A pesar de que había tranquilizado a Lorna al respecto, las ideas de todos los casos y todo el trabajo de organización por hacer pesaban en mis pensamientos cuando recorría el pasillo hasta el puente que unía el edificio de oficinas con el garaje. No recordaba que había aparcado en la quinta planta y terminé subiendo tres rampas antes de encontrar el Lincoln. Abrí el maletero y guardé en la mochila la gruesa pila de carpetas que me había llevado.
La mochila era una híbrida que había comprado en una tienda llamada Suitcase City cuando preparaba mi regreso al trabajo. Era una bolsa que podía cargarme al hombro los días que me sentía fuerte, pero también tenía un asa, de manera que podía usarla como maletín si lo deseaba. Y tenía dos ruedas y otra asa extensible, con lo cual podía arrastrarla detrás de mí los días que me sentía débil.
Últimamente, los días en que me sentía fuerte eran más frecuentes que aquellos en los que me sentía débil y probablemente ya podría haber pasado con el maletín de cuero tradicional del abogado. Pero me gustaba la mochila e iba a seguir usándola. Tenía un logo: una silueta montañosa con las palabras Suitcase City impresas como si fuera el cartel de Hollywood. Encima las luces del cielo barrían el horizonte, completando la imagen onírica de deseo y esperanza. Creo que el logo era la verdadera razón de que me gustara la mochila. Porque sabía que Suitcase City no era una tienda: era un lugar. Era Los Ángeles.
Los Ángeles es la clase de sitio donde todo el mundo es de algún otro lugar y donde nadie echa realmente anclas. Es un lugar de paso. Gente arrastrada por el sueño, gente huyendo de la pesadilla. Doce millones de personas, y todas ellas preparadas para salir corriendo si es necesario. Figurativamente, literalmente, metafóricamente —lo mires como lo mires—, en Los Ángeles todo el mundo tiene una maleta preparada. Por si acaso.
Al cerrar el maletero, me sorprendió ver a un hombre de pie entre mi coche y el que estaba aparcado al lado. El maletero abierto me había bloqueado la visión de su acercamiento. No lo conocía, pero me di cuenta de que él sabía quién era yo. La advertencia de Bosch sobre el asesino de Vincent destelló en mi mente y me atenazó el instinto de lucha o huye.
—Señor Haller, ¿puedo hablar con usted?
—¿Quién demonios es usted y qué está haciendo escondiéndose detrás de los coches de la gente?
—No me estaba escondiendo. Le he visto y he atajado entre los coches, nada más. Trabajo para el Times y me preguntaba si podría hablar con usted sobre Jerry Vincent.
Negué con la cabeza y solté aire.
—Me ha dado un susto de muerte. ¿No sabe que lo mató en este garaje alguien que se acercó a su coche?
—Mire, lo siento. Sólo…
—Olvídelo. No sé nada del caso y he de ir al tribunal.
—Pero va a quedarse con sus casos, ¿no?
Haciéndole una seña para que se apartara de en medio, me acerqué a la puerta de mi coche.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Nuestro periodista de tribunales consiguió una copia de la orden de la juez Holder. ¿Por qué le escogió el señor Vincent? ¿Eran buenos amigos?
Abrí la puerta.
—Oiga, ¿cómo se llama?
—Jack McEvoy. Me ocupo de la crónica policial.
—Buena suerte, Jack. Pero no puedo hablar de eso ahora. Si quiere darme una tarjeta, le llamaré cuando pueda hablar.
No hizo amago de ir a darme una tarjeta ni de indicar que entendía lo que acababa de decirle. Simplemente me hizo otra pregunta.
—¿La juez le ha impuesto una orden de silencio?
—No, no me ha impuesto una orden de silencio. No puedo hablar con usted porque no sé nada, ¿de acuerdo? Cuando tenga algo que decir, lo diré.
—Bueno, ¿puede decirme por qué asume los casos de Vincent?
—Ya conoce la respuesta. Me designó la juez. Ahora he de ir al tribunal.
Me metí en el coche, pero dejé la puerta abierta mientras giraba la llave de contacto. McEvoy apoyó el codo en el techo y se inclinó para continuar con su intento de entrevista.
—Mire —dije—. He de irme, así que haga el favor de retirarse para que pueda cerrar la puerta.
—Esperaba que pudiéramos hacer un trato —dijo rápidamente.
—¿Un trato? ¿Qué trato? ¿De qué está hablando?
—De información. Tengo oídos en el departamento de policía y usted tiene oídos en el tribunal. Sería una calle de doble sentido. Me cuenta lo que oye y yo le cuento lo que oigo. Tengo la sensación de que este va a ser un gran caso. Necesito toda la información que pueda conseguir.
Me volví y lo miré un momento.
—Pero la información que usted me dé terminará en el periódico al día siguiente. Puedo esperar y leerla.
—No toda la información se publica. Hay cosas que no se pueden publicar, aunque sepas que son verdad.
Me miró como si me estuviera transmitiendo un gran elemento de sabiduría.
—Tengo la sensación de que se enterará de las cosas antes que yo —dije.
—Me arriesgaré. ¿Trato?
—¿Tiene una tarjeta?
Esta vez sacó una tarjeta del bolsillo y me la pasó. La cogí entre los dedos y coloqué las manos en el volante. Levanté la tarjeta y la miré. Supuse que no me vendría mal tener una línea de información interna en el caso.
—Muy bien, trato.
Le hice de nuevo una señal para que se apartara y cerré la puerta; luego arranqué el coche. Seguía allí. Bajé la ventanilla.
—¿Qué? —pregunté.
—Sólo recuerde que no quiero ver su nombre en otros periódicos o en la tele diciendo cosas que yo no conozco.
—No se preocupe, sé cómo funciona.
—Bien.
Metí la marcha atrás, pero pensé en algo y mantuve el pie en el freno.
—Permita que le haga una pregunta. ¿Conoce bien a Bosch, el investigador jefe del caso?
—Sé quién es, pero la verdad es que nadie lo conoce bien. Ni siquiera su compañero.
—¿Cuál es su historia?
—No lo sé. Nunca lo pregunté.
—¿Es bueno?
—¿Resolviendo casos? Muy bueno. Creo que lo consideran uno de los mejores.
Asentí y pensé en Bosch, el hombre con una misión.
—Cuidado.
Di marcha atrás. McEvoy me gritó en cuanto puse el coche en Drive.
—Eh, Haller, me gusta la matrícula.
Lo saludé con la mano por la ventanilla mientras bajaba por la rampa. Traté de recordar cuál de los Lincoln llevaba y qué ponía en la matrícula. Tengo una flota de tres Town Car que me quedaron de cuando tenía un montón de casos. Pero había usado los coches con tan poca frecuencia en el último año que había puesto los tres en rotación para mantener los motores a punto y que no juntaran polvo. Supongo que formaba parte de mi estrategia de retorno. Los coches eran duplicados exactos, salvo por las placas de matrícula, y no estaba seguro de cuál conducía.
Cuando llegué a la cabina del aparcamiento y le entregué el tíquet vi una pantallita de vídeo junto a la caja registradora. Mostraba la imagen de una cámara localizada a un par de metros de mi coche. Era la cámara de la que me había hablado Cisco, diseñada para grabar el parachoques trasero y la placa de matrícula.
En la pantalla vi mi propia matrícula personalizada.
LOS SACO
Sonreí. Los saco, claro. Me dirigía al tribunal para reunirme con uno de los clientes de Jerry Vincent por primera vez. Iba a estrecharle la mano y lo iba a sacar de allí para mandarlo directamente a prisión.