11

En Charles Town encontraron el antiguo hipódromo disponible para acampar y Florian puso a los hombres a trabajar sin pérdida de tiempo, por lo que erigieron el pabellón a la luz del crepúsculo y luego, en la oscuridad, prepararon la pista. Tuvieron que cavar muy hondo para colocar los cadáveres de los salteadores y después nivelar bien la tierra para poder amontonar el borde a su alrededor. Cuando la compañía se sentó por fin a cenar en torno a la hoguera, comieron bien, porque Phoebe Simms ya se había hecho cargo del trabajo culinario e hizo maravillas con los escasos víveres del circo, al igual que hacía con los de los Furfew. Después de la cena, los hombres y Magpie Maggie Hag encendieron sus pipas, Abner Mullenax pasó una de sus omnipresentes jarras y Florian gritó:

—¡Acercaos todos! Tengo que anunciar algo. ¡Hoy es día de paga! Toda la compañía prorrumpió en vítores.

Florian encontró en el suelo una vieja ripia y, con su rotulador, escribió en ella complicados cálculos; entonces empezó a sacar billetes verdes del fajo que le había dado la señora Furfew. Los artistas incorporados en último lugar recibieron la paga completa, que no era mucha. Edge y Yount, por ejemplo, que sólo llevaban tres semanas trabajando, cobraron veintidós dólares cada uno. Los miembros originales, integrados al circo mucho antes de Wilmington, recibieron una suma mucho mayor, pero muy inferior a lo que se les debía. Florian lo reconoció y pidió disculpas por ello.

—No obstante, si nuestra suerte continúa (y la afluencia de público), podré ir reduciendo el déficit poco a poco. Entretanto, viejos amigos míos, debéis comprender que la mayor parte de nuestros ingresos han de reservarse para pagar los pasajes.

En cualquier caso, todos habían cobrado en dinero inequívocamente sólido, así que nadie se quejó. De hecho, Sarah Coverley declaró su intención de pasear hasta el barrio comercial para comprarse, y comprar a Clover Lee, algo muy frívolo, sólo para celebrar la ocasión.

—Moderación, querida Madame Solitaire —aconsejó Florian—. Para el caso de que nuestra suerte no se prolongue, os sugeriría a todos que guardéis por lo menos una parte de vuestros salarios en la faltriquera antigua y tradicional. —Sarah se encogió de hombros y volvió a sentarse. Florian prosiguió—: Ahora que nuestro Florilegio está en cierto modo próximo a la solvencia y ha aumentado en número, hemos de pensar en la mejor utilización de nuestra compañía. Si alguien tiene sugerencias que hacer, las oiré con sumo gusto. De todos modos, tengo algunas de mi propia cosecha para las que solicito la opinión de la compañía. —Miró a su alrededor—. ¿Algún comentario?

—Bueno, ante todo, ¿qué es una faltriquera? —preguntó Mullenax.

Sarah explicó, con una sonrisa:

—Es lo que llevaría tu esposa, Abner, si aún la tuvieras.

—¿Eh?

—Una faltriquera es todo lo que yo tenía cuando el difunto señor Coverley me abandonó. Cuando hay una mujer en un equipo de artistas, en especial si su marido bebe mucho, suele ahorrar todo lo que puede. Algunas mujeres se compran un pequeño diamante de vez en cuando y lo llevan en una bolsita de gamuza colgada del cuello. Los diamantes son fáciles de llevar y siempre pueden venderse. Así una mujer siempre tiene dinero cuando lo necesita.

Mullenax murmuró algo sobre las «hembras presumidas» y luego confesó que no bebía tanto y se echó otro trago de la jarra al coleto.

—Muy bien. Ahora mis sugerencias —dijo Florian—. Primero tú, Madame Alp.

Phoebe Simms tardó un momento en comprender que se dirigían a ella.

—Oh… sí, zeñó. —Y rió, encantada—. Ser difícil acostumbrarme a que no me llamen tía o mammy.

—Bueno, entre nosotros te llamaremos como prefieras.

—No importa —contestó ella con otra risa, ésta un poco triste—. Me han llamao cariñito y me han llamao puta negra. Pero yo ser siempre la misma y saber quién soy.

—¡Ojalá lo supiera más gente! De todos modos, en nuestra primera función para el público serás Madame Alp. Sin embargo, ante todo, quiero que cojas este dinero y vayas al mercado a primera hora de la mañana. Llena nuestra despensa de todas clases de alimentos básicos, también carne de caballo fresca para el gato, y compra todos los utensilios de cocina y de mesa que podamos necesitar. Compra mucho de todo porque, cuando seas Madame Alp y una celebridad, no podrás correr por ahí y dejar que cualquier patán te contemple gratis.

—Sí, zeñó, yo ir al mercado.

Florian se volvió hacia Magpie Maggie Hag.

Madame modista, me gustaría que empezaras ahora mismo a acolchar un magnífico vestido para Madame Alp. Termínalo cuanto antes mejor. Inventa también una especie de disfraz para las trillizas. Sé que te doy mucho trabajo, Mag, pero por lo menos las tres tienen las mismas medidas. Y aquí tienes tú también dinero para ir de compras. Escoge las telas y los adornos más vistosos que puedas encontrar en Charles Town. Has tenido que contentarte con retales durante demasiado tiempo.

La vieja gitana murmuró unas palabras de agradecimiento.

—Después, el coronel Ramrod. ¿Quieres examinar los nuevos caballos que hemos adquirido? Comprueba si trabajarán enjaezados.

—Tendrían que hacerlo —respondió Edge—. Teniendo en cuenta quién los ha usado, es probable que hayan hecho toda clase de trabajos. Pero me aseguraré.

—Entonces necesitaremos más arneses para equiparlos, capitán Hotspur.

Ja, Baas. Compraré lo necesario.

—Tengo otro trabajo para ti, capitán. Como también eres nuestro jefe de aparejos, quiero que los completes. Aquí tienes dinero suficiente. Mientras estás en la ciudad, compra más luces.

—¡Por Cristo! —exclamó Roozeboom—. ¿Lo dice en serio, Baas? ¿Vamos a dar funciones nocturnas? ¿Puedo comprarlo todo? ¿Araña y todo?

—Todo. Tú decides qué necesitamos y lo compras. Mañana, damas y caballeros, por primera vez en esta temporada, habrá dos funciones… por la tarde y por la noche. Mam’selle Clover Lee, aquí tienes mi lápiz y un montón de carteles. Empieza a añadir al final de cada uno: «Función de tarde a las 20 h.» Y Tiny Tim, quiero que salgas mañana temprano a pegar estos carteles. Abdullah, tú y Brutus haréis la ronda habitual, pero grita ahora a la gente que habrá función de día y de noche.

—Sí, zeñó, mas’ Florian.

—Abdullah, Abdullah, todavía soy sahib Florian para ti. Y también para tu aprendiz hindú. Enséñaselo al pequeño Quincy. No… Quincy no suena muy hindú. Alí Babá, eso es. A partir de ahora, profesionalmente es Alí Babá.

—Baas —dijo Roozeboom—, ahora que tenemos a Mevrou Alp y esos negritos, no pueden viajar siempre a la intemperie cuando llueva. Necesitamos otro carromato.

—Hum, sí, creo que tienes razón. Muy bien, consigue uno. Lo más fuerte y barato que puedas. Menos mal que ahora tenemos suficientes animales de tiro para todos nuestros carromatos. Y uno de los caballos nuevos puede encargarse de arrastrar ese cañón, para que Brutus no tenga que hacerlo.

Ja, Baas.

—Todos los miembros de este espectáculo tienen dos o tres tareas, así que los caballos nuevos no deben ser una excepción. Coronel Ramrod, ¿crees que podrías enseñarles algún número de circo? Como ahora tenemos más caballos que jinetes, ¿podrías enseñarles un número libre?

—Quizá sí, si me dice qué es un número libre.

—Los caballos trabajando solos, sin jinete, sin arneses, sólo con plumas decorativas y cosas por el estilo. Se les enseña a desfilar y maniobrar al oír una orden. O mejor, discretas señales de mano o látigo, de modo que parezcan hacerlo a su antojo.

—Puedo intentarlo.

—Bien, inténtalo. Si lo consigues, coronel Ramrod, te ascenderé a uno de los cargos que ahora desempeño, director ecuestre, que los profanos llaman maestro de ceremonias.

—Qué va, no —dijo Edge—. Yo no tengo su don de la palabra.

—Oh, yo seguiré siendo el orador, pero tú empuñarás el silbato y un látigo. Llamar y despedir los números por el orden debido, incluyendo el tuyo, y con orden. Encontrar un modo de disimular cuando algo sale mal. Decidir cuándo poner fin a un número antes de tiempo o prolongarlo. Cosas así. Ya aprenderás. Y en cuanto pueda permitírmelo, doblaré la miseria que te pago actualmente.

—Florian, mon vieux, ¿te estás preparando para abdicar? —preguntó Rouleau—. ¿Vas a agarrar la faltriquera y echar a correr?

Au contraire. Estamos más cerca de convertirnos en un verdadero circo, no sólo en un espectáculo de tres al cuarto, y ahora el retén principal tiene que delegar en otros parte de la responsabilidad. Lo cual me conduce a ti, sir John.

Hubo un momento de perplejidad general, en que todos se miraron entre sí. Entonces Fitzfarris dio un respingo y dijo:

—Oh, sí. Soy yo. Diantre, hace tanto tiempo que sólo me llamaban tía mammy o cariñín…

Sir John, tú sí que tienes labia, de modo que me gustaría encargarte la supervisión completa de nuestro creciente espectáculo secundario. Conviértelo en un auténtico anexo del programa principal. Al principio te presentaré y relataré tu trágica historia para que no tengas que jactarte de ella tú mismo. Pero luego me haré a un lado y tú serás el orador. Explicarás cómo se alimenta al león, te extenderás sobre el Museo de Maravillas Zoológicas, contarás cómo capturamos al Hombre Cocodrilo, presentarás a Madame Alp y sus… ¿qué?… ¿Las Tres Gracias?

—No, no —objetó Fitzfarris—. Si he de ser responsable del espectáculo secundario, quiero curiosidades. ¿Qué le parece las Tres Pigmeas Blancas Africanas? ¿Tiene algo en contra de este nombre, Madame Alp?

—Para mí ellas seguir siendo Domingo, Lunes y Martes, y yo seguir siendo mammy para ellas. Ser buenas chicas y hacer lo que usté diga.

—Muy bien —aprobó Fitz—. Y permítame hacer otra sugerencia, Florian. Ha hablado de no dejar que el público vea gratis a Madame Alp y, sin embargo, por el camino todo el mundo puede ver gratis al león.

—Bueno, un león es el circo. Es como un anuncio —contestó Florian.

—Ya tiene al elefante para eso. Propongo que tapemos los lados de la jaula del león mientras viajamos.

—No hay mucha propaganda en una jaula tapada, sir John.

—Podría haberla. Ahora ese carromato tiene una palanca de freno corriente. Ignatz, ¿podría quitarla y poner en su lugar una muy grande, casi tanto como un tronco de árbol?

Ja, pero ¿para qué?

—La gente verá por la carretera esta jaula tapada y verá sobresalir junto al conductor esta palanca de freno monstruosa. Todos se preguntarán qué diablos puede haber dentro de esa jaula que sea tan grande, fuerte y peligroso como para requerir tal medida de seguridad. ¡Esto que es propaganda!

Todas las personas sentadas alrededor de la hoguera le miraron fijamente y al final Rouleau dijo en voz baja:

Par dieu, este hombre tiene sangre de circo.

Florian dijo, con admiración:

—Ojalá, sir John, pudiera mandarte por delante de nosotros como nuestro heraldo. Por Dios que harías hablar y escribir sobre nosotros en los periódicos como si fuésemos P. T. Barnum. Pero entonces dejaría que la gente mirase gratis a nuestro Hombre Tatuado. —Se volvió hacia los demás—. Bueno, otra cosa que me preocupa en estos momentos es que tenemos una gran escasez de música en el espectáculo. ¿Hay alguien aquí dotado para tocar algún instrumento?

Phoebe Simms respondió:

—Domingo saber tocar el piano. La señora enseñarla.

—¡No! ¡Vaya sorpresa! —exclamó Florian—. ¿De modo que esa vieja serpiente hizo alguna vez una buena acción? —Miró a las harapientas trillizas Simms, que desde el principio se habían sentado en hilera y sólo movían los ojos para observar a quienquiera que tomase la palabra—. ¿Cuál de vosotras es Domingo?

—Yo, zeñó —contestó una de ellas, indistinguible de las otras.

Las tres llevaban idéntico vestuario: vestidos informes de percal, con dobladillos descosidos, al parecer sin nada debajo; y ninguna iba calzada.

—Domingo, querida, ¿recuerdas lo que solías tocar?

—Sí, zeñó. Un piano.

—Me refiero a los nombres… los nombres de las canciones que te enseñó esa mujer.

Domingo pareció desorientada.

—Tocaba música, zeñó. La música no ser nada, no tener nombre.

—¿Podrías quizá tararear algo que recuerdes?

Domingo entornó sus grandes ojos marrones como una yegua asustada, pero en seguida empezó a tararear, tímidamente al principio y más alto después, hasta que resultó audible.

—Ya sé qué es —dijo Florian—: Ah, vous dirai je, maman.

—A mí me ha sonado como Brilla, brilla, estrellita —terció Yount.

—Es la misma canción —dijo Florian—. Puede no ser una gran música, pero es internacional. Monsieur Roulette, quizá puedas enseñarle algo. Cualquier persona que sepa tocar el piano puede tocar el acordeón, n’est-ce pas?

Rouleau se rascó la cabeza.

—Supongo que sí. Sólo hay que aprender a estrujarlo. Veré si puedo encontrar uno barato en una casa de empeños. Entre Domingo y yo podemos intentarlo. Procuraré al mismo tiempo mejorar su horrible dialecto y dicción.

—También quiero que los niños sean algo más que rarezas de un espectáculo secundario —dijo Florian—. Madame Solitaire, inténtalo primero con las chicas. Descubre si están dotadas para la equitación. Todos nos dedicaremos a averiguar si tienen algún talento.

Monsieur Roulette, observa a este niño… Alí Babá. ¿No es ocho años la edad ideal para practicar el klischnigg?

—¿Contorsiones? Oui. Antes de esta edad, los huesos se rompen con facilidad excesiva, y después, los ligamentos no tardan en perder elasticidad.

—¿Te encargarías de enseñar a Alí Babá el arte del maestro en posturas?

—Puedo iniciarle. Doblar el empeine. Empezar las prácticas preliminares.

—¡Huy! —gritó débilmente Quincy, pero nadie le hizo caso.

Roozeboom fue el primero en volver de la ciudad al día siguiente, conduciendo el nuevo carromato que había comprado —otro furgón cerrado, delgado y chato, similar al de la carpa y casi tan ruinoso—, y ordenó a Mullenax que le ayudara a descargar sus otras compras. Había teas con pabilos bañados en trementina y unas cuarenta pequeñas linternas de queroseno, cada una provista de un reflector de hojalata.

—¿Y qué diablos es esto? —preguntó Mullenax, gruñendo bajo el peso, mientras bajaban del furgón la pieza más grande de las nuevas adquisiciones.

—Es un candelabro —contestó Roozeboom.

—Diablos, yo esperaba algo elegante. Como el que solía tener el señor Furfew. Todo cristal y prismas.

—Esto lo he hecho yo en una carpintería. En un santiamén.

—Ya se ve.

Una serie de marcos sin pintar estaban clavados de modo que formaban una pirámide de recuadros de tamaño progresivamente menor, con un aro de hierro sujeto a la cúspide.

—¡Ven aquí, pequeña! —gritó Roozeboom a la trilliza más cercana—. Tú colocarás las velas mientras nosotros hacemos otro trabajo. —Sacó una enorme caja llena de velas baratas de sebo y le enseñó a hacerlo. Encendió una vela y la usó para ablandar los extremos de las otras, colocándolas derechas en torno al perímetro del marco superior—. Ponlas bien juntas, tantas como te quepan en este recuadro. Luego haz lo mismo en el otro. Tienen que caber más o menos trescientas velas.

Los dos hombres se fueron a distribuir las teas y Mullenax descubrió que las cuatro esquinas superiores de los carromatos del león y del museo ya estaban equipadas con casquillos para sostenerlas. Roozeboom fijó otras teas en hilera en el suelo, para que sirvieran de guía desde la calle al patio delantero, y un par a los lados de la puerta principal de la gran carpa.

Dentro del pabellón, Roozeboom enseñó a Mullenax a colocar las pequeñas linternas de queroseno a intervalos en torno a la grada inferior de asientos, con los reflectores dirigidos hacia la pista para que la iluminaran. Mientras Mullenax hacía esto, Roozeboom fue al poste central y deshizo varios nudos de sendas abrazaderas para que la botavara formara ángulo con el poste central y se aflojara la cuerda de su polea. Cuando la chica Simms hubo puesto todas las velas en el candelabro de madera, los dos hombres lo acarrearon hasta la tienda y colgaron su aro de la cuerda de caída. Roozeboom entonó el cántico de «Arr, arr» mientras lo elevaban hasta el extremo de la botavara, a unos siete metros del suelo y necesariamente un poco descentrado sobre la pista.

—Esta noche lo bajaremos, lo encenderemos y lo volveremos a subir —dijo Roozeboom—. Hará bonito, ya verás. Ahora… también he traído de la ciudad radios y cubos de rueda, calzas, lingotes de hierro, grasa para ejes. Encenderé un fuego de carbón de leña, buscaré un yunque para el martillo y tú y yo nos pondremos a reparar de verdad todas las ruedas de los carromatos.

Estaban sudando, dedicados a esta tarea, cuando los otros miembros de la compañía volvieron de la ciudad, acompañados de una música plañidera y ruidosa. Jules Rouleau, encaramado sobre uno de los carromatos, tocaba en un acordeón la melodía de Frére Jacques, no muy bien, pero con mucha fuerza.

—Es casi un placer estar en tierra yanqui —dijo Yount a todos en general—. Charles Town no es el centro de la Creación, pero está mejor surtida que toda Dixie.

—En efecto —asintió Florian, que llevaba un sombrero de copa nuevo, de castor, cuyo aspecto era mucho más rico que el viejo de seda—. He decidido, maldita sea, que monsieur le directeur también merecía un regalo. Voilá, le chapeau! —Lo hizo resbalar por su brazo como un malabarista y luego volvió a ponérselo en la cabeza.

—Es bonito, Baas —elogió Roozeboom, y en seguida preguntó con ansiedad—: ¿Tiene carne para Maximus?

—Medio caballo, o casi —contestó Edge—. Y para nosotros, algo de buey. Ni seco ni salado ni ahumado. ¡Buey de verdad!

—Casi me he herniado llevando las compras de tía Phoebe —dijo Yount.

Esta anunció, muy complacida:

—Supongo que he vasiao todos los mercados de la siudá.

—Y Maggie, todas las mercerías —añadió Rouleau—. No se en cuentran muchas piezas de tela, pero ha comprado todas las que había.

—Y veo que tú has conseguido tu fuelle musical —dijo Mullenax a Rouleau. Entonces se volvió hacia Fitzfarris—: ¿Qué hay del fuelle que he pedido yo?

—Sí, señor, sí, señor —respondió alegremente Fitz—. Está en esa caja, con todas mis botellas.

Mullenax sacó una de las jarras, la descorchó, bebió un sorbo, se lamió los labios, feliz, y ofreció la jarra al círculo de hombres.

—¿Cómo es, Fitz, que me has comprado jarras llenas y para ti sólo botellas vacías?

—No estarán vacías mucho tiempo. Son para mi tónico. Y querría pedirte un favor, Abner. ¿Puedo echar un chorrito de tu whisky en cada botella? Dará un poco de autoridad al resto del contenido.

—Claro. Pero sólo un chorrito. ¿Qué más pondrás?

—Mag dice que me dará un poco de tintura de ipecacuana, que también tiene autoridad, a su manera. Y Clover Lee dice que acaba de lavarse las mallas rojas, así que el agua ha adquirido un bello matiz rosado. No necesito nada más.

—Dios mío. Agua sucia, una raíz vomitiva y un chorrito de alcohol. ¿Es esto el tónico de que has hablado para curar la gonorrea?

—Oh, no. También tengo un poco de azafrán. —Se volvió, porque Magpie Maggie Hag le tiraba de la manga.

—Ven, te daré la ipecacuana. Y otra cosa, además.

—Y vosotras, chicas, venid a probaros estos zapatos que os he comprado —dijo Sarah a las trillizas—. Entonces os presentaremos a Bola de Nieve y Burbujas, a ver si os gustáis mutuamente.

—Y después, Domingo… —dijo Rouleau—, la que sea Domingo de vosotras, vendrá conmigo a tocar el acordeón.

Así, mientras todos se iban dispersando, Mullenax recuperó su jarra y la llevó adonde estaba Roozeboom, que descansaba de sus esfuerzos apoyado en una rueda del furgón de la jaula. Mullenax se desplomó a su lado y le alargó el whisky.

—Gracias, no —dijo Roozeboom—. No bebo cuando se acerca la hora del espectáculo.

—Es muy difícil cogerte sin hacer nada, Ignatz, y quería preguntarte algo. Todo el mundo prepara números nuevos y a mí me gustaría ampliar mi educación. Florian dijo que quizá estarías dispuesto a enseñarme cómo se doma a un león.

Roozeboom señaló con el pulgar por encima del hombro.

—Ahí está el león. Ve a domarlo. Geluk en gezondheid[13].

—Oh, tonterías. Esa vieja alfombra ya está más domada que mi abuelo.

—Eso crees. Acércate y saluda a la vieja alfombra.

Mullenax se levantó y aproximó la cara a los barrotes de la jaula. Inmediatamente, Maximus enseñó los dientes amarillentos y rugió en tono amenazador. Mullenax retrocedió con brusquedad, volvió a sentarse, bebió un sorbo para reponerse y dijo:

—Supongo que esto significa que está malhumorado. ¿Cómo se sabe cuándo está de buen humor? ¿Ronronea?

—No, los leones no pueden ronronear. De todos los grandes felinos, sólo los cheetahs y los pumas ronronean. Y no pueden rugir. En cuanto a los tigres, hacen un ruido que sólo ellos pueden hacer. Un especie de chuffchuff que significa buen humor, igual que ronronear. Esto es muy interesante, Ignatz, pero no me ayuda mucho. Sólo tenemos un león y todo lo que hace es rugir.

—Los rugidos no significan mucho para un domador. Los leones pueden estar enfadados, hambrientos, juguetones, cualquier cosa. Algunos dicen que cuando el león menea la cola, está enfadado. Yo digo, cuidado: cuando el león se pone rígido, entonces es peligroso. También digo que, cuando lo estés domando, recuerda siempre que miras a cinco bocas, una llena de dientes y cuatro llenas de zarpas. Te lo aseguro, Abner, una vez dentro de esa jaula cuadrada, nunca te aburres.

—Dime lo que hay que hacer. ¿No hay reglas, como el ABC?

—Probablemente hay noventa y nueve reglas para los domadores de gatos. No te puedes fiar de ninguna, pero aun así, te recitaré unas cuantas. Primera: Abner, no te acerques ni toques nunca a un gato con timidez, sino siempre con firmeza, y nunca de forma inesperada, por detrás.

—Bueno, esto ya lo aprendí en la granja. Si tocas de repente a un animal, aunque sólo sea un cerdo, pega un buen salto.

—Toca así a un gato y te salta encima. Recuerda también que si un gato te muerde, puede soltarte. Pero si te clava la zarpa, no te soltará nunca. El mismo Dios le ha hecho así. Cuando el gato alarga la zarpa para coger algo, los tendones extienden las garras y las fijan en posición de gancho. Por esto, incluso aunque te agarre por casualidad y se arrepienta, cuando retire la zarpa te arrancará trozos de carne.

—Está bien. Lo recordaré. ¿Cuál es la segunda?

—La segunda es, consigue otro ojo.

—¿Eh?

—Un ojo solo, Abner, significa que no puedes juzgar muy bien la distancia. Siempre has de saber con exactitud la distancia que te separa del gato. Además, muchos gatos, como las personas, son diestros o zurdos. Has de llegar a conocer a cada uno para saber qué zarpa no puedes perder de vista. Un hombre con un solo ojo… que debe estar atento a tantas cosas…

—No me puedo hacer crecer otro. Tendré que correr el riesgo.

—Tercera regla: no corras nunca riesgos. Cuarta regla: manténte alejado de eso. —Indicó la jarra de Mullenax—. Los gatos buscan todos los puntos débiles y se aprovechan rápidamente de ellos.

—Oh, diablos. Siempre he trabajado mejor con un poco de valor holandés.

Roozeboom dijo secamente:

—En holandés, lo llamamos valor bebido, lo cual significa que no puedes confiar en él. Pero ven, Abner. Quédate a mi lado. —Se levantó y acercó a los barrotes de la jaula—. Dejemos que Maximus nos vea juntos. Pronto te aceptará como a un amigo. Entraremos juntos en la jaula.

Mullenax dejó la jarra y los dos hombres permanecieron un rato junto a la jaula, Roozeboom metiendo de vez en cuando la mano para rascar la cabeza del león. Al cabo de otro rato, animó a Mullenax a hacer lo mismo, y el león lo permitió. Después, sin hacer ningún movimiento brusco, los hombres se acercaron a la puerta y la abrieron. Maximus rugió, pero sólo de un modo distraído. Roozeboom entró, hablando en tono suave y persuasivo, y luego se acercó y pasó una mano afectuosa por la melena del león, mientras Mullenax se introducía en la jaula y permanecía, prudente, en el otro extremo.

Todos estos movimientos fueron observados con gran interés por una de las trillizas Simms, que se mantenía a cierta distancia. Con su absurdo atuendo de percal deshilachado y flamantes zapatos de color amarillo brillante, parecía un bello patito. Mientras contemplaba a Roozeboom y Mullenax entrar en la jaula, esbozaba una sonrisa soñadora, y cada vez que el león rugía, temblaba todo su cuerpo.

Sarah, Rouleau y Florian la observaban y este último dijo:

—Esa muchacha está asustada.

—No, está disfrutando —corrigió Sarah—. Es una niña peculiar. Cuando la he sentado sobre Burbujas, sin silla ni nada a que agarrarse salvo las crines, y he hecho pasear al caballo en torno a la arena, pensaba que se asustaría un poco, pero ha dicho: «Me gusta», con esta misma sonrisa en la cara y el mismo temblor en todo el cuerpo.

Florian se encogió de hombros.

—Quizá es una équestrienne nata. A propósito, ¿cuál es?

—Esa es Lunes. Pronto sabrás distinguirlas. Domingo es la rápida, animada e inteligente. Lunes es la soñadora, un poco reservada y extraña. Y Martes… bueno, es una machacona. Lo probará todo y es probable que lo haga bien, pero sin chispa ni esplendor.

—Tal es aproximadamente mi conclusión —dijo Rouleau—. Ahora que ya hemos emitido nuestro juicio sobre ellas, pensemos en cómo orientarlas.

—Bueno, como es natural —contestó Florian—, las presentaremos como un trío en el espectáculo secundario, pero creo que en la pista tendríamos que dispersarlas de algún modo, a fin de que nuestra compañía parezca más numerosa y variada.

—Bien —dijo Rouleau—. Sarah, tú e Ignatz lleváis a Lunes y Martes como amazonas y yo me encargaré de Domingo y Quincy. El chico promete como contorsionista y puedo iniciar a la chica con la misma instrucción básica y después orientarla hacia la acrobacia de pista y, más tarde, incluso a la aérea, si alguna vez tenemos trapecios.

—De acuerdo —aprobó Florian—. Mientras tanto, ¿son los conocimientos de piano de la niña extensibles al acordeón?

—No hemos pasado de Vous dirai-je, pero creo que Domingo es capaz de aprender cualquier cosa. Me ha dicho que espera ser algo en este mundo, algo mejor que su mammy. Le he sugerido que podría empezar por llamarla madre y ya lo hace.

—Tía Phoebe se quedará estupefacta —comentó Sarah.

—También le he sugerido que hablar un inglés correcto es otro modo de prosperar en el mundo, y me ha peguntado si podía apenderla. He empezado enseñándole la pronunciación de «preguntar» y la diferencia entre aprender y enseñar. Y lo ha comprendido à l’instant.

—No está mal —murmuró Florian.

—También le enseñaré a leer y escribir mientras enseño a Clover Lee. Francés, además de inglés. Las tres mulatitas son bellas, pero con Domingo has hecho un gran hallazgo.

Los interrumpió la voz de Magpie Maggie Hag, llamando:

—¡Eh, Florian, mira qué te traigo!

Se volvieron, y cuando vieron al desconocido que se acercaba con ella, sonrieron a guisa de saludo. Entonces, a medida que el hombre se aproximaba, sus sonrisas se convirtieron en expresiones de incredulidad.

—Que me maten si lo entiendo —murmuró Florian.

—Vaya —suspiró Sarah—. Sir John Doe.

—¡Maggie Magicienne, has hecho un milagro! —exclamó Rouleau.

Por primera vez desde que le conocían, el rostro de Fitzfarris era todo del mismo color, y este color, todo humano. Hasta que estuvo delante de ellos no pudieron distinguir la capa de cosméticos.

—¿Cómo lo has hecho, Mag? —preguntó Florian.

—¿Te acuerdas, Barossan, de aquel payaso que tuvimos en el espectáculo hace mucho tiempo, en Ohio? ¿Billy Kinkade? Me dejó sus pinturas faciales cuando se largó y yo las he guardado hasta ahora. Este color, Billy el Kink lo llamaba «ungüento de tez». Siempre se lo ponía primero, no blanco de zinc como la mayoría de payasos, antes de aplicar los colores vivos. He decidido probar cómo quedaba en sir John.

—¡Es milagroso! —exclamó Sarah—. Fitz, eres un caballero muy apuesto.

—¿Y sabes qué significa esto, sir John? —preguntó Florian—. ¡Puedes ser nuestro parche!

—Es lo que soy, un hombre con un parche.

—No, no. Nuestro heraldo, nuestro agente propagandístico, nuestra avanzada, nuestro aplicador de parches.

—Ah —dijo Fitzfarris, comprendiendo—. En mi antiguo oficio se llamaba especialista enjabonador.

—Tendrás que lavarte la cara para trabajar como nuestro Hombre Tatuado esta tarde y esta noche, pero nuestra próxima parada será en Harper’s Ferry, a sólo nueve kilómetros de aquí. Mañana por la mañana puedes volver a ponerte guapo y cabalgar hasta allí para poner en marcha el aparato publicitario.

De la dirección de Charles Town llegaba ahora el estruendo del tambor de Hannibal y Tim Trimm entró en el solar montando el más pequeño de los caballos nuevos, llevando sólo su cubo de pasta y su cepillo.

—Al parecer Tim ha empapelado toda la ciudad —observó Florian—. Y ahí llega Brutus precediendo a los primeros espectadores del día, así que preparémonos para el espectáculo. Monsieur Roulette, ¿quieres ayudar a Maggie a abrir el furgón rojo para la venta? —Se volvió y llamó a Mullenax, que en aquel momento bajaba de la jaula del león—: ¡Barnacle Bill, a tu puesto! —Mullenax se acercó, un poco sudoroso pero muy orgulloso de sí mismo—. Me temo que deberás seguir haciendo de Hombre Cocodrilo hasta que todas las otras curiosidades estén disfrazadas para actuar. —Mullenax dejó de parecer orgulloso.

—Ah, Abner —dijo Fitzfarris—, te haré famoso y además será buena publicidad para todos nosotros. Cuando mañana cabalgue hasta Harper’s Ferry haré correr la voz de que el circo se acerca y agradecerá a todos que estén atentos porque el Hombre Cocodrilo se ha escapado. Esto suscitará excitación e interés, puedes estar seguro.

Los otros miraron a Fitz con admiración, pero Mullenax sólo rezongó «Dios mío» y fue a ponerse el traje de pirata para la primera mitad del programa.

El público de la función de tarde fue bastante numeroso, pagó más en dinero contante y sonante que en especie —buenos billetes y monedas yanquis— y supo apreciar el espectáculo. Phoebe Simms aún no estaba equipada para aparecer como Madame Alp en el intermedio, pero Florian y Fitzfarris decidieron que merecía la pena exhibir a las trillizas aunque vistieran sus pobres harapos de percal y zapatos nuevos pero grandes. Cuando Florian hubo presentado a sir John Doe y referido la triste historia de cómo había llegado a ser un Hombre Tatuado, Fitz tomó la palabra:

—Y ahora, damas y caballeros, me cabe el honor de presentarles a mis infortunados compañeros en este Congreso de Curiosidades y Anormalidades. Ante todo, fijen sus miradas en estas Tres Pigmeas Blancas idénticas, descubiertas por misioneros que viajaban por el corazón de África. Nadie sabe por qué se hallaban allí estas mujeres blancas, entre los negros y salvajes pigmeos del Congo, pero se trata de mujeres blancas adultas, sólo que monstruosamente enanas y ennegrecidas, impedido su crecimiento y oscurecida su piel por el terrible entorno del que las rescataron los padres de la misión…

Improvisó datos ficticios sobre cada maravilla polvorienta del carromato del museo, inventó mentiras durante toda la comida del león y logró que el Hombre Cocodrilo pareciese aún peor de lo que era:

—… perdido en las orillas del Amazonas, justo como le ven ahora, a cuatro patas como cualquier otro saurio, cubierto de escamas de reptil, salvo en esta horrible zona de su cara, donde fue herido por el dardo de una cerbatana aborigen. Y con esto concluye nuestra exhibición de maravillas y fenómenos. Sin embargo, caballeros, cuando las señoras y los niños se hayan alejado, quizá deseen quedarse para escuchar un último anuncio sólo para sus oídos

Obedientes, las mujeres se marcharon, seguidas por los niños, y algunas arrastraron consigo a sus maridos. Aun así, Fitzfarris se vio rodeado de un gran corro de hombres adultos, que o bien sonreían o se mostraban escépticos.

—Caballeros —dijo Fitz en tono confidencial—, cuando huí del harén del sha Nhasir, me llevé algo más que esta desfiguración azulada: robé la fórmula secreta de la poción que permite al monarca satisfacer la concupiscencia nocturna de sus sesenta y nueve jóvenes esposas y cuatrocientas hermosas concubinas. Y usando los mismos raros extractos, especias y hierbas, he mezclado una cantidad limitada de este potente fluido vigorizador para ofrecer a algunos de mis semejantes la virilidad arrolladora de que puede dotarlos.

Buscó detrás de él, en el furgón del museo, y sacó una caja llena de tintineantes botellas de media pinta, de todas las formas, que contenían un líquido bastante rosado.

En Persia se llama Tónico de Resurrección del Potentado pero, como ven, me guardo mucho de pegar una etiqueta semejante a los frascos, con el fin de que el compuesto no sea susceptible de pillaje por parte de mujeriegos empedernidos o, Dios no lo quiera, niños pequeños, que podrían sentirse impulsados a atacar a sus condiscípulas o incluso a sus propias maestras.

—Misten… Quiero decir, sir Doe —dijo una voz, en una buena imitación del gangueo local. El hombre llevaba un sombrero gacho de ala flexible y vestía un mono, así que nadie pudo reconocer a Jules Rouleau—, un tónico tan potente tiene que ser muy escaso y horriblemente caro. ¿Pueden permitirse las gentes como nosotros el lujo de adquirirlo?

—Señor, lo que no pueden permitirse es no comprarlo. Es cierto que en Oriente este medicamento que infunde virilidad se vende sólo en frascos diminutos y al precio de su peso en oro de veinticuatro quilates. Sin embargo, les confieso francamente que, llevado por el deseo de vengarme del odiado sha Nhasir, les ofrezco su bien guardado secreto no por oro, ni por diez dólares; no, ni siquiera por cinco. Tomen el Tónico de Resurrección del Potentado, caballeros, por sólo dos dólares la bote…

Se le echaron encima con tanta avidez, que casi le derribaron.

La función de noche fue la primera en mucho tiempo para todos los veteranos del Florilegio y una novedad para los miembros recientes. Edge temía que la insuficiente luz perjudicara su número de tiro, pero pudo comprobar que los pequeños reflectores y las velas baratas, aunque débiles individualmente, iluminaron muy bien en su conjunto el trabajo de todos. A gran altura sobre el público, donde no se veía con detalle la tosca estructura de madera, la constelación de trescientas velas de la araña ofrecía un aspecto magnífico, aunque causó una pequeña molestia: una lluvia constante de bolitas de cera, que se fundían arriba y se solidificaban al caer. Otro inconveniente de las velas y linternas era la horda de polillas y demás insectos atraídos por ellas y que revoloteaban como brillantes confetis en torno a las luces y se chamuscaban y ardían, despidiendo minúsculas motas de humo, cuando tocaban las llamas.

—Las candilejas me satisfacen de manera especial —dijo Florian a Edge—. Fíjate en lo mucho que embellecen a Madame Solitaire y mam’selle Clover Lee. Al estar colocadas a ras de suelo, con la luz hacia arriba, proyectando un resplandor suave y cálido, las candilejas suavizan la línea de la mandíbula, realzan la frente, dan una expresión misteriosa a los ojos y alegran la boca. Acentúan los pómulos y casi hacen desaparecer la nariz. Nunca he conocido a una mujer, Zachary, ni siquiera la más hermosa, que esté completamente satisfecha de su nariz. Sí, mantengo convencido que la Madre Naturaleza nunca ha proporcionado a la mujer una luz tan favorecedora como las candilejas inventadas por el hombre.

Durante un intervalo tranquilo, Edge salió del pabellón para admirar el circo de noche. En la oscuridad del hipódromo, la doble hilera de antorchas perfilaba una avenida que conducía a los carromatos de la jaula y el museo —iluminados asimismo por las antorchas de sus esquinas— y a la puerta principal de la gran carpa. La lona puntiaguda, parda de día y ahora iluminada por dentro y resaltando de la noche con su esplendor de color marfil, desprendía un brillo tan suave e inmenso que bien podía calificarse de tabernáculo sin defraudar a quienquiera que imaginase un tabernáculo como un edificio imponente. Cuando concluyó el espectáculo y el público salió de la luz para dispersarse en la oscuridad, comentaron la función con el mismo entusiasmo con que lo habían hecho los públicos de día, pero con voces menos roncas y más reverentes, como si el entretenimiento también hubiera constituido una especie de servicio religioso.

A la mañana siguiente, Fitzfarris, con el rostro cubierto de cosmético y un rollo de carteles circenses atado detrás de la silla, salió a caballo hacia Harper’s Ferry. Magpie Maggie Hag, ayudada por Phoebe Simms, se puso a trabajar en los disfraces para Madame Alp y las Pigmeas Blancas Africanas. Tim y Hannibal sacaron unos botes de pintura recién comprados y empezaron a pintar de azul cobalto la carreta grisácea del globo y el viejo carromato adquirido la víspera. Sarah llevó a Lunes y Martes a la arena para darles sus primeras lecciones de equitación, y Yount las acompañó para tirar de la cuerda de caída cuando lo necesitaran. Rouleau se hizo cargo de Quincy y Domingo para iniciar su entrenamiento acrobático. Edge, ayudado por Clover Lee, empezó a adiestrar los tres caballos nuevos para el número de libertad. Cuando Roozeboom y Mullenax hubieron reparado todas las ruedas deterioradas, volvieron a la jaula de Maximus para continuar las lecciones de doma. Florian circulaba entre todas estas actividades, contribuyendo con críticas, consejos o palabras de ánimo. No había una sola persona ociosa en el campamento.

—¿Sólo hay que hacer esto? —se admiró Clover Lee—. ¿Un golpecito y ya está, señor Zachary?

—Bueno, antes hay que calmarlo mucho —contestó Edge—. Tocarlo, acariciarlo e infundirle mucha confianza. Luego, atarle la pierna delantera, como acabo de hacer. Después, coger el látigo, darle un golpecito debajo de la rodilla de la pierna sobre la que se apoya. Al cabo de un rato, para evitar los golpecitos, dobla las dos rodillas, lo cual el público toma como un saludo. Acariciarlo un poco más, para indicarle que ha hecho lo que debía. Entonces apartarse un poco y tirar suavemente de las riendas hacia uno para que se ladee y se siente. Acariciarlo un poco más. Muy pronto, sólo es necesario tocarlo apenas para que haga ambos movimientos.

—Nunca he tenido que aprender mucho sobre caballos, excepto mi trabajo sobre su grupa. —Y añadió, con celos mal disimulados—: Ahora que tenemos a esas chicas búfalos estudiando equitación, necesitaré añadir más adornos y trucos a mi número.

—Te demostraré uno que les estoy enseñando —dijo Edge—. Mira, cojo este alfiler y sólo le pincho un poco en la cruz. —El caballo relinchó, sorprendido, y se encabritó—. Ahora le pincho otra vez, en la grupa. —El caballo profirió otro sonido de sorpresa y coceó con las patas traseras—. Pronto dejo de necesitar el alfiler, pues sólo rozándolo con la borla del látigo ya se encabrita o cocea. O lo toco detrás y delante, en ambos lugares a la vez, e imita a un caballo de balancín.

—¡Qué bonito! —exclamó Clover Lee.

—¡Huy! —gritó Quincy Simms. Y al momento, arrepentido—: Lo siento, mas’ Jules, pero me ha hecho daño.

—Ya lo sé —dijo Rouleau. Tenía en las manos uno de los pies desnudos y negros, de planta color malva, del muchacho y le doblaba los dedos hacia abajo, en dirección al talón—. Debes hacerlo tú mismo tal como te he enseñado, y muchas veces, siempre que puedas. Hazlo cada vez hasta que te duela tanto que no puedas resistirlo más. Y cada vez el empeine se doblará un poco más y con mayor facilidad. Es el único modo de perfeccionar la posición de puntillas, que es esencial para cualquier contorsionista. Ahora veamos el otro pie.

—¡Huuuy! —gritó Quincy—. Lo siento, massa.

—Quejica —recriminó Domingo—. Y el señor no ser massa, ser monsieur Jules.

—Es monsieur Jules —corrigió Rouleau entre dientes—. Yo soy monsieur Jules. «Ser» no es la forma correcta.

—Vaya —dijo Quincy, perplejo—. ¿Eso no ser abejas? —preguntó, señalando las que zumbaban en torno a una mata de tréboles.

J’en ai plein le cul —dijo Rouleau para sus adentros—. ¿Por qué me dejo endosar ocho trabajos a la vez?

—Te está hablando en europeo, Quincy —explicó la avispada Domingo—. J’en ai plein le cul. ¿Yo decir bien, monsieur?

—Perfectamente, chérie. Y espero que lo digas a menudo en el futuro. Ahora, quítate estos absurdos zapatos rígidos. Tú también has de empezar a doblar el empeine.

Manipuló sus morenos pies, de rosadas plantas, y ella, muy valiente, procuró no gritar de dolor. Florian se acercó y preguntó en tono jocoso:

—¿Cómo van las cosas por aquí?

Tuvo un sobresalto, y Rouleau soltó una carcajada, cuando Domingo replicó alegremente:

—¡J’en al plein le cul, monsieur Florian!

—Lo principal, Abner —dijo Roozeboom—, es saber cuidar a los gatos. El pobre Maximus ha aprendido a comer casi cualquier cosa, pero ahora que tenemos dinero, comerá diez o veinte libras de carne todos los días. Dale siempre carne magra; la grasa provoca furúnculos en el león. También hay que darle huesos con la carne, para que tenga que comer despacio y no lo devore todo en un momento y se le indigeste. Un día a la semana no le des nada de comer, deja que se le vacíe el estómago. Y un día al mes, dale animales vivos: pollos, un corderito, uno de tus cochinillos, tal vez.

—Eh, los cerditos son mi medio de vida, Ignatz. Por lo menos hasta que sea un verdadero domador de leones. Explícame cómo se doman.

—Bueno… —Roozeboom se atusó el enorme bigote—. Una cosa es domarlos… y otra, amaestrarlos. Aquí en América, la mayoría de domadores imitan a Thomas Batty, exhibiendo el dominio del domador sobre los animales. En cambio, en Europa, muchos imitan a los Hagenbeck, exhibiendo la belleza y gracia de los animales y las rutinas que han aprendido.

—Bueno, Maximus no es ninguna belleza, pero es más bello que yo. Dejaré que la gente le admire a él, y a sus trucos.

—No, los gatos nunca aprenden trucos (no distinguen entre un truco y un hombre en la Luna), aprenden hábitos. Y sólo dos cosas hacen posible que un hombre enseñe un hábito a un gato. Una es que el hombre tiene paciencia y el gato es voraz. La otra es que el gato no se da cuenta de que es más fuerte que el hombre. De modo que, para enseñarle un hábito, hay que usar su voracidad y la propia paciencia. Digamos que pones una escoba cruzada en su jaula. Él se acerca, pasa por encima y tú le das un trozo de carne. Cada día subes el palo unos centímetros, él tiene que levantar cada día un poco más las patas y tú satisfaces su hambre cada vez. Llegará un día en que no tendrá elección: dar un pequeño salto o pasar por debajo. Tú le dirás: «Springe!»

—¿Por qué no digo «¡Salta!»?

—Da siempre las órdenes en alemán. Es la tradición, y también lo más sensato. A veces se compra el gato a otro espectáculo y no hay que preguntarse: ¿hablará éste francés, zulú o chino? Todos los gatos obedecen al alemán.

—Está bien. Digo: «Springe!» ¿Y entonces qué?

—Cuando salta, le das un poco de carne. Sube cada día la escoba. Con el tiempo, dará un gran salto cada vez que digas: «Springe!»

—Espera. Retrocedamos. La primera vez tiene que elegir; ¿y si elige pasar por debajo de la escoba?

—Le regañas, hablas en tono de enfado, haces restañar el látigo, no le das carne. Pégale si es necesario, pero sin hacerle daño, sólo para demostrarle que estás enojado. No seas nunca cruel. El gato ya es bastante peligroso de por sí, no hay que convertirlo además en tu enemigo. Si es preciso, empieza una vez más desde el principio. Desde la escoba en el suelo.

—Dios mío, para un número tan sencillo. ¿Tiene que requerir tanto tiempo?

—Tú eres el ser humano superior, ¿no? Tienes paciencia y debes usarla. Inculca un hábito en el gato y lo repetirá una y otra vez. Die gewente maak die gewoonte[14]. Pero si se niega una sola vez, tienes que insistir. El no debe tener nunca la idea de que puede desobedecer impunemente. No debe sospechar nunca que es más fuerte que tú, en fuerza de voluntad o en músculos. Si un gato te araña alguna vez, no retrocedas, no te enfades, no le hagas saber que puede hacer daño. Klaar?

—Pedir a un hombre que ni siquiera retroceda es una orden bastante exigente.

—Limítate a salir de la jaula en cuanto te sea posible. Lo mejor, por si acaso, es tener ácido fénico y vendas. Los gatos son animales limpios excepto en las fauces y bajo las zarpas. Ahí siempre hay partículas de carne en descomposición. Un pequeño mordisco o un arañazo significa una infección mortal. Recuerda asimismo, si un gato te ataca, que su punto más débil es la nariz. No puedes vencer a un gato por la fuerza bruta, pero si le golpeas en la nariz, tal vez retroceda.

—Tal vez.

—Ocurra lo que ocurra, Abner, intenta permanecer de pie, aunque toda una jaula de gatos haya enloquecido. De pie eres más alto que ellos, aún eres superior. Pero si te caes, te verán como una gacela recién muerta, a punto para comer. Y te comerán.

Mullenax tragó saliva.

—¿Quieres decir… que si un domador se cae una sola vez en su carrera, está perdido?

Roozeboom se encogió de hombros.

—Intenta caerte de bruces. Cuando un gato mata en la selva, lo primero que se come son las entrañas. Si yaces boca abajo, te tocará con la pata, tratando de darte la vuelta, de llegar a tu vientre. Quizá esto dé tiempo para que alguien corra en tu ayuda.

—Quizá —repitió Mullenax, mirando al viejo Maximus con nuevo respeto y aprensión—. Bueno, estamos hablando de gatos ya un poco domesticados… conmigo dentro de la jaula. Pero supongamos que llega uno nuevo, toda una manada. ¿Cómo se empieza? ¿Qué es lo primero que se debe hacer?

—Sentarse a cierta distancia y observar.

—¿Observar qué?

—Lo que hacen. Por Dios, Abner, esto ya lo sabes. Observaste a los cerdos en tu granja y viste que les gustaba subir escaleras. Has montado un número de cochinillos subiendo escaleras.

—¿Es eso? ¿Éste es el secreto? ¿Encontrar algo que el animal ya sepa hacer?

—O que le guste hacer y pueda hacer mejor. Los gatos son juguetones. Leones, tigres, son como gatitos domésticos. Los miras jugar y quizá ves uno que salta hacia atrás o uno aficionado a rodar por el suelo. Observa lo que hace el gato de modo natural y anímale a exagerarlo, a convertirlo en una costumbre. Al cabo de un tiempo, tendrás un gato que sabrá dar grandes saltos hacia atrás o que rodará como un barril. El público pensará que eres maravilloso porque has enseñado al gato a hacer algo anti-natural.

—Vaya, ésta sí que es buena. ¡Estaba aprendiendo a domar leones en mi propio corral y ni siquiera lo sospechaba!

—¡No puedo permitir que la gente me vea así! —gimió Lunes Simms.

—¡Con todas las piernas al aire! —gimió Martes Simms.

—Ser verdá, miss Maggie —gruñó Phoebe Simms—. Ya ser bastante malo que yo paresca grande como esa tienda. Mis hijas estar indecentes.

Magpie Maggie Hag acababa de terminar los vestidos para Madame Alp y las Pigmeas Blancas y se los estaban probando. La blusa y la falda de Madame Alp, ya de por sí voluminosas, tenían tanto acolchado interior que los botones y costuras casi reventaban y la falda no necesitaba aros ni crinolina para mantenerse tiesa. En contraste, la modista había hecho las prendas de las niñas tan ceñidas y pequeñas que se ajustaban a los delgados torsos y esbeltos miembros como si estuvieran pintadas. Había escogido una tela del color de su propia carne y sólo la había decorado con grupos de centelleantes lentejuelas en torno a pechos y nalgas: rojas para Lunes, amarillas para Martes y azules para Domingo.

—¡Ni siquiera me puedo agachar para sentarme! —gimió Martes Simms.

—Y yo casi no puedo levantarme —gruñó Phoebe Simms.

La vieja gitana no discutió; fue a buscar a Florian. Al acercarse éste, las dos niñas profirieron un chillido y se escondieron detrás de su gigantesca madre.

—Perdóname por hablar sin rodeos, Madame Alp —dijo Florian—, pero no comprendo las quejas sobre las mallas de las niñas. Desde que las conozco, se han paseado en enaguas y nada más. Por lo menos ahora sus traseros están…

—Las niñas tener la edá justa pa empesar a tener sus flores. Por esto no las tapo.

—¿Sus flores? —repitió Florian.

—Sí —explicó Magpie Maggie Hag—, la maldición de Eva.

—Oh —dijo Florian—. Ah. Hum. Está bien, señoras, dejaré para Madame Hag la misión de hablaron sobre… ejem, toallitas y trapos. Sólo diré que las mallas de circo tienen que ser ceñidas. No están hechas para sentarse, sino para dar libertad de movimientos en el trabajo y enseñar vuestras piernas y traseros mientras lo hacéis.

—Mas’ Florian, ¡parese que vayan en cueros!

Madame Alp, he visto más países que tú condados, y en ningún lugar del mundo he visto nada más hermoso que una bella mujer desnuda.

—No ser decente exhibirse así delante de los blancos.

—Has visto a Madame Solitaire y a mademoiselle Clover Lee vestidas con mallas. Si las mujeres blancas pueden enseñar sus cuerpos, tus niñas tienen todo el derecho de hacer lo mismo. De todos modos, a su edad no tienen curvas de que avergonzarse. Y cuando las tengan, las enseñarán con orgullo. Y ahora no quiero oír más quejas. A propósito, permíteme felicitarte, Madame Alp. Tu aspecto es realmente magnífico. Maggie, procura que los vestidos estén listos a tiempo para el intermedio de hoy.

Así lo hizo y obligó a las mujeres Simms a ponérselos, y Fitzfarris volvió de su misión de heraldo justo a tiempo para ocupar su puesto en el espectáculo secundario y proclamar:

—Ahora, damas y caballeros, observen esta montaña de carne viviente… La balanza del mercado registró trescientos ochenta kilos antes de estropearse y romperse… Se necesita al elefante Brutus para izarla del nivel del suelo a su carromato de muelles especialmente resistentes… Cualquier señora del público puede comprobar la auténtica obesidad de Madame Alp pellizcando uno de sus macizos tobillos. En interés de los buenos modales, se ruega a los caballeros que se abstengan de ello…

Y las mujeres Simms sintieron tal satisfacción al verse tratadas de modo tan especial, que olvidaron sus escrúpulos y su timidez y se dispusieron a gozar de la celebridad y de las miradas ávidas de la gente.

—He tenido suerte —dijo Fitzfarris a Florian cuando el público volvió a la gran carpa para ver el resto del programa—. He llegado a Harper’s Ferry justo cuando el periodista preparaba la edición de esta semana y he conseguido que reservase lugar para un anuncio sobre la huida del salvaje Abner Mullenax. Ya debe de estar en la calle. Tenga, he traído un ejemplar.

El Herald de Harper’s Ferry se imprimía en el dorso de viejas tiras de papel para empapelar paredes y esta edición había relegado las noticias de la semana a un rincón para dar prioridad al impresionante titular: «¡HOMBRE COCODRILO SE ESCAPA DEL CIRCO LOCAL!», y a un artículo dictado a todas luces por el propio Fitz.

Florian lo leyó, sonriendo, lo alargó a otros miembros de la compañía para que lo admirasen y dijo:

Sir John, es la primera vez que salimos en un periódico desde tiempos inmemoriales. Wilmington se cansó de escribir y leer acerca de nosotros mucho antes de que lo abandonásemos.

—También he encargado a unos negros que pegaran carteles por toda la ciudad. Y he reservado un solar decente entre Bolívar y Camp Hill. En total, sólo me ha costado un puñado de entradas.

—Muy bien. Escuchad todos. Hoy viajaremos de noche. Desmantelaremos la tienda en seguida después de la función y nos pondremos en marcha. Todos los que no conduzcan, deben tratar de dormir por el camino. Y, Barnacle Bill, permanece bajo tu piel de cocodrilo.

—¡Ah-a-ah! —profirió el monstruo, desesperado.

—No, mejor aún, rebózate otra vez antes de que salgamos. Luego descansa en tu carreta del globo; Fitz la conducirá. Tendremos que fingir que te hemos vuelto a capturar por el camino, a fin de poder enseñar a un Hombre Cocodrilo cuando nos lo pidan.