastante fuertes.

Allí estaba el artilugio, sacando nubes de humo azul y vapor blanco y brillante mientras Beck, inclinado sobre las teclas, lo aporreaba con los puños y le arrancaba bufidos y resoplidos que querían ser unos compases de Les patineurs. La tienda entera de la ménagerie volvió a emitir un bramido semejante al del órgano de vapor y desde el Kaiserbad se acercaron corriendo varios empleados del hotel y tres policías de Rosenheim. Todos se detuvieron a una prudente distancia del humo y el vapor y preguntaron a gritos si debían avisar a la brigada de incendios. Florian gritó unas palabras tranquilizadoras y se marcharon, pero volviéndose a mirar por encima del hombro y murmurando entre ellos.

—Creo —dijo Florian— que sería mejor aplazar cualquier demostración ulterior hasta una hora más decente. Carl, ¿puede aprender a tocar esto tu acordeonista eslovaco?

—Cualquier persona de brazos fuertes poder aprender.

—Muy bien. Enséñale. Diré a Stitches y sus carpinteros que erijan una decorativa glorieta de madera para alojar la máquina. En cuanto esté hecha, caballeros —levantó la voz como cuando anunciaba algo en la pista—, ¡nos iremos de aquí y viajaremos en grand cortège para entrar desfilando en Munich!