9

Judith Champagne estaba en el estrado del juez escuchando mociones cuando entré en su tribunal con cinco minutos de adelanto. Había otros ocho abogados haciendo tiempo, esperando su turno. Apoyé mi mochila de ruedas contra la barandilla y le susurré al actuario que había venido para ocuparme de la sentencia de Edgar Reese en lugar de Jerry Vincent. Me contó que la lista de pedimentos de la juez era larga, pero que Reese sería el primero en salir para oír su sentencia en cuanto estos se acabaran. Le pregunté si podía ver a Reese y el actuario se levantó y me condujo por la puerta de acero que había detrás de su escritorio al calabozo contiguo al tribunal. Había tres prisioneros en la celda.

—¿Edgar Reese? —dije.

Un hombre blanco, pequeño y de complexión fuerte se acercó a los barrotes. Vi los tatuajes carcelarios que le llegaban al cuello y me sentí aliviado. Reese iba a ir a un lugar que ya conocía. No tendría que sostener la mano de un primerizo con los ojos como platos. Eso me facilitaba las cosas.

—Me llamo Michael Haller y voy a sustituir a su abogado hoy.

No creía que tuviera sentido explicar a ese tipo lo que le había ocurrido a Vincent. Sólo conseguiría que Reese me planteara un montón de preguntas, y yo no tenía tiempo ni conocimiento para responderlas.

—¿Dónde está Jerry? —preguntó Reese.

—No ha podido venir. ¿Está preparado para esto?

—Como si tuviera elección.

—¿Jerry habló de la sentencia cuando llegó al acuerdo?

—Sí, me lo dijo. Cinco años en estatal, a los tres en la calle con buena conducta.

Más bien cuatro, pero no iba a entrar en eso.

—Vale, bien, la juez está terminando algo ahí y luego le sacarán a usted. El fiscal le leerá un poco de jerigonza legal, usted responderá que sí, que lo entiende, y a continuación la juez le leerá la sentencia. Quince minutos, entrar y salir.

—No me importa cuánto tarde. No he de ir a ninguna parte.

Asentí y lo dejé allí. Llamé suavemente a la puerta metálica para que lo oyera el agente —los alguaciles del condado de Los Ángeles son agentes del sheriff—, y con la esperanza de que con un poco de suerte no lo oyera la juez. Me dejó salir y me senté en la primera fila de la galería. Abrí la bolsa y saqué la mayor parte de los archivos, dejándolos en el banco a mi lado.

El archivo de encima era el de Edgar Reese, y yo ya lo había revisado en preparación para la sentencia. Reese era uno de los clientes repetitivos de Vincent, y este era un caso de drogas habitual. A Reese, vendedor que consumía su propio producto, lo habían pillado en una venta a un cliente que trabajaba de confidente policial. Según la información de los antecedentes del caso incluida en el expediente, el informante se concentró en Reese porque ya habían tenido un encontronazo. Previamente, el confidente le había comprado cocaína a mi cliente y había comprobado que este la había cortado demasiado con laxante de bebé. Era un error frecuente que cometían los camellos que también consumían. Cortaban demasiado el producto, incrementando así la cantidad que les quedaba para consumo personal pero diluyendo los efectos del polvo que vendían. Era una mala práctica comercial, porque granjeaba enemigos. Un consumidor que trata de salvarse de una acusación cooperando con la policía está más inclinado a tender una trampa a un camello que no le gusta que a uno que le gusta. Esta era la lección comercial que Edgar Reese tendría que aprender en los siguientes cinco años en la prisión estatal.

Volví a guardar la carpeta en mi mochila y miré la siguiente de la pila. El expediente correspondía a Patrick Henson, el caso del adicto a los calmantes que le había dicho a Lorna que dejaría. Me incliné para volver a dejar la carpeta en su sitio, pero de repente volví a apoyar la espalda en el banco y la sostuve en mi regazo. Me di un par de golpecitos en el muslo con ella al tiempo que reconsideraba mi decisión. Abrí el expediente.

Henson era un surfista de veinticuatro años de Malibú originario de Florida. Era un profesional, pero del lado bajo del espectro, con limitados ingresos publicitarios y victorias en el pro tour. En una competición celebrada en Maui, una ola lo había empotrado contra los acantilados de lava. Se destrozó el hombro, y después de la cirugía el médico le prescribió oxicodona. Dieciocho meses después, Henson era un adicto pleno en busca de comprimidos para aliviar el dolor. Perdió sus patrocinadores y estaba demasiado débil para volver a competir. Finalmente, tocó fondo cuando robó una gargantilla de diamantes de una casa de Malibú a la que le había invitado una amiga. Según el atestado del sheriff, la gargantilla pertenecía a la madre de su amiga y contenía ocho diamantes que representaban a sus tres hijos y cinco nietos. En el atestado constaba un valor de 25.000 dólares, pero Henson lo empeñó por 400 y bajó a México para comprar doscientos comprimidos de oxicodona sin receta.

Fue fácil relacionar a Henson con el prestamista. Se recuperó la gargantilla de diamantes y la grabación de la cámara de seguridad del prestamista lo mostró empeñándolo. Debido al alto valor de la gargantilla, lo habían acusado en serio: robo, comercio con propiedad robada y posesión de drogas. Tampoco ayudó que la señora a la que robó la gargantilla estuviera casada con un médico bien relacionado que había contribuido generosamente a la reelección de varios miembros de la junta de supervisores.

Cuando Vincent aceptó a Henson como cliente, el surfista hizo un pago inicial de cinco mil dólares en especias. Vincent se quedó doce de sus tablas Trick Henson personalizadas y las vendió a coleccionistas en eBay. Henson también aceptó un plan de pagos de mil dólares mensuales, pero nunca había abonado ni una sola cuota porque lo enviaron a rehabilitación al día siguiente de que su madre, que vivía en Melbourne (Florida), pagara la fianza.

Según el expediente, Henson había completado con éxito la rehabilitación y estaba trabajando a tiempo parcial en un campamento de surf para niños en la playa de Santa Mónica. Apenas ganaba lo suficiente para vivir, y menos para pagar mil dólares al mes a Vincent. Su madre, entre tanto, se había arruinado con su fianza y el coste de su estancia en rehabilitación.

El expediente estaba repleto de pedimentos de postergación y otras presentaciones de instancias que formaban parte de la táctica de demora emprendida por Vincent mientras esperaba que Henson consiguiera más efectivo. Era el procedimiento estándar. Coge el dinero para empezar, sobre todo cuando el caso es probablemente chungo. El fiscal tenía a Henson grabado vendiendo la mercancía robada, lo que significaba que el caso era peor que chungo: era un animal ciego cruzando una autopista.

El número de teléfono de Henson estaba en el expediente. Una cosa que todo abogado inculcaba en los clientes no encarcelados era la necesidad de mantener un método de contacto. Quienes se enfrentaban a acusaciones penales y a posibilidades de prisión llevaban con frecuencia una vida inestable. Se trasladaban a menudo y en ocasiones eran completamente vagabundos. Pero un abogado tenía que ser capaz de conectar con ellos cuando quisiera. En el expediente constaba el móvil de Henson, y si aún era el bueno, podía llamarlo en ese mismo momento. La cuestión era si quería hacerlo.

Miré al estrado. La juez todavía estaba en medio de los argumentos orales respecto a una solicitud de fianza. Todavía había tres abogados esperando su turno para otros pedimentos y no había rastro del fiscal asignado al caso Edgar Reese. Me levanté y volví a susurrar al actuario.

—Voy a salir al pasillo a hacer una llamada. Estaré cerca.

Asintió con la cabeza.

—Si no vuelve cuando sea la hora, iré a buscarlo —dijo—. Y asegúrese de que apaga el teléfono antes de volver a entrar. A la juez no le gustan los móviles.

No tenía que decírmelo. Ya sabía de primera mano que a la juez no le gustaban los móviles en su sala. Había aprendido la lección cuando en una comparecencia ante ella mi móvil empezó a sonar con la obertura de Guillermo Tell, un tono elegido por mi hija, no por mí. La juez me abofeteó con una multa de cien dólares y desde entonces se refería a mí como el Llanero Solitario. Esa última parte no me importaba demasiado. A veces me sentía como el Llanero Solitario; eso sí, iba en un Lincoln Town Car en lugar de en un caballo blanco.

Dejé mi mochila y las otras carpetas en el banco en la galería y salí al pasillo sólo con la carpeta de Henson. Encontré un lugar razonablemente tranquilo en el atestado pasillo y marqué el número. Respondieron en dos tonos.

—Soy Trick.

—¿Patrick Henson?

—Sí, ¿quién es?

—Soy tu nuevo abogado. Me llamo Mi…

—Vaya, espere un momento. ¿Qué ha pasado con mi viejo abogado? Tenía a ese tipo, Vincent…

—Está muerto, Patrick. Falleció anoche.

—Noooo.

—Sí, Patrick, lo siento.

Esperé un momento para ver si tenía algo más que decir al respecto; luego empecé del modo más somero y burocrático posible.

—Me llamo Michael Haller y voy a hacerme cargo de los casos de Jerry Vincent. He estado revisando tu archivo y veo que no has hecho ni un solo pago en la agenda que te puso el señor Vincent.

—Ah, joder, ese era el trato. Me he estado concentrando en tratar de ponerme bien y no tengo dinero, ¿vale? Ya le di a ese Vincent todas mis tablas. Las contó como cinco mil, pero sé que ganó más. Un par de esas tablas valían al menos mil cada una. Me dijo que sacó lo bastante para empezar, pero lo único que ha estado haciendo es retrasar las cosas. No puedo hacer nada hasta que todo esto termine.

—¿Estás bien, Patrick? ¿Estás limpio?

—Como una patena. Vincent me dijo que era la única forma si quería tener alguna oportunidad de no ir a prisión preventiva.

Miré a ambos lados del pasillo. Estaba repleto de abogados, acusados, testigos y familiares de estos últimos. Era largo como un campo de fútbol y todo el mundo esperaba una misma cosa: un respiro. Que las nubes se abrieran y que algo les fuero de cara por una vez.

—Jerry tenía razón, Patrick. Has de mantenerte limpio.

—Lo estoy haciendo.

—¿Tienes un trabajo?

—Joder, ¿no se da cuenta? Nadie va a darle un trabajo a alguien como yo. Nadie me va a contratar. Estoy esperando a este caso y podría estar en prisión antes de que termine. Quiero decir, enseño a niños a tiempo parcial en la playa, pero no me pagan una mierda. Vivo en mi coche y duermo en una caseta de socorrista en Hermosa Beach. Hace dos años en estas fechas estaba en el Four Seasons de Maui.

—Sí, lo sé, la vida apesta. ¿Aún tienes carné de conducir?

—Es lo único que me queda.

Tomé una decisión.

—Muy bien, ¿sabes dónde está la oficina de Jerry Vincent? ¿Has estado alguna vez allí?

—Sí, le entregué las tablas allí. Y mi pez.

—¿Tu pez?

—Se llevó un sábalo real que pesqué en Florida cuando era niño. Dijo que iba a ponerlo en la pared y hacer ver que había pescado algo.

—Sí, bueno, el pez sigue allí. En cualquier caso, estate bien despierto en la oficina mañana a las nueve de la mañana y te haré una entrevista de trabajo. Si va bien, empezarás enseguida.

—¿Haciendo qué?

—De chófer. Te pagaré quince pavos la hora por llevarme y otros quince contra tu tarifa. ¿Qué te parece?

Hubo un momento de silencio antes de que Henson respondiera con voz complaciente.

—Eso está bien. Allí estaré.

—Bien. Te veo entonces. Sólo recuerda una cosa, Patrick: has de estar limpio. Si no lo estás, lo sabré. Créeme, lo sabré.

—No se preocupe. Nunca volveré a esa mierda. Esa mierda me ha jodido la vida a base de bien.

—Vale, Patrick, te veré mañana.

—Eh, oiga, ¿por qué está haciendo esto?

Vacilé antes de responder.

—La verdad es que no lo sé.

Colgué el teléfono y me aseguré de apagarlo. Volví a la sala del tribunal preguntándome si estaba haciendo algo bueno o cometiendo la clase de error de la que iba a arrepentirme.

Justo a tiempo. La juez terminó con el último pedimento en el momento en que yo volvía a entrar. Vi a un ayudante de fiscal del distrito llamado Don Pierce sentado a la mesa de la acusación, preparado para empezar con la sentencia. Era un exmarine que mantenía el pelo corto y era uno de los regulares de la hora del cóctel en el Four Green Fields. Puse rápidamente todas las carpetas en mi mochila con ruedas y la arrastré hasta la mesa de la defensa.

—Bueno —dijo la juez—. Veo que el Llanero Solitario cabalga de nuevo.

Lo dijo con una sonrisa y yo también sonreí.

—Sí, señoría. Me alegro de verla.

—No lo había visto en un tiempo, señor Haller.

El tribunal en sesión no era el lugar para decirle dónde había estado. Me ceñí a dar respuestas cortas. Abrí las manos como si presentara mi nuevo yo.

—Lo único que puedo decir es que he vuelto, señoría.

—Me alegro. Vamos a ver, está aquí en lugar del señor Vincent, ¿es correcto?

Lo dijo con un tono de rutina. Me di cuenta de que no sabía nada de la muerte de Vincent. Sabía que podía mantener el secreto y superar la sentencia con ello, pero luego la juez oiría la noticia y se preguntaría por qué no se lo había dicho. No era una buena forma de mantener a un juez de tu lado.

—Desafortunadamente, señoría —dije—, el señor Vincent falleció anoche.

Las cejas de la juez se arquearon en señal de asombro. Había sido fiscal mucho tiempo antes de ser juez durante otra larga temporada. Estaba conectada con la comunidad legal y muy probablemente conocía bien a Jerry Vincent. Le había asestado un mazazo.

—Oh, Dios mío, ¡era tan joven! —exclamó—. ¿Qué ocurrió?

Negué con la cabeza como si no lo supiera.

—No fue una muerte natural, señoría. La policía está investigando y no sé mucho salvo que lo encontraron anoche en su coche, en el garaje de su oficina. La juez Holder me ha llamado hoy y me ha designado abogado sustituto. Por eso estoy aquí por el señor Reese.

La juez bajó la mirada y se tomó un momento para superar el shock. Me sentí mal por ser el mensajero. Me agaché y saqué la carpeta de Edgar Reese de mi mochila.

—Siento mucho oír eso —dijo finalmente la juez.

Asentí en señal de acuerdo y esperé.

—Muy bien —dijo la juez después de un largo momento—. Saquemos al acusado.

Jerry Vincent no cosechó más retrasos. Si la juez tenía sospechas sobre Jerry o la vida que llevaba, no lo mencionó. Pero la vida continuaría en el edificio del tribunal penal. Las ruedas de la justicia rechinarían sin él.